sábado, 31 de diciembre de 2011

AÑO NUEVO, VIDA NUEVA...





Leo en el blog de Daniel Link su última entrada, relativa al término del año en curso. Hay una frase -una definición si se quiere- que me seduce de inmediato. Me gusta. Compro: "todo cambio radical nos viene por la vía del azar y la coacción, es decir: el amor o el trabajo"
El amor (en todas sus dimensiones) y el trabajo, nuestras piernas. Será cuestión, tal vez, de calibrarlas, de vaciarlas -si es que hay que hacer tal cosa- de sus fluidos para volverlas a nutrir. Y,si somos capaces, de poder llegar a disfrutar de semejante trabajo de laboratorio.
Se recomienda, entonces, tener al momento del brindis (esa fracción de segundo a la que tengo absoluto temor por el grado de succión que ejerce sobre mi ser) las manos ocupadas: en una la copa de rigor; en la otra una tabla periódica.

jueves, 29 de diciembre de 2011

DEL 2011, LO MEJOR...



Melancolía, la última película de ese planeta llamado Lars Von Trier, baja los decibeles con respecto a su antecesora (la traumática pero aún así irresistible "Anticristo"), sin dejar de ser una prueba más de la abrumadora sensibilidad e inteligencia del danés para crear un mundo (en este caso dos) posible.
Este fue el año de "Melancolía", entonces, pero también de la alemana "Sin escape", de la portuguesa "El extraño caso de angélica", de la norteamericana "Blue Valentine" y de una pequeña joya nacional: "El estudiante".
Fue, también, el año de las novelas "Cuentas Pendientes" de Martín Kohan y "Doberman" de Gustavo Ferreyra, los ensayos de Beatriz Sarlo, Christian Castillo y Martín Caparrós, y, por sobre todas las cosas, el año de un libro capital que marcó muchas de mis noches: "conversaciones con Emile Cioran".
En la tv se sigue cumpliendo la regla: un programa valioso (generalmente un unitario)por año. De más está decir que se trató de "El puntero", en donde, un vez más, se reafimó aquella extraña definición dada por Cecilia Roth sobre Julio Chávez cuando decía: "nosotros somos personas que trabajamos de actores, pero cuando Julio trabaja está haciendo otra cosa..."
En este caso, esa "otra cosa" se vio acompañada por un brillante Rodrigo de La Serna.
A nivel musical (probablemente este 2011 quede en nuestra historia vernácula como el más acaudalado en cuanto a visitas internacionales), la experiencia U2 y -obviamente- la experiencia Pearl Jam, constituyeron mis experiencias sensibles.
Fue un año de poco teatro "serio" ("Los padres terribles", "Las estrellas nunca mueren" y "Los hijos se han dormido") y mucho banfield teatro-ensamble.
Llega el 2012. Si hay un final de partida -por momentos me emociona esa posibilidad en tanto realmente hermana de verdad a todos y a todas en un mismo punto ciego- me encontrará en ese estado de gracia propio de la música de las palabras, los gestos y los acordes que pintan el cuadro por el que -silenciosamente- me deslizo.

NATURALEZA SANGRE...












Osvaldo Lamborghini
(Argentina, 1940-1985)

EL FIORD (FRAGMENTO)


"arrancándose los pelos a manotazos y abalanzando ferozmente las nalgas contra el atigrado colchón? Arremetía, descansaba; abría las piernas y la raya vaginal se le dilataba en círculo permitiendo ver la afloración de un huevo bastante puntiagudo, que era la cabeza del chico. Después de cada pujo parecía que la cabeza iba a salir: amenazaba, pero no salía; volvíase en rápido retroceso de fusil, lo cual para la parturienta significaba la renovación centuplicada de todo su dolor. Entonces, El Loco Rodríguez, desnudo, con el látigo que daba pavor arrollado a la cintura - El Loco Rodríguez, padre del engendro remolón, aclaremos -, plantaba sus codos en el vientre de la mujer y hacía fuerza y más fuerza. Sin embargo, Carla Greta Terón no paría. Y era evidente que cada vez que el engendro practicaba su ágil retroceso, laceraba - en fin - la dulce entraña maternal, la dulce tripa que lo contenía, que no lo podía vomitar. Se producía una nueva laceración en su baúl ventral e instantáneamente Carla Greta Terón dejaba escapar un grito horrible que hacía rechinar los flejes de la cama. El Loco Rodríguez aprovechaba la oportunidad para machacarle la boca con un puño de hierro. Así, reventábale los labios, quebrábale los dientes; éstos, perlados de sangre, yacían en gran número alrededor de la cabecera del lecho. Preso de la ira, al Loco se le combaban los bíceps, y sus ya de por sí enormes testículos agigantábanse aun más. Las venas del cuello, también, se le hinchaban y retorcían: parecían raíces de añosos árboles; un sudor espeso le bañaba las espaldas; las uñas de los pies le sangraban de tanto querer hincarse en las baldosas del piso. Todo su cuerpo magnífico brillaba, empapado. Un brillo de fraude y neón. Hizo restallar el látigo, El Loco en varias ocasiones; empero, los gritos de Carla Greta Terón no cesaban; peor aún: tornábanse desafiantes, cobraban un no sé qué provocador. La pastosa sangre continuábale manándole de la boca y de la raya vaginal; defecaba, además, sin cesar todo el tiempo. Tratábase - confesémoslo - de una caca demasiado aguachenta, que llegaba, incluso, a amarronarle los cabellos. El Loco, en virtud de ser él quien la había preñado, cumplía la labor humanitaria de desagotar la catrera: manejaba la pala como hábil fogonero y a la mierda la tiraba al fuego. Vino otro pujo. El Loco le bordó el cuerpo a trallazos (y dale dale dale). Le pegó también latigazos en los ojos como se estila con los caballos malleros. El huevo bastante puntiagudo, entonces, afloró un poco más, estuvo a punto de pasar a la emergencia definitiva y total. Pero no. Retrocedió, ágil, lacerante, antihigiénico. Desesperadamente El Loco se le subió encima a la Carla Greta Terón. Vimos cómo él se sobaba el pito sin disimulo, asumiendo su acto ante los otros. El pito se fue irguiendo con lentitud; su parte inferior se puso tensa, dura, maciza, hasta cobrar la exacta forma del asta de un buey. Y arrasando entró en la sangrante vagina. Carla Greta Terón relinchó una vez más: quizás pretendía desgarrarnos. Empero, ya no tenía escapatoria, ni la más mínima posibilidad de escapatoria: El Loco ya la cojía a su manera, corcoveando encima de ella, clavándole las espuelas y sin perderse la ocasión de estrellarle el cráneo contra el acerado respaldar. "

domingo, 25 de diciembre de 2011

TRUMAN SHOW...





ENTREVISTA A TRUMAN CAPOTE

- ¿Cuándo empezó usted a escribir?

- Cuando tenía diez u once años y vivía cerca de Mobile. Tenía que ir a la ciudad todos los sábados, para ver al dentista, e ingresé en el Sunshine Club que había sido organizado por el Mobile Press Register. El periódico tenía una página para niños que patrocinaba concursos literarios y de dibujo. Todos los sábados por la tarde había una fiesta con refrescos gratis. El premio en el concurso de cuentos era un pony o un perro. Yo estaba loco por ganarme uno de los dos, ya no recuerdo cuál. Había venido observando las actividades de unos vecinos que no se traían nada bueno entre manos, y escribí una especie de "novela en clave" titulada "Oíd Mr. Busybody" y la sometí al concurso. La primera entrega fue publicada un domingo, bajo mi nombre verdadero: Truman Streckfus Persons. Sólo que alguien de repente se dio cuenta de que yo estaba presentando un escándalo local en forma de novela, y la segunda entrega nunca apareció. Naturalmente, no gané ningún premio.

¿Estaba usted seguro, en aquel entonces, de que quería ser escritor?

Sabía que quería ser escritor, pero no estuve seguro de que lo sería hasta los quince años más o menos. Ya había empezado, con poca modestia, a enviar cuentos a las revistas populares y a las literarias. Ningún escritor, por supuesto, olvida jamás su primera aceptación; pero un buen día, cuando yo tenía diecisiete años, recibí la primera, la segunda y la tercera en el correo del mismo día. Ah, créamelo usted, eso de saltar de gusto no es una simple frase!

¿Qué escribió usted primero?

-Cuentos. Y mis ambiciones más firmes giran todavía alrededor de ese género. Creo que el cuento, cuando es explorado seriamente, es el más difícil y el más riguroso de los géneros en prosa existentes. Todo el control y la técnica que yo pueda tener se lo debo enteramente a mi adiestramiento en ese género.

-¿Qué significa exactamente "control" para usted?

-Significa mantener un dominio estilístico y emocional sobre el material. Llámelo preciosismo si gusta y mándeme al demonio, pero yo creo que un cuento puede ser arruinado por un ritmo defectuoso en una oración -especialmente al final- o por un error en la división de los párrafos y basta en la puntuación. Henry james es el maestro del punto y coma. Hemingway es un parrafista de primer orden. Desde el punto de vista del oído, Virginia Woolf nunca escribió una mala oración. No me propongo implicar que practico con éxito lo que predico. Lo intento, eso es todo.

-¿Cómo se llega a dominar la técnica del cuento?

-Puesto que cada cuento presenta sus propios problemas técnicos, obviamente no se puede generalizar acerca de ellos sobre una base de dos-más-dos-son-cuatro. Hallar la forma correcta para un cuento es sencillamente descubrir la manera más natural de contarlo. El modo de probar si un escritor ha intuido o no la forma natural de su cuento consiste sencillamente en esto: después de leer el cuento, ¿puede uno imaginárselo en una forma diferente, o silencia el cuento la imaginación de uno y parece absoluto y definitivo? Del mismo modo que una naranja es definitiva, algo que la naturaleza ha hecho de la manera precisamente correcta.

-¿Hay recursos que uno pueda utilizar para mejorar la técnica?

-El único recurso que conozco es el trabajo. La creación literaria tiene leyes de perspectiva, de luz y sombra, al igual que la pintura o la música. Si uno nace conociéndolas, magnífico. Si no, hay que aprenderlas. A continuación hay que reordenarlas a conveniencia de uno. Aun Joyce, el más radical enemigo de las reglas entre nosotros, era un artífice consumado; pudo escribir Ulysses porque escribió Dubliners (Dublinenses). Hay demasiados escritores que parecen pensar que escribir cuentos no es más que una manera de ejercitar la mano. Bueno, en esos casos es seguro que lo único que están ejercitando es la mano.

-¿ Recibió usted muchos estímulos en esos primeros tiempos? Y si los recibió, ¿de quiénes provinieron?

-¡Dios santo! Me temo que al hacer esa pregunta se ha comprometido usted a tener que escuchar una epopeya. La respuesta es un nido de víboras de negativas y unas cuantas afirmativas. Mire usted, no totalmente, pero sí en gran medida, mi infancia transcurrió en regiones del país y entre personas que carecían de toda actitud cultural. Lo cual probablemente no fue malo, a la larga. Me endureció desde muy temprano para nadar contra la corriente; en verdad, en algunos aspectos desarrollé los músculos de una verdadera barracuda, especialmente en el arte de lidiar con los enemigos, un arte que no es menos necesario que el de saber apreciar a los amigos. Pero volviendo atrás: naturalmente, en ese medio, yo era considerado un tanto excéntrico, lo cual era bastante justo, y, además, estúpido, lo cual resentía adecuadamente. Con todo, despreciaba la escuela -o más bien las escuelas, pues me la pasaba cambiando de una a otra- y año tras año reprobaba las materias más sencillas, por pura aversión y fastidio. Faltaba a clases cuando menos dos veces por semana y a cada rato me escapaba de la casa. Una vez me fugué con una amiga que vivía en la casa de enfrente: una muchacha mucho mayor que yo que posteriormente alcanzó cierta fama porque asesinó a media docena de personas y fue electrocutada en Sing Sing. La llamaron la "Asesina Corazones Solitarios". Pero ya estoy yéndome por la tangente otra vez. Bueno, finalmente, cuando tenía unos doce años, si no recuerdo mal, el director de la escuela a la que asistía visitó a mi familia y le dijo que en su opinión, y en la de los demás maestros, yo era "subnormal". Pensaba que lo sensato y humanitario era enviarme a alguna escuela especial para chiquillos retrasados. Aparte de lo que hayan pensado en su fuero interno, mis parientes se dieron oficialmente por ofendidos y, en un esfuerzo por probar que yo no era subnormal, me mandaron sin pérdida de tiempo a una clínica de estudios psicoanalíticos en una universidad del Este del país, donde me examinaron el Cociente de Inteligencia. El examen me divirtió enormemente y. . . ¿ sabe usted qué?. . . regresé a casa proclamado genio por la ciencia. No sé quién se sintió más abrumado, si mis antiguos maestros, que se negaron a creerlo, o mis parientes, que no quisieron creerlo: todo lo que querían que les dijeran era que yo era un simpático muchachito normal. ¡Ja, ja! Pero, por lo que a mí tocaba, me sentía sumamente complacido: me la pasaba mirándome en los espejos y chupándome los carrillos y diciéndome: "Pues sí, jovencito, tú y Flaubert... o Maupassant o Mansfield o Proust o Chéjov o Wolfe" según quién fuera el ídolo del momento.
Empecé a escribir con un empeño tremendo: mi mente zumbaba la noche entera, todas las noches, y no creo que haya dormido realmente durante varios años. Cuando menos basta que descubrí que el whisky me sosegaba. Era demasiado joven -tenía quince anos- para poder comprarlo con mi propio dinero, pero contaba con unos cuantos amigos mayores que eran sumamente complacientes en ese sentido y no tardé en llenar una maleta con botellas, con botellas de todo: desde brandy de zarzamoras hasta whisky Bourbon. Guardaba la maleta en un ropero y bebía sobre todo por la tarde; después masticaba un puñado de Sen Sen y bajaba a cenar al comedor, donde mi comportamiento, caracterizado por largos silencios y miradas vidriosas, se convirtió gradualmente en motivo de consternación general. Uno de mis parientes solía decir: "Realmente, si no fuera porque sé que es absurdo, juraría que está borracho perdido." Bueno, claro está que esa pequeña comedia, si tal era, terminó con el descubrimiento de la maleta y un relativo desastre; y pasó mucho tiempo antes de que volviera a tocar una gota. Pero parece que ya me volví a apartar de nuestro tema. Usted preguntaba por los estímulos. La primera persona que me ayudó verdaderamente fue, cosa extraña, una maestra. Una maestra de inglés que tuve en la escuela secundaria, llamada Catherine Wood. Ella apoyó mis ambiciones en todas las formas, y siempre le estaré agradecido. Más tarde, desde el momento en que empecé a publicar, recibí todo estímulo que cualquier persona podría desear, especialmente de parte de Margarita Smith, encargada de la sección de textos narrativos de la revista Mademoiselle, de Mary Louise Aswell, de Harper's Bazaar, y de Robert Linscott, de la editorial Random House. Habría que ser un glotón, en realidad, para pedir mejor suerte de la que tuve al comienzo de mi carrera.

-¿Esos tres editores que usted acaba de mencionar lo estimularon simplemente comprando sus trabajos o también lo ayudaron con sus críticas?

-Bueno, no puedo imaginar que haya algo más estimulante que el hecho de que alguien le compre a uno sus trabajos. Yo nunca escribo -en verdad soy físicamente incapaz de escribir- nada que piense que no me pagarán. Pero, en realidad, las personas mencionadas, y algunas otras también, fueron todas ellas muy generosas con sus consejos.

-¿Le gusta a usted algo de lo que escribió hace mucho tiempo tanto como lo que está escribiendo ahora?

-Sí. Por ejemplo, el verano pasado leí mi novela Otras voces, otros ámbitos por primera vez desde que fue publicada hace ocho años, y en buena medida fue como si estuviera leyendo algo escrito por otra persona. La verdad es que soy un extraño para ese libro; la persona que lo escribió parece tener muy poco en común con mi ser actual. Nuestras mentalidades, nuestras temperaturas internas, son completamente diferentes. Pese a la torpeza de expresión, el libro tiene una intensidad asombrosa, un verdadero voltaje. Me da mucho gusto haber podido escribir el libro cuando lo escribí; de lo contrario nunca lo habría escrito. También me gustan The Grass Harp y algunos de mis cuentos, aunque no Miriam, que es un truco hábil pero nada más. No, prefiero Chudren on Their Birthdays ("Niños en sus cumpleaños") y Shut a Final Door ("Cierra una última puerta") . .. ah, y algunos otros, especialmente uno que no parece gustarle a mucha gente, Master Misery ("La maestra miseria"), que figura en mi colección A Tree of Night.

-Usted publicó un libro sobre el viaje de los artistas de Porgy and Bess a Rusia. Una de las cosas más interesantes en relación con el estilo es su insólita objetividad, incluso en comparación con los reportajes de los periodistas que han pasado muchos años consignando sucesos en una forma imparcial. Uno tiene la impresión de que esta versión debe de haber sido tan aproximada a la verdad como puede lograrse a través de los ojos de otra persona, lo cual es sorprendente cuando se considera que la mayor parte de la obra de usted se caracteriza precisamente por su carácter personal.


-En realidad, no pienso que el estilo de ese libro, Se oyen las musas, difiera notablemente de mi estilo novelístico. Tal vez el contenido, el hecho de que se refiere a sucesos reales, lo haga parecer así. Después de todo, es un reportaje directo, y al escribir reportajes uno se ocupa de la literalidad y las superficies, de la implicación sin el comentario. En el reportaje no se pueden lograr las profundidades inmediatas que pueden lograrse en la literatura novelística. Sin embargo, una de las razones que me han movido a escribir reportajes es la de probar que podía aplicar mi estilo a las realidades del periodismo. Pero creo que mi método novelístico es igualmente objetivo: la actitud emocional me hace perder el control literario. Tengo que agotar la emoción antes de sentirme lo suficientemente clínico para analizarla y proyectarla, y por lo que a mí se refiere ésa es una de las leyes de la adquisición de una verdadera técnica. Si mi literatura novelística parece más personal es porque ella depende del área más personal y reveladora del artista: su imaginación.

-¿Cómo agota usted la imaginación? ¿Se trata únicamente de pensar la historia durante cierto tiempo o hay otras consideraciones?

-No, no creo que sea sólo cuestión de tiempo. Suponga que usted se pasa una semana comiendo sólo manzanas. Indiscutiblemente usted agota su apetito por las manzanas y sin duda alguna sabe cuál es su sabor. Cuando yo me pongo a escribir un cuento, tal vez ya no siento ninguna hambre de ese cuento, pero considero que conozco perfectamente su sabor. Los artículos sobre Porgy and Bess no tienen ninguna relación con este asunto. Eso era reportaje y las "emociones" no tenían mucho que ver, cuando menos con los territorios difíciles y personales del sentimiento a que me refiero. Creo recordar haber leído que Dickens, a medida que escribía, se moría de risa con su propio humorismo y derramaba lágrimas sobre toda la página cuando uno de sus personajes moría. Mi propia teoría es que el escritor debe haber gozado su ingenio y secado sus lágrimas mucho, mucho antes de proponerse suscitar reacciones similares en un lector. En otras palabras, creo que la mayor intensidad en el arte en todas sus formas se alcanza con una cabeza dura, fría y deliberada. Por ejemplo, Un coeur simple (Un corazón sencillo) de Flaubert. Un cuento sentido. escrito sentidamente; pero sólo podía ser la obra de un artista muy consciente de las técnicas verdaderas, es decir, de las necesidades. Estoy seguro de que en algún momento Flaubert debe de haber sentido el cuento muy intensamente, pero no cuando lo escribió. O, para tomar un ejemplo más contemporáneo, considere esa maravillosa novela corta de Katherine Anne Porter, Noon Wine (El vino de mediodía). Tiene tanta intensidad, tanta fuerza de actualidad... y, sin embargo, el estilo está tan controlado y los ritmos interiores del relato son tan inmaculados, que yo estoy bastante seguro de que la autora estaba a cierta distancia de su material.

-¿Han sido escritos sus mejores cuentos o libros en momentos relativamente tranquilos de su vida o trabaja usted mejor debido a la tensión emocional o a despecho de ella?

-Tengo la ligera sospecha de que no he vivido un solo momento de tranquilidad, a menos que cuente el que produce un nembutal ocasional. Aunque, ahora que pienso en ello, pasé dos años en una casa muy romántica en lo alto de una montaña en Sicilia, y supongo que ese periodo podría considerarse tranquilo. Fue tranquilo, Dios lo sabe. Allí escribí El arpa de hierba. Pero debo decir que un poco de tensión, como la que se deriva del empeño de acabar un trabajo dentro de un plazo dado, me viene bien.

-Usted ha vivido en el extranjero durante los últimos ocho anos. ¿Por qué decidió regresar a los Estados Unidos?

-Porque soy norteamericano y nunca podría ser, ni tengo ganas de ser, otra cosa. Además, me gustan las ciudades, y Nueva York es la única ciudad-ciudad verdadera. Con excepción de un período de dos años, regresé a los Estados Unidos cada uno de esos ocho años, y nunca me sentí un expatriado. Para mí, Europa fue un método de adquirir una perspectiva y una educación, un escalón hacia la madurez. Pero la ley del rendimiento menguante es una realidad, y hace unos dos años empecé a sentir sus efectos: Europa me había dado muchísimo, pero de repente sentí que el proceso empezaba a invertirse; me estaba quitando en vez de darme. Así que regresé, sintiéndome bastante crecido y capaz de establecerme donde están mis raíces, lo cual no quiere decir que haya comprado una butaca y me haya petrificado. De ninguna manera. Me propongo seguir viajando mientras las fronteras permanezcan abiertas.

-¿Lee usted mucho?

-Demasiado. Y cualquier cosa, incluidas las etiquetas, las recetas de cocina y los anuncios. Soy un apasionado de los periódicos: leo todos los diarios de Nueva York todos los días y, además, las ediciones dominicales y varias revista extranjeras. Las que no compro las leo de pie en los puestos de revistas. Leo un promedio de cinco libros a la semana: una novela de extensión normal me lleva unas dos horas. Disfruto las novelas de misterio y me gustaría escribir una algún día. Aunque prefiero las buenas novelas, durante los últimos años mis lecturas parecen haberse concentrado en las cartas, los diarios y las biografías. No me molesta leer mientras estoy escribiendo, es decir, que no me sucede que mi pluma empiece a escribir de repente con el estilo de otro escritor. Aunque una vez, durante un prolongado periodo de lectura de James, mis propias oraciones se hicieron terriblemente largas.

-¿Qué escritores han influido más en usted?

-Que yo sepa conscientemente, nunca me be sentido bajo ninguna influencia literaria directa, aunque varios críticos me han informado que mis primeras obras están en deuda con Faulkner y Eudora Welty y Carson McCullers. Es posible. Yo soy un gran admirador de los tres, y de Katherine Anne Porter también. Pero no creo, cuando los examino cuidadosamente, que tengan mucho en común entre si, ni conmigo, excepto que todos nacimos en el Sur. El momento ideal, Si es que no el único, para sucumbir a Thomas Wolfe es entre los trece y los dieciséis años. Wolfe me parecía un gran genio entonces, y todavía me lo parece, aunque ya no puedo leer una sola línea suya. Del mismo modo han muerto otras pasiones juveniles: Poe, Dickens, Stevenson. Los amo en el recuerdo, pero los encuentro ilegibles. Los entusiasmos que permanecen constantes son: Flaubert, Turguenev, Chéjov, Jane Austen, James, E. M. Forster, Maupassant, Rilke, Proust, Shaw, Willa Cather... oh, la lista es demasiado larga, así que la terminaré con James Agee, un hermoso escritor cuya muerte hace más de dos años fue una verdadera pérdida. La obra de Agee, por cierto, fue muy influida por el cine. Yo creo que la mayoría de los escritores jóvenes han aprendido y tomado mucho del aspecto visual, estructural, de la técnica cinematográfica. Ese ha sido mi caso.

-Usted ha escrito para el cine, ¿no es cierto? ¿Cómo le fue?

-Me divertí de lo lindo. Cuando menos la única película que escribí me hizo gozar enormemente. Trabajé en ella con John Huston mientras la película estaba en proceso de filmación en Italia. Algunas veces escribía en el mismo set las escenas que estaban a punto de filmarse. Los actores parecían volverse locos; algunas veces el propio Huston no parecía saber lo que estaba pasando. Naturalmente, las escenas había que escribirlas partiendo de una secuencia, y hubo momentos especiales en que yo llevaba en mi cabeza el único esquema real del llamado argumento. ¿Usted nunca vio esa película? Oh, debería verla. Es una broma estupenda, aunque me temo que al productor no le haya hecho gracia. Al diablo con él. Cada vez que la exhiben en un cine de segunda corrida voy a verla y paso un gran rato. Hablando en serio, sin embargo, no creo que un escritor tenga muchas posibilidades de imponerse en una película a menos que trabaje en íntima relación con el director o que él mismo sea el director. El cine es en tal medida un medio de expresión del director que sólo ha producido un escritor que, trabajando exclusivamente como guionista, puede considerarse como un genio del cine. Me refiero a ese tímido y encantador pequeño campesino que se llama Zavattini. ¡Qué sentido visual! El ochenta por ciento de las buenas películas italianas fueron hechas con guiones de Zavattini: todas las películas de De Sica, por ejemplo. De Sica es un hombre encantador, una persona talentosa y profundamente refinada; ello no obstante, es sobre todo un megáfono para Zavattini, sus películas son absolutamente creaciones de Zavattini: cada matiz, cada actitud, cada detalle está indicado claramente en los guiones de Zavattini.

-¿Podría usted mencionar algunos de sus hábitos de trabajo? ¿ Usa usted un escritorio? ¿Escribe a máquina?

-Soy un autor completamente horizontal. No puedo pensar a menos que esté acostado, ya sea en la cama o en un diván y con un cigarrillo y café a la mano. Tengo que estar chupando y sorbiendo. A medida que avanza la tarde, cambio de café a té de menta y de jerez a martinis. No, no uso máquina de escribir. No al comienzo. Escribo mi primera versión a mano (con lápiz).

Después hago una revisión completa, también a mano. Esencialmente, me considero un estilista, y los estilistas son notoriamente proclives a dejarse obsesionar por la colocación de una coma y por el peso de un punto y coma. Las obsesiones de este tipo, y el tiempo que me quitan, me irritan hasta lo indecible.

-Usted parece establecer una distinción entre los escritores que son estilistas y los que no lo son. ¿A cuáles autores llamaría estilistas y a cuáles no?

-¿Qué es el estilo? ¿Y "qué es", como pregunta el Zen Koan, "el sonido de una mano?" Nadie lo sabe realmente, sin embargo, uno lo sabe o no lo sabe. Para mí, si usted me permite una pequeña imagen un tanto simplista, el estilo es el espejo de la sensibilidad de un artista, en mayor grado que el contenido de su obra. En cierta medida todos los escritores tienen estilo: Ronald Firbank, el pobrecito, apenas tenía otra cosa, y gracias a Dios se dio cuenta de ello. Pero la posesión del estilo, de un estilo, es a menudo un impedimento, una fuerza negativa, no como debería ser, y como es, pongamos por caso, en E. M. Forster, Colette, Flaubert, Mark Twain, Hemingway e Isak Dinesen: un refuerzo. Dreiser, por ejemplo, tiene un estilo.. . pero, ¡oh, Dio buono! Y Eugene O'Neill. Y Faulkner, con todo lo brillante que es. Todos ellos me parecen triunfos sobre estilos fuertes pero negativos, estilos que no añaden nada realmente a la comunicación entre el escritor y el lector. Y también existe el estilista sin estilo, lo cual es muy difícil, muy admiraba y siempre muy popular: Graham Greene, Maugham, Thornton Wilder, John Hersey, Willa Cather, Thurber, Sartre (recuerde usted que no estamos discutiendo el contenido), J. P. Marquand, etcétera. Pero, si, si existe ese animal que es el no-estilista. Sólo que no son escritores; son mecanógrafos. Mecanógrafos sudorosos que llenan libras de papel con mensajes sin forma, sin ojos y sin oídos. Bueno, ¿quiénes son algunos de los escritores jóvenes que parecen estar enterados de que el estilo existe? P. H. Newby, Francoise Sagan, en cierta medida. Bilí Styron, Flannery O'Connor. .. ¡ah, esa muchacha tiene algunos momentos extraordinarios! James Merrilí. William Goyen... si dejara de ser histérico. J. D. Salinger, especialmente en la tradición del estilo coloquial. ¿ Colin Wilson? Otro mecanógrafo.

-Usted dice que Ronald Firbank apenas tenía algo más que estilo. ¿ Cree usted que el estilo por sí solo puede hacer que un escritor sea grande?

-No, no lo creo... aunque, podría argumentarse: ¿ qué le sucedería a Proust si lo separáramos de su estilo? El estilo nunca ha sido el punto fuerte de los escritores norteamericanos. Y eso a pesar de que algunos de los mejores estilistas han sido norteamericanos. Hawthorne fue un buen arranque para nosotros Y durante los últimos treinta años, Hemingway, por lo que al estilo se refiere, ha influido en más escritores en escala mundial que ningún otro escritor. En la actualidad, creo que nuestra propia señorita Porter sabe tan bien como cualquiera de qué se trata.

-¿Puede un escritor aprender el estilo?

-No, no creo que el estilo sea algo a lo que se llegue conscientemente, como tampoco llegamos al color de nuestros ojos. Al fin y al cabo, su estilo es usted. En última instancia la personalidad de un escritor tiene mucho que ver con la obra. La personalidad tiene que estar humanamente presente. Personalidad es una palabra envilecida, ya lo sé, pero es lo que yo quiero decir. La humanidad individual del escritor, su palabra o su gesto frente al mundo, tiene que aparecer casi como un personaje que entre en contacto con el lector. Si la personalidad es vaga o confusa o meramente literaria, cha ne va pas. Faulkner, McCullers son escritores que proyectan su personalidad de inmediato.

-Resulta interesante que su obra haya sido tan ampliamente elogiada en Francia. ¿Cree usted que el estilo es traducible?

-¿ Por qué no? Siempre que el autor y el traductor sean gemelos artísticos

-Bueno, me temo que lo interrumpí a usted con su cuento todavía manuscrito a lápiz. ¿Qué sucede a continuación?

-Déjeme ver, ése era el segundo borrador. Entonces mecanografío un tercer borrador en papel amarillo, un tipo muy especial de papel amarillo, ¿sabe usted? No, no salgo de la cama para hacer esto último. Mantengo la máquina sobre mis rodillas. Ah, sí, lo hago muy bien: escribo cien palabras por minuto. Bueno, cuando el borrador en papel amarillo está listo, guardo el manuscrito durante algún tiempo, una semana, un mes, a veces más. Cuando vuelvo a sacarlo, lo leo tan fríamente como sea posible, después se lo leo a uno o dos amigos y decido qué cambios quiero hacerle y si deseo publicarlo o no. He echado a la basura unos cuantos cuentos, una novela entera y la mitad de otra. Pero si todo marcha bien, mecanografío la versión definitiva en papel blanco y ahí acaba todo.

-¿Está el libro completamente organizado en su cabeza antes de que usted lo comience, o se desarrolla sorprendiéndolo a usted mismo a medida que lo escribe?

-Las dos cosas. Yo tengo invariablemente la ilusión de que todo el desarrollo de un relato, su comienzo, su parte intermedia y su término, ocurren de manera simultánea en mi mente, como si lo viera en un solo relámpago. Pero en la elaboración y la redacción se producen sorpresas infinitas. Gracias a Dios que es así, porque la sorpresa, el sesgo repentino, la frase que se presenta en el momento preciso sin que se sepa de dónde viene, son el dividendo inesperado, el jubiloso empujoncito que mantiene activo a un escritor.

Hubo una época en que yo usaba un cuaderno de apuntes en el que hacía esquemas de cuentos. Pero descubrí que eso marchitaba de algún modo la idea en mi imaginación. Si la idea es lo suficientemente buena, si de veras le pertenece a uno, entonces no se puede olvidar: lo acosará a uno hasta que la escriba.

-¿Qué porción de su obra es autobiográfica?

-Una porción muy reducida, en realidad. Una parte pequeña es sugerida por incidentes y personajes reales, aunque todo lo que un escritor escribe es en cierto sentido autobiográfico. El arpa de pasto es lo único que he escrito tomándolo de la realidad, y naturalmente todo el mundo pensó que era inventado y se imaginó que Otras voces, otros ámbitos era una obra autobiográfica.

-¿Tiene usted algunas ideas o proyectos definidos para el futuro?

-(Meditabundo ) Bueno, sí, creo que sí. Siempre he escrito lo que era más fácil para mí hasta ahora. Quiero intentar algo distinto, una especie de extravagancia controlada. Quiero usar más mi mente, usar muchos colores. Hemingway dijo una vez que cualquiera puede escribir una novela en primera persona. Yo sé exactamente lo que él quería decir.

-¿Lo han tentado a usted algunas de las otras artes?

-No sé si es un arte, pero durante varios años padecí el gusanillo del teatro y, más que ninguna otra cosa, quise ser bailarín de zapateado. Solía practicar mi buck-and-wing hasta que todos en la casa sentían ganas de matarme. Más tarde ansié tocar la guitarra y cantar en clubs nocturnos. Hice ahorros para comprar una guitarra y tomé lecciones durante todo un invierno, pero a fin de cuentas lo único que aprendí a tocar bien fue una pieza de aprendiz llamada "I Wish I Were Single Again". Me cansé tanto del asunto que un día le regalé la guitarra a un desconocido en una terminal de autobuses. También me interesó la pintura y estudié durante tres años, pero me temo que me faltaba el fervor, la vrai chose.

-¿Cree usted que las críticas sirven de algo?

-Antes de publicar, y siempre y cuando provengan de personas en cuyo juicio uno confíe, sí, por supuesto, la crítica ayuda. Pero después que algo es publicado, todo lo que deseo leer o escuchar son elogios. Lo que no lo sea me aburre, y le daré a usted cincuenta dólares si me muestra a un escritor que pueda decir honradamente que las majaderías o las opiniones condescendientes de los autores de reseñas le han servido de algo. No quiero decir que ninguno de los críticos profesionales merezca atención, pero pocos de los buenos reseñan sobre una base uniforme. Yo creo, más que nada, en el endurecimiento contra la opinión ajena. Yo he recibido y sigo recibiendo ataques, algunos de ellos sumamente personales, pero ya no me irritan. Puedo leer el libelo más injurioso contra mi persona sin que se me altere una sola vez el pulso. Y en relación con esto tengo un consejo que dar: nunca hay que rebajarse contestándole a un critico, nunca. Las respuestas puede uno escribirlas mentalmente, pero nunca debe ponerlas en el papel.

-¿Cuáles son algunas de sus extravagancias personales?

-Supongo que mi creencia en las supersticiones podría considerarse una extravagancia. No puedo dejar de sumar todos los números: hay algunas personas a las que nunca llamo por teléfono porque sus números suman una cifra de mal agüero. También rechazo ciertos cuartos de hoteles por la misma razón. No tolero la presencia de rosas amarillas, lo cual es algo triste porque son mis flores favoritas. No puedo soportar tres colillas en el mismo cenicero. No viajo en un avión con dos monjas. No comienzo ni termino nada un viernes. La lista sería interminable. Pero derivo una especie de curiosa comodidad obedeciendo estos conceptos primitivos.

-Usted ha sido citado en el sentido de que sus pasatiempos predilectos son "conversar, leer, viajar y escribir, en ese orden". ¿Lo afirma usted literalmente?

-Creo que sí. Cuando menos, estoy bastante seguro de que la conversación siempre es lo más interesante para mí. Me gusta escuchar y me gusta hablar.

Pero, bueno, muchacha, ¿todavía no se ha dado usted cuenta de que me gusta hablar?

martes, 20 de diciembre de 2011

2001-2011...JUGUETES PERDIDOS





"El tesoro que no ves...
la inocencia que no ves...
los milagros que van a estar de tu lado...
cuando comiences a leer..."

10 años de aquel 20 de Diciembre. Hace diez años yo tenía diecinueve, recién salía del secundario (que es como salir del vientre materno) y, mientras el matrimonio de mis padres se desmoronaba, veía aterrado por televisión los saqueos en los comercios y las sangrientas manifestaciones en Congreso y Plaza de Mayo. Tuve miedo, de verdad, de lo que podía llegar a pasar. Nunca sentí tan en carne propia aquella frase sobre lo sólido que se desvanece en el aire. Nunca entendí que mi mamá -como tantos otros- siguiera trabajando como de costumbre. En ese momento de angustia y confusión, alcancé a ver -por primera vez- algo con claridad: un sociedad que no funciona no se puede arreglar como un lavarropas que no funciona; no se la puede desenchufar para arreglar su desperfecto y luego ponerla a funcionar otra vez. No puede parar. La única opción posible es tratar de tomar decisiones en medio del caos y adoptar la política del buen guerrero: esperar lo mejor; prepararse para lo peor. En ese momento no esperaba nada (nada que surgiera de mí), no me preparaba para nada.
Siempre me pensé hijo de la democracia...ahora, diez años después, me doy cuenta que no puedo explicar lo que significa esa relación, lo que implica, lo que comprende. La diferencia, creo, está en que ahora -tardíamente como llego a todo- sí estoy haciendo un esfuerzo mayor por tratar de prepararme para pensar y para actuar en el presente.
El 2001, probablemente, haya sido el año de mis juguetes perdidos. Los busqué algunos años más, los busqué incluso mientras cursaba mis primeros años en la facultad. Ya no. No más.
Me pregunto qué buscamos, colectivamente, diez años después. Me preguntó qué es lo que realmente murió y qué es lo que -bajo otras formas- pervive de aquello que dio lugar a las condiciones de posibilidad del estallido. No lo sé.
Sí sé que -diez años después- puedo decir que (aún con crisis periódicas) me encuentro fortalecido. Y también siento que -diez años después- el país se encuentra fortalecido.
También sé que estas palabras no son -para mí- lo suficientemente vigorosas como para apoyarse en mi espalda y empujarme de una vez hacia la calle, entonces recurro a esas otras palabras que sí, que son el empujón que me saca de esta silla y que me termina de apuntalar y de poner no ya de frente a un ventana, sino de frente a una persona, a muchas: "esperar lo mejor, pero prepararse para lo peor"

domingo, 18 de diciembre de 2011

EL ALMUERZO DESNUDO...





Entrevista a William Burroughs, por Tamara Kamenszain
Nueva York, 1975.


K: ¿Está trabajando ahora en alguna novela?

B: No precisamente. Estoy dando una serie de conferencias en el City College. Las pienso transcribir y publicar en forma de libro. A través de ellas me pregunto si la escritura es enseñable, es decir, si hay una tecnología de la escritura. Hasta ahora no llegué a una conclusión contundente.

K: ¿Pero de algún modo, a través de las conferencias, está enseñando a escribir?

B: Bueno, les hago hacer a los alumnos algunos ejercicios que pueden ser de utilidad. Les hago pensar en la relación entre una novela y la película que se haría sobre ella. Trato de que se pregunten de qué se trata una novela, qué hacen los personajes, adonde van, etcétera. Creo que en esa respuesta está la clave de lo que será la película que se haga sobre la novela.

¿Sus novelas pueden ser filmadas?

Algunas, quizás cortando partes de ellas. Secciones que no dependen tanto de la prosa, que son más cinematográficas. Supongo que debe haber formas de crear ciertos niveles de experimentación en cine. No sé, en realidad no soy experto en eso.

K: ¿A qué llama experimentación, ya que ésta ha sido una palabra muy manipulada? ¿Cree que cierto tipo de escritura es experimental y otra no?

B: Creo haber hecho mucha experimentación en escritura. Creo que la forma de la novela tradicional con un argumento —principio, medio y final— es arbitraria, es un accidente. Ahora bien, esto es lo que aún se sigue considerando una novela. Y a todo lo que no sigue ese modelo se lo suele llamar experimental e ininteligible. El Ulises es un ejemplo de lo que se suele considerar ininteligible. Y aunque eso es ridículo, creo que del Finnegans Wake sí se puede afirmar que es una obra imposible de entender.

K: ¿O sea que usted cree en una “inteligibilidad” de la obra?

B: A cierto nivel creo que la obra debe ser inteligible. Cuando a Salvador Dalí le preguntaban qué quería decir con sus cuadros, respondía: “Lo que usted ve es lo que el cuadro quiere decir”. Yo creo que entender es poder ver algo, y si lo veo yo, lo tiene que poder visualizar también el lector.

K: Pero usted deja en sus libros muchos más “espacios en blanco” que la mayoría de los escritores norteamericanos. Es decir, en sus obras no parece que la escritura narrativa esté dada en la linealidad…

B: Es cierto, pero de algún modo yo “ingenierizo”, articulo la estructura como para que el lector pueda participar y penetrar esos “espacios en blanco”.

K: Usted se refiere a articular una narración. ¿Qué relación hay entonces entre lo que usted llama “experimentación” y la estructura narrativa? ¿La deja intacta, la modifica?

B: Aquí estaría justamente una clave para explicar en que consisten las técnicas de experimentación que yo empleo, sobre todo el cut-up. Habría que retrotraerse un poco a la pintura para ver que la obsesión de representar con estricto realismo fue canalizada por la fotografía, y la pintura pudo entonces experimentar. Así surgieron las técnicas de montaje. En literatura en cambio esta obsesión continúa todavía. Yo traté de introducir a través del cut-up el montaje en literatura. Creo que está mucho más cerca de reflejar los hechos concretos de la percepción humana que la mera linealidad. Por ejemplo, si usted sale a la calle ¿qué ve? Ve autos, trozos de gente, ve sus propios pensamientos, todo mezclado y sin linealidad alguna. Este modo de escritura de montaje deja intacta la narración. Justamente creo que es todavía más fiel a ella.

K: En algunos de sus ensayos usted insiste en que la palabra escrita ejerce un sistema de control que es necesario romper. ¿A qué se refiere?

B: No se olvide que la palabra escrita está atada a la imagen. En los lenguajes antiguos eso se ve bien claro: los signos representan los objetos a los que se refieren. Nuestro sistema de signos es tan propenso a la abstracción que las palabras ya no tienen más un sentido preciso. Aquí es donde el control y la manipulación política aparecen. Un ejemplo es el uso de las palabras comunismo, fascismo, etcétera, que se aplican indiscriminadamente a cualquier fenómeno. A situaciones muy concretas como la Alemania nazi, el apartheid de Sudáfrica o las dictaduras militares de América Latina, se les aplica por igual la denominación de fascismo. Este es un control típico sobre las palabras que suele ejercer la prensa para crear opiniones y producir efectos.

K: ¿Y qué función cumple la literatura en todo esto?

B: Pienso que habría que llegar a tener un referente para cada palabra que se nombra. Yo trato de evitar toda palabra abstracta en mis novelas. Pretendo hacer un trabajo casi material. Creo en la frase que afirma “si no se ve no se puede decir”. Por eso pretendo que el lector pueda ver aquello que se escribe. Creo que el ejemplo de un lenguaje pictórico donde la palabra “mesa” fuera un dibujito de la mesa real y no un signo tan arbitrario y abstracto, sería una solución. La gente se comunicaría de un modo más real.

K: Cuando hablamos de escritura usted se refiere a la pintura, al cine, y nunca a la escritura en sí misma. ¿Cree que ella no tiene autonomía, y en ese sentido, cómo ve su futuro?

B: Usted se olvida de que originariamente todas las artes eran lo mismo. Se trataba de producir un efecto mágico para el que todas estaban aliadas. Recuerde la pintura en las cuevas, que al mismo tiempo era escritura. Creo que el problema del futuro de la literatura es otro tema. Eso depende sobre todo de los lectores. Quizás cuando mueran las señoras burguesas de la costa este, que son las que consumen best-sellers, el tipo de lector cambie. De todos modos, supongo que nunca se volverá a leer tanto como se leyó en el pasado…

K: La técnica del cut-up pone a la escritura cerca de la pintura porque utiliza la idea de montaje. ¿Pero acaso esto no sigue siendo un puro esfuerzo literario?

B: Mire, la experiencia misma es un cut-up, y esto se ve claramente en la experiencia de escribir. No se puede escribir sin ser interrumpido por todo lo que viene a la cabeza y por todo lo que se ve. Su experiencia como persona adulta no es lineal, está interrumpida por todo tipo de arbitrarias yuxtaposiciones. Pero esos “restos” no se sabe cómo meterlos cuando se escribe linealmente. El montaje, en cambio, los integra.

K: Pero aparte de las imágenes y de las cosas que ve y toca, ¿no cree que las palabras tienen un magnetismo autónomo que las atrae o las repele en el proceso de escritura? Por ejemplo el ritmo. Su prosa tiene un ritmo que no depende de lo que ve…

B: Sí, por supuesto. Cuando uno sabe que una palabra tiene que ir atrás y otra adelante, y no al revés, es por eso que usted llama magnetismo. Pero ése es sólo el primer nivel, el más inmediato. Como un pintor que antes que nada tiene que poder familiarizarse con los colores y manipularlos…

K: En un artículo reciente que usted escribió sobre el caso Watergate, lo interpreta como un problema de grabadores y play back afirmando que la solución estaría en una especie de desplazamiento del poder de los que serían los “dueños de los grabadores”…

B: Efectivamente, es como un sistema de control. Depende de quién monopolice los medios. Si todas las personas pudieran grabar lo que dicen las otras, es decir, si como en Watergate cada uno pudiera hacer el juego de grabado y play back, Dios habría muerto y todos seríamos dioses.

K: Usted también introduce el uso de grabadores y play back como una de sus técnicas literarias. ¿En ese sentido habría alguna relación con una posible “modificación de la realidad”?

A nivel individual, sí. Se intenta, como le dije antes, cambiar el modo habitual de percepción del lector. Ahora bien, a otro nivel creo que la literatura no puede cambiar ninguna realidad, a menos que se trate de un escrito político. Al fin y al cabo, Marx y Engels eran escritores, ¿no? Habría un efecto indirecto, llamémoslo cultural. Por ejemplo, Kerouac y Scott Fitzgerald pudieron, a través de sus novelas, cambiar modos de comportamiento social.

K: ¿No puede pensarse que a veces simplemente la publicación de un texto llega a producir un efecto político? Por ejemplo usted mismo ha tenido problemas con la censura…

B: En una conversación que mantuvieron Allen Ginsberg y el poeta soviético Eugueni Evtuchenko, el segundo le explicaba a Ginsberg que ya publicar algo implica ser aceptado por el gobierno. Creo que en la URSS es imposible la publicación de un texto que transgreda lo permitido por el gobierno. Aquí -y también en Londres- los escritores fueron los primeros en quebrar la censura. Piense en D. H. Lawrence, en Henry Miller, y hasta en mí mismo…

K: Hace años usted tuvo un pleito famoso por la censura de su novela El almuerzo desnudo. ¿Cómo fue?

B: Fue un escándalo famoso ya que testificaron en mi favor figuras como Allen Ginsberg y Norman Mailer. Creo que todo se debió a que el libro fue encontrado en una librería pornográfica. Sin ese detalle, quizás no lo hubieran secuestrado. Preferí no participar en el juicio. Pero por lo que me enteré, tengo la sensación de que fue un fracaso. La defensa tratando de demostrar que en el libro hay un contenido social que lo justifica, y el punto que debería cuestionarse —el derecho de la censura a existir— quedó sin tocar. Creo que de haber estado allí tampoco hubiera podido hacer mucho.

K: Quizás por la elección de los temas -sexo, violencia— se suele identificar su obra con la de los escritores que fueron llamados “malditos”. ¿Qué piensa de eso?

B: Creo que no tengo nada que ver con ellos. Por ejemplo, sería difícil, sobre todo por la estructura literaria que manejo, encontrar alguna similitud entre lo que hago yo y lo que hizo gente como el Marqués de Sade. Creo que en realidad lo que yo escribo no es otra cosa que la viejísima forma de la novela, aquella que trabajó por ejemplo la picaresca. Los míos son personajes que pasan por una serie de aventuras terroríficas que hacen pensar quizás en libros como el Satiricón.

K: ¿Tiene algún plan para cuando termine el ciclo de conferencias?

B: Sí, pienso seguir escribiendo novelas. O como quiera que se llamen

HACIA UNA ÉTICA DEL PLACER...





A dos semanas de finalizar el año, comienzan -como no podía ser de otra manera- las reuniones (de amigos o de compañeros de trabajo) para despedir el mismo.
A los miembros del poder judicial ( del fuero laboral del Departamento Judicial de Lomas de Zamora), el rey de los abogados laboralistas los agasaja con un almuerzo en un restaurante conocido en la zona.
El año pasado -mi primero como integrante de la "familia laboralista judicial", concurrí a dicho evento y la pasé muy bien.
Este año decidí no hacerlo. Sucede que enterarme de algunas particularidades del abogado-anfitrión en cuestión no me hizo ninguna gracia. Entre otras cosas, el rey soborna peritos para que -en los juicios de accidentes en los que interviene como abogado- en lugar de hacer la pericia como corresponde, los médicos vayan a su estudio y den su conformidad con el grado de incapacidad que él cree conveniente determinar.
Otra característica de nuestro anfitrión: suele acosar a sus empleadas.
Según se sabe en tribunales, ambas prácticas -sobornos y acosos- son sistemáticas en nuestro anfitrión. También sus almuerzos de fin de año para todo el mundo lo son.
En lo que a mí respecta, es más que suficiente. Me bajo de los encuentros culinarios promovidos por este sujeto.
"¿Vas al almuerzo el viernes?", me había interrogado una de mis compañeras unos días antes. Le digo que no. Me pregunta si es porque ese día tenemos partido. Le digo que no es sólo por eso, sino también por cuestiones ideológicas. Me mira y dice: "buehhhhh", y sigue de largo para seguir al resto sobre su asistencia al restaurante. Ese bueh no fue algo pasajero. Fue definitivo. No volvió a preguntarme sobre el tema. No avanzó sobre mi "negativa ideológica". No le generó ninguna curiosidad mi planteo. Sobre este punto las posibilidades son varias: o bien no le interesa mi persona ( algo que viene demostrando hace tiempo y -en ese caso- su pregunta inicial sobre si asistencia o no al almuerzo se trató de una mera formalidad), o bien sospecha que puedo tener argumentos que la movilicen a pensar algo diferente con respecto al evento gastronómico que nos convoca para estas fechas.
Cada uno tiene muchas formas de justificar lo que hace o deja de hacer en su vida. En este caso, si mis compañeros manejan la misma información que manejo yo con respecto a este abogado, la justificación más triste es, probablemente, la acertada: van porque comen rico (y gratis, obvio)y porque, fundamentalmente, la pasan bien. PASARLA BIEN. En eso consiste todo. Y si es gratis, mucho mejor.

Más justificativos (conscientes y no tanto):

1)"Vos te pensás que este tipo es el único que hace estas cosas!?...y además, ir al almuerzo no me hace su amigo o cómplice, yo voy porque la paso bien y punto.
2) "el tipo no es santo de mi devoción, pero no va a dejar de hacer las cosas que hace porque uno deje de ir al almuerzo o no. En todo caso se debería, si se tuvieran las pruebas, hacer una denuncia en el colegio de abogados. Yo voy porque la paso bien y punto.
3) "los almuerzos ya son un clásico, forman parte de nuestro statu quo....por qué las cosas deberían cambiar de un año para otro....si la pasamos siempre bien!!!" Yo voy porque la paso bien y punto
4) uh, no seas tan moralista...quién es uno para juzgar a los demás? Yo voy porque la paso bien y punto.

De más está decir que estos argumentos se caen a pedazos antes de llegar a ponerse de pie.
Mi postura no es heroica ni mucho menos. Entiendo que en el ámbito del trabajo -esa actividad que permite y habilita nuestra existencia- uno tenga que ceder o hacer la vista gorda ante determinadas irregularidades (por no hablar lisa y llanamente de ilegalidades) que ya tienen amplio consenso como práctica habitual en un determinado medio, pero de ahí a sentarse a comer ñoquis mientras un animador hace gracias hay una distancia que -al parecer- muchos no alcanzan discernir. El placer -seguramente- tiende a enturbiar la mirada crítica sobre los demás y sobre la forma en que participamos del mundo que nos rodea. Simplemente, decido postergar el "placer" de un rico plato de comida gratis y la diversión de un animador entretenido y privilegio el placer de rechazar aquello que no corresponde aceptar. Diferir la "ética del placer", pos de un satisfacción de otro orden. ¿O es que acaso estamos todos tan mal que no podemos diferir cualquier instancia de placer que nos acerquen a la mano?
Me preocupa avanzar en ese sentido. Ese "buehhhhhhhhhhh" de mi compañera retumbó en mi cabeza mucho tiempo. Vuelvo a pensar en el placer y ahora agrego otra palabra: límite. Dónde está el límite al placer? Mis compañeros de trabajo manejan la misma información sobre este abogado y aún así van gustosos a sentarse al banquete que les prepara. Supongamos que el año que viene se enteran de que el tipo fue más allá de sus actos de corrupción habitual y también mas allá en el acoso habitual a sus empleadas e intentó violar a una en su oficina. Es un caso extremo pero sirve, justamente, para evaluar los límites. En ese caso, también irían a su banquete?
¿Se trata, entonces, de ser tolerante con los demás al darse cuenta que sus límites muchas veces no se corresponden con los límites propios? Y,al mismo tiempo...¿cómo sostener (obligadamente, claro) pactos de respeto y confianza con gente que muestra límites diferentes a los propios? ¿O será que, tal vez, la única vía posible de relación sea a través de una máscara de carnaval?

domingo, 11 de diciembre de 2011

PODER ENSEÑAR...





Aristóteles
Metafísica (fragmento)


"Creemos, sin embargo, que el saber y el entender pertenecen más al arte que a la experiencia y consideramos más sabios a los conocedores del arte que a los expertos, pensando que la sabiduría corresponde en todos al saber. Y esto, porque unos saben la causa y los otros no. Pues los expertos saben el qué, pero no el porqué. Aquéllos, en cambio, conocen el porqué y la causa. Por eso a los jefes de obras los consideramos en cada caso más valiosos, y pensamos que entienden más y son más sabios que los simples operarios, porque saben las causas de lo que se está haciendo; éstos, en cambio, como algunos seres inanimados, hacen, sí, pero hacen sin saber lo que hacen, del mismo modo que quema el fuego. Los seres inanimados hacen estas operaciones por cierto impulso natural y los operarios, por costumbre. Así pues, no consideramos a los jefes de obras más sabios por su habilidad práctica, sino por su dominio de la teoría y su conocimiento de las causas. En definitiva, lo que distingue al sabio del ignorante es el poder enseñar, y por esto consideramos que el arte es más ciencia que la experiencia, pues aquéllos pueden y éstos no pueden enseñar."

LOS DAÑOS MATERIALES...




"Te espero el viernes después del almuerzo". Con esa frase, vía mensaje de texto, acordé con mi primo una clase de "práctica de manejo".
Recientemente casado él,próximo a adquirir el primer auto de su vida, y habiendo finalizado un curso de manejo -como corresponde a la prudencia que lo caracteriza- accedo a su pedido con absoluta tranquilidad.
Llegado el momento -y con mi novia a bordo- mi primo se sienta al volante. Al ver que, estando el motor apagado, había engranado la primera marcha, le doy las primeras indicaciones: "poné punto muerto, fijate que veas bien por los espejos, sacá el freno de mano y las balizas, después arrancá y recién entonces poné la primera."
Sigue mis instrucciones y arranca el auto. Enseguida detecto otra falla: brusquedad a la hora de pasar las velocidades. Siguen mis indicaciones: para pasar los cambios apretá el embriague a fondo y mové la palanca con suavidad, haciendo que -entre cambio y cambio- pase por el punto muerto."
Luego de algunas cuadras de marcha tranquila, algo me inquieta: no mira a la derecha (por donde venía el tránsito) al llegar a una esquina. "No miraste", le digo. Y reconoce su error.
Mis nervios, hasta ese momento controlados, quedan bloqueados por un estado de incredulidad absoluta al encontrarse con la posibilidad menos deseada: un choque. Un choque contra una camioneta traffic que se encontraba estacionada a metros de una esquina.
"Frená, frená!!! le exigí. Mi primo, en cambio, aceleró.
Choque sin consecuencias para el otro vehículo (apenas lo movimos un poco), ni para su conductor (no estaba presente), sino tan sólo una abolladura en la carrocería de mi auto y en la integridad psíquica de mi primo, que de ahí mismo debía irse a su consultorio...a atender a un paciente!
La preocupación vino más tarde, al representarme una escena realmente traumática: el hecho de que en lugar de una camioneta, la misma reacción -acelerar en lugar de frenar- se hubiera sucedido ante una persona. Obviamente mi primo también se representó la misma situación, por lo que espero deje pasar más tiempo antes de salir a manejar a las calles porteñas. Sobre todo teniendo en cuenta el darwinismo social que impera en la city a la hora de moverse en el transporte -público o privado- entre congéneres.

jueves, 8 de diciembre de 2011

EL QUE TIENE SED...





ENTREVISTA A ABELARDO CASTILLO

En el posfacio a “Las panteras y el templo” confiesa que siempre quiso ser autor de un solo libro de cuentos. ¿Considera que es el último de los escritores ascéticos en un tiempo donde se escribe de más y se publica demasiado?

—No sé si soy el último. Pero a veces tiendo a pensar que soy uno de los últimos, porque creo, efectivamente, que hoy se publica demasiado. Me alegran los buenos libros que publican mis colegas, en la misma proporción que me desconsuelan los malos. Ultimamente hay una profusión editorial que tiende a que aparezca toda una literatura menor. Nietzsche decía que un escritor debería ser tratado como un criminal. Vale decir, que debería justificar muy bien el acto de escribir. Eso, tal vez, nos salvaría de la invasión de malos libros.

—¿El trabajo continuo de reeditar, revisar y corregir sus textos apunta a esa ética de la forma de la cual habla en “Ser escritor”?

—Sí. Yo creo que hay una ética de la forma, que corregir es una empresa de reforma de uno mismo. Lo creo junto con Valéry y con una considerable cantidad de escritores. Uno de los más asombrosos en este sentido es Tolstoi, que corrigió y reescribió ochos veces Guerra y paz, lo que es mucho corregir y reescribir. Claro que quien se la pasaba a mano era Sonia, su mujer, que evidentemente lo amaba mucho.

—¿Es cierto en ese sentido que su esposa, Sylvia Iparraguirre, transcribió una de sus novelas?

—Sí, Crónica de un iniciado, un libro que tardó mucho tiempo en adquirir la forma final de novela. Yo había decidido ya que era impublicable e interminable, ni siquiera entendía los originales, porque estaban escritos a máquina pero con muchas correcciones a mano (a veces no reconozco mi letra, y había perdido partes de hojas). Sylvia pasó a mano todo lo que encontró en una carpeta gigante. Terminé de escribir Crónica… gracias a ese borrador. Esto, dicho sin ánimo de mezclar las cosas (risas). Guerra y paz tiene mil páginas, Crónica… sólo cerca de quinientas. Sylvia lo hizo una sola vez, la señora de Tolstoi, ocho. Además, creo que lo hizo de harta para no oírme hablar más de ese libro.

—El título de su obra cuentística reunida, “Los mundos reales”, confirma la certeza del narrador de “Crónica…”: “Siempre lo supe: no hay un mundo, sino los mundos”. ¿Por qué el plural?

—Esto nació en mi adolescencia… Una noche caminábamos por la calle Boedo hacia San Juan con mi novia. Ella tendría quince años, yo diecinueve. Veo venir en dirección inversa a la nuestra a una pareja muy mayor que dobla en la calle Constitución. Le dije a Beatriz: “Esos somos nosotros dos pero dentro de muchísimos años”. Tuve la sensación de que esa pareja que venía en contra nuestro era una versión de esta pareja de acá, otra realidad. Ese día tomó cuerpo en mí la idea de los mundos reales. Que no hay un solo mundo, como solemos creer, sino los mundos, y que, a veces, se entrecruzan. Aunque mi relación con Beatriz no duró, creo que la pareja que se dirigía hacia San Juan hoy existe en algún lugar del mundo. Siempre he sospechado que las posibilidades que se agotan en la realidad se agotan en una sola realidad. Es una idea literaria, por supuesto, pero no deja de tener su relación con la metafísica, con la idea de la libertad humana y con el fatalismo teológico, ¿no? En El decurión el protagonista tiene una vivencia profunda de que ha elegido una secuencia, pero ha elegido la equivocada.

—Tanto en ese cuento como en “Muchacha de otra parte” o en “Triste le Ville” se observa la importancia que adquieren los espacios reales o imaginarios en el destino del ser humano. ¿Qué significa ser un escritor argentino?

—Ser un escritor argentino significa una cierta incomodidad, que ya la vivió Borges. Borges decía que el crítico francés Paul Groussac, uno de los prosistas más brillantes de nuestra lengua, a su entender, hubiera pasado inadvertido en Francia. Creo que, en su caso, se produce una paradoja. Muchas veces he pensado que, al margen de la importancia que tiene Borges en el mundo, si no hubiera sido argentino hubiera sido mucho menos conocido. Si hubiera sido inglés, por ejemplo, nadie lo leería con esa pasión. Hubiera sido un escritor inglés más. El hecho de que sea argentino le agregó un elemento de asombro ante el mundo entero que hace que Borges sea Borges. Creo que a Borges lo favoreció el lugar que él creía inadecuado.

—La realidad autobiográfica se desliza en varios de sus relatos: su nombre, su profesión, su San Pedro natal. ¿Existe un momento a partir del cual un escritor puede ficcionalizar su propia vida?

—Es casi instintivo. Hace muchos años, cuando recién empezaba a escribir, fuimos a la casa de David Viñas, y dijo algo que me llamó la atención: que el primer libro es siempre, o casi siempre, autobiográfico. Los casos donde aparece Abelardo, como en El marica, o Castillo, como en La que espera o en Week-end, o donde la referencia es muy directa, podés apostar que estoy mintiendo. Que estoy utilizando el recurso de mi nombre real para darle cierta verosimilitud al cuento. Hay veces donde me disfrazo como Esteban Espósito y cuento hechos puntuales. Tanto en El que tiene sed como en Crónica… hay cosas que son realmente autobiográficas. Que están tamizadas por la literatura, por supuesto, porque la realidad es exagerada. Para escribir un texto literario sobre un tsunami no necesitás más que un solo personaje puesto en esa situación, y es más expresivo que si metés diez mil.

—Es decir que, para usted, el realismo es un artificio.

—Exactamente, como lo sostenía Borges. Lo que no creo, y en esto difiero de él, es que la literatura fantástica exista. Muchas veces he dicho que lo único que existe es el realismo. Todo lo que podemos imaginar nace de la realidad. No puedo hacer distinciones entre literatura fantástica y realismo.

—Usted ha planteado la imposibilidad ética de escribir sobre ciertos sentimientos muy intensos; ha postulado, incluso, una crítica de la pasión pura.

—Cuando algo te toca fuertemente, no estás pensando en la literatura. Tendrías que ser un hombre de letras, o un literato, en el sentido peyorativo de la palabra, para pensar que algo que te agrada o te duele va ser transcripto en un soneto o novela o cuento. Lo que se vive con mucha intensidad no se puede llevar a la literatura, por lo menos no en ese momento. Hay que dejar que el tiempo tamice esos sentimientos y los transforme en recuerdos, porque el recuerdo también es una forma de la imaginación, ¿no? Y tratar de reinventar ya no para uno sino para el otro ese sentimiento. Por eso, siendo un hombre comprometido, que además escribe, desconfío de esos testimonios políticos ficcionales que se refieren a hechos que han ocurrido en un pasado inmediato. Las grandes novelas testimoniales o históricas nunca son contemporáneas de los hechos que narran. El ejemplo típico es Guerra y paz.

—¿Considera que aún no ha transcurrido suficiente tiempo para narrar la dictadura?


—Quizás ahora sí. Mirá: el Calígula de Camus está casi exaltado. Cuando tira el banquito contra el espejo y dice: “A la historia, Calígula, a la historia”, uno se conmueve y no te desagrada del todo que sea malísimo, que se quiera acostar con la hermana, que diga: “La peste soy yo”. ¿Por qué? Porque Calígula está muy lejos en el tiempo. Suponete que alguien hiciera lo mismo con Videla y lo exaltara. Sería un canalla ese escritor. Hacete un Hitler convencido de lo que está haciendo y, además, defendiéndolo en la dimensión heroica en que pone Camus a Calígula. Imposible.

—Muchos de sus cuentos son cuentos crueles, como el título de uno de sus libros. A menudo, el acto cruel abre el camino a la redención, como ocurre en “El candelabro de plata”, cuando el narrador, al mentirle, restituye la humanidad del viejo Franta. ¿Cree, para citar a Blake, que “la crueldad tiene un corazón humano”?

—Sí, nada de lo que hagamos deja de pertenecer a lo humano. Probablemente el cuento más cruel que escribí es Patrón. Le hago cometer un acto aterrador a esa mujer y, sin embargo, trato de mirarla objetivamente para que el lector se pregunte si es tan culpable. En la literatura se puede hacer eso en el plano individual, recordá a Raskolnikov matando a las dos viejas. Ahora, cuando se pasa al plano político, como hablábamos, hay cosas que son injustificables.

—Según Borges, todo escritor elige a sus precursores. Tomando en cuenta los relatos “Réquiem para Marcial Palma”, “Noche para el negro Griffiths” y “Crear una pequeña flor es un trabajo de siglos”, ¿usted elige a Borges, Cortázar y Arlt?

—En Réquiem..., sí, lo elijo como precursor a Borges porque es un cuento que dialoga intencionalmente con Hombre de la esquina rosada. En Noche..., no tanto, porque la idea de ese cuento es anterior a mi lectura de El perseguidor. Pero, efectivamente, después de haberlo leído, elegí como precursor a Cortázar y empecé a trabajar mi cuento en discusión con el suyo. En cuanto a Crear una pequeña flor... pensé en Arlt desde la primera línea. Ese cuento surgió de una pregunta. Después de leer Escritor fracasado, un relato estupendo, de una ferocidad pocas veces vista en las letras argentinas, me pregunté cómo se comportaba ese hombre con sus amigos, con una mujer, en la vida real. Para llegar a ser ese escritor vengativo, ese crítico destructor, tenés que haber sido muy malo en la vida real también. Ningún crítico destructor puede ser una buena persona en su vida.

—¿Por qué cree que la nueva generación de narradores parece querer desembarazarse de esa tradición literaria?

—Es curioso. Quiere desembarazarse mucho más de esa tradición literaria, o de la tradición que de algún modo impuso el 60, de lo que nosotros queríamos cuando empezamos a escribir. Entonces, nadie quería desembarazarse de Borges, o de Marechal; al contrario, lo rescatamos cuando descubrimos que existía. Recibimos con fuegos artificiales la aparición de Cortázar. Esa generación compuesta por Borges, Marechal, Cortázar, Mujica Lainez, Bioy Casares y Sabato durante mucho tiempo siguió siendo la literatura argentina. Incluso hoy los grandes escritores traducidos en grandes ediciones en el mundo siguen siendo ellos. Comprendo el parricidio, pero no lo puedo compartir. Una literatura, para ser literatura, es ruptura, pero al mismo tiempo continuidad con la tradición o con la generación anterior. Si rompemos con esa generación, tenemos que romper con Arlt también. Hay algo que me gustaría señalar. Los críticos han enfatizado esta teoría de la reformulación y han buscado aquellos textos que apoyan su teoría. Pero de la totalidad de mis cuentos, alrededor de sesenta, sólo cuatro asumen esa actitud. Los cuentos significativos míos, La madre de Ernesto o Los ritos, no rompen ni apoyan nada. En Crónica…, por ejemplo, estoy reformulándome, y reescribiendo, acá tendría que agregar entre paréntesis, ay de mí con signos de admiración, el mito fáustico. Algo que, caramba, ya trataron Goethe, Marlowe, la tradición oral y, en nuestro siglo, Thoman Mann. Creo que la literatura es eso precisamente; por mucho que queramos ser originales, no podemos salirnos de la propia tradición literaria.

—¿Lee a los nuevos?

—El otro día se me ocurrió la respuesta ideal para esa pregunta. En realidad los leo poco. Me los tienen que garantizar con vehemencia, tengo que estar seguro de que son buenos. Pero he descubierto que me la paso leyendo escritores jóvenes. Yo ya tengo setenta y tres años, lo que no es ningún mérito. Pero eso te obliga a tomar la realidad de un modo distinto. Cuando leo a Nietzsche, por ejemplo, en realidad estoy leyendo a un joven al que le llevo cuarenta años. Cuando leo Romeo y Julieta, a un muchacho que todavía no cumplió los treinta. Es mentira que los escritores mayores tienen reticencia de leer a los jóvenes. Si me aseguran que hay escritores jóvenes en mi país con los que voy a sentir la misma alegría al leerlos que cuando leo a Kafka o al Borges de los años 40 o 50, no voy a tener ningún inconveniente. A veces lo hago. Intento no nombrarlos para evitar molestar a otros. Recuerdo que, después de publicar Un señor alto, rubio, de bigotes, Humberto Constantini nos preguntó qué nos había parecido. Isidoro Blaisten le contestó: “Todavía no terminé de leer a Dickens, y te voy a leer a vos” (risas). Entre elegir un autor francés, alemán o inglés de la joven guardia del siglo pasado y uno de treinta de este siglo de mi propia cuadra, tengo tendencia a leer lo otro. En un libro el tiempo es el mejor garante. Calculá que si hace setecientos años que se viene leyendo La divina comedia, algo tiene que tener.

Definiciones sobre arte, filosofía y letras

Sören Kierkegaard: “Hay una mirada en mis cuentos,
y sobre todo una mirada sobre lo que significa la mirada, que proviene directamente de la influencia del existencialismo ateo, de Sartre, para ser exactos. Mi primer libro está casi apoyado en una cita de Kierkegaard, que dice: ‘También yo he sentido la inclinación a obligarme, casi de una manera demoníaca, a ser más fuerte de lo que en realidad soy’. Hay ideas de Kierkegaard que creo sin necesidad de demostración, como aquello de que la originalidad nace de la angustia. El ser un singular en el mundo te pone frente a la realidad de un modo que no es el que tienen los otros, y esto en algunos seres es muy angustioso. Vale decir que la singularidad, o la individualidad, nos obliga a ver el mundo de distinta manera. De ahí nace nuestra única originalidad, no de escribir sin comas o de buscar temas que no haya tratado nadie o de encontrar una nueva metáfora que designe la luna, como se propuso la generación posterior a Lugones después de Luna sentimental”.
Friedrich Nietzsche: “Nietzsche es, desde mi adolescencia, una lectura esencial en mi vida, no sólo como influencia, sino como diálogo. Para mí su lectura sólo se puede entender como una lectura polémica”.
Immanuel Kant: “Es otro de los filósofos que ha influenciado mucho en mí, sobre todo con sus Antinomias de la razón pura. Aquella idea de lo que no se puede demostrar con la razón aunque tampoco puede negarse es una de las verdades más grandes de la filosofía de todos los tiempos”.
Sobre la verdad y la belleza: “A diferencia de la filosofía, el arte no busca la verdad. El arte sólo busca la belleza estética. O, en todo caso, le basta la verdad de lo bello. Y lo bello no tiene nada que ver con lo bonito. Un cuadro de Van Gogh no es bonito, pero la belleza está en el cuadro de Van Gogh. Nadie va a decir, tampoco, que El grito de Munch es lindo de ver, ni qué bonita es la Capilla Sixtina; tampoco qué interesante es la Tercera Sinfonía de Beethoven o el Réquiem de Mozart. Cuando hablamos de belleza, hablamos de algo que excede las meras categorías de lo lindo o lo agradable. Algo así decía Gauguin: ‘Lo feo puede ser bello, lo bonito nunca’”.
El juego de las citas apócrifas
“Me gusta citar mal, o atribuir citas a mis escritores o pensadores preferidos. Porque de algún modo las pensaron, de lo contrario no podría atribuírselas. En El Evangelio según Van Hutten, por ejemplo, cuento la anécdota de Anatole France sobre el pintor de los árboles. Esa donde el chico le pregunta al viejo pintor: ‘¿Para qué pintas ese árbol, si ya está ahí?’. Esa anécdota no la contó nunca Anatole France, por supuesto. En Réquiem para Marcial Palma digo que un viejo medio loco juraba haber peleado toda una noche con el ánima de un inglés ‘como Moisés con el ángel’. El que luchó la noche entera con el ángel no fue Moisés, sino Jacob. En Las panteras y el templo Dante encuentra a Beatriz vestida de verde en el Paraíso Terrenal, y no es el Purgatorio, aquel Paraíso Terrenal del tercer tomo de La divina comedia. Pero, ¿cómo los personajes que no andan fuerte en asuntos culturales podrían saberlo? Un buen escritor no hace lo que se espera sino lo que su imaginación le dicta. Una de mis máximas favoritas es la que le atribuyo a Nietzsche: ‘No hay gran escritor que en algún momento de su vida no se haya avergonzado de escribir’. Nietzsche dice, en realidad, que un escritor se avergüenza de ser un hombre de letras. A veces es incómodo decir frases célebres. En esos casos, lo mejor es atribuírselas a otros. Citar deliberadamente mal es un juego de veneración, no de traición. Creo que es mejor que apropiarse de una cita. ‘No es lo mismo la oscuridad de expresión que la expresión de oscuridad’, decía Poe y Sabato la dice y se la atribuye. Blaisten solía citar mal con mucha eficacia. En Mishiadura en Aries habla de Schubert que, según dice, de cara a la pared, se volvió loco oyendo un ‘la’. En verdad el que oía el ‘la’ era Schumann. Ese disparate es justamente lo humorístico. El maestro de este juego que reconoce su tradición en El doctor Faustus y el Ulises (los libros que contienen más citas y referencias de toda la literatura del siglo XX) es Borges, sin duda. Borges tenía la particularidad de mejorar las citas. Quienes citan a De Quincey están citando, en realidad, a Borges.”

sábado, 3 de diciembre de 2011

LA CONDICIÓN DE LA ALEGRÍA...















PABLO NERUDA (CHILE, 1904-1973)
La arena traicionada (fragmento)

"Por eso te hablaré de estos dolores que quisiera apartar, te obligaré a vivir una vez más entre quemaduras, no para detenernos como en una estación, al partir, ni tampoco para golpear con la frente la tierra, ni para llenarnos el corazón con agua salada, sino para caminar conociendo, para tocar la rectitud con decisiones infinitamente cargadas de sentido, para que la severidad sea una condición de la alegría, para que así seamos invencibles."

jueves, 1 de diciembre de 2011

CIENCIA Y VIDA COTIDIANA...




Desde sus orígenes, el hombre ha pretendido entender el mundo y explicarse los fenómenos que lo rodean, desde sus vivencias más cotidianas hasta el funcionamiento del Universo. Para ello su intelecto se fue refinando para dar lugar a la herramienta más acabada que le ha permitido satisfacer su curiosidad de la manera más seria y más sólida: la ciencia.
La ciencia no sólo intenta explicarnos los grandes misterios de la vida y del cosmos, sino también es utilizada para conocer y comprender aspectos rutinarios que a algunos podrían parecer triviales debido a su carácter poco o nada extraordinarios. Pero también en esa vertiente sus productos son muy apreciados.
Sobre algunos de esos temas (el sexo, el amor, la cocina y sus derivados culinarios) Diego Golombek ha publicado el año pasado en Buenos Aires un par de volúmenes: Sexo, drogas y biología (y un poco de rock and roll), y, al alimón con Pablo Schwarzbaum, la tercera edición revisada y aumentada de El cocinero científico. Cuando la ciencia se mete en la cocina, ambos libros editados por Siglo XXI Editores Argentina y la Universidad Nacional de Quilmes Editorial.
Acerca de temas sobre los que versan ambos libros charlamos con el autor: el estado de la divulgación de la ciencia en América Latina, la relación de la ciencia y las grandes industrias, el aporte de la ciencia en la lucha contra la discriminación, los efectos del amor sobre los científicos, la posible manipulación del funcionamiento reproductivo humano, las transformaciones culinarias provocadas por sustancias sintéticas y los cambios que en materia de sexo, amor y cocina ha generado la revolución científico-tecnológica.
Golombek es Doctor en Ciencias Biológicas por la Universidad de Buenos Aires y profesor en la Universidad Nacional de Quilmes. Es uno de los principales divulgadores latinoamericanos de la ciencia, labor por la que ha ganado distinciones como el Premio Konex, el Premio Nacional de Ciencias B. Houssay, el Premio al mejor libro de Educación 2005 (otorgado por la Fundación El Libro) y el Premio Ig Nobel (otorgado por la Universidad de Harvard). Actualmente es director de la colección de libros “Ciencia que ladra”, publicada por Siglo XXI Editores.

¿Por qué publicar estos libros?, ¿por qué editar la colección “Ciencia que ladra”?

Diego Golombek (DG): El convencimiento de que la ciencia se hace ciencia cuando se comunica, cuando se cuenta lo que se hace, y el considerar a la divulgación científica como una parte de la profesión. Uno como científico tiene que hacer experimentos, encontrar resultados, informar, publicar, formar estudiantes, pero también tiene que contar esto por muchas razones.
Una de las razones más sencillas es que somos científicos del sistema público: nos pagan con los impuestos, y es como rendir cuentas. Algunos rinden cuentas inventando vacunas o haciendo cuestiones que llegan directamente a la población; otros podemos rendir cuentas contando la cocina de la ciencia: cómo es que las cosas se manejan en la ciencia, en un lenguaje accesible pero sin perder el rigor.
Otra razón es absolutamente hedonista: a mí y a los autores de la colección nos causa muchísimo placer escribir y divertirnos contando (espero que los lectores también se diviertan). Es una razón un poco más egoísta, pero no menos válida: que nos guste hacerlo y nos cause placer.

Claro, y además, como dices, la ciencia puede convertirse en un conocimiento inútil si no se divulga.

DG: Exactamente.

Conoces bastante de divulgación de la ciencia no sólo en Argentina, sino también en América Latina. Cuando haces la metáfora con el Quijote, dices que la ciencia ladra, no muerde pero cabalga. En ese sentido y en términos generales, ¿cómo cabalga hoy la divulgación de la ciencia en América Latina, tanto en ámbitos académicos como en los medios de comunicación?

DG: En términos absolutos, más o menos; la veo pobre y nos falta muchísimo. En términos relativos, da para pensar y ser optimistas, porque realmente ha cambiado mucho en los últimos años en nuestros países. Creo que Argentina y México son buenos ejemplos.

Por varias razones ha cambiado la situación: porque los científicos han modificado su postura frente a la divulgación y ya no la consideran sólo una pérdida de tiempo, sino que piensan que es importante contar lo que hacen, sobre todo a las generaciones más jóvenes de científicos.

Por otro lado, los medios ven que hay un interés en que esto se divulgue, un interés incluso comercial; por allí pueden hacer un suplemento o un programa de televisión, y la gente lo ve.

El tercer punto es que el público se ha dado cuenta de que esto le interesa. Había una demanda oculta, desconocida, tanto para los que podíamos producir la información como para los que la reciben. Entonces la oferta fue creciendo al mismo tiempo que la demanda. Eso es algo bastante interesante.

De cualquier manera hay mucho por hacer, muchos esfuerzos pendientes para que los científicos se interesen más en esto, para profesionalizar la divulgación de la ciencia. Esto en México es bastante importante, porque acá hay divulgadores profesionales, mientras que en otros lugares de América Latina no los hay. También los hay en Brasil; en Argentina hay periodistas científicos, no necesariamente divulgadores profesionales.

Entonces veo las dos cosas: nos falta mucho, pero hoy hay mucho respecto a lo que había hace unos pocos años, lo cual da para ser optimista.

Ahora enfoquemos más la conversación hacia los libros. La ciencia se aplica a asuntos muy cotidianos, como lo son el sexo, el amor y la cocina. El sexo tiene mucho que ver con la belleza, por supuesto. ¿La ciencia ha ayudado, de alguna forma, a modelar y forjar los gustos de la gente?

DG: No sé si a modelarlos, pero sí a entenderlos, lo cual es fascinante porque finalmente es entendernos a nosotros mismos: entender por qué algo nos resulta atractivo, agradable o desagradable. Tendemos a pensar que eso es una cuestión casi puramente cultural o social, y que hay modas, que seguimos modelos de ropa o de pasarela, así como modelos pictóricos, artísticos e incluso en cocina, en lo cual la ciencia tiene poco que decir.

Es cierto: hay mucho de social y de cultural en ello, pero lo interesante es que también hay mucho de biológico, mucho que puede explicar otro tipo de ciencia. Por ejemplo, en el tema de la atracción de un hombre por una mujer uno puede pensar: “me gusta porque se parece a una actriz que me gusta.” Pero hay otras cuestiones estrictamente biológicas que apoyan la atracción, y tiene que ver con la evolución. Los fenómenos que son atractivos sexualmente son los fenómenos que finalmente llevan al mandato evolutivo de juntarnos con alguien y hacer una pareja para tener hijos, que es lo que quiere cualquier bicho que camine se arrastre o vuele, incluyendo los humanos.

Entonces las señales de ciertas proporciones en el cuerpo, ciertos rasgos en la cara, la simetría, ciertas señales de fuerza física en el macho, etcétera, son señales que inconscientemente el cerebro ve e interpreta como bellas, porque son señales que aumentan las posibilidades de tener una pareja y tener hijos sanos. Esto es lo que ocurre en el común de toda la naturaleza; lo fascinante es que los humanos aportamos un poco de eso y podemos llegar a tener una atracción más allá de fines reproductivos, lo que no ocurre en la naturaleza. Podemos llegar a enamorarnos, y vas a saber para qué sirve el amor en términos evolutivos, porque la gente se enamora y no anda por allí teniendo hijos y siguiendo de largo.

Hay muchas hipótesis: uno puede especular que uno se enamora y está con una pareja en forma estable, por lo que los hijos van a crecer más sanos y más protegidos, y por lo tanto tendrán más posibilidades de, a su vez, reproducirse y tener hijos, que es lo que quiere la evolución.

Entonces es otra mirada sobre las cosas de todos los días, una que no estamos acostumbrados a tener. Me parece que allí la ciencia puede darnos muchas satisfacciones por la posibilidad de conocernos, de interpretarnos mejor e incluso entretenernos con esto de hacernos preguntas con cosas que nos pasan todo el tiempo.

En ese sentido también me interesó ver cómo la ciencia ha colaborado de manera ciertamente indirecta con la industria, como en los casos que mencionas: Pasteur, Kellog, Sawyer. Algo muy interesante es el asunto de las feromonas. ¿Cómo ha sido la relación de la ciencia con las grandes industrias?

DG: Muy complicada. Si te vas a ejemplos de industria farmacéutica, la relación es muy complicada y hay conflictos graves. Hay conflictos en los cuales ciertas normas comunes en la ciencia pública no lo son en la ciencia corporativa, donde hay secretos, ya que persigue un fin comercial: pueden perseguir curar a la humanidad, pero quieren vender remedios. La ciencia pública no debiera tener secretos; hay conflictos permanentes con esto, pero al mismo tiempo y en el buen sentido, una puede alimentar a la otra y viceversa.

Entonces la buena política científica es aquella que promueve la colaboración genuina y dentro de un marco ético, entre la ciencia básica y la ciencia aplicada (estoy hablando particularmente de ejemplos farmacéuticos).

Por otro lado, es también un motor humano el del desarrollo, no sólo el del conocimiento per se. En nuestros países es muy importante y muy válido que haya lo que se conoce como ciencia básica, que es conocer: tengo preguntas porque quiero conocer el mundo, quiero sacudir el mundo a preguntas y ver qué me dice. Eso hay que apoyarlo porque de eso derivan las posibilidades de desarrollo y las aplicaciones.

Al mismo tiempo hay que fomentar investigaciones en áreas específicas de problemas regionales, como enfermedades, cuestiones energéticas y alimenticias, para dar respuesta a la calidad de vida de la gente.

Entonces es un equilibrio delicado que no siempre se cumple de la mejor manera. Finalmente es una cuestión de política científica, de distribuir recursos, de decidir prioridades sin dejar de lado a otras cosas que hay que hacer. Pero hay que establecer una serie de prioridades en la que cada gobierno y las sociedades de científicos deben colaborar para que sea la mejor para cada país.

En Sexo, drogas y biología abordas la polémica naturaleza versus cultura, que es la cuestión que atraviesa el libro. Me atrae la anécdota del director de una universidad inglesa que decía que los hombres eran más aptos para las matemáticas y la ciencia, y las mujeres para la cocina…

DG: El presidente de Harvard, Lawrence H. Summers.

Y hace poco un premio Nóbel dijo que los negros son menos inteligentes…

DG: Sí, James Watson. Fíjate, por suerte los dos tuvieron que renunciar, lo cual habla todavía bien de la sociedad científica. Toda la gente que dice esas pavadas, esas imbecilidades, tienen que renunciar.


¿Consideras que la ciencia esté colaborando a combatir esas tendencias discriminatorias

DG: Sí, no me cabe duda. La ciencia es una actividad racional que no debiera mezclarse con cuestiones de discriminación, pues la razón no está de acuerdo con ella. Si tomamos en cuenta a la ciencia como una aventura del pensar y de hacerse preguntas, todo aquel que quiera emprenderla, es bienvenido al tren.

Cualquier discriminación sobre otra base que no sea la del trabajo genuino de la gente inteligente que quiere esforzarse y avanzar en la ciencia, es charlatanería. Si bien la ciencia es una actividad humana, por lo cual no está exenta de todos los pecados humanos de celo, de competencia, de arribismo, de fraudes incluso, éstos son excepciones. Lo que motiva todavía a los científicos es el aumento del conocimiento, con todos esos condimentos propios de toda actividad humana.

Siendo así, la discriminación queda de lado, y aquel que diga “los negros son menos inteligentes”, al día siguiente tiene que renunciar, ya que no tiene cómo defenderlo; aquel que hable de razas directamente, tiene que renunciar, porque el proyecto genoma humano ha demostrado que no existen las razas; aquel que hable de las diferencias genéticas entre mujeres y hombres que hacen que unas sean aptas para una cosa y los otros para otra, tiene que irse porque eso no es cierto: son diferentes y complementarios mujeres y hombres, y afortunadamente el mundo es así.

De lo que dices me interesó mucho el combate a los mitos que realizas en tus libros (aunque señalas también algunos que parecen mitos y que no lo son, como es el ejemplo del agua que explota en el microondas). Creo que esa es una de las batallas fundamentales que tiene que dar la divulgación de la ciencia: la lucha contra los mitos y la seudociencia. ¿Cómo se puede distinguir una verdad científica de una charlatanería, la cual nos es presentada muchas veces como producto del trabajo científico?


DG: La ciencia se basa en evidencias, y la charlatanería se basa en charlatanes, en palabras. Entonces lo importante es saber encontrar e interpretar esas evidencias que avalan ciertas afirmaciones. Me parece muy rico que la cultura popular tenga mitos, unos son ciertos y otros no. Me resulta divertido que la ciencia se meta en algunos de ellos para tratar de demostrarlos o de refutarlos; como ejemplo está el de que puede ocurrir un sobrecalentamiento del agua en el microondas, y efectivamente eso puede dar una reacción exotérmica muy brusca que hace que salte y que la gente se pueda quemar.

Otros mitos: nuestras abuelas seguramente hacían el merengue, las claras batidas a nieve, en ollas de cobre, porque quedan mejor. Esto ha sido demostrado por la química: se produce una reacción entre el cobre y la albúmina que hace el merengue más estable.

Algunos otros mitos son completamente ficticios; uno que les encanta a los cocineros es el de que para que la carne quede jugosa en el horno, hay que sellarlo (es decir, calentarlo bruscamente en una sartén o en una plancha, supuestamente para que se cierren los poros de la superficie de la carne y que el agua quede dentro). Esto es mentira; no es cierto porque la carne no tiene poros, por lo que no hay nada que cerrar, y entonces el agua se va a escapar de la misma manera. Lo que ocurre es que la carne va a quedar más sabrosa, y por lo tanto al ponerla en la boca vas a salivar más y te va a parecer más jugosa.

Entonces este rol de la ciencia como derrumba-mitos o apoya-mitos, me parece fundamental, es muy entretenido. Esa es una forma de demostrar lo que nosotros queremos hacer con la colección: contar que la ciencia no sólo está en laboratorios, en las academias, no sólo se nutre de científicos chiflados a los que nadie les entiende nada, sino de las preguntas que vos hacés en lo que te pasa en la vida cotidiana permanentemente, ya sea en la cocina, en el baño, en la cama, en el Metro. Eso es lo que queremos lograr con esta colección.

Abordando otro tema: ¿no te parecen negativos los efectos que tiene el amor sobre los científicos, sobre las personas que se dedican al pensamiento? Lo digo en tanto en uno de los libros hablas de las reacciones de la neuroquímica del cerebro y que dices que se inhiben ciertas zonas del cerebro, entre otras la dedicada al pensamiento crítico.

DG: Por supuesto; en el estado de enamoramiento, que es el estado inicial, cuando vos realmente sos una persona diferente, esas primeras semanas en las que estás perdidamente enamorado de alguien, te convertís en otra persona, en una que pierde su capacidad de raciocinio, que pierde un poco su capacidad de atención, no puede elegir correctamente. Esto está avalado por pruebas de laboratorio, en las cuales se lleva a sujetos que manifiestan estar enamorados, lo que se corrobora porque les presentás una foto de la persona de la cual están enamorados, y algo se enciende en el cerebro, diferente que si les presentás una foto de cualquier otra persona.

A esas personas que están en estado de enamoramiento, efectivamente les va mal cuando se les hacen pruebas de cognición, de memoria, de decisiones. Pero, al mismo tiempo, los científicos son humanos y por suerte se enamoran, y les dura el estado de enamoramiento lo mismo que a cualquier otro. En ese estado no les saldrán muy bien los experimentos, pero son gajes del oficio.

En el libro sobre el sexo haces varias comparaciones del ser humano con muchos animales, desde la araña hasta el bonobo. En materia de sexo y amor, ¿hay alguna característica que distinga al ser humano del resto de los animales?

DG: La verdad que nada, siendo absolutistas; lo más importante es considerar que los humanos son animales como cualquier otro. Si nos ponemos a hilar más fino, la cultura, aparentemente, es un fenómeno humano: no podríamos hablar de cultura animal (si bien es muy difícil definir el concepto de cultura), aunque hay comunicación animal, hay lenguaje, hay ciertos comportamientos muy complejos que alguien podría interpretar como cultura.

Dentro del comportamiento reproductivo, me parece que los humanos tienen ciertas características que los hacen únicos. Por ejemplo, esto de lo que hablábamos hace un momento: de la atracción más allá de un fenómeno reproductivo, que no existe o no tiende a existir en la naturaleza. La monogamia, si bien no es universal entre los humanos (sabemos que no es así), es bastante específica entre los humanos. También hay ejemplos en la naturaleza, pero son minoritarios.

Otra característica que distingue a los humanos de otras especies es que su comportamiento reproductivo escapa a las reglas de la fertilidad. No puede sentirse atraído hacia la hembra o hacia un macho más allá de un fin reproductivo. Por ejemplo: la hembra humana tiene un ciclo menstrual de 28 días, en tres de los cuales es fértil. Pero nosotros no nos juntamos con humanas solamente en esos días: tenemos atracción y relaciones sexuales en otros momentos del ciclo, e incluso fuera del ciclo. Puede resultar incluso muy atractiva una mujer que ya ha pasado la menopausia. Eso es bastante privativo de los humanos.

De la misma manera, hablando del ciclo menstrual de las mujeres, hay algo que comparten con el resto de los animales: muchos animales hembra muestran su receptividad sexual, muestran que son fértiles: cambian de color, emiten determinados olores, se ponen en posturas determinadas. Las humanas, no; uno no anda por la calle diciendo “está mujer debe estar ovulando, esa menstruando, esas otras así y así”. Uno no se da cuenta si están fértiles; sin embargo, hay señales inconscientes del momento de la ovulación, por ejemplo “olores inconscientes” (así entre comillas, ya que no son olores porque no se sienten de manera conciente), como las llamadas feromonas. Un experimento muy curioso es que si uno mide, con métodos muy precisos y pequeños, las partes izquierda y derecha de la mujer, es apenas más simétrica en el momento de la ovulación, y la simetría se entiende inconscientemente como algo más atractivo. Por lo tanto, si bien escapamos al mandato de la atracción por pura reproducción, también hay señales de que la atracción es máxima en momentos reproductivos.

Casi al final este libro, donde hablas de las estrellas de rock, explicas que el libro busca entender algunas de las cuestiones más básicas que nos conforman, como son el amor y el sexo. Pero, ¿qué peligros pueden llegar a correrse con un cabal entendimiento del funcionamiento reproductivo e incluso su posible manipulación? Te hago la pregunta también incluso en términos de bioética.

DG: En principio creo que ninguno en términos absolutos porque creo que nunca terminamos de entendernos. La subjetividad es lo que más nos representa, y si bien la ciencia se está metiendo en la subjetividad, en el estudio de la conciencia, de las bases biológicas de la moral, del estudio del pensamiento (que es meterse con nuestra subjetividad), hay algo allí que escapa a la ciencia, y afortunadamente es así. Hay un misterio que, creo, va a seguir siéndolo porque vamos a seguir siendo entes subjetivos y en permanente modificación.

Por otro lado, hay una cuestión de órdenes de organización, órdenes jerárquicos: estamos tratando de entender un orden muy complejo como nosotros, por nosotros mismos. Nuestro cerebro es la herramienta para entender nuestro cerebro. Algo hace ruido allí, porque para entender una célula microscópica necesitamos microscopios; no tenemos macroscopio del cerebro para entenderlo, si bien cada vez sabemos más.

Hay que mencionar que hay una posición que nunca se ha perdido en la historia de la humanidad y que está presente: una posición, un tanto conservadora tal vez, de miedo al progreso. Había un grupo en Inglaterra, los luditas, llamados así por Ned Ludd, que era un tipo que le tenía pavor al progreso porque iba a deshumanizarnos completamente. Esta es una actitud perfectamente normal y absolutamente corriente en la sociedad. En las encuestas de percepción pública de la ciencia en general se hacen preguntas de cuánto hay que apoyar a la ciencia, si la ciencia sirve para ayudarnos (dicen que es maravillosa), e inmediatamente después se hace otra: ¿no será que la ciencia también tiene sus riesgos, nos va a deshumanizar y nos va a convertir en máquinas? Entonces, la misma gente que dijo que la ciencia era maravillosa, dice que sí. No tenemos muy claro cuál es el rol de la ciencia.

Sin embargo, la ciencia, entendida como esta aventura de conocernos, de la cual venimos hablando, es maravillosa. Hay gente que piensa que al conocer fenómenos poéticos, el conocer la naturaleza, el conocer una puesta de sol, el conocer las estrellas, les quita poesía, les quita belleza. Me parece que es todo lo contrario: el conocer agrega belleza, el saber cómo es el mundo, el conocernos a nosotros mismos nos agrega belleza y se la agrega también al mundo. Vuelve al Universo un fenómeno conocible, y no un fenómeno que nos angustia porque es desconocido.

Al principio (y esto no es mío, sino de Marcelino Cereijido) la fuerza evolutiva de la angustia frente a lo desconocido es enorme, porque nos hace inventar cosas para conocer: inventar luz para conocer lo oscuro. Eso lleva a conocer más y más; eso no puede darnos miedo porque eso detendría el progreso, lo que es imposible. En ese sentido soy absolutamente positivista, aunque el positivismo está un poco fuera de moda en este momento, además de que se han acabado las grandes guerras relativistas, aunque todavía existen, sobre todo a partir de ciertas escuelas de las ciencias sociales que discuten hasta la realidad misma. Hay cosas que, si vos haces ciencia, no puedes poner en tela de juicio: hay una realidad, hay datos. Si vos le pedís datos a la naturaleza, te los da; esos datos son únicos. Obviamente que la ciencia, en tanto actividad humana, es una actividad de interpretación, y allí sí tenemos para pelearnos y discutir; mientras tanto, los fenómenos del posmodernismo y del relativismo extremos no tienen nada qué hacer con la ciencia.

Me parece muy completa la descripción de la disposición de los alimentos en El cocinero científico, además de muy divertida. ¿Has pensado en ahondar, más allá de la preparación de los alimentos, en los efectos que los alimentos tienen sobre la salud? También está el tema de los hábitos alimenticios, me parece.

DG: La pregunta es perfecta, y es adrede que eso no figura en el libro porque somos especialistas en cocina científica pero para nada en nutrición. Ésta es una disciplina establecida y con buena bibliografía. No quisimos meternos en eso porque no sabemos sobre eso.

Básicamente se trata de reinterpretar textos existentes, y no nos metemos con nutrición. Además, meter los temas nutricionales y de salud alimenticia en el estilo que queremos que la colección tenga, la volvería más solemne. Entonces quisimos poner química, física, biología y la cocina de todos los días. Tal vez en algún momento haya en la colección un libro sobre nutrición de alguien que maneje bien el tema. Pero de que es necesario hacer educación sobre ese tema no me cabe duda.

También podría mencionarse a los transgénicos. ¿Crees que estas nuevas sustancias y cultivos cambien la cocina?

DG: No es lo mismo hablar de cuestiones sintéticas, como ciertos edulcorantes, que de alimentos transgénicos. Éstos son exactamente iguales, y no los podrías reconocer nutricionalmente de los alimentos no transgénicos. Básicamente esto es un avance impresionante de la biotecnología que, con ciertos cuidados, debe ser incentivado y valorado por lo que es: está permitiendo que regiones relativamente pobres del planeta puedan tener cosechas como jamás las habían soñado, además de luchar contra las plagas. No puedes distinguirlos de los no transgénicos, a menos que el objeto de lo que vos agregas a una planta o a ese animal sea algo nutricional; por ejemplo, que quieras que tenga más vitaminas, o que quieras que la leche de una vaca produzca una hormona de crecimiento, y allí sí lo vas a distinguir para bien. Bienvenido sea el transgénico.

En el caso de los alimentos, o más bien condimentos sintéticos, la cosa es distinta: sí modifican la forma de cocinar, la forma de acercarse a un fenómeno culinario. El tema de los edulcorantes es complicadísimo, porque influye socialmente: la mirada que queremos tener sobre nosotros mismos y sobre nuestro cuerpo influye también sobre una cuestión evolutiva. ¿Por qué hay una epidemia de obesidad en el mundo? Porque no estamos preparados para las dietas que tenemos. Todos estamos preparados para vivir en el bosque, en la selva, en las cuevas, para que nos cueste mucho encontrar una fuente energética muy rica en hidratos de carbono, en azúcares. Estamos preparados a que cada tanto podemos cazar un mamut y por ese mes nos atiborramos, y después no saber cuándo vamos a poder tener otro tipo de alimentos. Para esta posibilidad que tenemos ahora de despilfarrar, de abrir la heladera y comernos un helado con un montón de azúcar, nuestro cuerpo no está evolutivamente adaptado y no lo sabe manejar. El resultado de eso es la obesidad.

Entonces los edulcorantes responden un poco a eso: a habernos acostumbrado a ciertos gustos que históricamente no existían, por lo que al tener ahora problemas nutricionales graves que pueden conducir a una enfermedad gravísima como es la obesidad, pues hubo que hacer reemplazos de cierta manera sintética para que no fuera tan grave. Y aparecieron los edulcorantes, que tienen problemas propios y tienen mala prensa. Pero para tener problemas con ellos deberías ingerir dosis altísimas de sacarina, aspartame y ciclamato; necesitarías tomarte cien latas de Coca Cola light.

Para terminar, ¿cómo han cambiado el sexo, el amor, la cocina, con lo que nos ha traído la revolución científico-tecnológica?

DG: Hay cambios sin duda. A fines del siglo XIX y principios del siglo XX, siglos de un avance tecnológico (más que científico) enorme, inédito y muchísimo mayor a todos los siglos que los precedieron. Eso influyó en el confort, en la calidad de vida, influyó en disminuir la inequidad social (si bien no la ha resuelto, problema que tenemos particularmente en nuestros países), ha ayudado a aumentar la esperanza de vida, a mejorar los alimentos, etcétera.

Posiblemente el mayor efecto de la tecnología sobre la vida cotidiana es que ha modificado el sentido del tiempo. Todo ocurre más rápido, estamos apurados (sobre todo en la vida en la ciudad, aunque también en el campo ocurre), en los medios de difusión que nos bombardean permanentemente, etcétera,. Todo eso ha modificado el tiempo que le dedicamos a las diferentes actividades, desde las interpersonales hasta las tareas profesionales, al ocio, al dormir y a la vigilia. Esto tiene su resultado en tareas como la cocina o las relaciones pasionales, las relaciones de pareja; el tiempo que le dedicamos al amor y al afecto, que se ve complicado por otros aspectos que llaman nuestra atención.

De nuevo: evolutivamente no estamos preparados para que haya tantos estímulos bombardeándonos permanentemente. Estamos preparados para preocuparnos de que no nos coman, montar algo para comer, montar una pareja con la cual ser feliz y tener hijos. De pronto la tecnología nos obliga a lidiar con una cantidad enorme de estimulaciones que antes no existían. Eso modifica el sentido del tiempo, lo cual modifica todo el resto de nuestra vida: la cocina, el amor, el sexo, las comunicaciones, el lenguaje, el dormir, el trabajo, el ocio.

Por lo tanto sí, sin duda la ciencia y la tecnología tienen ese efecto secundario posiblemente inevitable. Me parece que en la balanza, los beneficios de la ciencia y la tecnología son tan enormemente superiores a sus riesgos y a sus problemas, que no es cuestión de decirse “hay que parar un poco con el avance científico tecnológico”, porque todavía hay demasiados problemas por resolver.