domingo, 30 de junio de 2013

EXPERIENCIA RELIGIOSA...





SÉPTIMO MANDAMIENTO



Así no podemos vivir. La inseguridad es tal que a uno le roban lo que todavía no llegó a tener. Los gobernantes no tienen el coraje de tomar las medidas que sean necesarias para poner  fin de una buena vez a la delincuencia con la que –el ciudadano común- debe convivir cotidianamente. Cualquier persona con dos dedos de frente sabe que no hay problema más urgente para resolver. Pero claro, los políticos viven en barrios privados  y siempre van custodiados.  Se acercan a los barrios en época electoral para tomar nota de los reclamos que reciben de los vecinos, pero después, desde los despachos de sus ministerios, todo se pierde en un gran cajón sin fondo, y vuelven a la burbuja personal que, después de algunos años de política, supieron construir.

Así es fácil decir que la inseguridad es “sólo” una sensación generada  por los medios de comunicación. Nada más alejado de la realidad que tal afirmación.

Y no hablo por boca de ganso. En la parroquia, donde nunca vimos a ningún periodista, semana a semana escuchamos a vecinos que, antes o después de la misa, nos cuentan los robos que últimamente  sufrieron ellos mismos, o que sufrieron personas allegadas, ya sean amigos o familiares directos.

El Estado no sólo separó a la religión de su seno, sino que –al parecer- también lo hizo con la obligación de brindar seguridad a su población. No tener seguridad es como haber perdido la fe: no se puede vivir sin ella.

En la parroquia, durante muchos años, tratamos de darles recomendaciones a los vecinos. Vienen muchas personas mayores, que son ingenuas, que cuando alguien toca el timbre en sus casas, salen a abrir la puerta sin preguntar quién está del otro lado. Desde ya que fueron los que más robos sufrieron.

El padre Jorge, sin ir más lejos, fue uno de los últimos damnificados. No sólo le robaron lo poco que tenía en la casa, sino que –además- lo golpearon salvajemente. Gracias a Dios, se está recuperando de sus lesiones y esperamos con ansias tenerlo nuevamente dando la misa de los domingos. Es un hombre carismático, de profunda fe y vastos conocimientos. Su palabra transmite la paz y la claridad necesaria para calmar la ansiedad y la incertidumbre que el mundo moderno le imprime a nuestras vidas. Fue una enorme responsabilidad para mí tener que reemplazarlo. Pero acepté el desafío y –creo- estoy llevando las cosas a buen puerto. Termino las misas como las terminaba él: recordándole a los presentes que podemos ir en paz mientras esperamos la segunda venida sobre esta tierra de Nuestro Señor Jesucristo.

Nos comunicamos telefónicamente todas las semanas. Lo mantengo al tanto de todo lo que pasa en la parroquia, la cantidad de gente que viene a la misa (se puso contento al saber que no bajó la cantidad de fieles a pesar de su ausencia), los proyectos sociales que se están armando con las parroquias de las localidades vecinas, los reformas que se están haciendo para combatir la humedad que asoma en la parte más vieja del inmueble. Es verdad, no le conté el incidente con Jesús.

A Jesús lo vi en el banco. Yo estaba en la cola esperando para pagar los impuestos, cuando vi entrar a un muchacho de barba oscura y pelo largo. Lo reconocí inmediatamente. Vi sus ojos apagados y no lo dudé. Reconocí en su mirada la vida del que lo había dado todo por el otro. Reconocí a nuestro menor. Pero las cosas cambiaron. Jesús ya no es el mismo que dejó a María Magdalena llorando al pie de la cruz. No. Este Jesús lucía muy nervioso. Dirigía la mirada en forma intermitentemente de las cajas a la puerta del banco y de la puerta del banco a las cajas. De pronto entró otro hombre que dobló el brazo del guardia de la puerta y le apunto con un arma en la cabeza. Jesús también sacó un arma y corrió con velocidad hacia las cajas mientras ordenaba a todo el mundo tirarse al piso. Entonces tomó un solo fajo de billetes, lo puso sobre un mostrador, hizo una bendición (sólo yo lo pude advertir porque era el único en el lugar que aún permanecía de pie; el resto de los clientes estaban tirados en el suelo, aterrados por la situación) y, en un abrir y cerrar de ojos, los fajos se multiplicaron hasta el techo. Producido el milagro, le ordenó incorporarse a todo el mundo. Lo clientes se pusieron de pie. Jesús señalo la montaña de dinero y luego abrió los brazos hacia la multitud. Uno se adelantó tímidamente. Luego otro. Finalmente una masa enloquecida de personas se arrojó sobre los billetes. Jesús salió caminando muy tranquilamente, con el fajo del milagro en una mano y el arma en la otra. Su cómplice lo esperaba en el auto. Salieron con poca plata, pero visiblemente felices. Y, lo más importante, sin haber disparado un solo tiro.

El domingo siguiente al milagro, al finalizar la misa se me acercó un vecino. Me sorprendió que me dijera que él también había estado en el banco el día del asalto. Me preguntó si, efectivamente, estábamos ante la presencia de la segunda venida de Nuestro Señor Jesucristo. Le dije que no tenía la más mínima duda. Me dijo que él sabía dónde estaba parando Jesús en el barrio, que lo había visto en el bar de la estación y que –si yo estaba de acuerdo- podía convencerlo de que se acercara a la parroquia. Me confesó, no sin dejar escapar una sonrisa, que éste Jesús le gustaba más que el Jesús del que hablábamos durante la misa. Le dije que sí, que lo ubicara,  pero que lo hiciera sigilosamente, porque antes de dar a conocer la noticia entre los fieles,  había que informarlo de todo al padre Jorge. El padre Jorge, de ser necesario –y seguramente lo es- deberá informar la situación al Arzobispo de la provincia, y quién sabe si la cosa no desemboca en el Vaticano.

Tengo plena fe en la felicidad que experimentará el Padre por sentir que, definitivamente, no estábamos solos en este mundo. Que podemos vivir sin Estado pero, aun así, no estamos solos los vecinos de este barrio para dale pelea a la delincuencia que tanto nos abruma.

  

sábado, 29 de junio de 2013

CONECTADOS E INDIGNADOS...




ENTREVISTA AL SOCIÓLOGO MANUEL CASTELLS PARA "EL PAÍS"

Pregunta. Haga balance del movimiento de los indignados.

Respuesta. Va por países. En Islandia se nacionalizaron los bancos, se echó a los dos partidos que la gobernaban desde 1927, se creó un nuevo gobierno con democracia participativa, se elaboró una nueva Constitución debatida por internet con miles de ciudadanos interviniendo. Fue una revolución, pacífica, pero una revolución. En algunos países árabes se acabaron las dictaduras. Se puede pensar si el islamismo gusta más o menos, pero es otra cosa. Dictaduras inalteradas durante décadas se acabaron en semanas. En Túnez. En Egipto. En otros casos, los gobernantes avisados convirtieron las revueltas en guerra civil. En Estados Unidos la distinción entre ricos y pobres era ajena a la cultura americana y ahora es un asunto vivo y ha tenido un efecto electoral de segundo grado en la campaña, a favor de Obama. Existe un espacio de comunicación, la Red, en el que los jóvenes viven.

P. ¿En España?

R. España es el país de Europa donde el sistema político ha mostrado menos sensibilidad ante la protesta, y con los dos grandes partidos de acuerdo en ignorarla. El caso más dramático es el de las hipotecas. Los suicidios han disparado la alarma social, pero hace más de un año y medio que viene planteándose sin respuesta. La opinión pública ha registrado las críticas del 15-M. Las encuestas señalan un 70% de apoyo, pero también registran que apenas se cree que haya capacidad de cambio. Ha cambiado la conciencia de la gente, pero el sistema político se mantiene impermeable. Y esto puede degenerar en enfrentamientos y en violencia.

P. Una violencia que el movimiento rechaza de plano

R. Sí, pero hay un caldo abonado por las provocaciones policiales (en España las hay) y la rabia de los jóvenes. Con una sociedad movilizada, indignada, sin respuesta institucional creíble, es difícil evitar la violencia. Espero que no la haya y mucha gente del 15-M lo espera también. Pero hablamos de un movimiento, no de un partido, no de una organización hermética que puede controlar la rabia de la gente.

P. Usted señala que parte de la desconfianza hacia los partidos se debe a que son percibidos como subordinados al capitalismo financiero. Pero anota que no hay un rechazo del capitalismo

R. Dentro del movimiento hay una tendencia que es anticapitalista, pero no todo el movimiento lo es. Lo que se rechaza es el sistema financiero como funciona ahora. Su indignidad e inmoralidad. Y también la subordinación de las instituciones y los partidos a este estado de cosas. El movimiento parte del malestar económico y social, pero es sobre todo un movimiento político que exige la democracia real. Denuncia la falta de alternativa. Salvo que se entre en el sistema político, pero para eso está la ley electoral española que bloquea la entrada de minorías importantes. El movimiento ha hecho varias propuestas razonables de democratización del sistema electoral porque la sociedad ha cambiado, pero el sistema político no cambia. Y es imprescindible restablecer la conexión.

P. En un momento del libro sintetiza usted algunas de esas propuestas. De 12 que recoge, ocho son negativas

R. El movimiento es, sobre todo, un movimiento de crítica, de rechazo. A partir de ahí hay que abrir el debate. Y se ha abierto con formas tanto asamblearias como reticulares en Internet, esperando que de ese debate salgan fórmulas para el futuro que sean asumidas por la ciudadanía. Hay propuestas positivas: la reforma de la ley electoral, la modificación del sistema hipotecario, mecanismos de control sobre la banca. Lo que no hay es un programa, sino sería un partido y no lo es. Pero este movimiento ha generado más debate y ha creado más conciencia política que los partidos en los últimos 20 años. Y todos los cambios empiezan en la mentalidad de las personas. Más tarde ya se traducirá en votos. El problema es que ninguna de las propuestas políticas refleja hoy esta nueva sensibilidad.

P. De modo que, cuando hay elecciones, vencen las formaciones que defienden lo contrario

R. Es que la izquierda ha desaparecido. Hoy, en términos políticos, estamos en un periodo constituyente. No desaparecen los partidos conservadores, pero la izquierda está en crisis, pese a que hay un espacio de centroizquierda que no se llena porque la ley electoral funciona como mecanismo de bloqueo. De todas formas, van surgiendo alternativas.

P. A largo plazo

R. El movimiento español tiene un eslogan: “Vamos despacio porque vamos lejos”. Es decir, se trata de un movimiento muy autorreflexivo que tiene perspectiva histórica y que ha empezado a plantearse qué incidencia política se debe producir. Lo que no puede hacer es transformarse en partido, eso haría que perdiera su legitimidad movilizadora, pero pueden esperarse pactos entre nuevas formas organizativas y corrientes del movimiento. Claro, es necesario que el sistema político sea flexible. En Italia, por ejemplo, lo es; en España, no. Los partidos españoles se sienten acosados, creen que si se abren desaparecen. Y tienen razón, sobre todo, la izquierda. Y eso es dramático.

P. El movimiento se comunica a través de las redes informáticas, como antes los obreros se organizaban al coincidir en la fábrica

R. Todos los movimientos sociales nacen de la comunicación. El individuo aislado con su enfado no tiene fuerza. Puede suicidarse. Los suicidios son lo que precede a las revoluciones islámicas. La gente pasa de la humillación a la autodestrucción. La suerte es que existe un espacio de comunicación, internet, en el que muchos jóvenes viven. La gente se organiza donde vive. Los obreros se comunicaron en las fábricas, los jóvenes de hoy lo hacen en internet, pero es vital que luego ocupen el espacio público. Al ocupar un espacio público, la gente se da cuenta de que existe y de que puede imponer su derecho a la ciudad por encima de las reglas de tráfico. Lo que produce los cambios históricos es la combinación de un espacio de comunicación, un espacio de reunión, un espacio de incidencia política. Son viejas libertadas (de reunión, de expresión) traducidas a la era digital. Los movimientos nacen en la red y se organizan en el espacio urbano. Y como la ocupación del espacio urbano no se puede eternizar (a veces de eso se encarga la policía) se repliegan en la red, pero no desaparecen.

P. Una comunicación a la que el poder combate con la coacción y la manipulación

R. La dominación perfecta es la que no se siente. Puede ser por adhesión a los valores dominantes o por resignación y ahí los procesos de persuasión son fundamentales. Cuando fallan, se recurre a la coerción, pero los mejores sistemas de control son los que no necesitan del uso de la policía.

P. Resalta usted el papel de las emociones, del miedo que paraliza o la esperanza que estimula

R. La primera emoción que aparece es la indignación. El miedo atenaza a la gente. Miedo a perder lo poco que le queda. El miedo y la resignación paralizan a la gente. Esto salta cuando no se puede más. En ese momento se supera el miedo. La esperanza llega cuando superas el miedo y encuentras en las redes, en la calle, mucha gente que está como tú. Empieza al hablar con otro, al sentir con otro. Al percibir que no tenemos el poder pero estamos juntos y tenemos la razón con nosotros. Ése es el paso del miedo a la esperanza. No se producen efectos a corto plazo, pero aun así la gente se siente mejor protestando que quedándose en casa.

martes, 25 de junio de 2013

SIN DOCUMENTOS...





LA ESENCIA Y SU TIEMPO

 A todos nos encanta atribuir responsabilidades. Hay un goce indiscutible en el hecho de advertir faltas, encontrar al responsable y –lo más importante- sancionarlo como corresponde.

Pero no todo el mundo se encuentra legitimado para hacerlo. Si hablamos de falta graves, de esas que –en caso de quedar impunes- harían imposible la vida en comunidad, se requiere la intervención de una fuerza especial,  aceptada por la sociedad en la que actúa. 

De ese tipo de intervenciones, en nuestro país, se encargan los militares.  Ellos son quienes deben encontrar a los responsables del caos (que algunos grupos armados pretenden instalar)  y sancionarlos como corresponde.

Debo confesar que me asusta un poco la idea de entregarme. En principio no debería hacerlo: no hice nada malo. Pero sé que me están buscando, y no tengo nada que esconder. Si alguien cometió algún delito, ese fue otro. Y ese otro tiene nombre y apellido: Daniel Azara.

Tengo miedo de perder la libertad que conseguí. Y la libertad es todo. Sin libertad, la vida es un trago de lo más amargo. Ustedes no pueden valorarla porque la tuvieron desde siempre, desde la cuna. Pero yo no; recién conseguí ser libre a los treinta y siete años.  Todavía soy un hombre joven, y así me siento, pero también es verdad que fueron muchos años en los que mis actos y mis pensamientos no fueron la afirmación de mi subjetividad, sino la afirmación de una subjetividad ajena. Durante  treinta y siete años mi vida fue el proyecto de otro.

Cuando el manuscrito estuvo terminado, Daniel se lo llevó a un librero de su confianza. A los pocos días, el hombre le dijo que había leído los primeros capítulos y que, teniendo en cuenta los tiempos que se viven, no parecía conveniente publicar una historia de ese tenor. Demasiada violencia. Le dijo que dejara reposar la historia hasta que los ánimos estuvieran más calmados. Las editoriales eran cautelosas acerca del material que sacaban a la luz, por lo que los hechos que se narraban en la novela no hubieran pasado por el delicado filtro editorial.

Daniel le dijo al librero que no quería tener encima la historia. Le dijo que si le dejaba el manuscrito a otra persona (y se trataba de una persona de su confianza), podía sentir que se liberaba de los personajes que habitaban en ella. Necesitaba enfocarse en algo radicalmente diferente para escribir, algo que pudiera circular en la sociedad sin ningún tipo de obstrucción.

El librero aceptó de buena gana y le dijo que lo mantuviera al tanto. Por la noche, al cerrar el local, vio cómo se levantaba la tapa del cuaderno y las hojas del manuscrito se pasaban solas de principio a fin. Al ver tal escena pensó que en ese cuaderno, sin dudas, albergaba una historia con mucha personalidad.

La noche siguiente, a pocos minutos de la hora de cierre del local, un hombre morocho, de pelo bien corto y bigote, entró en la librería. Se tomó muchísimo tiempo para recorrer los anaqueles. Sacaba los títulos que llamaban su atención, leía la solapa y luego los hojeaba como esperando encontrar algún billete entre las páginas.

Al llegar al mostrador, sin pedir permiso, tomó el manuscrito. El librero, que se había descuidado hablando con una clienta, al darse cuenta se apresuró a acercarse a ese hombre que leía con preocupación algunos pasajes del cuaderno. El librero le pidió por favor que se lo devolviera, porque ese texto no estaba a la venta ni muchos menos se ofrecía como material de lectura a los clientes. El hombre de bigote levantó la vista y la fijó con dureza en su interlocutor. Le señalo infinidad de páginas con enormes espacios en blanco entre un párrafo y otro. El librero dijo no saber de qué le estaba hablando. Entonces el hombre de bigote miró a su alrededor, vio que la última clienta acababa de salir y lo tomó del cuello. Mientras lo zamarreaba, le gritó muy fuerte. Le dijo que los que se hicieran los vivos la iban a pasar muy mal. Le hizo ver el manuscrito hoja por hoja para que le explicara qué pasajes habían desaparecido. El librero le dijo que no había leído el manuscrito. El hombre de bigote le dijo que no se hiciera ningún problema, que en dos minutos podía hacer un llamado para que lo llevaran detenido, y que en la celda tendría tiempo de sobra para leer todo lo que quisiera.

Entonces el librero le dijo la verdad: que había leído algunos pasajes del libro y que, a primera vista, faltaban los pasajes en los que uno de los personajes (un militante revolucionario) ponía bombas en diferentes dependencias del gobierno.

El hombre de bigote lo observó de arriba abajo. Como el manuscrito no indicaba nombre ni seudónimo alguno, le preguntó quién se lo había entregado. El librero le dijo que no lo sabía, que tal vez haya sido algún cliente, pero que no lo podía precisar. Al hombre de bigote le pareció ridícula la explicación. Sonrió levemente y negó con la cabeza. Le dijo al librero que le iba a pasar lo mismo que al personaje de la historia. Lo esposó y lo hizo sentar en el baño. Esperó a que llegara un auto negro a buscarlo y lo cargó en el baúl.

Todo esto lo sé porque mi esencia –es decir lo que yo soy- todavía flotaba en la librería la noche que llegó ese hombre.

Pasaron ya seis meses, y sé que me están buscando. Desde que soy persona que no tengo dónde ir. Necesito una casa segura para vivir, pero antes necesito un cuerpo. No puedo seguir así. A Daniel no le puedo pedir nada. No sé nada de él.  Su suerte, seguramente, habrá dependido de la suerte del librero.

Estoy en el aire. Pude escaparme de la historia, pero no puedo escapar de la realidad.

Fue un momento mágico en el que, mientras estaba siendo escrito, percibí un desenlace fatal, por lo que me anticipé al final con la desesperación del que salta de un auto en movimiento para no estrellarse contra un muro. Yo salté del final de esa página, fuera de los límites del papel. Pero algo salió mal, o no salió del todo bien, porque mi cuerpo desapareció. No quedó en la historia (como no quedó nada que tenga que ver conmigo en ella) y no lo llevo conmigo. Es una entidad. No está ni vivo ni muerto. Es un desaparecido.

Pienso en las palabras del librero, sobre la conveniencia o no de publicar determinadas cosas. Y, tal vez, no sea bueno publicarme, es decir, encarnar. Tendré que esperar un tiempo más para poder vivir y dejar de ser sólo esencia. Tendré que estar atento a los nuevos vientos y a las palabras que los mismos nos vienen a traer.

 

sábado, 22 de junio de 2013

MARTINA Y YO...





LEGÍTIMA DEFENSA



La familia recibió de muy buena manera mi llegada a la casa. Especialmente Martina. Apenas me vio entrar, corrió a abrazarme como si nos conociéramos de toda la vida. Nunca pensé que las cosas iban a terminar como terminaron, nunca pensé que me iban a echar a la calle.

Cuando la conocí, supe que tendría una relación especial con esa nena. Y no me equivoqué. Por las tardes, apenas ella volvía del colegio, jugábamos a las carreras en el jardín. Corríamos como locos hasta que alguno de los dos –generalmente ella- evidenciaba una grado de agitación que obligaba a Natalia a poner fin a semejante despliegue físico, para pasar a la cocina a tomar la merienda y, después,  jugar a algo más tranquilo.

Yo también entraba, aunque no me gustaban los juegos de mesa. No los entendía del todo. No me causaban gracia y me aburría a los pocos minutos. Sí nos gustaba mucho ver televisión juntos. A ella le gustaba  especialmente ver el Chavo. Yo prefería los documentales que pasan sobre los animales, esos que captan su naturaleza en su estado más puro, moviéndose libremente allí en el hábitat en que nacen, se reproducen y mueren. Pero Martina se aburría, así que me resignaba a ver lo que ella quería con tal de verla contenta.  

Por las noches, después de la cena, me daba un beso en la frente y se iba a la cama. Me divertía verla comer a escondidas un chocolate que guardaba bajo la almohada, después de haberle enseñado a Natalia la dentadura completamente blanca, con la brisa fresca que sale de la boca por el uso de la pasta dental.

Después se acostaba y dormía como un ángel. Lo sé porque, en las noches en que yo no pegaba un ojo, me levantaba, tomaba un poco de agua y me dirigía directamente a su habitación a ver cómo dormía. Más de una vez pensé en meterme en la cama. En dormir con ella. Pero no sé si a Martina le hubiera gustado; a Natalia seguro que no, me hubiera echado a la calle (como finalmente hizo), por más que la nena le suplicara que no, por más que le explicara que yo no había hecho nada malo. Que jamás haría algo que pudiera llegar a lastimarla.

Me abstuve de hacerlo. Y –debo confesarlo- no tenía muy en claro cuál era la naturaleza  de ese deseo que me empujaba a querer compartir las sábanas con Martina. Siempre me consideré su amigo, siempre intenté transmitirle que podía contar conmigo para lo que necesitara, que siempre la iba a escuchar y siempre la iba a tratar de proteger de todos los males de este mundo.

Hasta que una tarde, mientras corríamos por el jardín bajo un sol radiante, pude sentir cómo mi miembro aumentaba considerablemente de tamaño mientras miraba a Martina reírse por haberme ganado la carrera. Me avergonzó mucho la situación; tuve miedo que la nena se diera cuenta, así que corrí a ocultarme en el interior de la casa.

A partir de ese incidente, me costó horrores poder volver a dormir. Me pasaba noches enteras mirando el cielo y tratando de darme cuenta si debía reconsiderar el lugar que estaba ocupando en esa casa. Por las tardes, cuando Martina me venía a buscar para ir a jugar, me hacía el dormido. Me rompía el corazón ver cómo se quedaba el resto del día cuando no podía jugar conmigo. Se sentaba en el sofá a ver el chavo, pero no se reía nunca. Ni siquiera cuando aparecía en pantalla Quico, su personaje favorito. Me dolió también escuchar que le preguntaba a Natalia si yo estaba enfermo. Natalia le decía que yo estaba perfectamente bien y Martina no podía entender qué es lo que había pasado.

Pero las cosas no podían volver a ser como antes. El incidente del jardín marcó un antes y un después en mi relación con ella. Tenía miedo de no poder controlar mis impulsos. Me culpaba por mi erección. Me culpaba, también, por haber encontrado,al despertar una mañana, un líquido pegajoso en el piso que, no tenía dudas, había salido de mi cuerpo. 

Todo esto no hacía otra cosa más que empezar a arruinar la hermosa relación que había construido con la nena.

Por más doloroso que me resultara, mantuve en los meses siguientes la misma postura: la evitaba todo lo que podía, y cuando jugaba trataba de no mostrar mayor interés, para que la nena se cansara de perder el tiempo conmigo y se entusiasmara jugando o haciendo cualquier otra cosa por su cuenta.
Un día llegó el tío Roque. Escuché a Natalia decir que se quedaría por unos días, hasta que consiga un trabajo que le permita alquilar algo. Pero los días se hicieron meses, y el tío Roque se fue instalando cada vez más. Al principio le preguntaba a Natalia en qué cosas podía colaborar para la manutención del hogar. Pero, al poco tiempo de estar viviendo con nosotros, la situación se dio vuelta; Natalia lo empezó a atender como si fuera su marido, y el tío Roque era el que decidía (unilateralmente) qué se podía hacer y qué no.

De entrada me cayó muy mal que se llamara como yo. Nunca me gustó mi nombre; me parecía nombre de viejo. Ahora se me ocurre que hay dos cosas que –de movida- uno no decide en esta vida: la primera es venir al mundo, y la segunda es con qué nombre venir.
Lo del nombre, sin embargo, era un dato totalmente menor. Algo intrascendente a comparación a lo que yo me sentía capaz de oler en el tío. Y, evidentemente,  en algún momento debí transmitirle a ese hombre (tal vez con alguna mirada punzante y prolongada, de esas que suelo poner para advertirle a los extraños que los estoy inspeccionando) que no era de mi agrado, porque una de las primeras cosas que le comentó a Natalia es que no me quería en la casa.

Yo seguía manteniendo la distancia con Martina. Él, en cambio, a medida que pasaba el tiempo, daba muestras de estar consolidando un vínculo cada vez más estrecho con ella. Ocupaba mi lugar en el sofá a la hora del Chavo. Yo seguía la escena a un costado del comedor, casi agazapado.

Entonces lo vi. Lo vi, sentado como todas las tardes, en el sofá con Martina, mientras veían el Chavo. Quico estaba en escena, llorando en la pared con ese sollozo tan característico del personaje, y Martina lo miraba embelesada. Y el tío Roque, viendo que la mente de la nena estaba tomada por las imágenes que recibía del televisor,  comenzó a acariciarla. Primero los muslos, luego subió hacia el pecho, y luego bajó a la entrepierna. Una mano del tío subía y bajaba lentamente por el cuerpo de Martina, mientras que la otra hurgaba en el interior de la bragueta.

Estuve a punto de correr en dirección al sofá para saltar sobre el tío Roque, cuando se escuchó el ruido de las llaves abriendo la puerta de calle: era Natalia, que volvía del supermercado con las botellas del vino que le había encomendado Roque.

El tío se incorporó de un salto. El capítulo del Chavo estaba terminando, por lo que Martina –lentamente- se incorporó a la realidad. Yo deambulaba por el pasillo. Iba y venía enfurecido por la imagen que, a partir de ese momento, me acompañaría a todos lados y todo el tiempo, como si fuera mi propia sombra.

Una tarde, Martina volvió del colegio con fiebre. Escuché a Natalia explicarle al tío Roque que no era nada grave, un simple estado gripal, pero que él debía cuidarla porque ella no podía tomarse licencia en el trabajo. El tío Roque le dijo que se despreocupara, qué el haría todo lo que hiciera falta para que la nena recupere la salud.
Esa noche dormí acurrucado contra la puerta de la habitación de Martina. Tenía miedo que el tío quisiera entrar.
A la mañana siguiente, salí al jardín a tomar agua y a tirarme bajo el sol a dar unas vueltas por el pasto para distender un poco la tensión nerviosa que venía acumulando.
Cuando subí a la habitación de Martina, me encontré con la situación más temida: la nena, con los ojos entrecerrados y la voz temblorosa por la fiebre, le pedía a su tío un poco de agua. El tío, completamente desnudo, la observaba desde la puerta de la habitación, mientras le decía que enseguida le daría el desayuno. No lo dudé: corrí por el pasillo a toda velocidad y le clavé los dientes en el tobillo a Roque. Cayó al suelo y comenzó a gritar de dolor. Entonces, con una fuerza que jamás pensé que podía llegar a tener,  lo arrastré varios metros por el pasillo. El tío me gritaba para que lo soltara. No sólo no lo solté, sino que lo mordí con ferocidad en todo el cuerpo; principalmente en los genitales.
Martina no llegó a escuchar los ruidos y los gritos. La fiebre, en cuestión de segundos, la había hundido en un sueño profundo.
El tío quedó inconsciente, tirado en el pasillo con la ropa rasgada y la sangre brotando de distintas partes de su cuerpo. Así lo encontró Natalia, algunas horas más tarde, cuando volvió del trabajo. Sabiendo la que se me venía, me escondí antes de que llegara.
Lo internaron. Tenía heridas de importancia, más que nada en los genitales, pero ninguna que pusiera en peligro su vida. Debería quedar en observación por lo menos unos tres días. El hecho de que estuviera desnudo al momento de mi ataque, me hizo suponer que haría entrar en razones a Natalia sobre cuáles eran las intenciones que el tío tenía para con Martina; pero también era verdad que el monstruo tenía una coartada más que convincente: que yo lo había atacado cuando estaba por entrar a bañarse.

Al regresar del hospital, Natalia me llamó a los gritos. Yo estaba sentado en la puerta de la habitación de Martina. La madre de una compañera de colegio la estaba cuidando, mientras Natalia llevaba al tío al hospital. Nunca me había gritado de esa forma. Cuando me presenté, abrió la puerta de calle y, con el dedo índice, me señaló el exterior.

Me fui a la calle. De la calle salí, en la calle viví mis primeros años de vida. No tengo miedo de volver a vivir en mis orígenes. Mi único miedo era perder a Martina.
Esperé atento en la esquina por las mañanas. Al segundo día, vi pasar el micro escolar por la puerta de la casa. Martina salió, hermosa como siempre, saludó con un beso a Natalia y subió. Seguí al micro hasta el colegio. Eran pocas cuadras y el micro iba a una velocidad muy lenta, por lo que pude seguirlo sin perderle el rastro.

Esperé toda la mañana. Cuando la vi salir, me le acerque. Martina me reconoció de inmediato y me regaló un abrazo tan grande como ese que me dio la tarde que me vio entrar a la casa. Me dijo que Natalia estaba muy enojada porque yo lo había lastimado al tío, pero que estaba tratando de convencerla para que me dejara volver. Martina me dijo que, mientras tanto, no quería que yo viviera en la calle. Que iba a meterme, en secreto, otra vez en la casa.

Subió al micro escolar, esta vez para emprender el camino de regreso, y la seguí otra vez.

La esperaba Natalia, con un rico almuerzo y una grata noticia:  el tío Roque ya estaba casi totalmente recuperado, por lo que le darían el alta médica  en las próximas horas. Lo sé porque, sin que Natalia se diera cuenta, logré escabullirme a sus espaldas mientras ella se demoraba en la vereda intercambiando unas palabras con la vecina. Tampoco Martina advirtió mi ingreso, tan preocupada como estaba por saber qué iba a comer de rico.

La nena demostró más entusiasmo al comprobar que de postre tenía helado que por la noticia sobre la recuperación del tío.  
Le dijo a la madre que me extrañaba, que quería que yo volviera a vivir con ellos. La madre le dijo que de ninguna manera, que lo que le hice al tío no tiene perdón de Dios y que lo mejor para mí era volver a vivir en la calle.

Pero lo mejor para mí es estar cerca de Martina. Y lo mejor para Martina es que yo esté a su lado. Una lástima que Natalia no se dé cuenta. Una lástima que Natalia no se dé cuenta que lo mejor para todos es que yo esté en la casa. Que esté para cuando vuelva el hijo de puta del tío Roque.

viernes, 21 de junio de 2013

TIEMPOS LEGALES...


 
 
NECESIDAD Y URGENCIA

Cuando el poder ejecutivo nacional firmó el decreto de necesidad y urgencia, muchas voces se alzaron para expresar su repudio. No sólo la de aquellos a los que en forma directa la medida buscaba castigar, sino la de un amplio conjunto de la sociedad, que veía asomar un panorama sombrío. Los constitucionalistas, invitados a los programas de televisión a expedirse sobre el tema, advertían sobre el daño irreparable que se iba a generar, no sólo en las vidas de los castigados por el decreto, sino también en el tejido social. Asociaciones de defensa del consumidor denunciaron la existencia de pactos espurios entre las empresas y el gobierno. Sin especificar los pormenores de esos supuestos pactos, dieron por sentado la existencia de los mismos ante la evidente violación en los derechos de los usuarios que serían sancionados por la norma que entraba en vigencia. Incluso la Asociación Psicoanalítica Argentina (A.P.A) emitió un duro comunicado rechazando la norma por afectar directamente una parte sustancial de la materia con la que trabajan los profesionales de la salud mental. El decreto, decididamente, usurpaba el campo vital en el que se mueven los analistas.

Los damnificados solicitaron judicialmente la declaración de inconstitucionalidad del decreto. La fundamentación principal del pedido radicaba en una clara violación del principio de razonabilidad: ante una falta menor, se imponía una sanción muy grave.

El debate acerca de la legalidad o no de la medida –y de los costos sociales de su implementación- llegó a la tapa de todos los diarios del país. En la televisión, jugadores de fútbol retirados, prostitutas finas, modistos y  analistas políticos entrados en años, se escandalizaban de la misma forma cuando les pedían su opinión sobre el tema.

En las redes sociales los habituales insultos al gobierno se hicieron, esta vez, unánimes. Los mismos votantes del proyecto político en curso mostraban el horror ante el decreto y expresaban su solidaridad con los usuarios que habían sido declarados culpables y –consecuencia- condenados a cumplir una condena a todas luces desproporcionada teniendo en cuenta la levedad de la falta cometida.

Como siempre, fue la justicia la que tuvo la última palabra acerca de la legalidad o no de la norma en disputa. La Corte Suprema, tal vez en el fallo más polémico que se recuerde en la historia judicial de este país, resolvió por mayoría de sus miembros que el decreto de necesidad y urgencia firmado por el poder ejecutivo en plena ejercicio de las facultades conferidas por la legislación en curso, se ajustaba perfectamente a derecho, sin violar la Constitución Nacional  en ninguno de sus artículos.

La controversia legal estaba saldada. El decreto debía entrar en plena vigencia. Se les notificó entonces a los condenados que tenían cinco días hábiles para realizar cuanto trámite les quedara por hacer en el presente. En la notificación se aclaraba (con letra negrita, para evitar reclamos) que dentro de los “trámites” no sólo se consideraban los de índole burocrático, laboral o comercial;  también los de carácter afectivo: despedida de familiares, novias y amigos. Las madres insistían en darles a los hijos mucha ropa de abrigo. Pensaban, tal vez con razón, que el pasado es un lugar muy frío para vivir.

El plazo se cumplió. Los condenados por deber más de dos meses de abono a su empresa proveedora de telefonía móvil fueron remitidos a mil novecientos ochenta y dos. A vivir la transición democrática, el mundo que –desde el presente del cual los expulsaban- los más jóvenes pensaban que se vería en blanco y negro. Esos mismos jóvenes, en su mayoría usuarios quejosos del servicio que les brindaban las empresas, iban a tener que aprender lo que era vivir en el mundo de las comunicaciones primitivas, casi salvajes, de comienzo de la década del ochenta.

Y los casos fueron muchos. A sus veinte años, los remitieron a tener esa edad en un mundo que los precedió varios años.  No hicieron pie en esa realidad. No conocían a sus padres y no sabían cómo interactuar directamente, cara a cara y a través de la oratoria, con otra persona. Muchos se suicidaron; otros terminaron internados en el hospital psiquiátrico más conocido de la ciudad. El día de mañana  tal vez algún gobierno los considere –junto con los veteranos de Malvinas- los verdaderos sobrevivientes del horror que un gobierno puede generar entre la gente cuando pacta con los sectores ricos y poderosos a espaldas del pueblo que lo votó.

Fui uno de los remitidos al origen de la democracia. En mi caso, no sólo no me suicidé, sino que la experiencia me ayudó mucho. Me pude ver nacer, pude ver la escena familiar en la clínica el día de mi nacimiento.  Y pude estar presente en mis primeras fiestas de cumpleaños. Y entendí. Entendí mucho.

jueves, 20 de junio de 2013

SE EDUCA Y SE COME...



 
EN DEMOCRACIA
 
A los nuevos, en su mayoría pasantes de la facultad, había que llevarlos a recorrer las instalaciones. En realidad, todos eran visitantes, independientemente de su calidad de pasantes o contratados:  una política de la empresa.

 El auditorio de conferencias era lo primero que les mostraban.  De dimensiones y categoría sólo comparable a los que tienen en los hoteles más lujosos de la ciudad, el auditorio provocaba la fascinación inmediata de los pasantes, que se demoraban más de lo debido tomando fotos con sus celulares inteligentes.

Luego los conducían hacia la sala de torturas. Allí les explicaban el funcionamiento de cada uno de los instrumentos, la forma de encarar los procedimientos y los tiempos de resistencia de los cuerpos ante las variadas forma de vejación que se dispensaban en esa sala. Los alumnos escuchaban con atención. Alguno soltaba una mueca de espanto, que forzaba a transformar en una de aceptación cuando advertía que estaba siendo mirado por otro.

Les explicaron que la sala de torturas se estaba usando menos que en otros tiempos. Que, los jefes, últimamente, estaban destinando los mayores recursos financieros a otras áreas. Sin embargo, no dejaba de ser requisito indispensable para los nuevos (sean pasantes o no), tener conocimiento de la existencia de esa sala y de los lineamientos básicos para manejarse en ella, en caso que alguna autoridad lo requiera. Los visitantes agradecieron la deferencia.

Pasaron al área de sanidad. Allí venían algunas personas al mundo y –como en cualquier hospital- una vez que la madre y el bebé estuvieran en perfectas condiciones de salud, se retiraban a sus casas. También se atendían pacientes psiquiátricos siempre que no fueran psicóticos graves, es decir casos que pudieran poner el peligro la integridad física de alguno de los empleados del área.

Había noches en que los bebés no paraban de llorar por el gruñido de los cerdos, que se criaban en el área contigua a sanidad. Las autoridades pensaron alguna vez en separar cerdos de bebés, pero la planificación nunca se habló con la delegación de arquitectura, por lo que no fue más que un proyecto inconcluso que no modificó en absoluto la distribución física de las áreas.

La pileta estaba abierta todo el año; en invierno funcionaba en forma climatizada, por supuesto. Los alumnos no vieron ningún cartel que advirtiera que estaba prohibido ingresar con alimentos o bebidas, o  sin haber pasado por revisación médica con anterioridad, sólo un cartel que indicaba la prohibición de ingresar con cámaras o micrófonos al agua. Algunos de los visitantes pensaron que era evidente, pero también pensaron que, tal vez, algún problema haya tenido la empresa como para tener que estar aclarando lo que no hace falta. Los que todavía eran estudiantes, no pudieron contener la risa. Imaginaron a un profesor en la facultad interrumpiendo su clase para decirles que no entren al agua con una cámara o un micrófono. Ridículo.

Advirtieron, también, una especie de neblina sobre el agua. No era el vapor que emerge del agua caliente; eran cenizas que llegaban de la sala contigua: el crematorio.

En el crematorio se recibían los cuerpos sin vida que las familias, por voluntad propia o última voluntad del muerto, no querían darle sepultura. Hay gente que encuentra una esencia poética en las cenizas del ser querido; las autoridades de la empresa, en cambio, encontraban otra forma de hacer negocios.

Llegaron al área de viajes. Allí se concretaba la fantasía de llegar a los lugares más recónditos del planeta; incluida la estratósfera.  Y esa tarde, los visitantes tuvieron el privilegio de conocer el nuevo destino que las autoridades de la empresa ponían a disposición de los clientes más arriesgados: una semana en la luna. Los visitantes se miraron maravillados. Muchos preguntaron si, en caso de pasar algún día a formar parte de la planta permanente, podían negociar un paquete con descuento.  La respuesta por parte del encargado del área no fue otra que una sonrisa cómplice.

Seguía el circo. El circo era una de las áreas en las que más venía invirtiendo la empresa en los últimos años. Un considerable porcentaje de su PBI se iba en mantener aceitado un gran montaje que incluía trapecistas, leones con sus respectivos domadores, el hombre bala, y –lo más importante- un nutrido número de payasos.

Los payasos eran, por lo general, bebedores profesionales. Hacían funciones en continuado, a veces llegando a estar un día entero haciendo reír sin parar a chicos y grandes. La bebida los ayudaba a tolerar semejante esfuerzo, por lo que la empresa ubicó el área gastronómica en el mismo pasillo del circo. Los payasos entraban a toda hora en el supermercado, llenaban varias bolsas con alcohol y cigarrillos y volvían a su recinto.

Los visitantes habían recorrido varias áreas de la empresa y aún tenían muchísimo por conocer, pero fueron informados sobre el fin de la jornada. Las autoridades de la empresa les harían llegar a los contratados el telegrama indicando la fecha de inicio de la relación laboral y –con relación a los pasantes- se pondrían en contacto con el rector de la universidad para notificarle sobre los alumnos que habían sido seleccionados para hacer sus prácticas en algún área a designar del establecimiento.

 Un pasante no llegó a escuchar esto último. La urgencia por ir al baño lo hizo abandonar la sala en la que estaban. Después de dar varias vueltas, se internó en un pasillo hasta encontrar una puerta con un cartel que tuviera dibujado un hombrecito. Al encontrarlo, abrió la puerta de un manotazo, sin tener el menor cuidado en lastimar al pobre diablo que estuviera por salir. Pero no había nadie del otro lado. Entró y, a los pocos minutos, salió aliviado.

Miró indistintamente a su derecha y a su izquierda. No recordaba dónde había quedado todo el mundo. Las cámaras de vigilancia (él no lo advertía) seguían sus movimientos.
Pasó por una sala de la que salía una música a todo volumen. En otra sala un muchacho joven (¿otro pasante como él, tal vez?) estaba arrodillado ante un hombre de camisa y corbata que lo miraba desde arriba mientras bebía de una copa de cristal.
Caminó unos pocos metros más y llegó a una habitación que llamó especialmente su atención. Era más chica que las otras salas. Las paredes estaban resquebrajadas; los ventanas cubiertas por papel de diario y dibujos de chicos de jardín de infantes. Una mujer y dos hombres (ella robusta y con anteojos; ellos con barba y usando pantalones gastados) revisaban un listado integrado de apellidos alfabéticamente distribuidos sobre el papel.  Otro hombre, con cara de amargado, con cara de condenado,  chupaba de una bombilla hasta sacar la última gota del único mate que había sobre el escritorio sobre el que, pocos minutos después, la mujer y los dos hombres tomarían asiento por un larguísimo rato.

El pasante miró confundido la situación. No entendía qué era lo que estaba viendo. Caminó sin rumbo por el pasillo cuando un guardia lo interceptó. Le hizo saber que estaba en un área restringida de la empresa y lo acompañó amablemente hasta la puerta. El guardia se quedó del lado de adentro, por lo que no pudo ver lo que sí vio el pasante, no pudo ver la fila interminable de personas que –con su documento de identidad en la mano- hacían cola para poder ingresar a la empresa.

El pasante caminó buscando encontrar el origen de esa larga fila, pero finalmente desistió del intento. La cantidad de personas esperando parecía extenderse hasta el infinito. Se preguntó si él también debía ponerse a hacer la cola. No le parecía justo; acababa de salir de la empresa. Caminaba sin poder contestarse esa pregunta; sí pudo contestarse algo que la gente se preguntaba en la cola. Porque él sí sabía de dónde venía esa neblina que –como un aura- se posaba sobre la cabeza de las personas: eran las cenizas que volaban del crematorio de la empresa.    

martes, 18 de junio de 2013

CUENTO NUEVO: UNO MENOS DOS





UNO MENOS DOS

 Despertó empapado. No en sudor; no en la tibia transpiración que nos envuelve como un manto de agua salada al despertar de un sueño espantoso. Más bien era otro líquido. Más espeso,  como si alguien, mientras dormía, le hubiera esparcido con una cuchara, lentamente y por todo el cuerpo, un balde entero de miel. El cuerpo pegajoso, los ojos hinchados, el ritmo cardíaco acelerado. Así despertó.

No, no había tenido un buen sueño.  Le hubiera gustado no soñar eso, no despertar en plena noche (si es que era de noche) angustiado por la nitidez con la que se vio caer en un agujero negro que parecía querer chuparlo hacia el vacío cuando, unos minutos antes (si es que habían sido sólo minutos), y todo por obra y gracia del cretino de su inconsciente se había encargado de enchufarle, de malo nomás, semejante imagen de porquería a su conciencia.

¿Por qué? ¿Por qué ese tipo de sueño, justo a él, justo en ese momento? No era justo, nadie debería tener que hacerse cargo de enfrentarse con sus propios fantasmas mientras está completamente sólo en la vida. Que los fantasmas vengan después, cuando uno ya no está acurrucado en la oscuridad. Así se sentía. Así estaba.

Revisó los bolsillos del jean: llaves, billetera, documento. Algo le faltaba; una vez más: llaves, billetera, documento. Ahí está: el celular. Le causó gracia que estaba por olvidar algo que –de no sentirlo entre sus manos cada cinco minutos- lo llevaba a una crisis de ansiedad que ninguno de sus amigos podía tolerar. Era un modelo nuevo, con todas las posibilidades tecnológicas disponibles en el mercado; el mejor regalo de cumpleaños que le pudo haber hecho su hermana, a la que, no pocas veces, había catalogado de “mal nacida”.

La hermana era más insoportable que la madre.  La madre sólo le pedía que aportara algo de dinero en la casa y que “tenga cuidado” cuando salía con los amigos. La hermana, en cambio, lisa y llanamente lo presionaba para que se hiciera cargo de todo. Y “todo” era mucho.

Había muchas cosas que lo fastidiaban. Se consideraba una persona responsable, pero no quería asumir más responsabilidades de las que asumían sus amigos. Es verdad, los amigos no estaban en su situación, no tenían que preocuparse por otra cosa que no sea no quedarse dormidos en la hora de biología,  pero aun así le parecía injusto.

 Sus amigos eran todo... ¿qué sería de la vida sin ellos?

Enumeró una vez más: llaves, billetera, documento…y celular. El procedimiento mental (para su propio fastidio) se repetía entre tres o cuatro veces antes de salir de la casa, y se volvía a repetir a lo largo de toda la noche, en diferentes situaciones: mientras tomaba el colectivo para ir a la casa de Gustavo,  jugando al truco en parejas para matar el tiempo que los separa de la hora de ir al boliche, en la cola para entrar,  en la barra mientras espera que le preparen el trago que ordenó.  Y es en la barra, y es después del primer trago –por lo general un fernet- que la noche arranca oficialmente. Y esa noche (le da bronca no darse cuenta qué), le faltaba algo.

No importaba; un trago más –el último, porque así como sus amigos no toleraban ver el estado de crisis que evidenciaba cuando no tenía en celular, él tampoco toleraba tener que estar depositándolos como piedras, en el estado vergonzoso en que solían volver ellos a sus casas- haría que ese olvido (el olvido de algo que no sabía bien qué era) fuera seguido de un olvido a la segunda potencia: el olvido del olvido. Un olvido vendría acompañado del más feliz estado de despreocupación ante todo lo que no sea conseguir una chica.

Le costaba acercarse a una mujer. Había entendido cuál era la “lógica” del boliche, y no le gustó pensar que había muchas probabilidades que afuera, en la vida real, las cosas entre los hombres y las mujeres funcionaran bajo la misma ley implícita. Y esa ley no es otra que aquella que reza que “el hombre propone; la mujer dispone”. En otras palabras, si el hombre quería satisfacer sus deseos sexuales, debía dar el primer paso. Otra injusticia más para su vida. Quizá una injusticia mayor que la de hacerse cargo de la casa, como le exigía –desmedidamente- su hermana.

Entendía que una persona tiene que ir detrás de aquello que quiere. Pero sólo lo aceptaba sin excepciones cuando el “objeto” era –justamente- algo inanimado.  No entendía por qué, si la chica iba a terminar acostándose con él, es decir si ella también tenía deseos sexuales, no hubiera hecho nada al respecto más que quedarse posando en medio de la pista, refugiada entre sus amigas.

A sus amigos no parecía molestarle esa situación. No sólo tenían asumido el código, sino que – además- parecían disfrutar del mecanismo.  Estaban encantados con la idea de la conquista, de la caza de la mujer.
Pero él no.  No tenía nada en contra de la idea de seducir; simplemente no se sentía cómodo evidenciando sus ganas de conquistar. Quería que se diera todo de otra forma. De de forma natural le gustaba pensar. Un pensamiento que, desde ya, no podía compartir con sus amigos sin que ellos estallaran en carcajadas y lo trataran de puto.
 Quería despertarse en la mañana al lado de una chica que le gustara sin que ninguno de los dos tenga la menor idea de cómo fue que llegaron a ese lugar. Desconocimiento de los hechos  no por haber estado bajo el efecto del alcohol o alguna otra sustancia al momento del encuentro, sino por una cuestión de haber asumido roles diferentes a los que estaban acostumbrados a asumir sus amigos y las chicas que accedían a irse de los boliches con ellos.

Él también quería seducir, pero odiaba que fuera de una manera tan explícita. Sus amigos tenían más éxito, tenían relaciones con más frecuencia, pero aun así no sentía envidia.  Sentía bronca. ¿Por qué si a los hombres le gustan las mujeres y a las mujeres le gustan los hombres es siempre el hombre el que debe dar el primer paso?

No tenía sentido avanzar en ese punto. Pensó que, simplemente, a los hombres le gustan más las mujeres que lo que a las mujeres le gustan los hombres. Aunque le quería seguir dando vueltas al asunto.

Lo paradójico era que para llegar al acto más primitivo –el acto que es, según el caso, aquel capaz de fundar una vida entera o aquél capaz de generar un goce tal que postergue por completo la idea de fundar esa vida entera – quería utilizar recursos más sutiles que los propios de sus amigos. Grave error.

El primer fernet llegaba a su fin. Desde la barra escrutaba la pista. Sacó el celular para ver la hora.  La noche estaba en el clímax (al igual que las hormonas en ebullición de los presentes),  y el boliche empezaba a ponerse como lo hace el subte en su hora más concurrida. La música electrónica atronaba sus oídos, haciéndole sentir los golpeteos del corazón contra el pecho. Entonces vio salir, detrás de una cortina de humo, a su amigo Gustavo. Venía caminando hacia la barra con dos chicas. Se sonrieron. Gustavo le presentó a las chicas. No alcanzó a escuchar el nombre de ninguna de las dos. No importaba; lo hubiera olvidado inmediatamente.

Seguía pensando que, esa noche, le faltaba algo. 

Según Julieta, ella se empezaba a maquillar muy tarde. Siempre había que esperarla. Y esa noche estaba más indecisa que de costumbre.  Pollera o pantalón, el primer gran dilema. O mejor dicho el segundo, porque el primero era –Julieta no lo sabía- qué tipo de prenda interior llevaría bajo la pollera o el pantalón.  Le daba tanta vergüenza usar la llamada “bombacha de vieja” como usar tanga. Si usaba esta última prenda, se sentía cargada de sexualidad. No es que le escapara a los deseos de su cuerpo, era que, simplemente, usando tanga sentía que salía a entregarlo, sin importar muy bien a quién.  Sabía que sus amigas usaban y que no por eso eran putas adolescentes, pero aun así no podía dejar de sentir una sensación encontrada, de extraña ambigüedad, cada vez que abría el primer cajón del guardarropa y sacaba una de esas prendas diminutas que –lo sabía, lo sabía y le gustaba- tanto hacen perder la cabeza a los hombres, al punto de ser capaces de arrodillarse ante la  sola representación mental de la imagen de una mujer que les guste usándola. No hay vuelta: los hombres se vuelven inmediatamente devotos de una religión sin nombre. Seguidores fieles de un Dios todopoderoso.

Había colores que le resultaban más chocantes que otros: el rojo más que el rosa; el negro más que el azul.

Optó por la azul. Y pantalón arriba (era una noche ventosa, con anuncio de lluvia y hasta granizo inclusive).

El maquillaje debía ser sugestivo, no como lo usaba Julieta, que en lugar de resaltar los rasgos de la cara, se transformaba en un payaso nocturno. Julieta entraba al boliche con la cara parecida a la que tienen algunas chicas cuando se van, al amanecer, más borrachas que muchos de los chicos.

Esa escena sí que le parecía penosa.  Nunca había terminado así. Siempre llegaba a su casa por sus propios medios; siempre entera y en condiciones de presentarse ante un eventual interlocutor sin tener que bajar la mirada, ya sea ante los ojos de su madre o de su abuela, que no tenía nada más interesante que hacer mas que estar despierta  los domingos a las seis o siete de la mañana, atenta a cualquier sonido que se registrara en las puertas o ventanas; siempre con espíritu  de detective privado, o de médico en guardia de hospital.

Su problema era otro, más íntimo. Tenía ganas de conocer a alguien por más que muchas veces se mentía a sí misma con esa frase que tanto odian los hombres cuando ven salir de los labios de una mujer, la conjugación: "yo-bai-lo-con-mis-a-mi-gas". Puras mentiras.

No quería engañarse. Quería estar con alguien. Pero no quería sentir que era un pedazo de carne, un plato a devorar que –a las pocas horas- sería cruelmente olvidado. La tanga le generaba esa controversia. La tanga –lo sentía de esa manera- era un llamado a una rápida ingestión y a un olvido inmediato.  Y ella no quería ser ingerida y olvidada. Prefería sentirse un postre antes que un plato de pastas. Un postre de esos que se hacen durar no un minuto, como hacen los glotones, sino lo que dura toda una película, como lo hacen los enamorados mientras se sientan, abrazados, frente al televisor.  

Quería sentirse deseada, pero que ese deseo se extendiera a algo más profundo que a la inmediatez de su cuerpo bailando bajo las luces intermitentes y a algo más que a esa noche. Porque esa noche, como las que pasaron y las que seguirían, su cuerpo sería sólo un cuerpo más, uno más entre el montón que baila bajo las luces intermitentes. Y esa intermitencia era, también, la misma con la que fluye el deseo. Quería dejarse llevar por el río de la noche, pero temía no poder nadar en caso de que el bote se de vuelta y el nivel del agua no la deje hacer pie.

 La tanga era la prenda era clave para generar el erotismo necesario, el que le hace falta a todo cuerpo –masculino o femenino- para desfilar en el mercado de la seducción con  chances concretas de salir victorioso.  Mal que le pese, no podía prescindir de usarla.

Mientras se terminaba de delinear, sintió el celular que –después de sonar varias veces- comenzaba a caminar por el borde de la mesita de luz. Era Julieta. Ya estaba abajo, en la puerta de entrada del edificio. Alcanzó a tomar el celular y llevarlo al baño para sacarse una foto frente al espejo.

Tenía que apurarse, en la oscuridad de la noche podía distinguirse un cielo más oscuro que la propia noche. La idea era entrar al boliche antes de que se largara a llover. Las noches de lluvia no suelen ser las mejores para salir; pero ya estaba lista y además no tenía ganas de soportar a su prima toda la semana reprochándole que se quedara en la casa por un simple  chaparrón: “al final, sos un bebé”

 Continuaba soñando esos sueños que, al despertar, le amargaban la existencia por el resto del día. No quería más despertar bañado en sudor, siempre húmedo, siempre pegajoso. El primer sueño (el primero que recuerda de la serie de sueños que comenzaron a  angustiarlo) era un llamado telefónico. No podía llegar a visualizar a las personas que mantenían la conversación (de todos modos, ¿los hubiera reconocido?). Tampoco podía recordar con precisión las palabras que se intercambiaban en esa comunicación. Sin embargo, al despertar, no tuvo dudas de que –en su sueño- hablaban de él.

 Algún reproche; alguna lágrima silenciosa formaban parte de la conversación. Y hablaban de él. Hablaban de él como si no les importara, como si no lo quisieran. Eso lo preocupó. Y esa preocupación fue creciendo día a día, fue gestando en su interior un terror secreto; seguramente insospechado para las personas que –durante su sueño- hablaban de él como si no existiera.

Y, con el paso de los días, los sueños comenzaron a hacerse recurrentes; cada días un poco más amenazantes, cada día un  poco más nítidos. Ante la impotencia, entendible en su caso,  hubiera preferido seguir viviendo en la inocencia más infantil, que la visión del mundo que se presentaba en sus sueños fuera un rasgo acuoso, uno más entre los rasgos acuosos que lo rodeaban cuando abría los ojos a la realidad. Pero no. Quiso el destino que la lucidez no estuviera presente en sus momentos de vigilia y que –por el contrario- lo acompañara a  la hora del descanso. Y si no hay nada del orden del sueño que pueda ser cumplido, o transformado, o aplazado en la realidad, vale decir, si el sueño y la realidad viven en dimensiones paralelas, en esferas que se miran pero no se tocan, entonces más vale no soñar. Si darse cuenta –de un deseo o de una verdad- es el límite a lo posible y no la puerta de acceso a nuevas formas de lo vivible, entonces mejor no entender nada, no darse cuenta de nada.  Y ya.

¿Qué hacer con los sueños, entonces? No se los puede erradicar. Están allí, en algún rincón de la mente, agazapados, esperando para salir, para hacerse ver en el preciso momento en que nuestros ojos están bien cerrados, y luego, cuando finalmente los abrimos, desaparecen. Pero, como todo lo que está vivo en este mundo, dejan huellas desperdigadas de su existencia.  

Y él estaba tratando de seguir esas huellas.  Tratando de ver a dónde conducían. Era un trabajo de detective, con la diferencia que el detective se sirve de su propia perspicacia para ir generando las pruebas que lo ayuden a develar el enigma; él, en cambio, debía conformarse con la información que el destino (es decir, el puro azar) a través de sus sueños, le fuera suministrando.

Y las dosis siguieron. El sueño original, el que despertó su angustia, y el que también lo despertó a él mismo bañado en sudor, con el paso de las noches (si es que soñaba sólo por las noches) se fue inflando lentamente, se fue llenado con  el aire tenebroso que le introducían los nuevos sueños,  de los que –por desgracia- no podía desembarazarse.

Hasta que el gran sueño estuvo completo, y – recién entonces- sintió un viento frío y seco que deformaba de un plumazo (y para siempre) el lugar húmedo y cálido que ocupaba en este mundo.  

Los sueños habían concluido. No había sido  sólo el llamado telefónico. No había sido sólo la chica escapando de la casa, fugándose para evitar a la madre. Había sido también el rechazo absoluto de la situación por parte de una de las  voces en el teléfono. Había sido, además, la misma chica viajando en colectivo rumbo al hospital. Y había sido, finalmente, ver la cara del bebé que era dejado, envuelto en una bolsa, en el baño de la estación de trenes.