sábado, 25 de abril de 2015

EVENTOS CULTURALES...


 

Arrancò la feria del libro y arrancò el BAFICI. Los medios, en estos dìas, nos estaràn informado acerca de la masividad que generan ambos eventos. Miles de personas largando espuma por la boca, desesperadas por conseguir un libro o una entrada para una funciòn del festival.
Dicho esto, se podrìa hacer un paralelismo entre uno y otro evento. Uno -la feria del libro- genera un espejismo; y es que, en un paìs de 40 millones de habitantes (aunque, claro, los 40 millones no se encuentran habilitados para la lectura), un libro "al que le va bien" (Martìn Kohan dixit), no supera las tres mil unidades vendidas (dejando de lado los best-sellers, desde ya). Los autores que alcanzan esa cifra de ventas, segùn parece, son recibidos con un cafè -y no ya con agua de la canilla- cuando pasan por su editorial.
Todo esto para decir que la literatura -en sus mùltiples formatos- le importa muchìsimo a poquìsima gente. La feria del libro no muestra a masas de gente desesperadas por leer (de hecho cualquier libro que se compra en la feria se lo puede comprar fuera de ella e incluso a un costo menor), sino que muestra a masas de gente desesperadas por participar en aquello que se les indica que deben participar.
Pequeña digresiòn: si querès que alguien lea, no le muestres un libro (o muchos); mostrale un lector. (¿uno desea el deseo del otro, no?)
Con el BAFICI pasa algo parecido. Con la excepciòn de que ahì sì se pueden llegar a ver pelìculas o documentales que despuès no se terminen estrenando en el circuito oficial y que, ademàs, resulten muy difìciles de conseguir el el circuito para-oficial (internet). En eso hay una diferencia con la feria del libro. Pero ambas experiencias mantienen una similitud, en el sentido de que arrastran ocèanos humanos que, una vez terminado el evento respectivo, no muestran una relaciòn de intimidad con los libros o con el cine durante el resto de su año.
Voy seguido al Arteplex, y me sobran los dedos de una mano para contar las cantidad de veces que vi a personas menores de cincuenta años viendo ese tipo de pelìculas.
Esteban Schmidt, en su crònica de la vez que cubriò el BAFICI, termina su texto con unas lìneas que me generaron una empatìa directa y total:

"Si estos pibes uniformados por Levi’s, despolitizados, desinteresados por todo el mundo de verdad, y a los que vemos haciendo las filas para conseguir sus veinte, treinta entradas de cada año, estuvieran un fin de semana haciendo la cola para entrar a la rave, clavarse energizantes y hacerse los lindos, nos provocaría la vergüenza ajena de siempre o la indiferencia de los últimos tiempos, pero se meten con los símbolos, con el cine, con cosas que tienen sentido.
Con eso no se jode."

"QUE EL MUNDO COMPLEJO AL QUE ACCEDÈS CUANDO ENTRÀS EN LA SALA TE SOBREVIVA CUANDO SALÌS Y LO USES. ESO QUEREMOS"

CARAS SONRIENTES...

 
 
 
"EL DÌA DESPUÈS DE MAÑANA" Por Daniel Link para Perfil
 
Aprovecho estos días de contienda electoral (que después de mañana se tomará una pausa) para homenajear a una de las mentes más brillantes del siglo pasado, el centenario de cuyo nacimiento se cumple el próximo 12 noviembre, fecha alrededor de la cual se realizarán homenajes en todo el mundo, incluso en Buenos Aires.

En Mitologías, uno de sus libros más hermosos (siempre será difícil decidirse, y el asunto se resolverá antes según el humor del lector que según la calidad intrínseca de los argumentos que hay en cada uno de ellos, todos extraordinarios), Roland Barthes incluyó artículos publicados previamente en la prensa francesa, en los que pretendía desmontar los dispositivos de naturalización de la cultura (el modo en que se presenta como “natural” la más salvaje imposición de unidades ideológicas destinadas a perpetuar la dominación política y social).

Una de esas mitologías se llama “Fotogenia electoral” y allí Barthes sostiene que, en la medida en que la fotografía es elipsis del lenguaje y condensacion de un "inefable" social, constituye un arma anti-intelectual que tiende a escamotear la política (entendida como un cuerpo de problemas y soluciones) en provecho de una "manera de ser" socio-moral.

Así, la fotografía electoral sería, ante todo, reconocimiento de algo irracional extensivo a la política. Lo que atraviesa la fotografía del candidato no son sus proyectos sino sus móviles, sus circunstancias familiares, mentales, eróticas, todo ese modo de ser del que el candidato es a la vez es producto, ejemplo y estímulo. Lo que la mayoría de nuestros candidatos (los de Barthes, en su momento; los nuestros, este año) da a leer en su efigie es su posición social: la comodidad espectacular de las normas familiares, jurídicas, religiosas en las que se instala.

El uso de la fotografía electoral supone, naturalmente, una complicidad: la foto es espejo, deja leer lo familiar, lo conocido, propone al lector su propia efigie, clarificada, magnificada. El elector se encuentra expresado y transformado en héroe, es invitado a elegirse a sí mismo, a cargar el mandato que va a dar con una verdadera transferencia física. Esa transferencia física era, para Barthes (quien, por supuesto, fue marxista), el soporte de la representación política.

En ese aspecto, por lo menos (aunque hay otros muchos), la perspectiva de Barthes coincide con el de la teoría crítica alemana. En Dialéctica de la ilustración, Theodor Adorno y Max Horkheimer refutaron el error de considerar opuestos el proceso de nivelación y estandarización de los hombres y mujeres en el capitalismo de masas y el refuerzo de la individualidad en las llamadas personalidades dominantes.

Los políticos de hoy, razonaron Adorno y Horkheimer, no son superhombres sino meras funciones de su propio aparato publicitario, puntos de cruce de las mismas reacciones de las masas. El jefe no es sino la proyeccion colectiva y desmesuradamente dilatada del yo impotente de cada individuo.

No por azar, razonan los dialécticos con humor barthesiano, tienen aire de peluqueros, actores de provincia o periodistas de ocasion. Incluso, diríamos hoy, algunos bailan penosamente.

Parte de su influencia moral deriva justamente del hecho de que los candidatos, impotentes en sí mismos y similares a cualquier otro, encarnan la plenitud del poder señalando, al mismo tiempo, el espacio político vacío en que el poder ha venido a caer (sobre todo en sociedades como las nuestras, donde el capitalismo no necesita del Estado sino marginalmente para obrar con eficiencia).

Es la individualidad en ruina la que triunfa en nuestros candidatos peluqueros-actores de provincia-periodistas de ocasión-bailarines de concurso. Los jefes de la política (los que triunfan hoy, los que triunfarán mañana) no son sino lo que fueron siempre: comediantes que representan el papel de jefes.

Hasta aquí no se trata de opiniones. No de las mías, por cierto, pero tampoco de las de Roland Barthes o de Adorno y Horkheimer, quienes analizaron determinados procesos que, con el tiempo, no han hecho sino profundizarse. Photoshop, extensiones de pelo, grabaciones telefónicas y twitters sólo sirven para decir “tengo tus mismos sueños, vacíos de esperanza”.

sábado, 18 de abril de 2015

LAS VAQUITAS SON AJENAS...

 


“El mundo se divide, sobre todo, entre indignos e indignados, y ya sabrá cada quien de qué lado quiere o puede estar…”

 “La violencia engendra violencia, como se sabe; pero también engendra ganancias para la industria de la violencia, que la vende como espectáculo y la convierte en objeto de consumo”.

 “A diferencia de la solidaridad, que es horizontal y se ejerce de igual a igual, la caridad se practica de arriba-abajo, humilla a quien la recibe y jamás altera ni un poquito las relaciones de poder”

 “La justicia es como las serpientes, sólo muerde a los descalzos”

 “Cuanta más libertad se otorga a los negocios, más cárceles se hace necesario construir para quienes padecen los negocios”.

 “Ojalá podamos mantener viva la certeza de que es posible ser compatriota y contemporáneo de todo aquel que viva animado por la voluntad de justicia y la voluntad de belleza, nazca donde nazca y viva cuando viva, porque no tienen fronteras los mapas del alma ni del tiempo”.

 “Vinieron. Ellos tenían la Biblia y nosotros teníamos la tierra. Y nos dijeron: “Cierren los ojos y recen”. Y cuando abrimos los ojos, ellos tenían la tierra y nosotros teníamos la Biblia”.

”Hay un único lugar donde ayer y hoy se encuentran y se reconocen y se abrazan. Ese lugar es mañana”

“Son cosas chiquitas. No acaban con la pobreza, no nos sacan del subdesarrollo, no socializan los medios de producción y de cambio, no expropian las cuevas de Alí Babá. Pero quizá desencadenen la alegría de hacer, y la traduzcan en actos. Y al fin y al cabo, actuar sobre la realidad y cambiarla, aunque sea un poquito, es la única manera de probar que la realidad es transformable”

 “La utopía está en el horizonte. Me acerco dos pasos, ella se aleja dos pasos. Camino diez pasos y el horizonte se desplaza diez pasos más allá. Por mucho que camine, nunca la alcanzaré. Entonces, ¿para qué sirve la utopía? Para eso: sirve para caminar”

sábado, 4 de abril de 2015

ESA PUERTA...

 


"ARTE Y REALIDAD" (Por Martìn Kohan para Perfil)

No sabemos con certeza si Andreas Lubitz vio o no vio Relatos salvajes; no sabemos si alcanzó a verla, al igual que tanta gente, o si al final la descartó o se la perdió, al igual que casi nadie. El asunto no cambiará, de todas formas, la suerte ya para siempre adversa del vuelo de Germanwings que Andreas Lubitz copilotaba; y afectará, llegado el caso, tan sólo en parte, la suerte notoriamente venturosa de la película de Damián Szifrón. Lo que bien puede ilustrar, en cambio, y en definitiva es algo que trasciende la circunstancia puntual de una película que triunfa o de un avión que fracasa, es la decisiva cuestión de las relaciones entre arte y realidad.
Porque, según se ha informado por estos días, en algunas salas cinematográficas de Inglaterra en las que Relatos salvajes ha comenzado a proyectarse, se decidió hacer preceder esas proyecciones de cristalinas advertencias acerca de su condición ficcional o acerca de heridas en las susceptibilidades. La célebre provocación esteticista de Oscar Wilde, según la cual “la vida imita al arte”, o las mejores utopías del arte de agitación en procura de afectar las conductas en el mundo, quedan chiquitas al lado de semejantes precauciones (es decir, de semejante confianza): suponer, o dar por cierto, que una determinada película, y por extensión el cine, y por extensión el arte, son capaces de suscitar conductas reales en el mundo real.
Entre nosotros surgieron inquietudes análogas en distintas oportunidades: a propósito de un fuerte encontronazo de ruta entre el conductor de un auto de alta gama y el conductor de una batata casi caduca, o a propósito del posible aumento del número de desquiciados por el sistema de leva de autos con grúa en la Ciudad de Buenos Aires, no faltó quien se preguntara si la exitosa Relatos salvajes (exitosa en el sentido de que acude mucha gente a verla) no estaba provocando consecuencias en lo empírico.
No obstante, lo ocurrido en estos días asume un carácter más alarmante, más extremo, más internacional: ¿pudo acaso Andreas Lubitz, el copiloto de Germanwings que decidió estampar el Airbus 320 contra los Alpes, inspirarse en el episodio inicial del film de Szifrón? Algunos cines ingleses que hoy lo tienen entre manos parecen conjeturar que sí, o en todo caso deciden abrir el paraguas, lo cual no deja de ser un síntoma. Se atajan por los copilotos que el día de mañana quieran echar abajo su avión contra una cordillera o una casaquinta suburbana.
A mi entender, sin embargo, el caso ficcional de Relatos salvajes y el caso real de Andreas Lubitz son sustancialmente distintos. A Pasternak, el personaje de la película, los pasajeros le interesan muchísimo, de hecho los rastreó y los reunió, constituyen para él toda una colección de sus fracasos en la vida, les otorga tal importancia que hasta está dispuesto a morir con tal de que mueran ellos. ¡Es todo lo contrario de lo que habrá vivido Andreas Lubitz! La experiencia de Andreas Lubitz fue de extrema soledad, y no sólo por la situación de que quedó solo en la cabina. Imbuido en sus desdichas, su malestar, su depresión, agobiado por sus contrariedades y por sus incertidumbres, no pudo pensar más que en sí mismo, en sus ganas de acabar con todo, y en los otros ni reparó. Pasternak era un criminal, y para serlo debió suicidarse; Lubitz era un suicida, y para serlo debió matar. Pasternak tenía un proyecto en la vida, que era justo el de tirar abajo el avión, y hacerlo contra el jardín de sus padres; Lubitz se quedó sin proyecto, creyó que el futuro ya no le deparaba nada, y si tiró abajo el avión fue por eso. Pasternak habrá muerto feliz, feliz como cualquier rencoroso que consuma su venganza; Lubitz se sentía muy desdichado, y se habrá sentido desdichado hasta el final (con un mínimo atisbo de esperanza, con una mínima brecha de ilusión a su alcance, habría abierto “la maldita puerta”).
Quien quiera encontrar una inspiración estética para la terrible decisión de Andreas Lubitz deberá remitirse, en mi opinión, al universo inacabable del romanticismo alemán; para indagar allí lo que puede provocar un paisaje, la inmensidad y la vastedad de la naturaleza imponente, sobre al alma atribulada de un pobre hombre solo.