viernes, 27 de noviembre de 2015

DAR LA CARA...



"Hacerse cargo" Por Eduardo Aliverti para Pàgina 12.

No tiene sentido alguno ocultar la desazón, pero queden establecidos sus límites.
Este diario siempre dejó claro el lugar ideológico y político desde el que se expresa, jamás cambió su línea editorial y es un orgullo pertenecer a él. Desde allí se escribe esta columna porque nada de eso se modifica por la caída, dolorosa, de quienes representaban mal o bien a un modelo que les cambió la vida para mejor a una considerable o gran mayoría de los argentinos. Es el momento, aun bajo el análisis en caliente de las horas en que se conoció el resultado, para reivindicar ese orgullo y esas convicciones. El dictamen de unos comicios, por más importantes que fueren, puede y debe servir para repasar errores, lamentar decisiones, preguntarse qué habría ocurrido si tácticas y estrategia hubiesen sido otras. Pero de ninguna manera esos cuestionamientos tienen que alcanzar a las seguridades profundas. Se lo aclara porque ahora, como ya pasó al cabo de la primera vuelta, aparecerán los sabios del diario del lunes –no éste, se reitera– a decir que habían avisado todo y que debe comprenderse el hartazgo popular por unos modos oficialistas que condujeron a la derrota. Bienvenido sea lo que pueda haberse aprendido, pero montar el eje exclusivamente ahí será más propio de resentidos que de gente con claridad sobre las cosas trascendentes. No es lo mismo aprender que renunciar.
La distancia obtenida por Macri es estimable y la ola de cambio se acentuó en las provincias y ciudades de mayor peso, en unas elecciones ejemplares ratificatorias de que las denuncias de fraude son a gusto de si los denunciantes seriales ganan o pierden. Pero cuando pase el triunfalismo de estos momentos se aceptará que no es un triunfo aplastante y que la sociedad argentina quedó profundamente dividida. Las dos cosas son ciertas. Sin entrar ahora a la consideración distrito por distrito (sí destella el resultado macrista en la provincia de Buenos Aires y en sectores del conurbano, que fueron clave para que el oficialismo no pudiera descontar la diferencia en las provincias más voluminosas), el Frente para la Victoria estuvo en línea con los votos de Cristina en 2007, unos ocho puntos por debajo de la circunstancia excepcional de 2011 y, hoy, de vuelta a grandes rasgos a las cifras de 2007. Vaya potencia electoral después de tres gestiones seguidas. Y junto con ello la mayoría en el Senado y el cabeza a cabeza en Diputados. Pero sobre todo, el hecho de que es una fortaleza con capacidad de movilización, con un fuerte componente de convicciones ideológicas que la mayoría adversaria no tendrá ni de lejos a la hora de sus dificultades. La lista de causas veraces o verosímiles que llevaron al fracaso kirchnerista en estas urnas las conocemos todos. El desgaste lógico de doce años de gestión consecutivos, claro. Y luego, en orden más o menos cronológico, empieza porque no se supo, pudo o quiso generar un postulante mejor. Esto, también vale aclararlo, no va en desmedro de la firmeza con que Daniel Scioli demostró su lealtad, así sea considerando que hace dos años –según lo no desmentido ni por él ni por sus filas, nunca– estuvo a un tris de acordar con Sergio Massa. Lo cabal es que se quedó y la peleó, y cómo, desde adentro, consciente de que para el denominado kirchnerismo “duro”, y colindantes, no era digerible. Todas las escaseces del candidato, como su falta de carisma, su imagen pimpinelesca visto con paladar negro, la ausencia de estatura intelectual y los etcéteras que se recitan de memoria, llevaron a que desde el palo propio hubiera más energías para cuestionarlo que a fin de concentrarle apoyo unificado. Así y todo, quizás y justamente por esos deméritos progres que a los sectores populares y a una buena parte de la clase media le importan un pito, lo ungieron elegido después de intentar marcarle la cancha con un Florencio Randazzo a cuya fidelidad ideológico-política sólo le cabe, de piso, un severo cuestionamiento. Mucha progresía lo adoptó como el aspirante más idóneo del proyecto pero, al momento de comprobarlo, se refugió en un individualismo remarcado, capaz de tornar insólito que no haya habido hipótesis b) ante su negativa al baño de humildad. Lo que siguió también se recita de corrido. Una interna desgastante; la traición de los capataces pejotistas del conurbano a Aníbal Fernández, más allá o más acá de su figura perjudicada por una opereta periodística atroz; enfrente un marketing sin fisuras apto para mostrarse no como una derecha que será despiadada, sino cual un simpático manual de autoayuda y, para no agotar, esa decisión de un Scioli “ideologizado” (esto es, no un “más Scioli que nunca”) que habría restado todos los votos que eran probables por fuera del universo K. Dudoso: hasta el 25 de octubre, el gobernador bonaerense fue todo lo moderado –todo lo Scioli– que le reclamaban los medios de la oposición, pero resulta que con ese diseño o autenticidad no le sumó votos al Frente para la Victoria. Ni con la imagen moderada ni con la combativa. Y luego la tierna sonrisa de María Eugenia Vidal, y que la campaña K se fagocitó en actos cerrados mientras la chica y su jefe anduvieron a puro timbre y contacto físico, y lo insufrible de las cadenas nacionales y todo eso que unas líneas arriba dijimos que no sirve porque agota y es conocido. Cabe agregar o poner en primer término, como uno de los datos que pueden hacer comprensible la derrota, el tema de la gestión sciolista en la provincia de Buenos Aires o, más preciso, en el conurbano. Traiciones aparte, se perdieron Lanús, Morón, Quilmes, su ruta. Está claro que algo se hizo muy mal, y/o que el imaginario popular en esos bolsones no dimensionó (de vuelta: comprensiblemente) que la alternativa será peor. Mucho peor.
Hecho el recorrido, rápido, se pregunta cuánto de todos esos aspectos sirven para justificar que una mayoría de la sociedad se haya volcado hacia el instrumento ganador. Instrumento. Esa es la palabra. Mauricio Macri es el vector del poder económico de siempre. Él será simplemente quien administre el apetito voraz de ese polo. Y el pueblo estaba avisado, con pelos y señales. Para reiterar conceptos que quien escribe ya volcó hace pocas horas en su programa de radio, ningún voto podrá ampararse en que se le escapó la tortuga. Tras campañas anodinas en primarias y primera vuelta, se terminó exponiendo y discutiendo en cantidades y calidades que pueden exhibir pocas sociedades en el mundo. Hubo el debate presidencial que tanto se reclamaba, en virtual cadena nacional y con una audiencia inédita. Los archivos sobre ambos candidatos circularon hasta el cansancio, al igual que los modelos que encarnaban. Que nadie diga que no estaba advertido. Ayer hubo, de sobra, con qué hacerse cargo. No había subterfugios. Estaba todo claro. Los que votaron por más Estado; los que lo hicieron por más mercado; los que están mejor pero se cansaron de las costumbres oficialistas y fijaron eso como elemento decisorio; los que están hablados por los medios; los que están hablados por sí mismos; los cabeza lavadas y los cabeza rapadas, como señaló Luis Bruschtein en su columna del sábado en este diario; los que priorizan la corrupción como ingrediente sustantivo; los que la entienden como inevitable en cualquier gobierno de todo tiempo y sitio, y que nunca la extienden al mundo de los negocios privados y con el Estado. Los que entendieron que las conquistas laborales y otra cuantas ya son irreversibles. Los que saben que siempre se puede ir para atrás. Lo que se haya votado fue a plena conciencia de realidad o imaginario. Con toda la información a cuestas. Peor que cuando se salió de la explosión de 2001/2002 no hay ningún argentino, eso seguro. De modo que lo que se votó fue tomando plena responsabilidad de cuáles riesgos quieren asumirse. Y eso también involucra a los jóvenes que no vivieron el infierno de hace de tan poco tiempo, porque a esta altura de la circulación informativa, bien que tantas veces desinformante, no hay excusas para hacerse el desentendido. La gente adversa al oficialismo jugó lo anti en primerísimo lugar. No fue el bolsillo, esta vez. No hay una Argentina incendiada ni a punto de. Los niveles de consumo de franjas medias y populares están intocados en lo sustancial, genéricamente descripto, por fuera de escenarios problemáticos como el de las economías regionales. La transición es normal y hasta ejemplar, si se coteja con los antecedentes del final de Alfonsín, de Menem, de De la Rúa. Ha quedado clarísimo que las fuerzas populistas, en la acepción más favorable del término, en esa que describía como los dioses Nicolás Casullo, acaban teniendo problemas serios con la gente a la que le mejoraron la vida. ¿Deben enojarse con esa gente? ¿O en esencia entender que el inconformismo es inherente a las grandes masas incorporadas al circuito de inclusión social y posibilidades de progreso?
Igualmente, es de subrayar que no hacía falta esperar al resultado de ayer para corroborar que el modelo o la energía construidos en estos años corrían peligro. Si ganaba, bien. Pero aun con su derrota es inmodificable que será una corpulenta minoría de alta intensidad, mientras que el poder contrario no se asienta en una “ciudadanía” susceptible de ganar activamente las calles en defensa del egoísmo dolarizado, o del odio de clase, sino en unos sectores del privilegio que harán su agosto y, después, hasta más ver. Porque ellos nunca pierden en el volumen de sus negocios. Nunca. Ayer –otra insistencia– confrontaron los dos proyectos de toda la vida de este país, desde que se constituyó en Estado nacional, a fines del siglo XIX.
No hubo, para votar, nada que nuestra historia ya no haya explicado.

lunes, 16 de noviembre de 2015

NUESTRAS PATRIAS...


 

 "EL ÙLTIMO HINCHA SOBRE LA TIERRA" Por FABIÀN CASAS para Perfil

Hace poco la maestra de mi hija le comentó a mi mujer que Anita “inventaba” cosas, como que el padre le decía que la Patria no servía para nada o que el Himno Nacional no le interesaba. Guadalupe me lo contó al pasar en una cena y yo me quedé callado. Suelo llevar y traer a mi hija del colegio y ella es una máquina de preguntar cosas : “¿Quién se va a ir al cielo primero? ¿Vos o mamá?” “Papá, si la Patria no existiera, ¿nos dominarían los realistas?”. Yo, según mi ánimo, mientras manejo le contesto lo que venga. Es un peloteo intenso y soy un mal tenista. Un día le dije que para mí la Patria era San Lorenzo y ella me dijo, muy precisa: “San Lorenzo es tu club, no la Patria”. Una noche de hace mucho tiempo mi viejo me dijo: “¿Vamos a ver una película de ciencia ficción donde mueren todos y el único que se salva es un hincha de San Lorenzo?”. La película era La carretera, basada en una novela notable del norteamericano Cormac McCarthy, y el protagonista, “el hincha que se salvaba”, era Viggo Mortensen. Me reí, me llamó la atención la peculiar manera cuérvica de ver el mundo que tiene mi viejo. Mucho tiempo después, hablando con Mortensen, él me preguntó: “¿Te diste cuenta de que en el final de la película, cuando mi personaje muere, se ve que las medias que usa son de San Lorenzo?”. No, no me había dado cuenta. Y después me dije: este tipo está chalado, igual que yo.
¿Qué es lo que hace grande a un club? Grande no de una manera pesada, capitalista, sino intensa, vertical, espiritual? Hay clubes que no ganaron, como diría Chilavert, nada o muy poco y sin embargo, son inmensos. Porque desarrollan una mística que se convierte en un combustible difícil de conseguir. Acabo de ver un cortometraje que se llama Boedo 2108, protagonizado por Martín Cutino. Me produjo una emoción épica. El argumento también –como la peli de Mortensen que quería ver mi viejo– es post apocalíptico. Queda vagando por un Boedo devastado –¿por un virus? ¿por un terremoto? ¿por una guerra? ¿por un error dirigencial?– un hincha solitario. Este encuentra entre los escombros primero alimento material, para comer, unas latas de conservas. Y después alimento espiritual: una valija donde adentro alguien dejó envueltas camisetas del Casla, diarios con efemérides del club y una pelota desinflada. En medio de esa desolación el último hincha cuervo toma una decisión afirmativa: cuelga las remeras de unos palos –parecen espantapájaros– y patea un penal contra un arco herrumbrado. El grita gol, yo grito gol en mi casa con los ojos húmedos y me abrazo con todos los hinchas del mundo mientras el protagonista se abraza a las remeras vacías que flamean en la desolación del futuro. Como el corto es muy bueno, dice más de que lo que se propuso. Por un lado, es un documental: eso que estamos viendo, para muchos, es el presente, no el futuro. Para los desclasados, los caídos del sistema social, los pobres que recorren la polis buscando comida en los tachos de basura, el fin del mundo ya empezó hace rato. Por otro lado, el fútbol no puede ni debe ser nunca algo solitario, individual; es una fuerza colectiva que tendría que tensar a toda la sociedad hacia un lugar más justo y más digno. Utilizar su innegable fuerza de penetración social para dar amor y gozo. La AFA, por ejemplo, debería ser cerrada por una larga temporada de desinfección.
En la terraza al sol de este domingo, mi padre mira hacia la calle vacía. En su cerebro azulgrana de mala transmisión, producto de los años y el cansancio, se producen pequeños estertores de recuerdos implantados: la Oveja Telch corriendo el medio campo con su calma zen o la potencia feroz de un zapatazo de Héctor Scotta, los carnavales de avenida La Plata, Santana tocando en el Gasómetro, la vista puesta en los tablones ascendentes de la tribuna local, los amigos que le abren los brazos y lo esperan, frescos, guardados en las bajas temperaturas del inconsciente, para cantar las canciones que nos salvan la tarde, la repetición mántrica de la formación del Casla del ’45, los sucesos de aquella tarde inolvidable del ’72: nuestra patria.

sábado, 14 de noviembre de 2015

TODO QUEDA EN FAMILIA...




"LA GALAXIA Y LA NUBE" Por Daniel Link para Perfil

Ya es tarde para suspender el casamiento de mi hija, pero durante la ceremonia voy a hacer un escándalo. Acabamos de descubrir que su novio nunca vio ninguna de las películas de la saga La guerra de las galaxias. Me subleva que mi hija quiera hacer ingresar a la familia a un individuo tan ajeno a nuestra sensibilidad. Mi hijo está de acuerdo conmigo: vamos a arruinar la boda, salvo que el novio acepte someterse a una maratón que lo rescate de la absoluta ignominia.
El fin de semana pasado, un canal de cable programó la saga entera. Pero el novio prefirió entregarse a los excesos propios de las despedidas de soltero. Habrá que atarlo frente a la pantalla. Ya está todo planeado.

Volví a mirar la primera de las películas buenas. Me di cuenta (con la misma melancolía de siempre) de los fallos de la imaginación futurista: la princesa Leia viaja, cargada de planos de la Estrella de la Muerte, al cuartel de la resistencia. Descubierta, aloja esos documentos en un robot parecido a un secarropas centrífugo y lo manda al planeta donde, casualmente, vive su mellizo (que ella no sabe que tiene): ¿por qué no los mandó por mail y se ahorraba un par de disgustos?
Nadie imaginó el mail. Lo que es peor, en esa sociedad imperial no hay siquiera sistemas de correo puerta a puerta. O a lo mejor los hay, pero no sirven para los propósitos del sabotaje y la resistencia al Estado. Sea.

Imagino la secuencia: la princesa Leia entra a su cuenta clandestina de Gmail, el programa le dice que los archivos adjuntos son muy pesados, los sube a la nube y adjunta un vínculo para que el destinatario los recupere a través de Google Drive.
Mi marido, en cambio, sostiene tercamente que Leia manda los archivos por WeTransfer.
No entiendo cómo mi futuro yerno se priva de participar de estas discusiones importantísimas.