sábado, 31 de diciembre de 2016

EL REALISMO Y LO MÀGICO...


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ANDRES RIVERA: "EN ESTA TIERRA" (FRAGMENTO)

" El hombre de setenta años mira a los chicos -cuatro o cinco o seis- que se agolpan frente a la puerta de su casa, que tiritan en la tarde de invierno, y que levantan sus pequeñas caras oscuras y frágiles hacia él, el hombre se setenta años, silencioso y en calma, por primera vez en calma en no sabe cuánto tiempo. Y los chicos, cuyas carnes magras, y cuyos huesos tiritan bajo los pulóveres mugrientos, miran, inmóviles y silenciosos, al hombre de setenta años, después que uno de ellos murmuró, como avergonzado, me da algo, y esperan que el hombre de setenta años vele la luz helada de sus ojos y sea por un largo, largo instante, generoso, y entre a la casa, y se demore otro largo, largo instante, y regrese con seis o siete manzanas rojas y brillantes, las manzanas rojas y brillantes en dos prolijas hileras, de a tres, en una bandeja de cartón, y permita que ellos, que tiritan en la tarde de invierno, contemplen las redondeces de la fruta, el brillo de su piel, la probable consistencia de su carne. Luego, cuando una saliva espesa se les cuele entre los dientes, el hombre de setenta años repartirá su barata caridad, y ellos se dispersarán calle abajo, voraces y silenciosos, la luz del invierno sobre la sombra de sus cuerpos, como los vientos del olvido. "

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Alberto Laiseca

El gusano máximo de la vida misma (fragmento)

" El gusano máximo de la vida misma hizo de tripas corazón y se dispuso a la batalla. Chuparle las tetas sí que podía y, en efecto, lo hizo. Pasa que todo tiene su precio en este mundo. Los dos pseudopodios que tuvo que emitir para abarcar los diez kilastros tetíferos eran (obviamente) más grandes que las propias tetas y le quitaban cuerpo (más grande era el pseudopodio, con menos cuerpo central se quedaba el gusano). Por la misma parte: el órgano genital que propagó alrededor de esa tremenda panza contribuyó a enflaquecerlo aún más. Lo peor fue que Dorys era muy exigente. Quería uno para cada uno de sus agujeritos. Qué conchaza tenía la vieja. Fifar como poder pudo, pero a costa de que el gusanil cuerpo quedase reducido al tamaño de un fideo y no de los gordos. Todo lo demás estaba propagado. ¡Exiguo! La verdad, había momentos en que el gusano máximo de la vida misma tenía ganas de meterse directamente adentro de la conchaza (todo él), encender una vela y leer un libro. En busca del tiempo perdido, quizás. Allí, junto al piano envuelto en celofán y al enanito. El enanito, cuento para el que no sabe, era uno vestido con jubón verde. Vivía adentro de la conchaza y tocaba teclas. El romance terminó cuando a la vieja de Qué conchaza Tenía La Vieja se le ocurrió meter adentro de dicha conchaza a un elefantito africano adulto. Por empezar al piano lo hizo mierda del primer pisotón. No necesito decir, supongo, que el enanito huyó despavorido. Pero esto es otra historia y ni sé por qué la cuento. Seguramente por desesperación.
[...]
No nos hemos atrevido a contarlo hasta ahora, pero es nuestra obligación de historiadores marginales no dejar cosa alguna en el tintero por amarga que sea. Los últimos momentos de Dorys no fueron como hubiésemos querido. Ya demenciada por el colapso masivo dijo con ojos turbios: «Fuera, esbirros de Victoria». Terrible, pues a esto lo pronunció ante quienes deseaban ayudarla a bien morir. Cabe la posibilidad, no obstante, de que no lo haya dicho para sus fieles raqueadores sino para los chichis, obvios para un agonizante pero invisibles para el común de los mortales.
Cuando el gusano máximo de la vida misma les dijo a los hombres de raca que se iba, esperó una algarabía de disuasiones y protestas. Cómo se ve que el gusano, pese a ser underground, no conocía el respeto por la libertad de estos hombres. Uno se adelantó y le dijo: «Fuimos muy felices de tenerlo todo este tiempo con nosotros, cumpa. Si alguna vez quiere volver, ya sabe que ésta es su casa».
Se acordaba muy bien de dónde quedaba el ojo de tormenta por el cual había entrado a las cloacas, ya hacía mucho tiempo. Pero no salió por allí sino por otro sitio, por razones simbólicas. Tuvo bastante buena suerte, pues justo cuando salía pasó al lado de la tapa un coche a toda velocidad. "

LA SAL EN LAS HERIDAS...



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Veo el documental "Tsunami, un ocèano de gente", producido por Vorterix, a cargo de Mario Pergolini.
El indio me resulta, como a tantos miles, un ser hipnòtico. Conseguir la ùltima ediciòn de la revista Rolling Stone me resultò imposible. Recorrì kioscos de diarios y revistas del centro y del conurbano y nada: està agotadìsima. Algo parecido sucediò con este documental: colapsò la pàgina de Vorterix el dìa de su estreno.
Lo veo un tiempo despues, completo y con un cierto malestar.
Primero y principal: si el cinismo fuera un deporte, Pergolini podrìa ser medallista olìmpico. Pero a mì no me importa Pergolini. Nunca me importò. Tuvo un programa de televisiòn que vi con cierta regularidad como tantos de mi generaciòn -CQC- claro, un programa por cierto ocurrente en algunos aspectos, pero que ayudò a confundir y a mezclar la viveza con la inteligencia. Que nos quiso hacer creer que la inteligencia, de tenerla, funciona como un acto reflejo. Ahora, que me descubrì una cana en la barba, creo que una persona inteligente ademàs puede ser muy ràpida mentalmente, pero que la inteligencia no se pone en juego en una carrera de cien metros.
El indio, en cambio, es decir sus canciones, su banda, sus letras, su forma de hablar -totalmente contraria a los "actos-reflejos" de los noteros de c.q.c- sì me importaron mucho. Aprendì muchas cosas leyendo las entrevistas que le hacìan. Aprendì, por ejemplo, que la psicopatìa no funciona, a nivel social, solo en los estamentos de los tipos que detentan el poder del estado (polìticos, jueces), sino que se extiende màs allà. "Muchos psicòpatas son tipos que vemos en la tele, que funcionan exitosamente bien en este mundo y que parecen no tener nada que ver con todo lo malo que vemos a nuestro alrededor."
Lo triste es ver al indio prestàndose (o vendièndose, mejor dicho) a uno de esos personajes que èl tan bien pudo distinguir.
Una làstima, porque el Indio sigue siendo una de las mentes màs lùcidas y mejor formadas de la llamada "cultura rock", pero que su primer entrevista televisiva sea con un tipo que por arriba de la mesa le pregunta por su enfermedad con fingido tono dramàtico mientras que por abajo de la mesa hace nùmeros con la calculadora sobre los ingresos que puede llegar a tener su productora si consigue los derechos de televisaciòn de la muerte de su entrevistado, no deja de ser algo lamentable y patètico.
Por suerte la mùsica no se mancha. O se mancha, pero con un poco de jabòn y paciencia, las manchas salen.

domingo, 25 de diciembre de 2016

LA CHINA...

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"Josefina, la cantante"

Por Daniel Link para Ñ

La primera vez que vi a Josefina Ludmer fue en un teatro donde Punto de Vista organizaba una serie de conferencias clandestinas. Corría el año 1981 (¿o 1980?) y ella presentó el género gauchesco como una literatura menor, usando las nociones que Deleuze y Guattari habían presentado en Kafka y que yo casualmente había leído la semana previa, en una traducción parcial publicada por una revista cuyo nombre no recuerdo. Las dos circunstancias, la conferencia y la publicación de un capítulo de Kafka, devuelven una imagen de un régimen autoritario ya resquebrajado.
Yo no fui alumno de Josefina en lo que ella llamó “la universidad de las catacumbas” y tampoco fui su alumno en la Facultad de Filosofía y Letras, cuando la restauración democrática permitió que cientos de jóvenes entusiastas se beneficiaran con su pedagogía. Como nunca fui su alumno, nunca la sufrí como maestra (su magisterio, muchos cuentan, no ignoraba la crueldad).
Cuando en 1988 se publicó la primera edición de El género gauchesco. Un tratado sobre la patria (que a mí me gusta mucho más que las posteriores), reseñé el libro para la revista Espacios. Del libro había desaparecido todo rastro de Kafka, así que me pareció necesario reponer ese contexto que era, al menos para mí, importante.
Escribí, junto con Kafka: “Nuestra cantora se llama Josefina. Quien no la ha oído no conoce la potencia del canto”. El canto, el teorema de Cantor, Kafka y la China se daban cita para definir una nueva relación entre la literatura y la política de los cuerpos.
Ya antes había leído Cien años de soledad. Una interpretación y Onetti. Los procesos de construcción del relato. El primero me había resultado fascinante (Josefina nunca compartió mi fascinación por ese libro que a ella ya no le gustaba); el segundo, no tanto, porque yo era muy inmaduro cuando me lo hicieron leer por primera vez.
Después vinieron El cuerpo del delito, un libro extraordinario y muy mal (y poco) leído, tal vez porque desarrolla una tarea de demolición en el corazón mismo de la conciencia literaria patriótica, la coalición liberal, cuyos sujetos “inventaron, entre todos, un tono y una manera de decir que quiso representar «lo mejor de lo mejor» de un país latinoamericano en el momento de su entrada en el mercado mundial, y que se hizo«clásico» en Argentina. Y tambien inventaron entre todos, con ese mismo tono, una lengua penetrada de arrogancia, de xenofobia, de sexismo y de racismo”.
De Aquí América latina. Una especulación no me gusta hablar demasiado porque Josefina me incluyó en el corpus de ese libro delirante y justificarlo sería como justificarme a mi mismo.
Todos los libros de Josefina marcaron un antes y un después en lo que nosotros podríamos leer. Por supuesto, ella no esperaba que siguiéramos sus indicaciones, sobre todo porque, luego de haber puesto a prueba los paradigmas de lectura de una época, los descartaba por otros.
Pensar que ya no no podremos encontrarnos con ella para comentar los pormenores de nuestra vida cada vez más triste nos arroja a una intemperie casi tan intolerable como la de saber que ya no habrá más libros de Josefina y que deberemos contentarnos con releer sus libros previos.

Redimida ahora de los afanes terrestres, Josefina se perdera jubilosa entre la innumerable multitud de los seres de nuestro pueblo, que amplificarán su canto y la repetirán (sabiendo o no que lo hacen) como lo que siempre fue: nuestra mejor lectora, y la que llevó el Texto (que fue su única obsesión) hasta los umbrales mismos de su transformación en otra cosa.

sábado, 17 de diciembre de 2016

LA HISTORIA Y LA OPINIÓN...



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Fragmento de una entrevista realizada al historiador Gabriel Di Meglio para "Iniciativa"

¿Cuáles son las resonancias de la Revolución de Mayo en el cumplimiento de estos 200 años de historia?
Como investigador me dedico al estudio del siglo XIX y, por lo tanto, me involucré mucho durante los preparativos y los festejos del Bicentenario. Lo interesante es que se discutió poco sobre la Revolución de Mayo. En general no se discute mucho porque es muy fuerte el imaginario, es como un mito de origen. En este contexto, durante los festejos del Bicentenario, la discusión política pasó por el eje de la comparación con el Centenario. Esto tuvo que ver con que algunos sectores de la oposición empezaron a utilizar una especie de celebración y rescate del Centenario para denigrar el presente. Se buscó contraponer una Argentina pasada que miraba al futuro con optimismo a una actual, catastrófica, como si estuviéramos en el 2001. En realidad se trató de chicanas políticas hacia el gobierno nacional, que respondió con un ataque a lo que fue el Centenario. En su mayoría estuve de acuerdo con esas críticas pero no completamente porque, como en todo momento histórico, pasaron muchas cosas y no puede ser solo un momento de condena. No era todo negativo. Cabe destacar la posición tanto de Cristina como de Néstor Kirchner de marcar que el Centenario fue un momento de exclusión social. Si bien el crecimiento económico era muy importante, también existía una gran desigualdad social en el marco de un sistema político cerrado y fraudulento.
¿Cuál debe ser la posición del historiador frente a un fenómeno tan complejo como el kirchnerismo, que desata tantas pasiones y discusiones?
Sinceramente no creo que haya que tener una posición. Hay ciertos historiadores que opinan que es muy difícil para un historiador analizar su propia época, que la historiografía trabaja sobre el pasado y que a veces es muy difícil pensar el pasado inmediato porque cuando pasa el tiempo los hechos se ven de una manera diferente a que cuando uno es parte de un acontecimiento. Más allá de que reconozco esa dificultad, considero que hay que hacerlo igual. Quizás no se pueda hacer con la misma rigurosidad que en relación a otras épocas pasadas, pero se puede intentar pensar la actualidad. En este sentido, creo que lo que hizo el kirchnerismo fue obligarnos a todos a repensar el país.
Algo que encuentro muy interesante del kirchnerismo es el hecho que nos haya obligado a todos a tomar posición. Esto no quiere decir que todos tengan que hacer algo al respecto. No creo en esa idea de que todos tenemos “deberes históricos”. Sí creo que es bueno para cualquier persona que trabaje sobre los seres humanos -en cualquiera de sus facetas- (como lo hacemos los historiadores), tener una mirada sobre el presente y tratar, en lo posible, de intervenir sobre el mismo. Me parece algo bueno, productivo y estimulante, pero no lo considero un “mandato divino”.
¿Cuáles considera que son los pensadores de la Revolución de Mayo más interesantes para pensar la actualidad?
En este sentido, con todos los reparos que tiene el tiempo, hay que aclarar que siempre que uno lee un texto lo hace desde su presente. En relación a los pensadores de la Revolución, podemos mencionar a figuras como Mariano Moreno, Manuel Belgrano, Juan José Castelli, Bernardo de Monteagudo (aunque después éste se vuelve más conservador). También llamados como “los jacobinos”, son personajes no solo muy interesantes, sino que además tienen muchas de sus ideas que hoy en día nos caen muy simpáticas. Por un lado, es el único grupo político de la historia argentina que tiene una mirada favorable a los indígenas. En la Argentina esto nunca se repitió en ningún grupo. Ni “unitarios” ni “federales” ni “liberales”, no solo no hicieron nada en favor de los indígenas sino todo lo contrario. En ese sentido, esa mirada de Mayo es interesante para pensar la actualidad, dado que los pueblos originarios han vuelto a tener una visibilidad histórica y un protagonismo muy importante.
También hay algo muy interesante que el domingo pasado la Presidenta reivindicó en su discurso. Se trata de la voluntad -diferenciado del “voluntarismo”-, que es una de las claves, en general, de cualquier grupo de revolucionarios. Los de Mayo tenían una confianza extrema en la voluntad. Es la idea de que a través de la política se puede transformar la realidad, algo que estaba muy claro en ese grupo. Esta forma de pensar de los revolucionarios sigue siendo muy estimulante en cualquier momento histórico. Algo que siempre reivindico es que se trata de una revolución: nuestro mito de origen parte de una revolución más allá de los límites que haya tenido. A muchos, como se identifica a esta Revolución con la escuela primaria y con cierta liturgia escolar y estatal, les cuesta entusiasmarse con ella. Sin embargo, es un momento histórico muy interesante, de transformación del orden existente. Por eso sigue siendo un momento que nos habla hoy en día, nos interpela, como cualquier revolución importante.
En aquella nota en respuesta a J.L. Romero, Ud. también expresó que “el gorilismo explica buena parte de las posiciones en la actual coyuntura”, ¿Cómo caracterizar esta idea del gorilismo?
Considero que, indudablemente, hay un elitismo que a veces aparece dentro del mismo peronismo; una mirada elitista sobre ciertas cosas o esa desconfianza hacia lo popular, esa idea de que generalmente siempre el “voto popular” es sospechoso porque está relacionado con el clientelismo, como decíamos anteriormente. En realidad, sigue existiendo esa idea general de que los que definen la historia son los “grandes hombres”, los dirigentes. Sabemos que eso no funciona así. Por supuesto que los dirigentes son fundamentales, las elites son importantes, tienen mucho peso; pero no son los únicos que hacen la historia. En este contexto, hay un elitismo explicito que a veces no depende solo del gorilismo. Le decimos gorila al que es antipopular, pero principalmente a toda persona que tiene esa animadversión contra toda la forma de cultura que está ligada al peronismo. No solo con lo popular, sino con el populismo, con la idea movimientista, con el hecho de que no se respeten ciertas formas democráticas en el “estilo modelístico” que se quiere ver. Siempre hay un modelo que es una tradición muy falsaria para pensar porque utiliza distintos modelos para pensar cada cosa. A modo de ilustración, para pensar la “democracia” se piensa en democracias europeas o en Uruguay, que es un país con una tradición democrática muy fuerte, pero después no se piensa en esos países para ilustrar otras cosas que se desean. Por ejemplo, para pensar una fuerza económica se piensa en Brasil pero nadie añora el modelo brasileño de política porque justamente es tan caótico (desde su punto de vista) como el argentino. Entonces, se busca un “caso ideal” para cada cosa que se quiere analizar, una abstracción. Con ese tipo de comparaciones, Argentina siempre pierde. Esa es una mirada muy asociada a la que se sostienen en algunos lugares que tienen una fuerte mirada sobre Argentina. Ejemplo de esto son los diarios El País o The New York Times: siempre leen en esta clave. Esos sectores que no se si siempre son antipopulares pero si son siempre antiperonistas, son exactamente lo que llamogorilismo. Se trata de quienes se oponen a cierta impronta cultural de las masas o de aquellos sectores que hacen de esa relación con las masas algo más importante que la vida institucionalista que estos grupos tienen. Digo esto teniendo en cuenta que gorilaes un término muy amplio, en el cual nadie se autodenomina,  sino que es más bien un insulto. En este contexto, creo que existe el gorilismo y es visible en ciertos sectores antikirchneristas. Se da en aquellos que tienen manifestaciones del tipo “la verdad es que yo en realidad no los banco, no me gusta el estilo”. Esa molestia es el gorilismo: ese estilo que no soportan es el estilo del peronismo, ese estilo de gobernar, esa forma más cesarista. Hay una especie de condena a priori en la cual siempre lo que se haga al “estilo argentino”, siempre está mal. Está mal porque hay un modelo abstracto que funciona de tal forma, como si hubiera países en donde fuera todo perfecto. La verdad es que cuando se estudia la política y la historia de aquellos países que se presentan como ideales, uno puede espantarse de muchas maneras, aunque después se pueda discutir el éxito que puedan llegar a tener. Pero es indudable que no tienen que ver necesariamente con estos modelos abstractos que idealizan. Entonces, lo que irrita de ese gorilismo tiene que ver con esa trampa, con esa premisa falsa por la que se parte.

sábado, 10 de diciembre de 2016

LAS DERROTAS INTERNAS...


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"Perdimos" 

por Pablo Marchetti para lavaca.org

Perdimos. Y perdimos por paliza. Perdimos de una manera humillante, catastrófica, que nos deja a la deriva. Una deriva de la que no sabemos muy bien cómo se sale. Pero una cosa es seguro: si queremos salir, si queremos tener alguna chance, aunque sea remota, de revertir mínimamente la situación, lo primero que tenemos que hacer es asumir que perdimos. Que la victoria de Donald Trump es nuestra derrota.
Perdimos. Vos perdiste, yo perdí, aquel perdió. Sabés a qué me refiero, creo que entendés a quién incluye este nosotros. Un nosotros muy amplio, que excede cualquier disputa política doméstica, aún las supuestamente más irreconciliables. Un nosotros inclusivo en la derrota, en la miseria.
Vos también lo votaste, yo también lo voté. Je suis Trump. Hagámonos cargo. Este monstruo es nuestro monstruo. No es que no supimos evitar que crezca, no es que no supimos detenerlo a tiempo, no es que no supimos destruirlo. No, mucho peor: lo construimos. Eso es lo más jodido de todo. Y lo que más duele.
Donald Trump es racista, Donald Trump es machista, Donald Trump está a las antípodas de valores que suponemos esenciales, como la solidaridad, el respeto, la convivencia o la igualdad. En ese sentido, nuestra derrota es evidente: ganó el que representa, de manera explícita, esos valores. Trump no sólo no la caretea ni un poco: el tipo dobla la apuesta y hace alarde de aquello que nos horroriza.

El problema es que el problema no es Trump. Trump es, en todo caso, sólo el comienzo. O, mejor aún, Trump es la evidencia de que tenemos un problema enorme, es la cara de nuestra derrota. No es nuestra derrota. Ni siquiera nuestra derrota es que Trump haya llegado adonde llegó. Nuestra derrota es pensar que toda nuestra derrota se reduce a Trump, al lugar que ocupa hoy Trump.
Hay en el mundo y en la vida muchas opciones bien distintas a Trump. Cosas, hechos, personas, acciones, sentimientos, que están a las antípodas de Trump. Y que existen, están vivas. El punto de partida tenía muchas variantes porque la vida tenía (y tiene) muchas variantes. Sin embargo, cuando el sistema de representación nos pone opciones, siempre pasa lo mismo: o nos consolamos convenciéndonos de que sólo podemos optar entre resignarnos a eso que todos sabemos que es el mal menor, o resignarnos a mandar todo al carajo porque no se puede hacer nada.
Para llegar a donde llegó Trump las opciones no sólo no eran muchas: no existían. ¿O es que alguien en su sano juicio puede pensar que Hillary era una opción más potable que Trump? Si lo hacemos es porque la anestesia autoindulgente funciona. Y tarda poco tiempo en hacer efecto: es así que en pocos días podemos pasar del “y bueno, es el menos malo (o la menos mala)” a defender a ese candidato (o candidata) como si se tratara de un amigo cercano o un pariente entrañable.
La autoindulgencia no es mala sólo por el daño que nos causa a la hora de perder de vista que aquello que en un primer momento creíamos que apenas era el “mal menor”, sigue siendo el “mal menor”, más allá de lo mucho que se haga evidente el mal en el “mal mayor”. Bueno, eso es una parte. Pero el principal problema de esta autoindulgencia es que es el mecanismo que construye al votante-Trump, que es el gran hacedor de Trump.
Ya se enumeraron las obvias cualidades nefastas de Trump. Muy bien, vayamos ahora a las positivas. Sí, leyeron bien: positivas. No, no me volví loco. Tampoco me entregué a la berretada facilonga de pensar que hay que asumir todo tal cual es, que no hay que intentar cambiar nada pues nada se puede cambiar. Pero si no asumimos que hay algo positivo en todo esto no podremos ni siquiera empezar a asumir la derrota, a entender por qué perdimos.
Trump interpela a un montón de gente porque dice lo que piensa. O eso parece: nadie había sido nunca tan frontal en sus críticas a los inmigrantes, a los pobres, a las mujeres. Nadie había osado ser tan incorrecto en épocas donde creíamos que la corrección política reinaba en el discurso político. Pero ese supuesto triunfo cultural, ¿es realmente un cambio de paradigma o de mirada que redunda en la anulación del lenguaje estigmatizante? ¿O se trata sólo de un espejismo creado por un montón de oenegés, artistas y comunicadores que viven de eso?
Trump no es el típico conservador reaccionario. Trump es un magnate playboy, que se casó tres veces, dos de ellas con extranjeras, siempre con mujeres hermosas y jóvenes, la última, una que está siendo “acusada” (¡hasta por el “progresismo”!) porque hace unos años apareció desnuda en una revista francesa.

Trump ganó, además, teniendo a todos los medios en contra. Por primera vez en su historia, el New York Times sacó un editorial apoyando explícitamente a un candidato: en este caso una candidata, Hillary Clinton. El sistema financiero también estaba con Clinton, la representante de un gobierno que había salvado a los bancos. Pero volvamos al supuesto triunfo de la corrección política.
¿Es posible hablar con lenguaje no sexista cuando todos los días asesinan a una mujer por ser mujer? Suena, cuanto menos, ridículo. No está mal intentarlo, claro está. Debemos asumir nuestro lugar como comunicadores, agitadores, artistas, etc. Y está bien intentar cambiar el mundo, siempre y cuando asumamos que es ridículo pensar en que podemos cambiar el mundo. Tener siempre presente que es un disparate subirnos a cualquier pony para cacarear nuestro discurso, se trate de este sitio, de un blog, de un noticiero de televisión o del New York Times.
No tiene sentido dejar de hablar de “negros” y empezar a hablar de “afroamericanos” o “afrodescendientes” si los negros (sí, los negros) siguen siendo la mayoría de la población carcelaria en los Estados Unidos. No tienen sentido espantarse por el discurso xenófobo de Trump contra los árabes si el gobierno encabezado por el Premio Nobel de la Paz bombardea Siria.
“Si pierdo esta elección habrá sido una gran pérdida de tiempo y de dinero”, dijo Trump al cierre de su campaña, con un lenguaje que, podrá gustar o no, pero nadie podrá negar que es pragmático. Habló como un empresario. Pero no como un magnate: como cualquier persona que en su casa, en su vida, hace cuentas para llegar a fin de mes. Los economistas suelen hacer difíciles cosas que todos manejamos en nuestras vidas cotidianas. Sin embargo, las complejizan para expulsarnos de esas decisiones cuando se trata de administrar los bienes colectivos. En ese sentido (en el sentido del sentido común) Trump fue inclusivo.
Trump ganó porque dijo las cosas como son y se evitó dar detalles de cómo las cosas deberían ser. Después de todo, ¿a quién le importan que las cosas sean como deberían ser? ¿Y cómo es que las cosas deberían ser? Podemos discutir sobre si las cosas están bien o no, si es sano que asumamos que sólo podemos llegar hasta acá, que nuestra condición humana no nos permite ir más allá de esta miseria. Podemos discutir y deberíamos hacerlo, de modo urgente. Pero así están las cosas, y eso Trump lo sabe mejor que nadie.
Nos espantamos por Trump mucho más de lo que nos espantamos por un presidente (¡el primer presidente negro de la historia!) que hizo campaña diciendo que iba a cerrar Guantánamo y en sus 8 (¡ocho!) años al frente del Gobierno no movió un dedo para llevar adelante su promesa. Nos espantamos por las declaraciones de Trump sobre los mexicanos, pero nos olvidamos que no fue Trump quien comenzó a construir un muro en la frontera.
Trump nos trae una muy buena noticia: este es el fin del progresismo. Y otra buena noticia más: este es el fin de esa ilusión berreta llamada política. Al menos la política tal como la conocemos. No perdimos porque ganó Trump. Perdimos porque lo único que había a mano para ganarle a Trump era Hillary Clinton. Es decir, la dirigente que, como senadora, votó a favor de la invasión a Irak para cazar (no juzgar: cazar) a Saddam Hussein. A diferencia del entonces senador Obama, que se abstuvo.
Perdimos. Sí, definitivamente perdimos. Y la prueba más contundente de esta derrota humillante es que, en algún lugar de nuestro ser, vamos a sentir que ganamos. Si buscamos bien, si somos honestos con nosotros mismos, nos vamos a dar cuenta de que en algún lugar de nuestra existencia hay un Donald Trump festejando en nuestro interior.
Un Trump que nos constituye, que nos vuelve egoístas, ventajeros, berretas, soberbios. Un Trump que nos cuesta reconocer porque a nadie le gusta hacerse cargo. Pero que está allí, siempre está allí. Por eso lo primero que nos sale pensar es “yo no lo voté”, como una forma de ocultar el “yo lo construí” o el “yo también soy ese”.
No, de ninguna manera quiero caer en exageraciones berretas, en esos generalismos facilongos que anulan cualquier instancia de análisis. Por supuesto que no es lo mismo el que quiere coimear a un cana para zafar de una multa de tránsito que el que muerde cinco palos verdes por una licitación de una obra pública. Como tampoco son lo mismo el que tira basura en la calle o no recoge la mierda de su perro, con quien roba la partida de insumos para un hospital público.
Pensar que es todo lo mismo también forma parte del discurso Trump, del concepto Trump, de la idea Trump del mundo. No es todo lo mismo, no da todo lo mismo. Y como no es todo lo mismo, sería bueno no perder nunca de vista que el mal menor es mucho más mal que menor. Encontrar tranquilidad allí nos conduce irremediablemente a Trump.
Perdimos. Y no tenemos idea cómo salir de esto. Cómo seguir, hacia dónde ir. Perdimos. Tal vez la magnitud de la derrota es todo lo que necesitamos para encontrar algún camino que nos lleve hacia no sabemos dónde. Tal vez sea eso lo que, en nuestro desconcierto, terminemos agradeciéndole a este personaje siniestro, escabroso, monstruoso, a este Donald Trump que supimos conseguir.

HASTA EL FINAL...

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"El sueño eterno" Por Daniel Link para Perfil

Las revoluciones las hacen las multitudes, no los hombres (o mujeres) individuales. Las multitudes sueñan su emancipación, su futuro y su dicha. Su resistencia al poder y su vocación de revuelta son el índice de un malestar que se potencia a medida que dura en el tiempo. Aunque la lógica temporal de la revolución todavía no es clara, sabemos que no se mide en vidas humanas y que se corresponde con un desgarramiento, porque allí donde hay deseo (o amor) hay desgarramiento.
Los hombres (o mujeres) individuales forman partidos, arman conspiraciones, crean planes estratégicos, pero sin el deseo y el desgarramiento no se llega a nada, porque las ideas justas son a veces ideas que se atienen al sentido común dominante y al consignismo establecido (“paz, pan y trabajo”), meros puntos de verificación.
El pensamiento revolucionario (que compromete los cuerpos, los tiempos y los relatos), en cambio, es tartamudo, se expresa sólo con interrogaciones (“¿Qué hacer?”), quiebra todas las demostraciones.
Murió Fidel Castro. Sea. Para muchos estaba muerto hace ya demasiado tiempo, desde el momento mismo en el que la Revolución Cubana se empantanó en su propio mar de los sargazos. Fidel Castro fue un líder: no el que inventó la Revolución, sino el que encauzó los sueños, las esperanzas y las energías de una multitud incivil. Lo que pasó después, es bien sabido (también la Revolución Francesa terminó en Napoleón).
Los medios del mundo (especialmente los argentinos) aprovecharon la circunstancia para cerrar definitivamente un libro enmohecido y arrojarlo al agua para que se lo devoren los tiburones. Con una algarabía que hiela la sangre, dijeron “Ya está”. Fracasó la revuelta de los catalanes (1640-1652), fracasó la revolución inglesa (1642-1689), fracasó la Revolución Francesa (1789), fracasó la Comuna de París (1871), fracasaron las Revoluciones Mexicana (1910), Bolchevique (1917) y Cubana (1959), se nos dice. Basta de estos asuntos. Dediquémonos al desarrollo. Pero en fin, para citar al filósofo: “¿quien ha creído en algún momento que una revolución termina bien? ¿Quién, quién?”.
Una revolución no es solamente el proceso por el cual se toma el poder (es decir el Estado) para constituir una nueva casta de burócratas, sino un desgarramiento que introduce al nuevo pueblo y desplaza el horizonte de lo imaginable hasta límites desconocidos hasta entonces.
No se puede (no se debe) someter el deseo, la esperanza y la espera de la revolución a la lógica del “suceso” o de la adecuación entre los objetivos y los logros. Todo el mundo sabe que las revoluciones fracasan. Pero que las revoluciones se frustren o que salgan mal nunca ha conseguido extirpar del todo el deseo de revuelta e insurrección.
Murió Fidel. Pero la idea (el deseo, el sueño, la esperanza) siguen intactos mientras la única salida para el ser humano consista en volverse revolucionario (no por capricho, sino porque la cuota de sufrimiento que el estado actual del mundo provoca es demasiada alta). Cuantas menos certezas tengamos sobre el tiempo que vendrá, tanta más energía habrá de liberarse cuando llegue el momento. Y cuanto más fracasen las revoluciones, cuanto más se obstine el poder en confundir el relato histórico con el deseo, tanto más nos aferraremos a nuestro sueño.
Antes se suponía o se sabía que la revolución la harían los campesinos y los obreros. Pero esos nombres han dejado ya de ser políticos (han dejado de ser el sujeto de la historia) y las clases, sin desaparecer, han cedido su protagonismo a nuevas singularidades: las mujeres, los desocupados, los indignados, los que se oponen al orden neoliberal (continuo desde la década del setenta, no hay que engañarse), los ecologistas, las comunidades indígenas, los disidentes sexuales, los migrantes, los hackers, los poetas y los artistas, las máquinas, yo qué sé (¿no fundan las películas Terminator y Matrix un pensamiento terrorista sobre la hipótesis maquínica?).
Murió Fidel y alguien dijo que murió el último de los dioses del siglo XX. No tanto ni tan poco: un sumo sacerdote de un culto que seguirá vivo, eterno y sin dueños.