domingo, 30 de octubre de 2016

LOS CONTRATOS Y LAS EXPERIENCIAS...


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Una amiga (sangre que no es de mi sangre) perdió al padre recientemente (q.e.p.d), por lo que, los sucesos de las últimas horas -especialmente el hecho de haber quedado gratamente sorprendido después de escuchar a un cura- me generaron algunos rumores internos que me gustaría bajar...
Tuve, durante mi infancia y mi adolescencia, una relación contractual con la iglesia (la educación consiste en desprenderse, con el tiempo, de esos contratos de adhesión que nuestros padres firman con las instituciones de las que participamos mientras crecemos: ellos firman, nosotros quedamos adheridos.). 
Finalizada la etapa de "formación", quedè librado a mi propia suerte y verdad. Y mi suerte y mi verdad fueron las siguientes: basta de iglesia, basta del "opio de los pueblos", de ahora en mas racionalismo puro y duro.
Pero mi relación con Dios, por el contrario, fue algo mas del orden de lo sensorial, de lo circunstancial. Algo que no tiene nada que ver con mi relación con la iglesia, sino con una cuestión de intimidad.
Ninguna fecha cierta propia de los contratos puesta en juego ahì; nada del orden de lo "dado", de lo "socialmente establecido". 
Sucediò asì; una tarde volvìa de jugar a la pelota con un dolor muy fuerte en una de mis piernas. De pronto subiò al colectivo (el 165 para màs datos) un vendedor ambulante ofreciendo una crema para los dolores musculares. No fue ni la primera ni la ùlitima casualidad que me pasò en la vida, claro, pero si recuerdo puntualmente esa (y no otras), es porque ahì percibì otra cosa: la presencia de Dios.
"Me resulta tan asombroso la idea de que Dios exista como la idea de que no exista", leì que dijo uno, no recuerdo quièn. Adhiero.
Tambièn adhiero a lo siguiente: en una vieja entrevista televisiva, el filòsofo-borracho (nunca le avisaron que ser filòsofo "ya es" ser borracho?) Deleuze decìa que estaba cansado que lo invitaran a la televisiòn para preguntarle si cree en Dios o no. El tipo acierta cuando dice lo siguiente: "todos preguntan si uno cree o no cree, pero la pregunta no es esa, la pregunta es en qué pensàs que te mejora el hecho de creer?
No sè en que nos podría mejorar. Mi fe es espasmódica, epidèrmica. No clasifica. Sigo pensando que si hay un Dios, no participa. Y que llega el dìa en que el velador se apaga. Y se apaga: racionalismo puro y duro.
Lo que sì sè es que a veces me importa menos lo que la gente diga o piense sobre determinado asunto que el hecho de darme cuenta del tipo de relación que esa persona que habla tiene con eso que està diciendo.
Eso me pasò con el cura de esta mañana. Notè ahì algo especial. Hablaba desde la institución, claro (una instituciòn que, los sabemos desde siempre, al mismo tiempo que da "cobijo" frente a la muerte, postula formas de vida totalmente ajenas a los deseos que suelen impulsar a las vidas), pero el tipo no parecía estar siendo ventrilocuado.
Parecìa estar comunicando su experiencia. Su viaje en el 165, del que yo me bajè, y en el que èl siguió. 
Y esa comunicaciòn, esa palabra plena, me tuvo con la cabeza a fuego lento hasta ahora.

domingo, 23 de octubre de 2016

LO MÀS Y LO MENOS...

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Circula un texto por este medio, titulado: "Xq no ni uno menos". Es interesante lo que dice porque los ejemplos que da son claramente casos cotidianos (instalados culturalmente) de lo que es la violencia de género; es decir, la violencia que un hombre ejerce sobre una mujer EN TANTO QUE MUJER. Està bueno tenerlo presente, porque últimamente escucho que se atribuye el rótulo "violencia de género" a situaciones en las que yo veo violencia, pero no una cuestión de género. No alcanza que la damnificada sea una mujer y que el agresor sea un hombre para que la violencia sea de género; tiene que ser que se la agravie de una forma tal que un hombre no harìa con otro hombre. El texto ejemplifica con casos concretos. Pero si un hombre insulta a una mujer con un mismo calificativo que usarìa para un hombre y por el mismo motivo que lo harìa con un hombre, en todo caso se trata de un acto violento, pero no de violencia de gènero. Me parece interesante tener presente esta diferencia, porque si absolutamente todo cae bajo el rotulo de "violencia de gènero", se pierden de vista cuáles son los patrones culturales que se deberìan modificar para tener una sociedad mejor.

domingo, 16 de octubre de 2016

EL GRAN SEÑOR...

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"EL MEJOR DIRECTOR DEL MUNDO" Por Fabian Casas para Perfil

Tenía 13 años y quería ver Manhattan, de Woody Allen, que era prohibida para menores de 14. Todos decían que esa película era genial, intelectual, sofisticada: todo lo que yo quería ser. Le pedí a mi amigo Beto Extranges, que era alto y corpulento, que me acompañara al cine donde la daban; si él sacaba la entrada y yo me paraba detrás, tal vez no me pidieran documento. Hicimos eso, fue en el cine Luxor, de Lavalle. La película de Woody Allen era en blanco y negro y era, también, muy diferente a las anteriores suyas que yo ya había visto: Bananas, Sueños de un seductor. Esta casi no tenía gags, pero había algo en ella que me volvía loco. No sé qué. Incluso la historia era bien sencilla: un hombre mayor, divorciado, se enamora de una chica muy joven y fantasea siempre con que ella lo va a dejar. Beto Extranges se durmió inmediatamente porque la película le pareció un bodrio. Yo salí en éxtasis. Me di cuenta de que el cine que me impactaba era ese que producía un cambio radical en mí. Antes, con las películas que veía, me pasaba que al salir del cine la realidad me parecía chirle, aburrida. Yo quería seguir viviendo en la película. Con este tipo de filmes nuevos que ahora estaba disfrutando, la realidad entraba en crisis, se ponía en estado de pregunta, de incertidumbre. El mundo se ampliaba y se volvía un lugar inquietante. 

Pasaron los años y mi viejo me dijo que había visto una película muy extraña sobre un nenito mudo y el fin del mundo. Me dijo que la viera porque él no la había entendido. La daban en el cine Lara de Avenida de Mayo (yo había visto ahí, todos los sábados por la noche, La canción es la misma, de Led Zeppelin). Fui a verla con Claudio Broccoli, un compañero de la facultad. Un gran amigo. La película se llamaba El sacrificio y me partió la cabeza. Era de Andrei Tarkovski. Tarkovski filma el mundo de los sueños, y en eso no hay nadie mejor que él. Sus películas son largos poemas que se resisten a ser asimilados. Nos acercamos a ellas como se acerca uno a un animal numinoso. Cuando salí del cine me armé una retrospectiva del director ruso: vi Stalker, Andrei Rubliov, Solaris, El espejo, La infancia de Iván. Todas eran obras maestras. No deja de maravillarme lo poco que vivió Tarkovski, lo poco que filmó y la potencia de cada uno de sus filmes.

Tarkovski nació el 4 de abril de 1932 y murió en París, de un cáncer, el 29 de diciembre de 1987. Tengo en mi biblioteca sus diarios, con el título de Martirologio, que era el nombre que les ponían a los textos jurídicos antiguos donde se procesaba a los cristianos primitivos. Como esos cristianos, Tarkovski también se sentía perseguido. Es impresionante todo lo que le pasa, cómo la tiene que remar para poder vivir, tener una casa digna, salir del país, entrar al país, cuidar a sus hijos, conseguir plata para mantener a su familia, defender de la censura soviética sus películas, pelear contra burócratas que le exigen que filme sobre el hombre soviético y el socialismo y no esas películas infectadas de misticismo y metafísica. A veces, hasta le piden que después de proyectar los filmes los explique. ¿Qué quiso decir, Tarkovski?, le preguntan. Y el tipo se enerva. Antes de los 40 años ya tiene dos infartos. “El cine ha caído en la mediocridad. Básicamente porque los así llamados cineastas se han apartado del mundo espiritual. En la concepción de estos cineastas el cine es una forma agradable de ganar dinero y de conseguir la fama. Quiero hacer una película que por su significatividad sea igual a un acto vital. Evidentemente todo el mundo me injuriará e intentará crucificarme”. 

El 28 de diciembre de 1977 transcribe, en una entrada de su diario, un texto de Lao Tse: “La blandura es superior, la dureza inferior. Cuando el hombre nace, es blando y flexible. Cuando muere, duro y rígido. Cuando el árbol crece, es flexible y tierno y cuando está seco  y duro, muere. La rigidez y la dureza son los compañeros de la muerte. La flexibilidad y la blandura expresan la frescura de la existencia. Por eso, lo que ha endurecido, no vencerá”. 

sábado, 1 de octubre de 2016

CAMBIO DE FILTRO...

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"HOLA SUSANA" Por Martìn Kohan para Perfil

¿Qué es peor: ser puto o ser mujeriego? El debate lo instaló Susana Giménez en su programa de televisión, que es ciertamente muy visto. Porque no es lo mismo hablar por televisión, que es seguida por un montón de gente, que hablar en los sillones del living de la casa de uno. Pero ocurre que la televisión suele montar escenas de living con sillones, o de mesas de almuerzo en el comedor de una casa, o de mesas de bar para que los amigotes se junten, y la gente se pone a conversar ahí como si no lo estuviera haciendo en público.

Ahora esto, por lo pronto: si es peor que a un determinado hombre (para el caso, Matías Alé) le gusten demasiadas mujeres, o le gusten mujeres demasiado, o que le gusten en cambio los hombres, así sea en su justa medida, ni poco ni mucho, digamos lo suficiente. Susana ya se expidió: es preferible el mujeriego. Que peca en lo cuantitativo, pero no en lo sustancial.

Susana alegará, y con razón, que trabaja con homosexuales, que tiene amigos que lo son, que hasta tuvo un florista que lo era y ella no trepidó en reclamar (por televisión, desde luego) que asesinaran al que lo asesinó. Pero el asunto no es Susana, claro, sino sus condiciones de posibilidad: no es ella, sino lo que la hizo posible, es decir, con otras palabras, nosotros mismos. ¿Cuándo fue y cómo fue que ganó tanto prestigio el hecho de hablar “sin filtro”? Sin filtro, es decir, sin pensamiento. Porque hablar sin filtro puede consistir, en ocasiones, en decir siempre lo que se piensa, sin cálculo y sin contención, lo cual supondría eventualmente una virtud, la virtud de ser sincero. Pero puede consistir también, y es acaso lo que con más frecuencia sucede, en hablar sin pensar lo que se dice.

No se trata, como se advertirá, del caso tan reclamado de aquellos que “piensan distinto” (y en rigor, distintamente). Porque con ellos es posible discrepar y discutir; es posible, y hasta necesario, ponerse a argumentar, oponer a esos pensamientos otros pensamientos. Se trata más bien de aquellos que hablan sin antes pensar, y sueltan así sin más lo primero que se les venga. ¿Cómo fue que, entre nosotros, una práctica tan negligente se fue volviendo una cosa buena: valorada como signo de frescura, de espontaneidad, de autenticidad, de franqueza?

Mejor ser mujeriego que puto, entonces: era de esperar un pronunciamiento así en el living de Susana Giménez. Pues para el paradigma añejo del tosco machismo argentino, del que Susana es frecuente vocera, en todo no-mujeriego (en el módico, en el tímido, en el fiel, en el prescindente) se cierne el peligro del puto: se incuba un puto en potencia. No siempre los feminismos al uso atacan estos prejuicios, y a veces, a mi entender, hasta los reproducen. A Gustavo Cordera ya se le explicó, y por demás, qué pasa con las mujeres que no quieren. Sobre los varones que no quieren, sin embargo, se descargan sanciones drásticas, y de eso (que también es machismo) se discute, por lo que sé, mucho menos.

Pensemos, por ejemplo, en las películas que Susana Giménez filmó en los años 70 con Alberto Olmedo y con Jorge Porcel (por lo demás, tan venerados). La idea de que corresponden a un impulso de liberalización sexual se debe estrictamente a la percepción que de ellas forjaron personas como Miguel Paulino Tato: personas notoriamente afectadas que dedicaron su vida entera a mirar culos y tetas. El censor como exorcista (que se enferma para curarnos), el censor como redentor (que se sacrifica para salvar nuestras almas), forja esta penosa versión de la libertad sexual (en su jerga, libertinaje), versión que llamativamente comparten algunos autodeclarados transgresores (en la línea Cacho Castaña).

El deseo, en ese cine, el deseo en ese mundo, no resultaba nunca otra cosa que un destino para las mujeres (en el sentido en que se dice que una cosa llega a destino) y un deber para los hombres (en el sentido en que existen cosas que no se pueden dejar de hacer: son obligatorias, son un mandato). Pero, ¿qué podría expresar un deseo tan brutalmente concebido, sino la más pura represión? ¿Y qué otra cosa podía producir toda esta represión, mal disfrazada de libertad, sino puros retorcimientos mal llevados, enrosques vanos y penas?