sábado, 26 de agosto de 2017

LOS PEQUEÑOS NEGOCIOS...


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"El emprendedor de la patria" Por Martin Kohan para Perfil
A mí también me resultó un tanto inadecuada la palabra “emprendedor”, utilizada por el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires para calificar (o descalificar, según cómo se mire) al General José de San Martín. Entiendo que pueda interpretarse esa definición como una suerte de devaluación, tanto simbólica como conceptual, del Padre de la Patria. Y entiendo que puedan haberse ofuscado ante ese hecho los sanmartinianos más sensibles y los patriotas más rotundos (aunque yo francamente no soy ninguna de las dos cosas).
Porque “emprendedor” es una palabra que hoy designa preferentemente a aquellos que asumen alguna iniciativa de tipo comercial o empresarial, ya se trate del que se arma una empresita de algo, con sueños de progreso, o el que pone un negocito en el barrio con lo que le dieron como indemnización cuando lo echaron de su trabajo. Hay en la expresión una carga de neto optimismo, de esa clase de optimismo un poco forzado y un poco forzoso que imparten las doctrinas de la autoayuda, pretendiendo que, quien se lo proponga de veras y con ganas, ha de triunfar en la vida (no depende de nadie más que de ella o él).
La gesta mayúscula que llevó a cabo José de San Martín, hacedor del colosal ejército que consolidó la libertad de un país, el suyo, y la extendió gloriosamente hacia otros dos, Chile y Perú, jaqueando la dominación colonial de España y concretando entretanto la hazaña cuasi impar del cruce de la cordillera de los Andes con tropas y pertrechos y todo, parece verse marcadamente empobrecida, si es que no directamente denigrada, por una designación por lo demás tan magra: “emprendedor” (como si se dijera que le puso onda, que se puso las pilas, que tiró para adelante, que se atrevió a más).
Pero tal vez no tenemos que suponer (lo digo desde la esperanza) que se trató nada más que de un tropiezo semántico, producto de una visión del mundo limitada al espíritu de los mercaderes o al espíritu new age (o peor aun, al de los mercaderes new age). ¿Por qué no plantearnos, mejor, que pudo tratarse en verdad de una intervención netamente ideológica (en el más potente sentido del término) sobre la historia argentina y su orden de sentido? ¿Por qué no dirimir si, al usar esa palabra, “emprendedor”, y al asestársela a San Martín, no se estaba en verdad retomando los severos cuestionamientos que Juan Bautista Alberdi, en El crimen de la guerra, lanzara contra el criterio historiográfico impartido por Bartolomé Mitre?
Alberdi se opuso con argumentos contundentes a la forma en que Bartolomé Mitre remitía a la dimensión militar, esto es a las glorias de los campos de batalla, la función determinante de consagrar una mitología de origen para la definición de la nacionalidad en curso, y de establecer un régimen de valores ejemplares para el diseño de un modelo de ciudadanía. Contra esta historia de soldados por vocación (como San Martín) o por necesidad (como Manuel Belgrano), Alberdi reclamaba una historia que erigiera en cambio sujetos heroicos de otra índole: inventores, científicos, industriales, en fin, por qué no: “emprendedores”.
¿No habrá estado apuntando a esto, en realidad, el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires? ¿No habrá decidido reabrir y retomar aquellas polémicas mitigadas pero cruciales del final del siglo XIX? ¿Volver sobre esa cuestión insoslayable: la de los modelos de identidad nacional, la de los modelos de sociedad posible, esgrimidos y proyectados, imperantes o relegados, validados o excluidos? ¿No está planteándonos, en cierta forma, si uno se fija, un debate fundamental sobre la relación entre capitalismo y violencia? San Martín, sí; y también Mitre y Alberdi y Sarmiento, claro; y luego Max Weber y Gramsci y Carl Schmitt, por qué no; y finalmente etcétera y etcétera y etcétera.
La historia y la teoría social se ven así convocadas para mejor pensar nuestro presente. ¡Y eso que, por un instante, a punto estuvimos de concluir que se trataba nada más que de una palabra empleada con absoluta torpeza! ¡A punto estuvimos de caer en la desazón frente a lo que parecía ser nada más que una banalidad irremontable!
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LO QUE SE PUEDE Y LO QUE SE DEBE...

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"Si, se puede" Por Daniel Link para Perfil

Se puede seguir diciendo “qué barbaridad” ante cada atentado que, más allá de los muertos, refuerza el carácter policíaco de las sociedad contemporáneas, se puede salir cada mañana con una sonrisa a la calle, ignorando los cuerpos de los que duermen ahítos de paco, vino rancio o desesperanza en los umbrales de las casas, se puede seguir sin preocupación auténtica el enrarecimiento climático y el derretimiento de los hielos polares, se puede marcar en un mapa, con curiosidad de entomólogo, las migraciones desesperadas de hombres, mujeres y animales, se puede seguir reclamando una solución que tal vez nos sea dada para la inflación, el desempleo, la falta de horizontes, se puede seguir pidiendo mano dura contra los crímenes de pobreza y se puede seguir apostándolo todo a una educación que, sin embargo, se degrada día a día, se puede seguir añorando melancólicamente la época de los grandes discursos y relatos, se puede mirar televisión reprimiendo las ocasionales arcadas ante la grosería, la misoginia y la homofobia, se pueden contabilizar las unidades de energía consumida en humo, en polvo, en nada y pagar con obediencia civil la factura a fin de mes, se puede concurrir voluntariamente a los tribunales para reconocer una violación a unas reglas del tránsito completamente caprichosas y aceptar la pena, se puede seguir comprando muebles hechos con pedazos de selva desmontada, se puede seguir confiando en que la justicia burguesa restablezca alguna vez los valores que se dicen perdidos desde hace rato y se puede seguir soñando con una hipoteca que reinstale la burbuja vertiginosa de 2008 que algunos países nunca conocieron.
Se puede seguir confiando en los bancos y la bancarización de la vida cotidiana, se puede reemplazar, por supuesto que se puede, la solidaridad por la mera expectativa compungida, se pueden comprar dólares con cuentagotas con la ilusión de que servirán para algo, se puede encender la radio para escuchar las voces que no tienen nada para decir pero que no pueden callar porque son el soporte agónico de una siguiente tanda comercial, un ruido negro, negrísimo, que trae por contraste el recuerdo del ruido blanco que fue el arrullo de la infancia. Se puede aceptar el desbaratamiento y el abaratamiento de la lengua, se pueden aceptar los lugares comunes, enhebrados uno tras otro, como un collar de cuentas de fantasía, se puede, se puede. ¿Quién dijo que no se puede?
Mejor que apostar a lo que se puede, es apostar a lo imposible y que es, por eso mismo, necesario: la construcción del bien común, la aspiración a la felicidad total, de todos, de todas y de todes, la algarabía de un día nuevo que anuncia que los cuerpos podrán circular libremente entre fronteras, grupos y clases y que el mundo no se está muriendo de puro conformismo y de tristeza.