jueves, 30 de junio de 2011

UNA NUEVA SOCIEDAD...





Roberto Arlt
Los siete locos (fragmento)


"Sí, llegará un momento en que la humanidad escéptica, enloquecida por los placeres, blasfema de impotencia, se pondrá tan furiosa que será necesario matarla como a un perro rabioso...Será la poda del árbol humano... una vendimia que sólo ellos, los millonarios, con la ciencia a su servicio, podrán realizar. Los dioses, asqueados de la realidad, perdida toda ilusión en la ciencia como factor de felicidad, rodeados de esclavos tigres, provocarán cataclismos espantosos, distribuirán las pestes fulminantes... Durante algunos decenios el trabajo de los superhombres y de sus servidores se concretará a destruir al hombre de mil formas, hasta agotar el mundo casi... y sólo un resto, un pequeño resto, será aislado en algún islote, sobre el que se asentarán las bases de una nueva sociedad."

LOS LIBROS...





En el nombre del Padre
Por Daniel Link para Perfil Cultura


Es 1999 y el escritor me abre la puerta y me conduce a una sala destemplada de una vieja casona arruinada de Olivos. Todavía no lo sé, pero será el primer suicida que yo conozca en mi vida. Como no tengo estructura depresiva, y la melancolía con la que cargo se me tranquiliza al trabajar, nunca pude entender demasiado ese arrojo. Creo que alguna vez leí que hay sólo dos cosas que prohíben todas las culturas: el incesto y el suicidio. Después leí, en Benjamin, que el suicida es un héroe de la modernidad. Pero nunca consideré interesante ese consuelo.

Charlando con él, me doy cuenta de que tiene ideas raras, interesantes, que sabe que tenía que hacer algo más que pasar por escrito su peripecia familiar para poder sobrevivir a esa pesadilla (y sobre todo: a la pesadilla de un padre-escritor-maldito). Se queja de la plata que no tiene y yo, que siempre fui pobre, detesto ese tipo de quejas.

Nunca tuve demasiada paciencia con la gente con problemas, pero en su caso yo no me doy cuenta de que los tiene, y tan graves, aunque más de una vez me dice: “estoy enfermo, no tengo tiempo”. Para mí es sólo un apellido que evoca mi infancia cordobesa. Jorge Barón Biza (1942-2001) va a matarse y yo todavía no lo sé cuando lo conozco.

Como su novela, El desierto y su semilla (1998), me había gustado mucho (es una de las mejores novelas de los últimos veinte años, sin duda alguna), hago de su promoción una causa: le digo que ya va a ver, con el tiempo... Pero él no tiene tiempo y, como ha frecuentado casinos y ha usado tuxedos blancos, tiene una versión apocalíptica del éxito (a todo o nada: folies bergere, riviera francesa). Habría querido ser best-seller, ganar grandes premios literarios (que le negaron varias veces) y no compartir el destino de los escritores de provincia (Antonio Di Benedetto es su fantasma).

Le dedico un texto que dará la vuelta al mundo, “Un Edipo demasiado grande” (el título es impresionante, pero no es mío, sino de Deleuze): es faja de la edición española de El desierto y su semilla (ediciones 451, 2007), está traducido al italiano como “Un Edipo troppo grande” por Caminito editrice (Firenze: octubre de 2005) y como “Un Œdipe trop complexe” por Attila (París: junio de 2011, edición de homenaje a diez años de su muerte).

Cada vez que me pongo a corregir ese texto, me da pena y fastidio que él no esté acá para disfrutar de sus traducciones (igualmente, seguiría siendo pobre, porque lo publican editoriales chicas, de “buen gusto”). Y pienso, con felicidad, que soy capaz de inventar momentos de la literatura argentina y que él es mi creación más lograda. Por supuesto, me engaño (Sylvia Saítta es tanto más responsable que yo de ese “invento”).

No sé si él se daba cuenta de la importancia de su libro pero para mí es de una intensidad y una perfección rayana en lo inconcebible. Creo que el mayor mérito del libro es la relación con su vida: el modo (desconocido hasta entonces entre nosotros, tan tímidos, tan timoratos) en que se jugó la vida en esas páginas.

Tenía algo de la generación del ochenta (Wilde o uno de esos taraditos, pero de provincia, muy de provincia; casi nadie sabe lo que eso significa, el peso que implica), mezclado con algo del malditismo que le venía de su padre, Raúl Baron Biza, famoso porque le desfiguró la cara con ácido a su mujer, la madre de Jorge, porque se suicidó sin ninguna consideración hacia sus hijos y, también, porque dio a la literatura argentina alguna de sus textos más raros, que combinan el rencor y la potencia imaginativa de Roberto Arlt con una prosa que no tiene nada que envidiarle a la de Horacio Güiraldes.

Antes de conocer a Jorge yo no había leído nada de Raúl, y si después me entretuve con sus textos afiebrados, excesivos, totalmente fuera de los registros más transitados de la literatura argentina, fue para entender mejor su vida y su obra (quiero decir: el paso de vida que es su obra, El desierto y su semilla, esa novela fulgurante que he decidido acompañar hasta el fin de los tiempos).

¿Por qué no se leen las maquinaciones literarias de Barón Biza padre (hay un “grupo de restauradores” que se empecina en rescatar sus libros y fragmentos del olvido, y Christian Ferrer es el único que, desde fuera de la institución literaria, ha examinado su obra con atención: Barón Biza, el inmoralista)?

Por supuesto, es difícil sostener su perspectiva de que las mujeres son sólo “hembras” cuya única virtud es servir de receptáculo seminal (perspectiva totalmente literaria y que no hay que confundir con una ideología de la persona). Su decadentismo y su coqueteo con la inmoralidad son ciertamente cansadores. Pero las mismas objeciones podrían oponerse a las páginas atrabiliarias de Roberto Arlt (que, encima, están peor escritas).

Y si los textos de Manuel Gálvez siguen siendo objeto de la curiosidad académica, sino por otra razón, al menos porque en su momento fueron muy leídos, El derecho de matar, que pasó de vender 5.000 ejemplares en 1933 a vender 50.000 en 1935 (y que en 1936 sufrió una adaptación teatral), merecería la misma consideración. El texto, además, tuvo la dicha de escandalizar a los moralistas de su tiempo y contra él se levantó proceso por obscenidad.

Se dirá que nada de eso importa al juicio estético y que la novela es radicalmente mala, pobre en su anécdota, demasiado chillona. ¿Pero no es acaso la “literatura mala” la que mejor deja leer las tensiones de su tiempo (precisamente porque no puede trasladarlas a un plano de composición que distorsione su sentido)? Todo lo que escribió Barón Biza padre es de ese tenor y más: sus dedicatorias son excesivas: a Dios mismo, cuando no al Papa, como si quisiera ocupar (la soberbia de su empeño no puede ser negada por nadie) el lugar de un Anticristo y no el de un hijo descarriado de la aristocracia provinciana de la que provenía.

De los muchos libros que anunció que publicaría, muchos se han perdido (se sospecha que los quemó antes de suicidarse): Lepra, Gusanos. Pero otros están allí, a la espera de alguien que los sustraiga del archivo polvoriento: Risas, lágrimas y sedas (1924), Por qué me hice revolucionario (1933-1934), Punto final (1941).

Si antes podía dudarse sobre los fundamentos de una empresa semejante, hoy ya no quedan dudas. La experiencia que llamamos El desierto y su semilla necesita de esa restitución, que pondrá en su justa perspectiva su radicalidad: “un Edipo demasiado grande”. No es que Jorge Barón Biza haya luchado contra su padre, sino que escribió el texto que él no pudo y, al hacerlo, diseñó un programa de lectura para las generaciones futuras.

El canon argentino, ya artrítico bajo el peso de la medianía pequeñoburguesa de Borges, Cortázar y sus sucesores, todavía no ha aprendido a leer esas otras lenguas que vienen de las clases muertas, de los bordes exteriores de la civilización (es decir, de la moda), del más allá de un laicismo de manual escolar, y sobre todo, desde el fondo oscurísimo de las mitologías de provincia. Eso, nada menos, quiere decir El desierto y su semilla, en las lenguas fronterizas en las que está escrita: que llueva, aunque sean lágrimas de desesperación, sobre el páramo de la literatura, para que algo nuevo germine.

PAISAJE DESPUÈS DE LA BATALLA...











Hay algo que siempre me gustó en la idea de que River pierda la categoría.Y es que los momentos de crisis, propios como ajenos,son indispensables para, en principio, pensarlo todo otra vez. El cambio efectivo para ser (o volver a ser) lo que uno no es, tiene que ver con un proceso. Es, justamente, el lugar de la crisis el que uno se debe ubicar para habilitar la posibilidad de cambio a futuro. Dejar de lado la hermosa fantasía que reza la canción: "que sólo es el tiempo el que llevará a tu vida adonde quieras que esté".
Me gusta, sobre todo,la idea de que esa crisis suceda donde siempre se pensó que era imposible que tal cosa ocurriera. Que River (un equipo-nación por el que pasaron, a los largo de su enorme historia, los mejores jugadores del país, ganando infinidad de títulos y generando negocios millonarios)deba ir a jugar con equipos de segunda categoría en canchas que -literalmente- son de segunda categoría.
Teniendo en cuenta que -para quien esto escribe- se trata de una crisis meramente deportiva, no puedo dejar de verlo como algo absolutamente necesario para pensarlo todo otra vez.
Aseguradas nuestras necesidades básicas como seres humanos, todo debería (y en algún momento es muy probable que así suceda)ser puesto en crisis.
Y es que, siguiendo la sociología de Bourdieu y la escuela psicológica de la cotidianeidad, el sujeto ocupa un lugar en el campo social, y estructura su identidad en las relaciones diarias con sujetos de su mismo y de otros campos. Y lo hace, justamente, a partir de hábitos.
Cuando las posiciones en el campo se reestructuran (por nuevas relaciones entre los sujetos), el hábito comienza a caer y, en consecuencia, surge la temida crisis por la recuperación de la identidad perdida.
De la articulación imaginaria frente al dolor de ya no ser y la posibilidad de poder volver a ser, es que todo vuelve a ser tan deseable como necesario: el pensamiento y la acción.
Y es que, como siempre, este fracaso viene a decirnos que nosotros -todos- también,ante la posibilidad cierta de experimentar algún tipo de derrumbe, algún tipo de imposición externa.
Tal vez, lo mejor que nos podría pasar.

domingo, 26 de junio de 2011

SUJETO E IDEOLOGÌA




LOUIS ALTHUSSER. (FRANCIA 1918-1990)

"La ideología sólo existe por el sujeto y para los sujetos. O sea: sólo existe ideología para los sujetos concretos y esta destinación de la ideología es posible solamente por el sujeto: es decir por la categoría de sujeto y su funcionamiento.

Con esto queremos decir que aun cuando no aparece bajo esta denominación (el sujeto) hasta el advenimiento de la ideología burguesa, ante todo con el advenimiento de la ideología jurídica, la categoría de sujeto (que puede funcionar bajo otras denominaciones: por ejemplo, en Platón, el alma, Dios, etc.) es la categoría constitutiva de toda ideología, cualquiera que sea su fecha histórica, ya que la ideología no tiene historia.

Decimos que la categoría de sujeto es constitutiva de toda ideología, pero agregamos enseguida que la categoría de sujeto es constitutiva de toda ideología sólo en tanto toda ideología tiene por función (función que la define) la “constitución” de los individuos concretos en sujetos. El funcionamiento de toda ideología existe en ese juego de doble constitución, ya que la ideología no es nada más que su funcionamiento en las formas materiales de la existencia de ese funcionamiento.

Para comprender claramente lo que sigue es necesario tener presente que tanto el autor de estas líneas como el lector que las lee son sujetos y, por lo tanto, sujetos ideológicos (proposición tautológica), es decir que tanto el autor como el lector de estas líneas viven “espontáneamente” o “naturalmente” en la ideología, en el sentido en que hemos dicho que “el hombre es por naturaleza un animal ideológico”.

Que el autor, al escribir las líneas de un discurso que pretende ser científico, esté completamente ausente, como “sujeto”, de su “discurso” científico (pues todo discurso científico es por definición un discurso sin sujeto y sólo hay “sujeto de la ciencia” en una ideología de la ciencia), es otra cuestión, que por el momento dejaremos de lado.

Tal como dijo admirablemente San Pablo, es en el “Logos” (entendamos, en la ideología) donde tenemos “el ser, el movimiento y la vida”. De allí resulta que, tanto para ustedes como para mí, la categoría de sujeto es una “evidencia” primera (las evidencias son siempre primeras): está claro que ustedes y yo somos sujetos (libres, morales, etc.). como todas las evidencias, incluso aquellas por las cuales una palabra “designa una cosa” o “posee una significación” (incluyendo por lo tanto las evidencias de la “transparencia” del lenguaje), esta “evidencia” de que ustedes y yo somos sujetos —y el que esto no constituya un problema— es un efecto ideológico, el efecto ideológico elemental. En efecto, es propio de la ideología imponer (sin parecerlo, dado que son “evidencias”) las evidencias como evidencias que no podemos dejar de reconocer, y ante las cuales tenemos la inevitable y natural reacción de exclamar (en voz alta o en el “silencio de la conciencia”): “¡Es evidente! ¡eso es! ¡Es muy cierto!”

En esta reacción se ejerce la función de reconocimiento ideológico que es una de las dos funciones de la ideología como tal (su contrario es la función de desconocimiento).

Tomemos un ejemplo muy “concreto”: todos nosotros tenemos amigos que cuando llaman a nuestra puerta y nosotros preguntamos “¿quién es?” a través de la puerta cerrada, responden (pues es “evidente”) “¡Soy yo!” De hecho, nosotros reconocemos que “es ella” o “es él”. abrimos la puerta, y “es cierto que es ella quien está allí”. Para tomar otro ejemplo, cuando reconocemos en la calle a alguien de nuestro conocimiento, le mostramos que lo hemos reconocido (y que hemos reconocido que nos ha reconocido) diciéndole “¡Buen día, querido amigo!” y estrechándole la mano (práctica material ritual de reconocimiento ideológico de la vida diaria, al menos en Francia; otros rituales en otros lugares).

Con esta advertencia previa y sus ilustraciones concretas, deseo solamente destacar que ustedes y yo somos siempre ya sujetos que, como tales, practicamos sin interrupción los rituales del reconocimiento ideológico que nos garantizan que somos realmente sujetos concretos, individuales, inconfundibles e (naturalmente) irremplazables. La escritura a la cual yo procedo actualmente y la lectura a la cual ustedes se dedican actualmente son, también ellas, desde este punto de vista, rituales de reconocimiento ideológico, incluida la “evidencia” con que pueda imponérseles a ustedes la “verdad” de mis reflexiones o su “falsedad”.

Pero reconocer que somos sujetos, y que funcionamos en los rituales prácticos de la vida cotidiana más elemental (el apretón de manos, el hecho de llamarlo a usted por su nombre, el hecho de saber, aun cuando lo ignore, que usted “tiene” un nombre propio que lo hace reconocer como sujeto único, etc.), tal reconocimiento nos da solamente la “conciencia” de nuestra práctica interesante (eterna) del reconocimiento ideológico —su conciencia, es decir su reconocimiento—, pero no nos da en absoluto el conocimiento (científico) del mecanismo de este reconocimiento. Ahora bien, en este conocimiento hay que ir a parar si se quiere, mientras se hable en la ideología y desde el seno de la ideología, esbozar un discurso que intente romper con la ideología para atreverse a ser el comienzo de un discurso científico (sin sujeto) sobre la ideología.

Entonces, para representar por qué la categoría de sujeto es constitutiva de la ideología, la cual sólo existe al constituir a los sujetos concretos en sujetos, voy a emplear un modo de exposición especial, lo bastante “concreto” como para que sea reconocido, pero suficientemente abstracto como para que sea pensable y pensado dando lugar a un conocimiento.

Diría en una primera fórmula: toda ideología interpela a los individuos concretos como sujetos concretos, por el funcionamiento de la categoría de sujeto.

He aquí una proposición que implica que por el momento distinguimos los individuos concretos por una parte y los sujetos concretos por la otra, a pesar de que, en este nivel, no hay sujeto concreto si no está sostenido por un individuo concreto.

Sugerimos entonces que la ideología “actúa” o “funciona” de tal modo que “recluta” sujetos entre los individuos (los recluta a todos), o “transforma” a los individuos en sujetos (los transforma a todos) por medio de esta operación muy precisa que llamamos interpelación, y que se puede representar con la más trivial y corriente interpelación, policial (o no) “¡Eh, usted, oiga!”.

Si suponemos que la hipotética escena ocurre en la calle, el individuo interpelado se vuelve. Por este simple giro físico de 180 grados se convierte en sujeto. ¿Por qué? Porque reconoció que la interpelación se dirigía “precisamente” a él y que “era precisamente él quien había sido interpelado” (y no otro). La experiencia demuestra que las telecomunicaciones prácticas de la interpelación son tales que la interpelación siempre alcanza al hombre buscado: se trate de un llamado verbal o de un toque de silbato, el interpelado reconoce siempre que era precisamente él a quien se interpelaba. No deja de ser éste un fenómeno extraño que no sólo se explica por el sentimiento de culpabilidad”, pese al gran número de personas que “tienen algo que reprocharse”.

Naturalmente, para comodidad y claridad de la exposición de nuestro pequeño teatro teórico, hemos tenido que presentar las cosas bajo la forma de una secuencia, con un antes y un después, por lo tanto bajo la forma de una sucesión temporal. Hay individuos que se pasean. En alguna parte (generalmente a sus espaldas) resuena la interpelación: “¡Eh, usted, oiga!”. Un individuo (en el 90% de los casos aquel a quien va dirigida) se vuelve, creyendo-suponiendo-sabiendo que se trata de él, reconociendo pues que “es precisamente a él” a quien apunta la interpelación. En realidad las cosas ocurren sin ninguna sucesión. La existencia de la ideología y la interpelación de los individuos como sujetos son una sola y misma cosa.

Podemos agregar que lo que parece suceder así fuera de la ideología (con más exactitud en la calle) pasa en realidad en la ideología. Lo que sucede en realidad en la ideología parece por lo tanto que sucede fuera de ella. Por eso aquellos que están en la ideología se creen por definición fuera de ella; uno de los efectos de la ideología es la negación práctica por la ideología del carácter ideológico de la ideología: la ideología no dice nunca “soy ideológica”. Es necesario estar fuera de la ideología, es decir en el conocimiento científico, para poder decir: yo estoy en la ideología (caso realmente excepcional) o (caso general): yo estaba en la ideología. Se sabe perfectamente que la acusación de estar en la ideología sólo vale para los otros, nunca para sí (a menos que se sea realmente spinozista o marxista, lo cual respecto de este punto equivale a tener exactamente la misma posición). Esto quiere decir que la ideología no tiene afuera (para ella), pero al mismo tiempo que no es más que afuera (para la ciencia y la realidad).

Esto lo explicó perfectamente Spinoza doscientos años antes que Marx, quien lo practicó sin explicarlo en detalle. Pero dejemos este punto pletórico de consecuencias no sólo teóricas sino directamente políticas, ya que de él depende, por ejemplo, toda la teoría de la crítica y de la autocrítica, regla de oro de la práctica de la lucha de clases marxista-leninista.

La ideología interpela, por lo tanto, a los individuos como sujetos. Dado que la ideología es eterna, debemos ahora suprimir la forma de temporalidad con que hemos representado el funcionamiento de la ideología y decir: la ideología ha siempre-ya interpelado a los individuos como sujetos; esto equivale a determinar que los individuos son siempre-ya interpelados por la ideología como sujetos, lo cual necesariamente nos lleva a una última proposición: los individuos son siempre-ya sujetos. Por lo tanto los individuos son “abstractos” respecto de los sujetos que ellos mismos son siempre-ya. Esta proposición puede parecer una paradoja.

Sin embargo, el hecho de que un individuo sea siempre-ya sujeto, aun antes de nacer, es la simple realidad, accesible a cualquiera y en absoluto paradójica. Freud demostró que los individuos son siempre “abstractos” respecto de los sujetos que ellos mismos son siempre-ya, destacando simplemente el ritual que rodeaba a la espera de un “nacimiento”, ese “feliz acontecimiento”. Cualquiera sabe cuánto y cómo se espera a un niño que va a nacer. Lo que equivale a decir más prosaicamente, si convenimos en dejar de lado los “sentimientos”, es decir las formas de la ideología familiar, paternal/ maternal/ conyugal/ fraternal, en las que se espera el niño por nacer: se sabe de antemano que llevará el Apellido de su Padre.

Tendrá pues una identidad y será irremplazable. Ya antes de nacer el niño es por lo tanto siempre-ya sujeto, está destinado a serlo en y por la configuración ideológica familiar específica en la cual es “esperado” después de haber sido concebido. Inútil decir que esta configuración ideológica familiar está en su unicidad fuertemente estructurada y que en esta estructura implacable más o menos “patológica” (suponiendo que este término tenga un sentido asignable), el antiguo futuro-sujeto debe “encontrar” “su” lugar, es decir “devenir” el sujeto sexual (varón o niña) que ya es por anticipado. Es evidente que esta sujeción y preasignación ideológica y todos los rituales de la crianza y la educación familiares tienen alguna relación con lo que Freud estudió en las formas de las “etapas” pregenitales y genitales de la sexualidad, por lo tanto en la “toma” de lo que Freud señaló, por sus efectos, como el inconsciente"

A 20 AÑOS LUZ...










1991 fue, sin dudas, el año de los grandes discos de rock tanto en la esfera nacional como internacional.
En ese momento tenía nueve años, estaba en la primaria, y estaba aún lejos de vincularme a estas (y otras) grandes obras del principios de los noventa.
Tal cosa recién sucedió algún tiempo después (en mis primeros años de secundaria).
Recuerdo la fascinaciòn, a mis doce años, de Nirvana. Kurt Cobain era, en ese momento, un cuerpo (y un alma fundamentalmente) que -siguiendo la frase del Neil Young que el mismo Kurt cita en su carta de despedida- que acababa de arder por completo, para dar lugar a al nacimiento de la última gran leyenda del rock.
Su muerte puso en escena -en pantalla- una y otra vez aquella canción que rezaba: "me siento estúpido y contagioso". No era otra que la inmortal "Smells like teen spirit". Esa fue, como para gran parte de los adolescentes de la generación "Y", mi entrada al rock.
Casi en forma paralela, cae en mis manos el casete de un grupo nacional llamado Patricio Rey y Sus Redonditos de Ricota, titulado "La Mosca y la Sopa". Ese disco, al dìa de hoy, sigue teniendo canciones de las màs brillantes del rock nacional. "Salando las heridas" sigue, siendo, veinte años después, una de las canciones que me llevaría a la luna.
De ese mismo año es, también, el album negro de Metallica. Can canciones de una potencia impresionante (Enter Sadman, The unforgiven) y una, especialmente, de una belleza sublime: Nothing else matters.
A los 15, por medio de un compañero de secundario, di con la banda que, a la fecha, sigue siendo mi principal fuente emotiva: Pearl Jam.
Ten, su disco inaugural, con Jeremy, Alive y Black a la cabeza, no es otra cosa que un refugio personal. Uno puede disolverse en el paisaje que se construye a través del sonido que emana del disco. La voz de Vedder es lo màs parecido a un abrazo sostenido en el tiempo.
La lectura, en esos tiempos del secundario, era algo obligatorio. El placer, entonces, venìa del cine yanqui, del fùtbol, y, principalmente, de los discos que corrìa, extasiado con mi billete de veinte pesos, a comprar al Musimundo que anduviera dando vueltas por ahì.

lunes, 20 de junio de 2011

LA MUJER INVISIBLE...




A falta de un libro, María Moreno reaparece con dos entregas: La Comuna de Buenos Aires (Capital Intelectual) es una serie de crónicas que registran voces, tumultos y reclamos de la crisis de 2001, en tanto Teoría de la noche, publicada por la Universidad Diego Portales de Chile, reúne relatos, columnas y entrevistas publicadas a lo largo de treinta años de periodismo y escritura. En esta entrevista, la autora explica sus métodos de trabajo, cuestiona la gran crónica latinoamericana y anuncia una forma de trabajo que indaga en la posibilidad de volver del todo invisible al cronista.

Por Violeta Gorodischer para el suplemento Radar. Página 12.

Los cacerolazos eran un ruido de fondo mientras ella pisaba el borde de su abismo privado: la madre, enferma de Alzheimer, agonizaba. El proceso fue tan intenso que no dejó lugar siquiera a la crisis externa. De ahí la nebulosa que parecía cubrirlo todo; de ahí esa voz imparable que venía de adentro y no se apagaba, y amenazaba con llevarla de la mano hacia la oscura zona del brote. Fue de repente, como un impulso. Una mañana, María Moreno respiró hondo y decidió salir, en el sentido más literal del término. Hoy cree que hubo algo terapéutico en el gesto de bajar a la calle con un grabador para entrevistar a la gente. No fue sólo registrar las voces ajenas sino escucharlas, transcribirlas, y comenzar a preguntarse por un afuera que, desde ese momento, se volvió interpelante. Gracias a la voz de los otros, María dejó de escuchar la suya.

Detalles más, detalles menos, éste sería el germen de La Comuna de Buenos Aires, libro que reúne bajo la forma de crónicas y entrevistas (muchas de ellas publicadas en Página/12) el abanico de relatos que circulaban en el año 2001. “De todas formas, nadie va a tener en cuenta el lugar de la mediación. Yo elijo qué va a salir, qué no, de qué forma y en qué orden: en eso hay una notoria manipulación de autoría, que pocos van a notar”, dice María Moreno con resignación, desde los sillones de su casa de Balvanera.

En la mesa hay café recién hecho y brownies de chocolate. Junto a ella, una de sus cuatro gatas maúlla sin motivo y se le enreda entre las piernas. Ya pasó los diez años y está un poco gorda; hay algo conmovedor en esos ojitos extraviados. María cree que sus maullidos, demasiado fuertes, replican los gritos de las personas mayores que ya no se escuchan siquiera a sí mismas.

–Vos sabés que yo creo que es mi vieja –dice mientras la acaricia, con una sonrisa cómplice que invita a la carcajada.

Diez años atrás, lo suyo no fue un análisis sociológico, ni un intento por captar el instante político. Descree de la supuesta “verdad” de la calle y se burla de los mapas del periodismo clásico para abordar las investigaciones. Ella prefiere empezar por al lado y ver qué sale, como hizo siempre. Por eso, explica, las entrevistas que abren el libro fueron hechas básicamente entre sus amigos (claro que no cualquiera es amigo de María Moreno: Alejandro Kaufman, Nicolás Casullo, Horacio González, Martín Caparrós, Silvia Delfino, por nombrar algunos). Como sea; a los intelectuales siguieron los asambleístas, y los piqueteros, y los ahorristas, y los curas tercermundistas, y las trans, y las trabajadoras de la fábrica Brukman. Un lamentable error hizo que se perdiera un archivo con dos entrevistas memorables: un médico y su gestión en un hospital del Conurbano, y una militante villera contando cómo se dio el tema de los saqueos y el trueque en su propio territorio. Aun así, el libro ofrece un conjunto de voces que permite leer, en este “destiempo” del acontecimiento, mucho más que una mera profecía.

La autora tiene sus reservas: “Creo que va a ser leído solamente en los sentidos de las declaraciones, y como un intento de apropiación profética, en una dirección u otra. Me parece irritante que me lleven directamente al campo político-político, cuando yo he trabajado en otro tipo de políticas. Es como escuchar el libro en un registro referencial, nada más”, dice.

Como si ahí no hubiera mediación y no existiera el efecto de montaje que ella tanto celebra. No existe la literalidad, parece decirnos Moreno. Ni siquiera cuando se hace una transcripción textual de las palabras del otro: “El reportaje no es un género de la verdad, es una operación con la escritura. No dejo de ser un soporte que interpreta: hay un trabajo que, con la selección y el corte, produce un texto que ya está casi al borde de la ficción”.

Basta mirar hacia atrás para descubrir estos y otros guiños a lo largo de su obra. María Moreno juega con las palabras y manipula los textos con absoluta libertad: se aleja de las categorizaciones, desquiciando al lector ortodoxo que quiere ponerlo todo en casilleros. Uno puede ver cómo los mismos personajes atraviesan metamorfosis a lo largo de los años. O espiar lugares recurrentes como el Alex Bar, ese que aparece frente a la Plaza Miserere de Banco a la sombra y reaparece en “La pasarela del alcohol”, una de las crónicas recopiladas en Teoría de la noche. Recién editado por la Universidad Portales de Chile, este otro libro es una suerte de antología que reúne indiscriminadamente columnas publicadas hace treinta años, reportajes coyunturales de hace diez, relatos cercanos a la autobiografía y ensayos escritos el año pasado. Todos, claro, atravesados por ese estilo que transformó a María Cristina Forero en María Moreno.

¿De dónde salió esta voluntad de reciclar su propia escritura? “Es mi propiedad y la uso de nuevo; o me hago un saqueo a mí misma, me parece que es válido”, dispara ella. “Hay cosas que investigué y dije de determinada manera que me parece que no tengo que transformar cuando me vuelve a servir.”

En el prólogo de Teoría de la noche, incluso se jacta de pasar el filtro de muchos editores de diarios a quienes entregó dos veces lo mismo, con ligeras modificaciones. Celebra el halo de ese fantasma anarquista que disfruta al presentarles a las mismas empresas los mismos textos disfrazados. Algo así como un modelo Robin Hood, de reapropiación y mini-estafa.

–Es más: me parece que en mi primer libro, que ahora va a reeditarse, El affaire Skeffington, yo hacía apropiación, atribución falsa y falsificación, también, con la biografía supuesta de alguien que existió. Y a su vez es una autobiografía apócrifa, porque no creo que una autobiografía necesariamente tenga que ser autorreferencial. Prefiero el término de Daniel Link: imaginación íntima.

MAS CRONISTA SERA USTED

Que no es cronista, dice. Era hora de confesarlo. No estaba en busca de un estilo cuando, tras haber colaborado en La Opinión, entró a la revista 7 Días en plena dictadura. Allí escribía sobre temas cotidianos con un tono barroco que hoy le resulta casi ilegible. Es que el eufemismo era la única estrategia para enfrentar la censura cuando el periodismo oficialista no daba noticias. Y si ese exceso le permitió cultivar lo que llama “zonas de manifestación literaria”, el día en que Tomás Abraham la invitó a colaborar en La Caja, descubrió que también podía hacer ensayos. Con su entrada al diario Sur llegó la posibilidad de cruzar la escritura con temáticas políticas concretas, al igual que en Tiempo Argentino, donde fue secretaria de redacción.

En plena transición democrática, María se animó a escribir sobre el feminismo de la diferencia, el de la igualdad, contar lo que pasaba con las francesas, con las anglosajonas. “A todo eso yo empiezo a hacerlo jugar en un suplemento que no se proponía en absoluto el ser feminista. Y La Mujer fue un éxito no porque lo compraran las feministas (que sí lo compraban) sino porque apareció un mercado consumidor, de mujeres profesionales”, recuerda al hacer memoria de sus primeros pasos en los medios. Eso sí: lo que nunca intentó ser es eso que hoy (los otros) llaman cronista.

–En el periodismo de los proyectos de Jacobo Timerman se hacía lo que hoy se llamarían crónicas. Con una fuerte marca, no sólo literaria sino de investigación. En ese momento eran notas comunes. El cronista era el que traía la información. Muchos de los que hoy se consideran cronistas porque tienen un plus literario, no hubieran sido admitidos en los proyectos de Timerman. Un Pajarito García Luppo, un Carlos Vegue, un Ardiles Gray, no necesitaban una categoría superior por el hecho de que eran periodistas, pero escribían –provoca Moreno–. Estas son categorías que vienen de la academia, que se revalorizan de acuerdo con economías internas a la academia. Yo creo que la revalorización de la crónica no es interna del periodismo sino que es un momento de revalorización de la academia norteamericana. Al género cenicienta, con relación al gran falo de la novela, le empiezan a dar otro tipo de valores, de acuerdo con una política latinoamericanista que está bien, en última instancia. En el siglo XIX, cuando los diarios son los lugares de distribución de la literatura, los escritores se vuelven cronistas. Me interesa mucho la hipótesis de Julio Ramos de la crónica como género en contaminación. El que, al ejercerse en los diarios y en oposición a los diarios, consolida el sujeto literario latinoamericano casi por contraste con esas zonas sucias del periodismo y la cultura de masas. Pero después ya es crónica cualquier cosa.

Si Carlos Monsiváis también defendía la idea de que la crónica no sólo expande el tiempo literario en el periodismo sino que permite la investigación laica y el cuestionamiento de los medios desde los medios mismos, Moreno plantea que nada de eso se percibe ahora:

–Desgraciadamente, la cultura de izquierda ha marcado al cronista popular con algo que, por un lado, tiene que ver con este compromiso con los marginados pero, por otro lado, con un fuerte prejuicio hacia aquellos que no lo son. Entonces es toda una zona que puede ser muy interesante de investigar y que no se investiga. Salvo algunas excepciones. También veo un facilismo; los cronistas buscan el valor en el objeto en sí: lo más raro, lo más freak, lo más peligroso. Que el objeto hable por ellos. La crónica tradicional desafiaba a hacer de lo nimio, algo. Martí hablaba de poner esencias en pequeños moldes.


¿Nota cierta despolitización en los cronistas actuales?


–Yo rescato al cronista popular de la tradición latinoamericana que construye las ciudades modernas y tiene una mirada sutilísima para el color local y para los humillados y ofendidos. Pero extraño que no haya un gran cronista del café society. No uno que va a los ricos y famosos a defenestrarlos o aplicarles un mapa de justicia. Es una pena que Felisa Pinto no escriba sus memorias. Soiza Reilly describe a unas niñas que se drogan en Mar del Plata y es una crónica lindísima, pero me parece que siguió el esquema de lo que supone el consenso popular: entonces, la moralina. Creo que por un lado la crónica se despolitizó, y por otro lado nadie se mete con determinados temas tabú por el miedo de ser cómplices de los privilegiados.

En sus talleres, en sus declaraciones, en las columnas, María Moreno parece mirar con más cariño el pasado que el presente. El siglo XIX, por ejemplo: que tiempos aquéllos. Por un lado, Lucio Mansilla trazaba en su Excursión a los indios ranqueles la premisa básica de la construcción del territorio bajo el relato testimonial y el “haber estado ahí”. Por el otro, Fray Mocho se reía de todos al escribir sobre el Mar Austral sin haberse mojado siquiera los pies, bien a lo Borges: su escritura nacía de un gran refrito de lecturas. María se declara admiradora de ambos y toma estas líneas fundantes para sostener sus propias posiciones. Irónica, dice que hoy los yanquis son capaces de hacer juicio si uno no estuvo en el territorio. “Caparrós me contaba que cuando fue jurado en un concurso con John Lee Anderson, él apoyaba la crónica de Meneses, La vida de una vaca, y John Lee Anderson le preguntó: ‘Pero, ¿ese hombre vive con la vaca?’. Y él contestó: ‘Bueno, tiene una casa de campo, ahí está la vaca, la va a ver de vez en cuando’. ‘¡Ah, entonces la historia no tiene ningún valor!’, le dijo Anderson. Caparrós dice muy bien: ¿qué importa si Kapuscinski no se encontró nunca con Lumumba? Lo importante es cómo cuenta Africa.”

La conclusión parece bastante clara: no basta ponerle “novela” a un texto sobre ciertos hechos reales para excluirse de estos problemas, así como la verdad tampoco radicaría en una desgrabación. Borrando una vez más los supuestos límites de los campos, María busca en la retórica de las minorías sexuales un término perfecto para la indefinición textual: trans. “Los mismos progresistas que ahora, quizá, quieran que alguien se pronuncie sobre a qué género pertenece un libro, tal vez habrían reaccionado indignados si se les hubiera dicho que ser mujer biológica es una no ficción y una travesti, una novela. No me parece importante definir qué es un texto. Ordenar tiene que ver con establecer categorías y legitimidades, y repartir los circuitos.”

¿Y usted inventa cuando escribe?

–A veces invento en zonas que no tienen que ver con la falsificación o con la mentira. Por ejemplo, me gusta subrayar que el otro me desprecia, o que me hace callar. Un poco para equilibrar eso del periodista banana, que siempre pone una pregunta y que luego el entrevistado dice “muy inteligente su pregunta” o “¡ay!, no lo había pensado”. Ese tipo de cosas me parecen de una bajeza absoluta. Entonces me parece que hay un trabajo de escritura, hay un agregado de preguntas retóricas, hay una “mejora”.

¿Qué pasa con las entrevistas de la televisión que hacía en el programa Portarretratos?

–En la televisión, la operación que puedo hacer solamente es de corte; peinar repeticiones o procedimientos técnicos. Ojo, yo siempre elijo a entrevistados que considero novelas vivientes, porque tienen una manera de narrar que ya está: sólo les falta ir al papel. En ese sentido, las entrevistas que podían parecer muy espontáneas, no lo eran.

COMO DESAPARECER COMPLETAMENTE

Ante las insistentes lecturas proféticas de La Comuna de Buenos Aires, Moreno tiene una postura clara: siempre depende de los intereses actuales del grupo que haga la interpretación. No le interesa definirse políticamente a partir de esto. No importa si 2001 fue una derrota; no importa si fracasaron las asambleas. En última instancia, lo derrotado siempre queda como una fuerza que no es capitalizable. Una fuerza que va a parar a los lugares más invisibles. Ahora, por ejemplo, María ve algo de eso en la goma eva.

–Según muchos efectos que me parecen que se han deslizado en 2001, la calle es un montón de centros culturales, que te diría que se manejan por la inercia de las buenas intenciones y mucha goma eva. Yo creo que cuando la goma eva llega a la artesanía popular, se pudrió todo.

El siguiente paso tras la publicación de ambos libros es el proyecto que la tiene cautivada de un tiempo a esta parte y que bautizó como “el pase de grabador”. Inspirada en Rodolfo Walsh en el Semanario Villero, pero también en Manuel Puig, que grababa a sus futuros personajes y transcribía directamente sus voces, María decidió darles a los otros las herramientas necesarias para contarse a sí mismos. Para eso comenzó a trabajar con un grupo en el Módulo II de la Cárcel de Ezeiza. La propuesta es que puedan relatarse a sí mismos sin que haya preguntas, ni sugerencias en el medio.


¿Ahí podríamos encontrar otro tipo de verdad?


–No, ésta no es “la verdad sobre los presos”, ni mucho menos. Eso no está ni en el especialista que los analiza, ni en ellos mismos. Aun así, lo interesante es que yo pueda volver a funcionar como soporte. Compaginándolo todo, pero desde un lugar menos visible.

¿Decidió borrarse totalmente?

–Sí, me parece que cada vez más estoy tratando de borrarme, de ser un simple soporte de relatos. Eso no quiere decir que ahora me voy a volver tan valientemente anónima. En esta apuesta hay algo que me interesa porque pone en cuestión esto del cronista que va hacia un territorio a levantar testimonios. ¿Y qué pasa si se elimina el mediador? Nunca se elimina del todo, por supuesto, pero en todo caso esta operación me obliga a reflexionar sobre cómo incido, cómo me corro, cómo creo que estoy haciendo una cosa y en realidad estoy haciendo otra, cómo enmarco ideologías aunque piense que no... Todo esto es diferente a usar esas experiencias para escribir “la gran crónica” sobre vidas intensas.

Por si quedaban dudas: María Moreno se aburrió de las “grandes crónicas”. Si algo se pone de moda, ella prefiere poner el pie en otro lado. Apelar a la ambigüedad biográfica, por ejemplo.

–Me interesa poder hacer algo que vi en Cozarinsky, Alan Pauls y Sergio Bizzio, que yo llamo de persuasión autobiográfica: una cosa que juega con la creencia del lector de que es autobiográfica, hasta que de pronto hay un dato inverosímil que es como una patada en la cara de la creencia y salta decididamente a la ficción.

De lo que uno infiere que María tiene ganas de volver a hacer eso que alguna vez hizo y que ahora (muchos) llaman novela. Aunque tal vez, es probable, ella decida llamarlo de otra forma. Ya avisará cuando lo publique.

sábado, 18 de junio de 2011

ENFRENTAR LA DIVINIDAD...





Karl Jaspers
Los grandes filósofos (fragmento)

"Realidad fundamental de esa vida era la conversación socrática. Discutía Sócrates con artesanos, hombres de Estado, artistas, sofistas, hetairas. Como tantos atenienses, pasaba el día en la calle, en el gimnasio, en banquetes. Y su vida es una continua conversación con todo el mundo. Pero esta conversación posee un rasgo novedoso, totalmente desconocido para los atenienses: es conversación que sacude en lo más profundo el alma de sus interlocutores, desasosiega y avasalla. Desde siempre la conversación había sido la forma de vida del ateniense libre; ahora, como instrumento del filosofar socrático se transforma en algo diferente. Es, por naturaleza, necesaria para la verdad misma, que sólo en la comunicación de hombre a hombre se hace patente. Para estar en claro, él, Sócrates, tenía necesidad de los hombres; y estaba convencido de que ellos necesitaban, a su vez, de él. Sobre todo los jóvenes. Su propósito era educar. Para Sócrates la educación no es un quehacer incidental operado por el que sabe en aquel que no sabe, sino el ámbito donde los hombres a través del mutuo contacto llegan a sí mismos al revelárseles lo verdadero. Al pretender ayudar a los jóvenes, ellos, por su parte, lo ayudaban a él. Esto acontece del modo siguiente: descubriendo las dificultades de lo aparentemente evidente, desconcertando, forzando a pensar y enseñando a buscar, interrogando siempre y no eludiendo la respuesta, todo ello en función de la idea fundamental de que la verdad es aquello que une a los hombres. De esta realidad fundamental se desarrolló después de la muerte de Sócrates el diálogo en prosa como género literario, cuyo máximo exponente fue Platón. Sócrates no se vuelve, como más tarde Platón, contra el movimiento sofístico en su conjunto. No funda ningún partido, no hace propaganda ni formula alegatos justificativos, no crea ningún instituto educativo. No propone ningún programa de reforma del Estado, ni enseña ningún sistema del saber. No se dirige a ningún auditorio, ni al pueblo reunido en asamblea. Dice en la Apología: “Yo siempre me dirijo solamente al individuo”; y funda su actitud, en ese pasaje, irónicamente, argumentando que quien enfrenta abiertamente a la masa corre peligro de perder la vida, razón por la cual el que quiera defender lo justo pero vivir siquiera corto tiempo tiene que limitarse a tratar con individuos. Podemos tomar esto en un sentido más amplio: La no-verdad del estado de cosas existente, trátese de un régimen aristocrático, democrático o despótico, no puede ser eliminada por grandes acciones políticas. Cualquier mejoramiento presupone que el individuo se eduque, educándose a sí propio, que se despierte a su efectiva realidad la substancia aún oculta del hombre, y por ello por la vía del conocimiento que es, a la vez, obrar interior, por la vía del saber que es, al mismo tiempo, virtud. Llegar a ser un hombre virtuoso es llegar a ser un buen ciudadano. Por consiguiente todo depende del individuo en cuanto individuo, al margen del éxito y de la influencia que pudiera tener en el Estado. La independencia de quien es dueño de sí (eukrateia) , la libertad verdadera que nace de la comprensión intelectiva, es el suelo último donde el hombre se enfrenta con la divinidad."

LA IMAGINACION EN LA CORNISA...






Imagine in cornice, un documental que sigue la gira europea de Pearl Jam durante el año 2006 por diferentes puntos de Italia, tiene un atractivo especial. Todo, absolutamente todo ( el recorrido por la ciudad, los comentarios de los músicos acerca de los shows, las consideraciones políticas de Eddie Vedder, el fuego de las canciones en vivo) está captado con una naturalidad sobrecogedora. Sin dejar de ser un artificio, se trata de un registro fílmico en el que los hechos (los conciertos en Italia en el marco de la gira europea) y las personas (los músicos y su talento) son expuestos de una forma en la cual la figura del narrador de la historia (el director del documental) parece desvanecerse entre las mismas notas de los temas. Logra el mismo efecto de realidad que las películas de Lucrecia Martel, o Elefante de Gus Van Sant, o Entre los muros, de Laurent Cantet. Lo mismo que la literatura de Manuel Puig.
Y es que, como alguien dijo, la única verdad es la realidad, y la realidad impresiona cuando es enunciada con la ilusión de ser no una construcción o un artificio humano, sino una revelación natural que se desnuda ante el ojo sensible que la espera en cada una de sus horas.

UNAS HISTORIAS DE AMOR...







Vuelvo al blog y me siento un poco extraño. Es como volver a casa después de haber estado un mes en la cosa.
Pienso en como desenredar mis palabras, y la única dirección posible, por el momento, tiene que ver con lo cotidiano.
Blue Valentine (una historia de amor) es mi última excursión al cinematógrafo (no podemos emplear otro término si fuimos al lorca). Es de la clase de películas que funcionan como un puñetazo en la boca del estómago. Al salir de la sala uno busca, con cierta desesperación, en la calle, en los bares de Corrientes, un poco de oxígeno. Al rato, entonces, volvemos a respirar con normalidad, lo que no quiere decir que no hayan quedado secuelas del film en nuestro cuerpo; luego la película actúa -en los días siguientes- con efectos residuales que, una vez, más, nos corren de eje por completo.
¨Como Réquiem para un sueño¨, me dice mi novia y creo que la comparación es acertada.
Las dos tienen una potencia impresionante, pero no fue en relación a Réquiem que me interesó pensar Blue Valentine, sino en relación a la dupla ¨Antes del amanecer/Antes del atardecer¨.
Las dos últimas, de las que me enamoré inmediatamente, no son otra cosa que el retrato, increíblemente bello, increíblemente real, del encuentro fugaz de dos personas y de la ilusión inevitable de la construcción, a futuro, de un mundo en común. Blue Valentine, en cambio, es no sólo la celebración (fílmica sobre todo) de ese momento ( hay una secuencia que, sin lugar a dudas, podría ser importada a cualquiera de las otras dos)sino, fundamental, la proyección de ese momento a un futuro en el que todo parece derrumbarse.
Las tres, en su conjunto, no son otra cosa que la actualización, una vez más, de los mismos temas de siempre. Las tres, entonces, vienen a decir aquello que, aunque obvio, vale la pena recordad: no importa el tema, sino la riqueza (visual, argumental, actoral)con la que se lo materialice.
¿Cómo sostener ese ¨deseo de momento¨ a través del tiempo?
Cómo y para qué, en pareja como en sociedad, vivir juntos?

domingo, 12 de junio de 2011

EL FACTOR BORGES...





Por Beatríz Sarlo
Para LA NACION

Los lugares comunes algunas veces aciertan. Por ejemplo: es imposible pensar la literatura argentina sin Borges. Pieza maestra del siglo XX, a partir de él se cruzan o se dispersan todas las líneas. Esto vale hasta comienzos de 1980. Desde entonces pasan cosas diferentes que darían lugar a otra nota, cuyo título podría ser "La literatura argentina después de Borges", cuando comenzó a funcionar de modo más "normal", menos volcánico; sigue siendo el Gran Escritor con quien, sin embargo, ya no todos ajustan cuentas y se trazan diagonales que Borges no pisó. La culminación absoluta y el apaciguamiento.

¿Cómo habría sido la literatura hasta los años ochenta sin Borges? Es difícil imaginar a Bioy Casares sin ese prólogo a La invención de Morel que escribió Borges. Pero podemos imaginar otros que, probablemente, habrían dibujado una cartografía distinta, despojada del "centro Borges". La pregunta permite pensar "en hueco", no como si algo faltara sino intentando imaginar su radical inexistencia. Si se lo pensara como un simple faltante, el ejercicio no valdría la pena.

En cambio, se trata de olvidar que existió y reordenar lo que queda. Los libros inaugurales de lo nuevo habrían sido Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922), Calcomanías (1925) y Espantapájaros (1932), de Oliverio Girondo, y no la serie Fervor de Buenos Aires (1923), Luna de enfrente (1925) y Cuaderno San Martín (1929). Probablemente nadie habría releído a Evaristo Carriego, como lo hizo Borges, y la poesía argentina tendría en su centro operaciones más "vanguardistas", como las de Girondo. Y en lugar de las orillas porteñas, el barrio y las calles rectas hasta el horizonte, estaría el paisaje fluvial y fluyente de Juan L. Ortiz. En ausencia de Borges, probablemente ésas serían las dos grandes líneas poéticas de la primera mitad del siglo XX.

Martínez Estrada fue el gran escritor ideólogo; pero, sin Borges, no habría obstáculos para pensarlo, en soledad, como el gran ensayista del siglo. Por otra parte, sus relatos se correrían al centro del sistema. El prodigioso "Marta Riquelme", por ejemplo, habría inventado un espacio original, fantástico, laberíntico, arbitrario y terrible. "La inundación" sería el tributo que la literatura argentina, en ausencia de Borges, rindió a Kafka, el escritor que Borges admiró de modo incondicional. Pero algo estaría faltando. Martínez Estrada no es citable como lo es Borges, y una literatura es, entre otras cosas, un sistema de citas y reconocimientos, rebotes, préstamos y deformaciones.

Sin Borges, la forma más simple de ordenar la literatura de la primera mitad del siglo caería en pedazos. La servicial oposición en la que Borges fue lo que Arlt no pudo ser y viceversa le da un orden a los libros hasta 1950. Pero sin Borges, la originalidad de Arlt enlazaría directamente con la de Puig: dos escritores que escriben "desde afuera" de la literatura, aunque sea un mito sostener que no sabían literatura. Arlt escribe desde el periodismo, el folletín y la novela rusa (Borges detestaba la novela rusa y le gustaban, como una debilidad, sólo los folletines gauchescos); Puig escribe desde la novela sentimental y el imaginario del cine (Borges detestaba la novela sentimental, y le interesaba el cine, pero no a la manera de Puig: ponía sus distancias, hacía esguinces).

Probablemente Bioy no habría sido quien fue realmente sin Borges y a Silvina Ocampo se le reconocería una marca de originalidad muy fuerte. Ella no fue borgeana; su escritura tiene una turbiedad, una buscada imprecisión, una perversidad en el acople de palabras que no son borgeanas. Hay en Silvina Ocampo una especie de rebeldía a la racionalidad formal y a la trama bien compuesta, a la nitidez de lo complejo (la gran marca de Borges) que la coloca siempre como una outsider . Sin Borges, Silvina Ocampo habría sido una alternativa de primer plano, no una escritora extraña que, paradójicamente, estuvo cerca de Borges mucho tiempo.

Algunos escritores intocados por la ausencia de Borges: Leopoldo Marechal, por ejemplo. Poco habría cambiado. Adán Buenosayres está escrito en absoluta contemporaneidad con los grandes relatos de Borges, pero como si perteneciera a un sistema musical diferente, con otros tonos y escalas. La huella de Marechal habría sido probablemente la misma. Borges y Marechal no se escuchaban. Cortázar, en cambio, leía a Borges y declaró que quiso escribir en la lengua que Borges usaba. Como inventor de ficciones buscó lo que Borges rechazaba: el shock del surrealismo, el disparate de la patafísica. No estoy muy segura de que Borges le fuera indispensable del modo en que lo fue para Walsh o para Piglia. Lo fantástico de Cortázar no es una respuesta a Borges; es diferente.

Sin Borges, ¿qué habría sido Saer? Su primer libro, de 1960, En la zona , es tan borgeano como un homenaje o una ironía. Después, Saer (lector de Borges, de los mejores) se dedica a lo suyo, como si En la zona hubiera sido el paso necesario para mostrar que cualquiera imita a Borges, en un momento de copia necesaria y de competencia temeraria que, una vez atravesado, abre un territorio original. Copiar para exorcizar; copiar para ausentar.

Sin Borges, la literatura argentina no habría tenido un capítulo "anti-Borges" donde se discutieron las implicaciones entre figuración literaria e ideología política. AntiBorges es el título de la recopilación, hecha por Martín Lafforgue, de esos debates. Aunque parezca una discusión vieja, no lo es tanto y, a veces, vuelve en el momento menos pensado (precisamente porque es el momento en que se piensa menos). Sin Borges, el escritor de literatura fantástica más citado habría sido Cortázar, que presenta pocos problemas ideológicos después de su conversión a la revolución cubana. La oposición fantástico-realista habría tenido como objeto sus relatos.

Sin Borges, la teoría literaria no habría encontrado una obra que le permitiera alcanzar una autoconciencia argentina: pensar problemas teóricos con textos escritos acá, como si esos textos anticiparan aquellos problemas, los adivinaran y los dejaran abiertos. Y, aunque la lengua de Arlt y la de Saer llegan de geografías originales, sin Borges no se habría escrito en ese castellano rioplatense límpido, tan criollo como cosmopolita, que (al revés de los enigmas rebuscados pero banales) sólo muestra su dificultad magistral, su desafío a la inteligencia, una vez que el lector se ha acercado a comprenderla.