domingo, 26 de noviembre de 2017

LA ÑATA CONTRA EL VIDRIO


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El deja vu es un fenómeno extraño. Cuando me pasa -no es algo habitual- quedo paralizado.¿Pero acaso el deja vu no implica algún tipo de parálisis? Porque la superposición de lo que està ocurriendo en un momento actual e inmediato con un momento pasado y mediato no puede suceder sin la abolición (momentánea, claro), de ese presente en el que ocurre el deja vu. El último fue un domingo, hace poco, en el bar.
Si me preguntan digo que soy de Boca, pero sòlo por no decir el antipàtico "de nadie". .Me importa muy poco si gana o no. En algún momento me importò; ya no. Me importa cada vez menos ver fùtbol, asì como cada vez me importa menos participar de las discusiones habituales sobre fùtbol (las diferencias entre Messi y Maradona, por ejemplo). Me sigue importando lo que pasa con la selección y jugar con cierta regularidad (y mantener cierta regularidad en mi juego: algùn buen gol, alguna buena asistencia en cada partido). Y nada màs.
Todo esto como para generar el marco de mi deja-vu: habìa ido, despuès del almuerzo, a leer al bar que màs me gusta, cerca del departamento.
En un momento, al levantar la cabeza, vi que todas las mesas estaban ocupadas. No tardè en enterarme porqué: jugaban boca y river.
Encontrarme con el bar lleno y mucha gente agolpándose del otro lado de la ventana, tratando de disfrutar "desde afuera", me remitió a los 90. A finales de esa década
En casa tenìamos cable pero no tenìamos el pay-per-view y a mì, que en ese momento me importaba el fùtbol, no me quedaba otra que empezar una la peregrinación por los bares y estaciones de servicio vecinos, en búsqueda de algún lugar para poder ver el partido de boca.
Todo eso volviò, el otro dìa, en el bar, mientras empezaba el partido.
Ya lo sabemos por Estebitan: no importa el fútbol; importan los lazos sociales que articula: la misma bombilla, las historias compartidas.
Pero en la "articulación" del bar el otro día (los que llegaron primero entran; los que llegan después, que se queden afuera) es una articulación tan perversa como sintomática de los tiempos que vivimos.
El disfrute que sòlo se hace goce cuando hay alguien que queda afuera (¿porqué será que en las publicidades aparece todo el tiempo la palabra exclusivo?. No se supone que un bien o un servicio, ya sea un shampoo o un viaje a paris, se disfruta por cualidades intrínsecas al propio bien o servicio?. ¿Porqué quieren que sepa que ese bien o ese servicio no està al alcance de cualquiera?)
El goce como algo exclusivo del "emprendedor" . El emprendedor como el que le gana de mano al otro, al que no puede entrar; al que mira de afuera.
Tiempos de deja-vu.

sábado, 11 de noviembre de 2017

LOS OPUESTOS...


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"LOS ENAMORADOS" Por Martin Kohan para Perfil
El acoso existe, y es terrible. Funciona a base de hostigamiento, de asfixia, de mortificación. El acoso es una forma de imposición, es la versión fascista del deseo, y ejerce su afán de conquista, al igual que en las conquistas de guerra, al precio de arrasar lo conquistado. El acoso se practica como determinación unilateral, y deja para después (un después indefinido) la eventual aquiescencia del otro. Su imposible utopía es la de Atame, de Pedro Almodóvar. Su antídoto está en Peteribí, de Luis Alberto Spinetta.
El acoso existe, sí. Pero también existe la seducción. Y la seducción es muy otra cosa. La seducción está lejos de reducirse a una sola pregunta (“¿me amás?”) y una sola respuesta (“sí”/“no”); está plagada de “no sabe” y “no contesta”, de “creo que sí”, de “creo que no”, de “sí pero no”, de “me parece”. La seducción se entiende mucho más con los vaivenes y las contradicciones, con las vacilaciones y la suspensión, con eso que Lenin definió como “un paso adelante, dos pasos atrás”. Sólo a veces transcurre entre personas que ya saben lo que quieren y lo saben de una vez.
Por eso el seductor insiste, porque habita esa zona del amor que está hecha más que nada de eso: de insistencias, una zona en la que nada se desluce tanto como una resignación demasiado pronta. Buena parte de los amores más felices y más plenos que existen o han existido no habrían sido posibles sin cierta dosis de insistencia.
Sabemos con qué eficacia opera la represión social de la sentimentalidad: disfraza sus moralinas con gritos de libertad, disfraza de respeto legítimo sus mandatos de indiferencia. Si llegara por desgracia a instalarse cierta incapacidad de diferenciar una seducción de un acoso, o si avanzara, tanto más, la tendencia a identificarlos sin más, quedaría el propio amor puesto en peligro. ¿Y qué sería de nosotros sin el amor? ¿Qué sería de nosotros, los enamorados?