sábado, 20 de septiembre de 2014

LA VIDA ES UNA FIESTA...

 

 

“En esta noche me siento contenta”

Por Daniel Link para Soy

Las fiestas tienen buena prensa (¡festejemos!, ¡festejemos!) y están, por lo general, sobrevaloradas.
Hace veinte años que no hago fiestas de cumpleaños propias, y con las ajenas cumplo como un soldado pero lo que más me gusta es evaluarlas una vez que he dejado el lugar: la música, la concurrencia, las modas de vestuario (últimamente, he visto proliferar a chicos con barba usando taco aguja y los perdono sólo por la juventud soberana de la que son culpables). Añoro las épocas en que las fiestas estaban llenas de Milhouses y chicas hormiga (¿qué se hizo de ellos?).
Ni hablar de fiestas multitudinarias: el otro día, en una reunión de cátedra, porque uno de los más jóvenes integrantes tuvo la peregrina idea de investigar el asunto, hablamos de los rituales báquicos, de eleusis, de la suspensión del tiempo y de los órdenes, del llamado de la tierra, del ritmo y la danza, del ritornello y de lo comunitario. En un momento me fastidié un poco y dije: todo esto es muy bonito, pero convengamos que si uno no está muy drogado, queda fuera de todo el asunto. Y si queda fuera del asunto es peor que ver la danza orgiástica de Matrix en cámara lenta: dan ganas de matarse. O sea, que la fiesta tiene tres intercesores: el ritmo, la droga (o el alcohol) y las tecnologías que, en última instancia, habría que poner bajo el rótulo de “tecnologías del yo”.
Y después, además de todo, hay que recuperarse físicamente porque uno ya está muy mayor como para que el cuerpo no se resienta.
Las peores son las fiestas programadas, porque la idea misma de la programación cancela toda posibilidad de sorpresa, de acontecimiento (sabemos que el acontecimiento es del orden de lo imprevisible) y, todavía más, las falsas fiestas que llamamos discoteca. Ir a una discoteca es sumergirse en un universo de mutuo desprecio.
Añoro las épocas de las primeras raves, cuando ibamos en grupo de amigos a investigar el ambiente. Pero ahora me doy cuenta de que hacíamos trampa, porque el “círculo” que creábamos en verdad impedía la desubjetivación apropiada al escenario (la música, la desintegración del yo en la vastedad del horizonte nocturno al aire libre). Para probar lo que sucedía, una vez fui solo a una rave en medio del campo (no sé cómo me enteré de su existencia). Llegué demasiado temprano, no conocía a nadie y cuando la música empezó a sonar no me gustaba, y los mosquitos ya me habían sacado la mitad de la sangre de mi cuerpo. Me fui apenas todo comenzaba. Fue mi última rave.
Las que me siguen emocionando son las fiestas populares, la expresión colectiva de un sentimiento compartido. Las mejores fiestas son para mí las marchas (de cualquier índole, incluso la más abstrusamente política). Casi siempre lloro (lo que no significa demasiado, porque lloro también mirando películas de Disney, pero se ve que la voz colectiva, en ese caso, toca una cuerda sensible).
Mis amigos más queridos hacen fiesta todo el tiempo y yo la paso bien en esas fiestas, pero hasta determinada hora. Después ya pienso en lo que me va a costar volver, dormir, despertarme, retomar mis rutinas cotidianas. Además, salir de una fiesta de día me resulta completamente intolerable. Siempre les pido a mis amigos que hagan fiestas de 24 horas, de 23.00 a 23.00, pero me miran pensando que soy un reventado.
Digo todo esto y sé que, en el fondo, odio pasarla mal en una fiesta. Estoy seguro de que el año que viene, en ocasión de mi aniversario de bodas, voy a hacer una fiesta. Un fiestón. Si me da un accidente cerebrovascular, ya saben: la culpa es de la institución matrimonial.

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