Una delivery de incongruencias al servicio de la dama que cuelga del hombro de la cartera o de la billetera en la que duerme, junto a roca y belgrano prensados, el caballero suburbano.
sábado, 29 de noviembre de 2014
SIN QUERER QUERIENDO...
Si toda muerte -o casi toda- implica una tristeza y una fatalidad (o la tristeza ante toda fatalidad), este año parece haber sido uno demasiado pesado al respecto; demasiadas bajas demasiado significativas. Es verdad, no fueron todos los casos parecidos. No todos estaban atravesando una misma situaciòn -biològica, acadèmica o artìstica- y, ademàs, no todas las muertes resultaron igualmente sorpresivas (no fue igual enterarse de la muerte de China Zorrilla que de la de Robin Williams), no todas resultaron igualmente conmovedoras (no fue lo mismo la muerte de Cerati que la de Eliseo Veròn o la de Ernesto Laclau), pero todas resultaron -sin lugar a dudas- muchas.
Y si hablamos de conmover, no hay forma de evitar sentir un sacudòn si el que muere tiene que ver con nuestra infancia y la infancia de varias generaciones. Porque con la infancia no se jode. Con el chavo no se jode porque el chavo cubriò esa parcela sagrada de nuestras vidas.
Una curiosidad del personaje: un viejo que hacia de niño. Y un niño que no envejeció a pesar de la llegada de internet, de facebook, de los smartphones y de todas esas cosas que, hoy en día, parecen estar hechas con todo el oxìgeno que se encuentra disponible en este mundo y que el chavo nunca hubiera tenido; y no sólo por falta de recursos econòmicos. A èl sòlo le interesaba jugar y poder comer su torta de jamón.
Pero si el chavo sigue vigente -como efectivamente pasa- entonces otro mundo, aún hoy, es posible.
El chavò, que era huèrfano, muriò ayer. Pero prendo la tv y lo sigo viendo, peleándose con Quico. Y me alegra saber que sigue vivo, que no nos dejó huèrfanos.
LO QUE (NO) IMPORTA...
"Soluciòn y problema". Por Martìn Kohan para Perfil.
El primer barrabrava del que tuve noticias en mi vida fue Quique, el Carnicero. Recuerdo una foto suya en las calles de Montevideo, alegremente rodeado por sus seguidores o por sus secuaces, cuando estaba por jugarse la final de la Copa Libertadores de América entre Boca y el Cruzeiro. Fue en 1977 y yo tenía 10 años: miré a Quique sin consternarme, no supe que hubiera razones.
El primer barrabrava que vi de cerca en mi vida fue José Barritta, el Abuelo. Una tarde, en Huracán, su mirada se cruzó con la mía de manera obviamente casual, pero creo que lo que sentí en ese segundo cambió para siempre mi manera de entender algunas cosas. Fue en 1992, y ciertos temperamentos sólo había alcanzado a medirlos en algunos cuentos de Borges o en El matadero de Esteban Echeverría.
Cierta vez, en una entrevista, un Quique ya retirado y dedicado con buena fortuna al comercio del merchandising xeneize, declaraba a la prensa que, a su entender, la vida de las barras bravas había comenzado a degenerar con la aparición de las armas de fuego. Por carnicero, sin dudas, y no por borgeano, se reivindicaba cuchillero: peleador del cuerpo a cuerpo, agresor contiguo, matador por contacto.
Esa frase me impactó. En parte porque venía a revelarme que no hay asunto ni ocupación que no admita el illo tempore, la añoranza de una edad dorada y perdida, la nostalgia de un tiempo mejor. Y en parte porque estuve inesperadamente cerca de dos tremendas balaceras: una dispensada por la barra brava de River a la salida de un partido con Boca, con un hincha de River muerto; otra dispensada por la barra brava de Boca a la salida de un partido con River, con dos hinchas de River muertos. Los tiros, los estampidos, tan distintos de lo que uno pueda haber visto u oído en el cine, no sólo son más graves que el puntazo o el cadenazo: complican o impiden la opción de mantenerse aparte.
Tal vez, quién sabe, llegue el día, y no esté lejos, en que nos encontremos sopesando este tan inconcebible argumento: que existió una época mejor, y es cuando la barra de un determinado equipo se peleaba con la barra de algún otro equipo, la barra de un equipo rival. Al menos, bajo esa forma, había identificaciones, había pertenencia; y también la posibilidad para el hincha común y corriente de distinguir los lugares de peligro y prudentemente evitarlos. Quién sabe si aquello termine por resultarnos no tan grave, así como al Carnicero Quique le resultaba no tan grave el cuchillo.
Nadie ignora que, desde hace tiempo, la violencia en el fútbol se practica bajo la forma de internas de las propias barras. No obstante, rige la prohibición para hinchas visitantes en las canchas. Nadie ignora que los barras son socios y aun empleados de los clubes. No obstante, rige el criterio de que a la cancha entren tan sólo los socios, como si eso arreglara algo. Nadie ignora que los barras cumplen funciones de custodia y protección ante trances peliagudos. No obstante, se pretende que se extingan sin más, y se mira con sorpresa el hecho de que eso no ocurra. Nadie ignora que eso que en las canchas y en la televisión se celebra como gran espectáculo incluye, y centralmente, a los barrabravas en las tribunas. No obstante, se espera que desistan y no vayan más, y se toma con perplejidad el hecho de que así no lo hagan.
Se pierden vidas: no es cierto que les importe a los que cumplen con la formalidad de manifestar que toda vida perdida interesa. Es falacia, hipocresía: hay vidas que les importan y hay vidas que no les importan. El otro día sabidamente se pelearon dos facciones de la barra brava de River en plena confitería del club. Entonces sí asomó una especie de preocupación genuina, porque se trata de un sitio frecuentado por socios en general y en especial por los niños que cursan sus estudios en la institución. Es temor de que vaya a suceder de nuevo, y en la realidad, lo que ya sucedió en un principio, y en la ficción: lo que consta en El matadero de Echeverría, la muerte accidental de un niño inocente.
Fuera de eso, cunde un malthusianismo inconfesado. Para la violencia en el fútbol no hay ninguna solución, porque quienes deberían darla no piensan, en el fondo, de verdad, que exista en nada de eso un problema.
lunes, 24 de noviembre de 2014
TRABAJO CRÌTICO... (COSAS DE LA FACU)
Catástrofe
y forma-de-vida en Salón
de Belleza,
Teorema
y
Las
escaleras del Sacré Coeur.
Según
sostiene Susan Buck-Morss en “Mundo soñado y catástrofe”, la
construcción de la utopía de masas fue el sueño del siglo XX. Se
trató de la fuerza ideológica impulsora de la modernización
industrial tanto en la forma capitalista como en la socialista.
Buck-Morss plantea que, mientras que los sueños de los individuos
expresan deseos frustrados por el orden social, este sueño colectivo
se ha atrevido a imaginar un mundo social aliado con la felicidad
personal.
Sin
embargo, llegado el fin del siglo, los mundos soñados por cada
persona no han dejado de verse repletos de artículos industriales. A
nivel personal, éstos todavía poseen una función utópica. La
utopía de masas, afirma Buck-Morss, es ahora una idea que ha quedado
en el olvido, que está siendo descartada por las sociedades
industriales al igual que lo están siendo aquellas primeras fábricas
que se diseñaron con el objeto de producirla.
(1)
“Pero
los mundos soñados se vuelven peligrosos cuando las estructuras de
poder, movilizadas como un instrumento de fuerza que se vuelve en
contra de las propias masas a las que se suponía que tenía que
beneficiar, usa la enorme energía de aquéllos de forma
instrumental. Si el potencial soñado para la transformación social
sigue sin hacerse realidad, entonces éste puede enseñarle a las
generaciones futuras que la historia les ha traicionado. Y, de hecho,
los más brillantes proyectos de utopía de masas (la soberanía de
las masas, la producción de masas, la cultura de masas) han dado
paso a una historia de desastres. El sueño de la soberanía de las
masas ha llevado al mundo a guerras de nacionalismo y al terror
revolucionario. El sueño de la abundancia industrial ha permitido la
construcción de sistemas industriales que explotan el trabajo humano
y el hábitat natural. El sueño de una cultura para las masas ha
creado toda una serie de efectos fantasmagóricos que hacen más
estética la violencia de la modernidad y anestesian a su víctimas.”
En
esta misma línea de pensamiento , el historiador Eric Hobsbawm, en
“Historia del Siglo XX” señala: (2)
“la
crisis afectó a las diferentes partes del mundo en formas y grados
distintos, pero afectó a todas ellas, con independencia de sus
configuraciones políticas, sociales y económicas, porque la edad de
oro había creado, por primera vez en la historia, una economía
mundial universal cada vez más integrada cuyo funcionamiento
trascendía las fronteras estatales y, por tanto, cada vez más
también, las fronteras de las ideologías estatales.”
Esta
crisis, en “Salón de Belleza” de Mario Bellatin, aparece en un
grado terminal bajo la figura de la enfermedad. No se trata de
cualquier enfermedad, sino de una enfermedad imposible de curar: (3)
“otros
quieren colaborar con medicinas, pero les tengo que recalcar que el
salón de belleza no es un hospital ni una clínica sino
sencillamente un Moridero.”
Si los espejos son desechados radicalmente del moridero es,
justamente, porque los espejos reproducen a los hombres, y la
reproducción humana equivale a la reproducción de la enfermedad
incurable, que no es otra que la enfermedad que suministra el mundo
al que hacen referencia los textos de Buck-Morss y Hobsbawm.
De
allí que, en la ficción de Bellatin, no hay forma-de-vida (no hay
cura) posible para los enfermos. No se trata de curar, ni el cuerpo
ni el alma, sino de morir. (4)
“Puede
parecer difícil que me crean, pero ya casi no identifico a los
huéspedes. He llegado a un estado tal que todos son iguales para mí.
Al principio los reconocía e incluso llegué a encariñarme con
alguno. Pero ahora todos no son más que cuerpos en trance de
desaparición.”
Las personas sólo se identifican en tanto que, todos, son enfermos y
no otra cosa.
La
enfermedad, a su vez, clausura en el texto la posibilidad de un
futuro posible, del surgimiento de nuevas formas-de-vida que puedan
ser viables más allá de los límites del moridero. De allí que los
“huéspedes” sólo sean hombres (la aceptación de mujeres y
hombres en un mismo lugar daría lugar a la reproducción de la
especie humana y –en consecuencia- a la reproducción de la
enfermedad): (5)
“uno
de los momentos de crisis por los que pasó el Moridero fue cuando
tuve que vérmelas con mujeres que pedían alojamiento. Venían a la
puerta en pésimas condiciones. Algunas traían en brazos a sus
pequeños hijos también atacados por el mal. Pero yo desde el primer
momento me mostré inflexible”
La
sexualidad, en “Salón de Belleza” sólo puede ser planteada en
términos de homosexualidad; sólo pueden intervenir hombres. Si se
vislumbra una crisis terminal (una catástrofe) es justamente porque
habitamos un mundo en el que no sólo los adultos (hombres o mujeres)
están enfermos; los niños también lo están. No hay esperanza, no
hay sueño alguno, no hay formas-de-vida posibles, (no es posible,
siquiera, la idea de “familia”) más que la forma de vida que
enferma a los hombres de una enfermedad incurable: (6)
“la
actitud con la que llegan varía de acuerdo con su carácter. Casi
todos están desesperados, pero algunos muestran signos de luz a
pesar de todo. Otros están derrotados por completo y a duras penas
pueden mantenerse en pie. Una vez recluidos, yo me encargo de
ponerlos a todos en un mismo estado de ánimo.”
La
enfermedad invade los cuerpos, hasta que llega un día en que el
organismo se ha vaciado por dentro de tal modo que no queda ya nada
por eliminar. En ese instante, no queda sino esperar el final.
No
sólo no hay medicina, sino que tampoco hay religión posible a la
cuál aferrarse para sobrellevar la enfermedad; de allí que otra de
las reglas del moridero es que están prohibidos los crucifijos, las
estampas y las oraciones de cualquier tipo.
Esta
falta total de esperanza en la humanidad, en la posibilidad del
surgimiento de nuevas formas-de-vida, se condensan, tal vez, en una
metáfora que define con precisión la catástrofe que nos trajo el
siglo XX y de la que nunca podremos huir: (7)
“lo
que antes fue un lugar destinado a la belleza, se convertirá
solamente en un espacio que alguna vez estuvo destinado a la belleza
y ahora lo está para la muerte.”
Pier
Paolo Pasolini, por su parte, ofrece –en “Teorema”- una salida
posible a la catástrofe que encierra el capitalismo. No deja de
plantear que, en este sistema, la burguesía aparece como clase
social que adora la razón; sin embargo, a causa de su negra
conciencia, maniobra para castigarse y para destruirse. La burguesía,
entonces, se sabe secretamente portadora de un mal, de una enfermedad
mortal, pero lo oculta bajo las formas sutiles del pensamiento. De
allí que la solución propuesta en el texto sea actuar antes de
pensar; porque, en el pensar, se propician las condiciones de
posibilidad para que la enfermedad no se detenga y la catástrofe sea
el destino insoslayable para toda la humanidad.
Mientras
que en Bellatín la enfermedad es irreversible y oprime fatalmente
el advenimiento de nuevas forma-de-vida, en Pasolini, por el
contrario, las almas sí tienen una salvación posible a su alcance.
La enfermedad que aparece (en modos diferentes) en cada uno de los
personajes, sí tiene cura. Pero deben luchar contra ellos mismos,
contra su propia identidad, para vencer a la enfermedad.
Al
referirse a Pedro, el hijo de la familia burguesa que retrata la
novela, el narrador afirma: (8)
“lo
que en él es pálido es otra cosa: la humanidad, el mundo, su clase
social. Sus ojos son muy inteligentes: pero su inteligencia está
como enturbiada por una enfermedad intelectual, de la cual Pedro no
se da cuenta, resarcido como está por la seguridad que su nacimiento
le ofrece al comprender y actuar.”
La
salvación, en “Teorema”, es posible sólo con la aparición de
otro: el huésped. Ese otro nos es presentado como la belleza y la
bondad sublime, otro al que se le ofrece hospitalidad. La apertura de
la morada “al otro” aparece, entonces, como posibilidad de
liberación. Mientras que en “Salón de Belleza” los huéspedes
son aquellos desesperados que, huyendo del mundo que los rodea, sólo
esperan poder morir, en Pasolini, por el contrario, el huésped es
aquel que viene a traer la cura (y la posibilidad de devenir en
nuevas formas-de-vida-) a la familia burguesa que está enferma por
haber sido poseída por la enfermedad que habita en su propia
condición social. En ese contexto, el revolucionario mensaje ha de
pasar por el erotismo; una zona liberadora que se revela en el
interior de un hogar que hasta ese momento se encontraba contenido
para conservar el orden burgués. Justamente, la venida del otro, del
extranjero, provoca en cada uno de los miembros de la familia un
sacudón, porque sacude el dogmatismo y la vida monótona que los
aplasta.
La
familia burguesa sólo puede evitar la catástrofe y devenir (cada
uno de sus integrantes) en nuevas formas-de-vida con la irrupción
de un factor ajeno a su propio núcleo constitutivo. Cada integrante
de la familia ve en el extranjero su llave al autoconocimiento; es en
el encuentro con el otro el que genera que cada uno de los personajes
salga, aunque más no sea transitoriamente, de la prisión de su
papel, de su ideología, de su historia. Y es que, como bien sostiene
Giorgio Agamben en “La potencia del pensamiento”, la vida acaba
haciendo del hombre un viviente que no se encuentra nunca
completamente en su lugar, un viviente que está destinado a “errar”
y a “equivocarse”.
Si
el amor, en “Salón de Belleza”, tiene como finalidad asistir a
los moribundos para que atraviesen el proceso inevitable de su
enfermedad con la mayor dignidad posible; el amor, en “Teorema”,
aparece no ya como forma de acompañar al otro hacia la muerte
inevitable, sino como la forma apropiada para liberar a los
personajes de la enfermedad que constituye a la clase social que
representan, y -de esta forma- evitar que ese mal que los aqueja se
propague a las futuras generaciones. En ese sentido, resulta radical
la transformación en la figura del padre (porque el padre, a su vez,
no evoca otra figura que la de la ley): el padre vuelve a ser hijo,
se infantiliza, vuelve a necesitar que le enseñen el camino a
seguir.
Si
la fábrica, en “Teorema”, es el lugar que pone en relación al
explotador (el burgués poseedor) con el explotado (el proletario
poseído), la unidad del desierto funciona como la negación de esa
articulación perversa; allí no hay ni unos ni otros: (9)
“el
hábito de la idea de la Unidad que el desierto asumía en los
sentidos, proyectándose como algo inmutable en la interioridad de
quien lo atraviesa sin poder salir ya nunca más de él (por más que
esté totalmente abierto), y la convicción de que era imposible
olvidarlo siquiera por un instante y por más esfuerzos que se
hicieran, se convertía casi en una segunda naturaleza que coexistía
con la primera y poco a poco la corroía, la destruía, ocupaba su
lugar: así como la sed mata lentamente al cuerpo que la padece.”
No
se trata, en “Teorema”, de aceptar la catástrofe de la vida como
una fatalidad irreversible de la que sólo se escapa al momento de la
muerte (como sucede en “Salón de Belleza”), sino de matar sin
prisa pero sin pausa, la enfermedad que llevamos dentro.
En
“Las
escaleras del Sacré Coeur”,
de Copi, uno de los personajes (el travesti Mimí) dice: (10)
“después
se pierde la fe. Una se deja llevar al Hospicio como antes a la
Oficina, dejando cualquier idea de vicio, de pasión o de capricho,
con el último recuerdo al entrar al Edificio”.
Lo que aparece allí es la resistencia de una forma-de-vida hacia las
instituciones que pretenden normalizarlo. En esa misma dirección se
encuentran las palabras de otro de los personajes (Ahmed): (11)
“no
se trata de arreglar ni nuestra raza ni el sexo, sí de poderse
expresar en una situación ardua.”
El
personaje que representa la “voluntad normalizadora” se encuentra
en la figura de la mujer solitaria (la madre de Lou), que le plantea
a su hija lo siguiente: (12)
“la
mujer es como es. No es una cuestión de época. No por tener una
verga adquirida en un sex-shop vas a eyacular a litros”.
El discurso de la madre no busca otra cosa que negar esa potencia
des-clasificatoria que observa en su hija.
La
madre le reprocha a Lou que busque fabricarse una ilusión en medio
de la miseria. Lo locura, en el texto, aparece como imposición
brutal de las formas de vida heredadas. Es por eso que Lou le
contesta a su madre: (13)
“ya
bastante me ha costado asumir esta locura que me diste por herencia”.
La locura, en tanto que se presenta como aquello que se impone a la
descendencia, bien puede ser pensada en términos de enfermedad que
se propaga. Así sucede con la herencia burguesa (la enfermedad
burguesa) que aparece como rasgo central en “Teorema”. La cura,
el remedio ante la catástrofe que se avecina, tiene que ver con la
ruptura radical de las formas de vida heredadas. En ese sentido, Lou
proclama: (14)
“no
soy tan sólo tu hija, soy una hija de la tierra”.
Sin
embargo, al asumir su deseo de romper con la tradición heredada, Lou
confiesa su temor a ser madre. Su hijo, según ella misma lo afirma,
no será hijo de nadie (de lo contrario se estaría haciendo con el
hijo lo mismo que hicieron con ella): (15)
“no
tendrá que ser un hombre, no será nena o varón. Lo sé, yo sé que
es la suma de todas las adiciones.”
En el texto, la diversificación de los géneros sexuales (no ya el
modelo binario hombre-mujer, sino la aparición de travestis o
transexuales) funciona como estandarte para la lucha contra las
formas de vida que las instituciones sociales tienen programas para
las personas, en tanto que las mismas se clasifican en hombres o
mujeres.
Lou
no sólo teme a la maternidad. La “desclasificación” que hace de
su futuro hijo, la lleva a pensar en que apartarse de las normas
puede resultar una experiencia monstruosa: (16)
“tengo
miedo que nazca con la cara de mi madre y el cuerpo de un animal”.
Si
en “Teorema” la enfermedad siempre estuvo latente en la familia
burguesa sin que sus integrantes se percaten de ello hasta la llegada
del huésped, en “Las escaleras del Sacré-Coeur” se toma
conciencia de la enfermedad con la llegada de la maternidad: (17)
“apenas
nació mi hijo yo misma me envenené”
dice la protagonista. El texto finaliza con la muerte Lou trágica de
Lou y el principio de una esperanza; su hijo queda al cuidado de los
travestis Mimí y Fifí. Mimí le da el pecho, es decir, lo
“alimenta”, asumiendo un lugar maternal desde su posición
marginalizada en la sociedad, dando lugar a la posibilidad de una
nueva forma de familia, (algo que Lou no pudo hacer, encerrada como
estaba en la propia catástrofe que sufrió por haberse asumido como
una forma-de-vida).
LITERATURA DEL YO...
LEGÍTIMA DEFENSA
Perdí
la noción del tiempo. No recuerdo cuándo me trajeron. Tampoco sé
si algún día me dejarán ir; no dicen nada al respecto. Me
mantienen en una pequeña habitación en cautiverio, como si fuera
un animal feroz. Estoy aislado, solo, y, como no tengo ventana, la
realidad queda reducida a lo que me diga la cabeza.
Me
levanto (imposible saber a qué hora), doy vueltas por el cuarto y
pienso en Martina. Me dan dos comidas diarias -la segunda
generalmente es una sobra de la primera- y si me pongo denso, me
aplican una inyección que funciona con mucha eficacia: en pocos
minutos se produce un apagón en mi interior. En un primer momento la
luz de las pupilas se empieza a hacer intermitente; después, y sin
poder oponer ningún tipo de resistencia al proceso, empiezo a sentir
que de mis párpados cuelgan dos adoquines que, irremediablemente, me
hundirán en un sueño profundo.
Esos
sueños son tan profundos, tan oscuro es el lugar del que siento
regresar cuando despierto, que me hace creer que mis captores cargan
sus jeringas con pequeñas dosis de muerte. Me da miedo pensar que,
algún día, cuando no soporten más mis ataques de ira, van a darme
una dosis extra para que mis sueño sea algo definitivo; un viaje sin
retorno. Y yo quiero volver. Quiero volver del sueño a la realidad,
y quiero la realidad tal como era antes; lejos de mis captores y
cerca de Martina.
Recuerdo,
trato de recordar para no enloquecer. Recuerdo, entonces, que la
familia recibió de muy buena manera la noticia de mi llegada a la
casa. Especialmente Martina. Apenas me vio entrar, corrió a
abrazarme como si nos conociéramos de toda la vida. Y yo supe de
inmediato que tendría una relación especial con esa nena. Por las
tardes, apenas ella volvía del colegio, jugábamos a las carreras en
el jardín. Corríamos como locos hasta que alguno de los dos
-generalmente ella- evidenciaba un grado de agitación que obligaba a
Natalia a poner fin a semejante despliegue físico. Entonces era el
momento de la merienda. Y después a jugar algún juego más
tranquilo. Yo también entraba, aunque no me gustaba la merienda que
preparaba Natalia ni los juegos de mesa que quería que jugáramos
para aplacar un poco a nuestro espíritu salvaje. No terminaba de
entender esos juegos. La miraba a Martina y ella me devolvía una
mirada cómplice: ella tampoco terminaba de entenderlos, pero
entendía, eso sí, que debía jugar con algo que la mantuviera
sentada por un rato, aunque a los dos nos aburriera muchísimo esa
situación. En cambio nos gustaba mucho ver televisión juntos. A
ella le gustaba especialmente ver el Chavo; yo prefería los
documentales que pasan sobre los animales, esos que captan su
naturaleza en su estado más puro, moviéndose libremente allí en su
hábitat, donde nacen, se reproducen y mueren. Pero Martina se
aburría viendo animales, así que yo me resignaba a ver lo que ella
quería con tal de verla contenta.
Por
las noches, después de la cena, me daba un beso y se iba a la cama.
Se acostaba y dormía, pero sus sueños eran diferentes a mis sueños
actuales, en sus sueños la realidad no desaparecía, sino que
-simplemente- cambiaba algún color. Lo sé porque muchas noches la
observé dormir. Me pasaba que, si no podía pegar un ojo, me
levantaba para ir directamente a su habitación a ver cómo dormía.
Al principio era feliz sólo con verla en ese estado; después me
vinieron ganas de soñar con ella. La miraba y trataba de adivinar,
por su cara, si ella estaba soñando conmigo. Si ella soñaba conmigo
y yo podía soñar con ella podríamos haber hecho que nuestros
sueños funcionaran como un puente hacia nuestra realidad. Pero yo no
sé qué soñaba Martina y, muy rara vez, pude recordar un sueño
mío. Lo que sí puedo recordar, ahora que sólo me valgo de mis
pocos recuerdos, fue que una noche tuve un deseo muy fuerte por
meterme en su cama. Ganas de dormir con ella, abrazados los dos. Pero
no lo hice porque no sabía si a Martina le hubiera gustado; a
Natalia seguramente no, Natalia me hubiera echado de la casa, me
hubiera puesto de patitas en la calle (como finalmente hizo), por más
que la nena le suplicara que no, por más que le explicara que yo no
había hecho nada malo. Que jamás haría algo que pudiera llegar a
lastimarla.
Me
abstuve de meterme en su cama. Y -debo confesarlo- al día de hoy no
tengo muy claro cuál era la naturaleza de ese deseo que me empujaba
a querer meterme bajo las sábanas con Martina. Siempre me consideré
su amigo e intenté transmitirle que podía contar conmigo para lo
que necesitara, que siempre la iba a escuchar y que siempre la iba a
proteger de todos los males de este mundo.
Pero
uno no se conoce ni a sí mismo; una tarde, mientras hacíamos
nuestras carreras habituales por el jardín bajo un sol radiante,
pude sentir cómo mi miembro aumentaba considerablemente de tamaño
mientras miraba a Martina reírse por haberme ganado la carrera. Me
avergonzó mucho la situación, tuve miedo de que la nena se diera
cuenta, así que corrí a ocultarme en el interior de la casa.
A
partir de ese incidente me costó horrores volver a dormir. Me pasaba
noches enteras mirando el cielo y tratando de darme cuenta si debía
irme de la casa.
Las
cosas cambiaron. Las tardes en las que Martina me venía a buscar
para ir a jugar, me hacía el dormido. Y me rompía el corazón ver
cómo se quedaba el resto del día cuando no podía jugar conmigo; se
sentaba en el sofá a ver televisión, pero ni siquiera el chapulín
colorado era capaz de arrancarle una sonrisa. Me dolió también
escuchar que le preguntaba a Natalia si yo estaba enfermo. Natalia le
decía que yo estaba perfectamente bien y Martina no podía entender
qué es lo que había pasado.
Pero
las cosas no podían volver a ser como antes. El incidente del jardín
marcó un antes y un después en mi relación con ella. Tenía miedo
de no poder controlar mis impulsos. Me culpaba por ello. Me culpaba,
también, por haber encontrado, al despertar una mañana, un líquido
pegajoso colgando entre las piernas y que, no tenía dudas, había
salido de mi cuerpo.
Por
doloroso que me resultara, mantuve en los meses siguientes la misma
postura: la evitaba todo lo que podía, y cuando jugaba con ella
trataba de no mostrar mayor interés para que la nena se cansara de
perder el tiempo conmigo y empezara a entusiasmarse haciendo
cualquier otra cosa por su cuenta.
Un día
Llegó el tío Roque. Escuché a Natalia decir, mientras hablaba por
teléfono, que el tío se quedaría unos días. Hacía poco le
habían dado el alta y necesitaba algún lugar donde parar hasta que
consiguiera un trabajo que le permitiera alquilar algo. Pero los días
se hicieron semanas, y las semanas largos meses, y el tío Roque,
lejos de mudarse, se fue instalando cada vez más. Cada día que
pasaba él levantaba su patita y marcaba el territorio en un nuevo
rincón de la casa. Había dejado de ocupar el lugar de huésped para
empezar a ser el amo y señor de la propiedad. El tío Roque, poco a
poco, empezó a decidir (unilateralmente) qué se podía hacer y qué
no en esa casa. Y Natalia empezó a obedecer, como si fuera que
terminar dominada por un hombre resultara una fatalidad para toda
mujer.
A mí,
de movida, no me gustaba su nombre; Roque es nombre de perro viejo.
Ahora, mientras el olor se hace cada vez más insoportable, se me
ocurre que hay dos cosas que uno no decide en esta vida; la primera
es venir al mundo, y la segunda es con qué nombre vivir.
El
nombre no fue lo que más me molestó del tío. De hecho, era algo
menor. Algo intrascendente a comparación de lo que yo me sentía
capaz de oler en él. Y, evidentemente, en algún momento debí
transmitirle a ese hombre (tal vez con alguna mirada punzante y
prolongada, de esas que suelo poner para advertirle a los extraños
que los estoy inspeccionando) que no era de mi agrado, porque una de
las primeras cosas que le comentó a Natalia era que no me quería en
la casa.
Por mi
parte, en ese tiempo seguí manteniendo una distancia prudencial con
Martina. Él, en cambio, a medida que pasaba el tiempo, daba muestras
de estar consolidando un vínculo cada vez más estrecho con ella.
Empezó a ocupar mi lugar en el sofá a la hora del chavo. Yo seguía
la escena bajo la mesa del comedor, agazapado.
Así
pasaron muchas tardes. Martina y Roque sentados en el sofá y yo
observando desde mi trinchera, convertido en un gato esperando a
que el ratón se distraiga para salir cazarlo.
Y el
ratón fue un verdadero zorro. Porque una tarde no fue como las
demás. Es decir, dentro de la situación habitual, pasó algo que no
había visto antes: el tío Roque, viendo que la mente de la nena
estaba tomada por las imágenes que recibía de la pantalla del
televisor, comenzó a acariciarla. Primero los muslos. Con la palma
de la mano bien extendida parecía querer sacarle brillo al pantalón
de Martina. Luego sus manos -ahora las dos- hicieron un roce suave,
con el dorso, sobre el pecho. Cuando tomaron direcciones diferentes
(una subiendo y bajando por el torso de Martina, la otra subiendo y
bajando por la bragueta del tío) me puse en guardia. No entendía
bien porqué el tío hacía lo que hacía, pero tuve el
presentimiento de que eso que hacía era algo malo para Martina.
Estuve a punto de correr en dirección al sofá para caerle encima a
Roque, pero no fue necesario; en ese preciso instante se abría la
puerta de calle: era Natalia, que volvía del supermercado con las
botellas del vino que le había pedido el hombre de la casa.
El tío
se incorporó de un salto. El capítulo del chavo estaba terminando,
por lo que Martina -lentamente- se incorporó a la realidad. Yo
deambulaba por el pasillo. Iba y venía enfurecido por la imagen
que, a partir de ese momento, me acompañaría a todos lados y todo
el tiempo, como si fuera mi propia sombra. Esa misma noche, mientras
todos dormían, bajé para revisar el sofá. Quería ver si había
quedado alguna mancha pegajosa, alguna mancha producto de los fluidos
de los cuerpos cuyo derrame, muchas veces, resulta inevitable. No
había nada.
Una
tarde Martina volvió del colegio con fiebre. Escuché a Natalia
explicarle al tío Roque que no era nada grave, un simple estado
gripal, así que el tío se ofreció a cuidarla para que ella pudiera
volver al trabajo. El tío se mostró muy seguro para ocuparse
personalmente del asunto. Dijo que él haría todo lo que hiciera
falta para que su sobrina recupere la salud.
Mientras
la nena dormía, yo montaba guardia en la puerta de la habitación.
Roque también dormía la siesta. El único despierto en la casa era
yo, y me puso triste pensar que Martina pudiera estar soñando con
Roque y no conmigo. Sobre los sueños del tío, en cambio, lo mejor
era no profundizar.
Nunca
duermo por la tarde, sin embargo, cuando bajé a tomar agua, empecé
a sentir un ablandamiento en todo el cuerpo, como si mis huesos, de
pronto, se hubieran transformado en la gelatina de frutilla que comía
Martina de postre. Y entonces vino el apagón; me quedé dormido.
Fue algo extraño, fue un sueño muy parecido a los que tengo desde
que me inyectan mis captores, es decir, un sueño inducido. Un viaje
profundo hacia la noche de mi ser.
Desperté
atontado. Y, al subir a la habitación de Martina, el tío Roque
estaba por meterse, desnudo, en la cama, mientras ella, con los ojos
entrecerrados y la voz temblorosa por la fiebre, le pedía a su tío
un poco de agua. No lo dudé: corrí por el pasillo a toda velocidad
y le clavé los dientes en el tobillo a Roque. Cayó al suelo y
comenzó a gritar de dolor. Entonces, con una fuerza que jamás pensé
que podía llegar a tener, lo arrastré varios metros por el pasillo.
El tío me gritaba para que lo soltara. No sólo no lo solté, sino
que lo seguí mordiendo con ferocidad en todo el cuerpo;
especialmente en la bragueta que tanto zarandeaba esa tarde en el
sofá.
Martina
no llego a escuchar los ruidos ni los gritos desesperados del tío;
la fiebre la tenía encapsulada en un sueño muy hondo. El tío quedó
inconsciente, tirado en el pasillo, desnudo y exhibiendo pequeñas
cascadas de sangre que brotaban de distintas partes de su cuerpo. Así
lo encontró Natalia, algunas horas más tarde, cuando volvió del
trabajo. A Roque lo internaron. Tenía heridas de importancia, más
que nada en los genitales, pero ninguna que pusiera en riesgo su
miserable vida. Debía quedar en observación por lo menos una
semana.
El
hecho de que estuviera desnudo al momento de mi ataque me hizo
suponer que haría entrar en razones a Natalia sobre cuáles eran las
intenciones que el tío tenía para con Martina (yo me había dado
cuenta que el tío quería robarme el sueño de dormir abrazado con
Martina, y no podía permitir que lo hiciera realidad); pero también
era verdad que el monstruo tenía una coartada más que convincente:
que yo lo había atacado cuando estaba por entrar a bañarse.
Al
regresar del hospital, Natalia me llamó a los gritos. Cuando me
presenté, abrió la puerta de calle y, con el dedo índice, me
indicó que me fuera. Que ya no me querían en esa familia.
A
veces, en mi encierro, me imagino a Martina pidiéndole a su madre
que me lleve de vuelta a vivir a su casa y me imagino a Natalia
dándole una negativa rotunda a su hija, aclarándole que de ninguna
manera, que lo que le hice al tío no tiene perdón de Dios y que lo
mejor para mí era volver a vivir en la calle.
Mi
rabia no está en la boca; es interna. Contra este tipo de rabia no
hay inyección que resulte efectiva. Me pueden poner a dormir, me
pueden hundir en la oscuridad y puedo tener miedo a no regresar. Pero
vuelvo. Siempre vuelvo; en la rabia la que me empuja otra vez hacia
la superficie.
No lo
entienden. Ya no quiero dormir; quiero vivir. Por eso me esquivé la
inyección de la tarde; por eso me tiré encima de mi captor y lo
mordí. Venía con una inyección y un chaleco, y yo le salté encima
con mayor ferocidad con la que le salté a Roque. Y lo mordí con
locura y sin parar: la cara, los ojos, la boca, el cuello. Fue una
escena digna de esa película que Natalia no le dejó ver a Martina,
esa en la que hay un psicópata que se comía a los pacientes y que,
después, una vez encarcelado, ayuda a la detective del FBI a
encontrar a otro loco como él.
Esto
que acabo de contar es toda la verdad. Actué, siempre, en legítima
defensa. Pero no es suficiente. Sé que, si quiero salir, si quiero
volver a ver a Martina alguna vez, a la psiquiatra que me entrevista
los martes por la tarde le voy a tener que contar un cuento.
Si
tengo suerte, un buen cuento me va a permitir volver a estar cerca de
Martina. Y lo mejor para ella es que yo esté a su lado. Una lástima
que Natalia no se dé cuenta. Una lástima que Natalia no se dé
cuenta que lo mejor para todos es que yo esté en la casa. Que esté
para defender a Martina del hijo de puta del tío Roque.
domingo, 23 de noviembre de 2014
HOMO-TOXICUS (FIN DE UN MUNDO ENFERMO)
"ENTRE HOMBRES" (G. MAGGIORI)
"Ha llegado la hora de la re-evoluciòn y para ellos es necesario volver hacia atràs, al punto exacto en el que la especie humana mutò. Hay que recuperar al Homo sapiens seleccionando cientìficamente de entre toda la humanidad aquellos especìmenes en los que todavìa queda algùn vestigio de la primitiva grandeza. Asì como cuando el Homo sapiens neanderthalensis, vulgarmente conocido como hombre de Neanderthal, fue exterminado de Europa, Asia y Africa por el Homo sapiens sapiens, en un hecho que guarda analogìa històcia con la virtual desapariciòn de los indios americanos, consumada por los colonizadores europeos treinta y nueve mil años màs tarde, hoy una nueva raza de hombres, mejor adaptada para la supervivencia en un medio hostil como se ha vuelto el planeta tierra, està reemplazando y destruye el patrimonio sociocultural que durante decenas de miles de años nuestros ancestros han erigido con titànico esfuerzo. El nuevo amo de la Tierra es un arma mortìfera, carece de emociones que lo hagan vulnerable, es una màquina de destruir.
El homo-toxicus goza de una nueva adaptaciòn, producto de su insaciable adicciòn. El homo toxicus es un obsesivo del aniquilamiento, todo en èl es furia, odio, violencia. Destruye todo a su paso, inclusive a sì mismo, y para lograrlo se aferra de aquello que le provoca màs placer y dolor: la adicciòn. Adicto al poder, a las drogas, al sexo, a la televisiòn, al dinero, a la ignorancia, adicto al odio que corre por su venas y por las venas de sus hermanos, sus enemigos.
El escenario presente no podrìa ser màs patètico. Un presente donde el conocimiento està a las ordenes de la destrucciòn y la tecnologìa es la forma màs acabada de adicciòn a la esclavitud. Un presente donde el adormecimiento de los valores, la indiferencia creciente de las sociedades ante la pèrdida progresiva de su identidad en manos de corporaciones que planifican economìas oligopòlicas; el conformismo generalizado en el que desembocò el sistema capitalista y el lugar preeminente que ocupan los valores econòmicos -convertidos en el fin ùltimo y no en un simple instrumento-, que arrastra a las sociedades en una carrera loca hacia un consumismo cada vez mayor; el estado de corrupciòn generalizada asociado a las instituciones; el aislamiento de los individuos sometidos al vaivèn de un mercado especulador y a la manipulaciòn de medios masivos de comunicaciòn que responden a polìticas lobbistas pergeñadas desde el corporativismo; el peligro que la globalizaciòn representa en la inducciòn de culturas globales y la consecuente pèrdida de la diversidad; la cada vez màs pronunciada desigualdad de clases que concentra la riqueza en un sector diminuto y reparte miserias a todo el resto, hacen que perdamos el rumbo, que caigamos en la desesperanza y renunciemos a la autonomìa, o lo que es lo mismo, a la libertad, y en ùltima instancia a las utopìas.
Un pueblo sin sueños es como una autopista a ninguna parte, es un caos que termina en el embotellamiento, en la inmovilidad. Y donde no hay movimiento tampoco hay vida posible. Entonces, cuando se pierde el significado de los fines, tambièn se pierde el significado de los medios: una autopista a ninguna parte definitivamente no es una autopista, es otra cosa. El resultado de haber transitado este camino es el de habernos convertido en otra cosa.
Para luchar contra esta catàstrofe es menester primero salirse del sistema y re-evolucionar, re- adaptarse, dar marcha atràs sobre los errores para ensayar un nuevo camino hacia el futuro.
El hàbito a lo tòxico no es un fenòmeno puramente social como parece a simple vista: es un fenòmeno biològico. Hubo una mutaciòn genètica, un cambio a nivel cromosomal, o quizàs, y esto es lo màs horrorosamente probable, en el cambio estuvo involucrado un gen que ya existìa pero que se encontraba "apagado", y por algùn tipo de señalizaciòn celular provocada por un estìmulo externo, se produjo el "encendido" de dicho gen, cuyo resultado, evidente y atroz, fue la emergencia de este nuevo hombre. Sucediò como si de alguna manera la perturbaciòn del medio ambiente hubiera activado un dispositivo de autodestrucciòn, una bomba biològica de tiempo. Si esta hipòtesis llegara a confirmarse, nos encontrarìamos frente a un nuevo fenòmeno de mutaciòn intrìnseca masiva, o dicho con mayor propiedad, de activaciòn genètica masiva. Lo que cualquier otra adaptaciòn por la vìa de la selecciòn natural hubiera demorado miles de años en concretarse en la totalidad de una especie, en el caso del Homo-toxicus habrìa demandado pocas generaciones."
sábado, 22 de noviembre de 2014
LA TRAICIÒN DEL INSTINTO...
Voy con un amigo al cine a ver "Force Majeure", película sueca que llegó a nuestras salas bajo el sugestivo "la traición del instinto". La película es una joyita (como lo fueron, este año, "La vida de Adele" y "Her"). Plantea con la potencia de una avalancha una problemàtica sin fondo (el lugar de la familia en la sociedad, el tipo de familia que "es necesario" construir, la aparente seguridad que tenemos acerca del otro y del rol que juega en nuestra vida, y -lo que es más controvertido- la controversia no sólo sobre la existencia o no de un instinto, sino de un instinto que no es "puro" sino que se comporta de forma diferente ante situaciones que, a priori, se presentan como anàlogas.
¿Cuànto hay de cultural y cuànto no se corresponde con haber nacido en un lugar y en un tiempo determinados sino con el hecho de haber nacido seres humanos en eso que somos?
Lo "natural o instintivo en el hombre" y lo "cultural o adquirido" aparecen entremezclados. Y de esa controversia se desprende la màs importante: ¿què se puede cambiar y què no?
¿Què tan inteligentemente se puede plantear un conflicto? Se puede plantear en términos de entretenimiento (así se hace en Relatos salvajes) o se puede plantear en los términos de "Force majeure" que no entretiene, sino que extenúa. Y si extenúa es porque no da respuestas a nuestras preguntas existenciales, ni a nuestros conflictos cotidianos, claro; sino a la pregunta que acabo de formular. ¿Què tan inteligentemente? Vayan a verla y despuès me cuentan...
lunes, 17 de noviembre de 2014
EN EL OLVIDO...
W. G. Sebald
Austerlitz (fragmento)
" Al entrar a la gran sala, con una cúpula que se elevaba sesenta metros, lo primero que pensé, tal vez debido a mi visita al zoológico y la vista del dromedario [que adornaba la parte izquierda de la fachada de la estación y representaba los orígenes del boom económico del país], fue que este magnífico, aunque severamente dilapidado vestíbulo debería tener jaulas para leones y leopardos en sus nichos de mármol, y acuarios para tiburones, pulpos y cocodrilos, en contraposición a algunos zoológicos, que tenían pequeños trenes en los cuales podías, digamos, viajar a los lugares más remotos de la tierra.
(...)
Cuántas cosas y cuánto caen continuamente en el olvido, al extinguirse cada vida; cómo el mundo, por decirlo así, se vacía a sí mismo, porque las historias unidas a innumerables lugares y objetos, que no tienen capacidad para recordar, no son oídas, descritas ni transmitidas por nadie. "
sábado, 15 de noviembre de 2014
ENTRE HOMBRES...
"Vos deberías jugar para el Colegio de Abogados de Lomas, no para el de Lanùs", me dice el juez en ejercicio de la presidencia del tribunal en el que trabajo. Me lo dice porque trabajo en los tribunales de Lomas y no en los futuros tribunales de Lanùs, que ya tienen colegio propio pero todavía no tienen departamento judicial. "Además no voy a permitir que alguien que trabaja conmigo vaya a representar a los camporistas" me dice con ese tono jocoso que -en mi lugar de trabajo- tanto prendió como forma de comunicarse y tanto daño provoco en nuestras relaciones interpersonales.
Jóvenes abogados conocidos con los que juego a la pelota los viernes a la tarde -que ejercer la profesión en forma independiente y que forman parte del grupo que va a representar al colegio de lanùs- pretendían que yo viajara a Mar del Plata a jugar con ellos las finales de las olimpìadas intercolegiales.
El problema no es, parece ser, un problema de domicilios laborales, sino de afiliaciones políticas. El inconveniente con mi juez es que, al no reconocerse en ningún partido o tendencia política, sino más bien despreciar a todos por igual, no hay forma de negociar nada con él.
Es verdad, yo tampoco me moría de ganas por ir. Me motivaba más la fe que veía depositada en mi que otra cosa. Sucede que, desde que terminé el secundario, que no volví a jugar en una cancha de once; en todos estos años me dediqué a jugar en papi (a razón de una vez por semana) y siempre por diversiòn. Nunca más volvì a jugar un "partido oficial". Cero presión a la hora de jugar, entonces; absoluta libertad que no tendría para jugar en estas finales.
Aùn asì lo manifestè. La persona que màs quiere que estè es, tambièn, la que me puede dar una mano para pasarme al futuro departamento. "Al departamento de los camporistas".
Vuelvo a pensar, como desde hace tiempo lo hago, en el cinismo.
Me doy cuenta que a mayor poder, mayor grado de ese componente quìmico. Aprendì a tener mi propia cuota de cinismo -acorde con el poquìsimo poder que administro- para poder manejarme "entre hombres" y pude comprobar (estas lìneas exhiben un ejemplo màs de ello) que esa pequeña cuotita que administro me obliga a hacerlo con un enorme esfuerzo intelectual (esfuerzo que mi interlocutor, desde el lugar que ocupa, no tiene que hacer para nada).
Porque debo reconocer que, estando en desventaja, desde hace tiempo, muchas veces tropecè en el barro del cinismo.
Cuando tomo un poco de perspectiva, me cae un mensaje màs claro acerca de ese barro ("que hacès ahì!, salì de ahì, boludo!)
Pasò que, en determinado momento, las concentraciones quìmicas en la sangre subieron como sube el mar por las noches, y me dejè llevar por ese mar crecido: tirè algunos dardos envenenados a diestra y siniestra. Y parecè que acertè ("el ùnico que puede hacer quilombo sos vos" me habìa dicho una vez -con el tono de niño/adulto de siempre- el mismo juez que ahora me dice que no puedo ir a jugar.) Y, al acertar, me enlodè.
A pesar de todo estoy contento. No jugarè a la pelota para "los camporistas", pero sigo aprendiendo poco a poco.
Y aprendiendo, el futuro (como el cinismo que me rodea y que a veces me hace resbalar) se volverà otra cosa.
EL AMOR: UN SISTEMA AUTORITARIO (SEGUNDA ENTREGA)
"Existen dos fuerzas opuestas en cada uno de nosotros. No me atrevería a denominarlas, como en la ficción de Stevenson, naturaleza del mal o del bien, porque no encierran en sì mismas la idea de maldad o de bondad. Son las fuerzas de la dominación y del sometimiento. Su continua fluctuación perpetua las relaciones amorosas.Podemos comparar este mecanismo a otro análogo, presente en la biología humana y que tal vez sea otra expresión de lo mismo. Me estoy refiriendo al sistema inmunològico que con sus fluctuaciones provoca salud o enfermedad. Un organismo sano logra hacer frente, gracias a su sistema inmunològico, los embates de doxas externas. Por el contrario, cuando las barreras defensivas se desmoronan diezmadas por la virulencia del agente agresor, se produce la enfermedad o la muerte.
Ahora debemos plantearnos si es posible comparar al amor con la enfermedad. Creo que más que la enfermedad lo que cuenta es el mecanismo es si. Lo maravilloso es al existencia de esa balanza en perpetuo equilibrio. Siempre una de las fuerzas es superior a la otra. No hay simetría en el cuerpo, ni en la psiquis, ni en el alma; todo espíritu es desequilibrio. Como enfermedad, entonces, entonces, el amor solo puede compararse a una dolencia crónica que atraviesa periodos asintomàticos alternados con otros de reagudizaciòn del proceso.
En principio es necesario saber que para el desarrollo de cualquier enfermedad se necesitan de la concurrencia de una serie de factores que se distribuyen en tres grupos: hereditarios, congènitos y adquiridos.
Estos factores determinan el estado del sistema inmunològico en un momento dado. De igual forma existen factores semejantes que condicionan las fuerzas de dominio o sometimiento en una relación. Se dirá que esta comparaciòn adolece del grave error de pretender equiparar un mecanismo biològico, como el sistema inmunològico, a uno de naturaleza psíquica, el amor; pero bien vista esta contradicciòn es solo aparente. El hecho es demostrable si se tiene en cuenta el borramiento que se produce entre los eventos biològicos y psìquicos y lo orgànico (o el apuntalamiento de lo primero en lo segundo) están tan intrincados que resulta difícil separar ambas dimensiones. Los casos típicos de pacientes psìquicamente deprimidos que padecen todo tipo de patologìas orgànicas son un ejemplo de lo anterior. El sistema inmunològico se deprime por una caída de las barreras
psìquicas que contienen al individuo en salud.
El individuo enamorado, sometido por el amor, es aquel que padece un estado sintomàtico de amor. El otro, el que ejerce el dominio en la relaciòn, si bien posee el "germen" del amor, no manifiesta los sìntomas del enamoramiento. Este es el que actùa como agonista sobre el primero, desencadenando el estado sintomàtico. Entendiendo por sintomàtico la sensaciòn desagradable de incertidumbre y ansiedad que experimenta frente a su relaciòn y al desarrollo de un sìndrome delirante paranoide leve.
Analizar el mecanismo de desgaste de una relaciòn es materia interesante para desentrañar la autèntica naturaleza del amor. Cuando la tensiòn por alternancia que sufre la relaciòn amorosa se desequilibra, termina por cortarse "la cuerda tensa del amor". La ruptura que nace de dicha inestabilidad suele provocar resentimiento y odio en las partes sufrientes. El grado de sufrimiento, tanto como la intensidad de amor, no son iguales en los miembros de una relaciòn y es este desfasaje emocional el responsable de las secuelas que deja el amor.
Los sentimientos oscuros que engendran las rupturas amorosas traumàticas pueden terminar en hechos aberrantes como el caso renombrado de una mujer que, en el paroxismo del sufrimiento cercenò los genitales a su ex pareja. La castraciòn fue la ùnica forma que encontrò la mujer para aliviar el dolor, pensando quizà que si aquel hombre no podìa ser suyo no serìa de nadie màs."
sábado, 8 de noviembre de 2014
EL AMOR: UN SISTEMA AUTORITARIO...
"ENTRE HOMBRES" DE GERMÀN MAGGIORI (FRAGMENTO)
El amor es un mecanismo de supervivencia para el gènero humano. Un dispositivo innato y perverso cuya finalidad es ejercer el dominio sobre los semejantes. Desde un enfoque puramente bioquìmico, el amor es la liberaciòn de una cascada de hormonas e intermediarios quìmicos en la sangre. En presencia de la persona amada o cuando esta es evocada de la mano del recuerdo, se desencadena el còctel de humores responsable de la sensaciòn conocida como amor. El efecto producido, solo comparable en casos de relaciones muy intensas al sìndrome de abstinencia que provocan los opiàceos, y en la mayorìa de las relaciones a la sensaciòn de tono desagradable que produce la sed, en efecto, decìa, es uno de los horrores del amor.
No existe la correspondencia afectiva absoluta. Solo hay un hormigueo quìmico, el tono desagradable de la ausencia que solo cura la presencia, la saciedad de la presencia del ser amado. El amor funciona como un mecanismo adaptativo del hombre para ejercer el dominio tanto sobre su misma especie como sobre los demàs. Quedarà por determinar todavìa si se trata de una categorìa màs dentro del aprendizaje filogenètico o de la simple exteriorizaciòn de una habilidad inscripta directamente en el còdigo genètico.
Tomemos como ejemplo la primera relaciòn que establece un ser humano, estamos hablando de la realaciòn de una madre con su hijo durante la gestaciòn, una relaciòn prenatal. Aquì no puede decirse que exista una simbiosis sino que lo màs adecuado es hablar de parasitismo, un caso de biocompatibilidad parasitaria. La criatura se alimenta de la madre, extrae de ella los nutrientes esenciales para completar su desarrollo. Hay, por lo tanto, un sometimiento (placentero, aceptado) de la madre hacia su bebè. El amor de la madre hace posible la viabilidad del ser en gestaciòn. Podrà objetarse que la madre embarazada no tiene control sobre su cuerpo y que el sometimiento es pasivo, pero afirmar algo asì serìa desatinado: hay en la literatura mèdica infinidad de casos registrados de abortos espontàneos producidos en madres que no aceptan la maternidad. Por otro lado, si la madre fecundada contra su voluntad no genera un aborto espontàneo, usualmente termina recurriendo a alguien para que se lo practique. En estos casos, si a pesar de todo el embarazo llega a tèrmino, la criatura arrastra generalmente graves problemas fìsicos y psìquicos. Las relaciones aberrantes entre la madre y el hijo en gestaciòn provocan vidas aberrantes consecuencia de la falta de amor, de la falta de la tiranìa del amor.
El amor, entonces, funciona como un sistema autoritario: el amor es el imperio de la esclavitud, es la lucha por ejercer el dominio de ese imperio."
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