domingo, 22 de octubre de 2017

EL DICTADO DE LA MEMORIA...

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"Proteger la verdad" Por Edgardo Mocca para Pàgina 12.
Proteger la verdad, esa parece ser una clave para defender el régimen democrático, o lo que queda de él en la Argentina. La aparición del cuerpo de Santiago Maldonado ha puesto esta cuestión en un punto crítico. Porque la gran mayoría de los argentinos sabemos que Santiago fue una víctima del estado argentino, de la clase social en la que se sostiene y a la que defiende, del gobierno que lo administra y de un vasto campo de actores políticos institucionales y para-institucionales entre los que sobresalen el poder judicial y la maquinaria mediática. “Sabemos” no quiere decir que todos podamos decirlo con las mismas palabras ni que se trate de una verdad “probada” en términos judiciales. Es una verdad que sabemos por nuestra historia, nos la dicta nuestra memoria. Hacia atrás hemos recuperado muchas verdades. Hemos sabido que en este país en la década del setenta del siglo pasado no hubo una guerra entre dos bandos igualmente violentos. Que fue un operativo de revancha terrorista contra los sectores políticos, sindicales y sociales más activos en la defensa de los intereses populares. Hemos sabido que no hubo “excesos” indeseados en la represión sino prácticas absolutamente liberadas de todo límite moral y jurídico, justificadas por la necesidad de aniquilar un enemigo interno cuidadosamente construido políticamente durante mucho tiempo. Hemos sabido que los movimientos de derechos humanos no eran un antro de locas y de zurdos sino el principal reservorio de los valores democráticos durante los años más oscuros de nuestra historia. Hemos sabido que los desaparecidos no estaban en el exterior -o cortándose las rastas en alguna peluquería- sino que fueron asesinados cruel y sistemáticamente, en la gran mayoría de los casos sin poder ofrecer resistencia alguna.
Esos saberes del pasado son herramientas para pensar los hechos de hoy. Me apuro a decir que no se trata de que quienes los poseen sean mayorías aritméticas deducidas de tal o cual encuesta de opinión. Esas mayorías -fluctuantes e inestables- pueden ignorarlo o, lo que es mucho más frecuente, negarlo, como modo de supuesta defensa psicológica, pero el saber estas cosas es patrimonio de todas las personas que viven aquí y tienen un mínimo de discernimiento. Y estos saberes son y serán en los próximos días interpelados y desafiados por las más inverosímiles construcciones ideológicas, todas ellas dirigidas de uno u otro modo a justificar este aserto: el tatuador no sufrió ningún tipo de violencia, murió ahogado. Es muy difícil imaginar argumentos serios para semejante slogan pero la posverdad no se amilana ante ninguna tarea por problemática que sea. Y porque además la estrategia estará sustentada en la sistemática descarga de culpas hacia “los otros”, hacia los 562 que tendrían que ser exilados en la luna. Ellos son los que agitan, los que buscan politizar. Quieren decir que Bullrich defendió a la Gendarmería y encubrió sus responsabilidades. Que Noceti, el jefe de gabinete de Bullrich, fue el mentor y director de la represión que llevó a la muerte a Santiago. O que el juez Otranto demoró y desvió la información porque, entre otras cosas, él mismo colaboró en la creación de condiciones “legales” para el atropello de los gendarmes. O decir que el problema de los mapuches no es su pertenencia a la guerrilla kurda sino que son gente que defiende derechos: a la tierra, a la naturaleza, a la paz y a la vida digna. Todo eso no es más que un intento del kirchnerismo de “politizar” los hechos. 
La verdad es, ante todo, la que debe revelar cómo sucedieron los hechos que concluyeron en la muerte de Santiago. Aquí la verdad es esencialmente, aunque no únicamente, responsabilidad del poder judicial. Pero como siempre sucede cuando hay una muerte que alcanza significación política no alcanza con reconstruir los hechos inmediatamente vinculados a la muerte, es necesario pensar políticamente los hechos que llevaron a ella. La dilucidación de los hechos materiales conforma un cuadro de las eventuales responsabilidades involucradas en el caso. Pero la responsabilidad política es otra cosa, es algo más grave. Porque nadie puede evitar que haya un desequilibrado o un perverso que provoque una muerte con su conducta. De lo que sí estamos en condiciones como comunidad es de valorar el tipo de acción política que creó condiciones para una muerte. Eso exigiría hacer un riguroso análisis de las políticas desarrolladas durante estos casi dos años en materia de seguridad. Y particularmente en el aspecto  –vital para este gobierno– de despejar las calles y las rutas contra cualquier irrupción de la protesta popular. Y hacerlo de la manera más espectacular posible, de modo de que juegue un rol ejemplarizador y disuasivo. Este es el alfa y el omega del discurso y de la acción de la ministra Bullrich. Antes de conocer cualquier tipo de estrategia en la tan exaltada lucha contra el delito, conocimos el “nuevo protocolo” para la acción de las fuerzas de seguridad dirigido a desalentar y amedrentar cualquier medida dirigida a ocupar la calle, a cortar el tránsito. Es decir a proteger a la “gente de bien” frente al huelguista, a la mujer, al piquetero, al mapuche, al político, a cualquiera de las especies que “causaron el atraso de este país”. La seductora propuesta del orden intentaba esconder el designio más profundo, el de evitar la visibilidad, y con ella la capacidad de articulación de las luchas. La ministra sobreactuó hasta el ridículo su identificación con las fuerzas de seguridad a las que se necesita comprometer incondicionalmente con la política represiva gubernamental: en lo que es de esperar sea el último de los episodios de su lamentable saga dejó escapar la sugestiva frase “a la gendarmería la necesitamos”. La política de represión violenta de la protesta social amenaza con tener una consecuencia agravante del daño que tiene para la paz social: la de alentar un comportamiento corporativo de las fuerzas de seguridad, apoyado en el lugar estratégico que ocupan en el actual contexto político, un lugar que les asigna roles tan diversos como el de “esclarecer” la muerte de Nisman, maniobrar en el terreno electoral, controlar y espiar a los movimientos sociales y montar provocaciones en las movilizaciones populares. La verdad sobre lo sucedido incluye también la averiguación de cómo se gestó este nuevo lugar de la gendarmería como fuerza de choque que no sólo reprime protestas callejeras sino que entra en las universidades violando su autonomía o entra a las radios cuando una ex presidenta está respondiendo un reportaje. La verdad necesaria es, entonces, también la verdad de un rumbo político que se sostiene en tres pilares: la transferencia de ingresos hacia los sectores más poderosos de la sociedad, el desarrollo de una impresionante maquinaria de manipulación psicológica de masas y la neutralización del movimiento popular en sus diferentes cauces. 
La verdad es una responsabilidad colectiva también con la memoria de Santiago Maldonado. Porque desde ahora es un nombre que quiere decir muchas cosas para la Argentina que viene. Algún desaforado periodista, muy reconocido desde el poder,se permitió tratar con ironía su causa, concebida algo así como un “jugar a la revolución” fuera de época, una reviviscencia de los setenta, alentada, claro está, por los Kirchner. Esa banalización de la historia y del presente es una verdadera ideología de época de los sectores poderosos. Por eso fue tan central en el acta de reclamos que Escribano -entonces CEO de La Nación- le hizo llegar a Néstor Kirchner apenas iniciado su mandato la exigencia del final de toda revisión respecto del genocidio. De eso se trata cuando se instala el tema del número de desaparecidos para rebajar el tono de cualquier discusión sobre esa época. Hay toda una necesidad histórica de los grupos dominantes de encerrar bajo siete llaves ese pasado, de convertirlo en una locura de violencia compartida surgida vaya a saberse de dónde que, por alguna causa extraña se apoderó de la sociedad. Santiago es el portador de una verdad muy actual de nuestros días, la verdad que dice que la solidaridad no ha desaparecido entre los escombros de la meritocracia y el emprendedurismo. Que es falso que la única verdad que nos queda es la inexistencia de toda verdad, un relativismo extremo que fundándose en una terrible noción de libertad y pluralismo disimula una práctica profundamente autoritaria y tendencialmente violenta. La verdad sobre Santiago es también una reivindicación de la juventud que lucha, que milita, se organiza y moviliza en paz. Que enfrenta al miedo y a la resignación. Y es por eso una de las bases político-culturales para la recuperación democrática argentina.
Por alguna razón -sobre la que hay muchas hipótesis que van desde la casualidad hasta la ruptura de algún pacto corporativo-estatal de silencio- el desenlace de la desaparición forzada de Santiago se verificó pocos días antes de unas elecciones que tienen una enorme importancia. Durante todos estos días hemos asistido a la obsesión oficial por conocer la eventual influencia del hecho en la conducta electoral de los argentinos, especialmente de los que votan en la provincia de Buenos Aires. La cuestión se dilucida en estas horas. Seguramente los resultados desplazarán desde mañana los hechos terribles del sur y ocupará su lugar la especulación política sobre el futuro político-institucional. Pero convendrá saber que lo ocurrido marcará un antes y un después de esta etapa política argentina. Y los tiempos en que la cuestión se habrá de dirimir no están en los límites de un período electoral sino que regirán tiempos más largos de la política argentina. La protección de la verdad contra la pirotecnia de la distracción y del olvido puede ser lo que separe la perspectiva de un país adormecido y paralizado de una democracia con capacidad de resistir el impulso congénito hacia el totalitarismo propio del dominio neoliberal.

martes, 10 de octubre de 2017

EL 22

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"Esta apropiación particular de la ley, el modo en que cada policía entiende su trabajo, tiene su máxima expresión en la figura de "el loco". No en relación a un problema psiquiátrico sino a un compañero decidido a romper las normas. Esta figura funciona como ejemplo de las practicas que mencionábamos: los "policías locos" llegan al extremo de "suspender la ley para defenderla".
El loco es utilizado: si emprende una acción ilegal ( pero internamente legitima) que resulta exitosa, el "loco" permanece en la institución, sus tácticas individuales son protegidas estrategicamente. En cambio, si adquiere visibilidad publica " le sueltan la mano". Cuando esto ocurre, los "locos" quedan afuera, se convierten en manzanas podridas que manchan a la institución, que queda libre de responsabilidades; la culpa es del "loco".
El Estado usa a las fuerzas de seguridad de la misma manera en que estas utilizan al loco.
Esto fue lo que ocurrió en 2002 con la policía bonaerense y el énfasis puesto sobre el comisario Franchiotti ante los asesinatos de Maximiliano Kosteki y Dario Santillan: la policía como institucion y el poder político que lo comando lograron evitar la responsabilidad. Y podríamos preguntarnos si no es uno de los cursos abiertos en el tratamiento de la desaparición de Santiago Maldonado"

Fragmento del articulo titulado "La marca de la gorra" (Por Mariana Galvani para Le Monde Argentina, Octubre)

domingo, 24 de septiembre de 2017

LOS TIEMPOS DE LA POLITICA

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Camino al trabajo, escucho hablar en la radio a un hombre (probablemente un padre) sobre la toma de los colegios por parte de los estudiantes.
"Los chicos no son sujetos políticos" dice. 
Razonando la frase, podemos deducir que los chicos son sujetos, claro. Pero no políticos, sino "pre-políticos". Y el solo devenir del tiempo -alcanzar la mayoría de edad- los harìa pasar al estadìo en el que se encuentran sus padres, sus docentes y el gobierno con el que acuerdan y desacuerdan sus padres y sus docentes: volverse sujetos políticos.
La expresión no es del todo clara. Abre la puerta a pensar que todo adulto, en tanto adulto, es un sujeto político y que, por lo tanto, el único habilitado a hablar y actuar "políticamente" (es decir, de hablar y de actuar con el poder suficiente para mantener o modificar aspectos de la vida en común)
En los términos en los que yo lo pienso, el "status" polìtico pasa, en primera instancia, por el acceso al lenguaje. En el lenguaje, en la palabra, està la política.
En tanto que existen adolescentes con un registro amplio del lenguaje (con un registro amplio del mundo que los rodea), no veo porqué negarlos como interlocutores y quitarles su "status polìtico".
Si puertas adentro un padre con hijos adolescentes debe aprender a negociar con ellos cuestiones de la vida doméstica, ¿cómo es que, puertas afuera, ese poder de negociación que da el acceso a la palabra (el "estatus político" de la persona) se torna inexistente?
¿Cómo es que hay gente que considera que no son interlocutores válidos?.
Como si el valor de un discurso estuviera garantizado por el solo hecho de haber venido antes al mundo, por un mero accidente biológico.

EL PARIA Y SU ESTRELLA...


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"La filiaciòn de Yupanqui al PC se extendería hasta 1952. Esencialmente libertario, no podía durar tanto en la estructura verticalista y acatadora de la organización. Además, necesitaba trabajar. Sin dejar de ser opositor, Yupanki establecìo algún tipo de tregua frágil con el gobierno de Peròn, nunca del todo dilucidada, pero a partir de entonces la prohibiciòn se fue descongelando. En el 53 renunciò pùblicamente al PC, que lo acusò de traición, entre otras tantas cosas. Yupanqui volvía a ser el llanero solitario que habìa sido. En su excelente biografía, "En nombre del folclore" (2008), Sergio Pujoj resume el destino de paria del trovador, un caso simbólico del drama político nacional: "Para la derecha siguió siendo "ese viejo comunista"; para los comunistas, un traidor, y para los peronistas, un gorila".Finalmente "ese territorio, el de la soledad, era su verdadero pais".
"Y asì voy por el mundo, sin edad ni destino. Al amparo de un cosmos que camina conmigo. Amo la luz, el rìo, y el silencio y la estrella."
Los poetas no deberían tener una cruz sobre su tumba" dijo diez años antes de morir. "Habría que plantar un árbol, porque algún día las aves harían nido y cada mañana con ellas saldría el espíritu del hombre, el alma, los silencios guardados, las vibraciones del hombre, a tomar sol y a silbar por los campos. Y después volverían, o se irían por esos caminos"
"PRENDIDO A LA MAGIA DE LOS CAMINOS" (REVISTA ROLLING STONE, ARGENTINA (MAYO 2017)

domingo, 10 de septiembre de 2017

LOS ARBOLES EN LA TORMENTA

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Vaucanson (John Ashbery)


Mientras escribía, nevaba.
Se sintió sosegado y singular en la habitación gris.
pero, claro, nunca nadie se fía de estos humores.
Aquello tenía que tener entendimiento.
Pero, ¿por qué? De todos modos, sucede siempre,
y ¿quién se apunta el tanto? Seguramente
no aquello que se comprende,
y nos empequeñece saberlo
como saben los árboles de la tormenta
hasta que pasa y vuelve la luz a caer
desigualmente sobre toda la susurrante parentela:
las cosas con las cosas, las personas con los objetos,
las ideas con las personas o con las ideas.
Duele esta voluntad de proporcionarle a la vida
dimensiones, cuando la vida consiste precisamente en esas
dimensiones.
Somos criaturas, así que caminamos y hablamos
y la gente se nos acerca, o nos escucha
y luego se va.
La música llena los espacios
en los que se estiran las figuras hacia los bordes,
y puede solamente decir algo.
Los tendones se relajan entonces,
la conciencia empieza a albergar buenos pensamientos.
Ah, tiene que ser bueno este sol:
calienta de nuevo,
hace el número, completa su trilogía.
La vida debe de estar ahí detrás. La escondiste
para que nadie la encontrase
y ahora no recuerdas dónde.
Pero si volviera uno a inventarse la infancia
sería casi como volverse una reliquia viva
para librar a esta cosa, librarla del rubor
por el procedimiento de bajar el telón,
y durante unos segundos nadie se daría cuenta.
El final parecería perfecto.
Nada de consternación,
ni sueño trágico alguno del que despertarse sobresaltado
con un ataque de culpa apasionada, sólo la cálida luz del sol
que se desliza con facilidad por los hombros
hasta el corazón blando, derretido.

sábado, 26 de agosto de 2017

LOS PEQUEÑOS NEGOCIOS...


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"El emprendedor de la patria" Por Martin Kohan para Perfil
A mí también me resultó un tanto inadecuada la palabra “emprendedor”, utilizada por el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires para calificar (o descalificar, según cómo se mire) al General José de San Martín. Entiendo que pueda interpretarse esa definición como una suerte de devaluación, tanto simbólica como conceptual, del Padre de la Patria. Y entiendo que puedan haberse ofuscado ante ese hecho los sanmartinianos más sensibles y los patriotas más rotundos (aunque yo francamente no soy ninguna de las dos cosas).
Porque “emprendedor” es una palabra que hoy designa preferentemente a aquellos que asumen alguna iniciativa de tipo comercial o empresarial, ya se trate del que se arma una empresita de algo, con sueños de progreso, o el que pone un negocito en el barrio con lo que le dieron como indemnización cuando lo echaron de su trabajo. Hay en la expresión una carga de neto optimismo, de esa clase de optimismo un poco forzado y un poco forzoso que imparten las doctrinas de la autoayuda, pretendiendo que, quien se lo proponga de veras y con ganas, ha de triunfar en la vida (no depende de nadie más que de ella o él).
La gesta mayúscula que llevó a cabo José de San Martín, hacedor del colosal ejército que consolidó la libertad de un país, el suyo, y la extendió gloriosamente hacia otros dos, Chile y Perú, jaqueando la dominación colonial de España y concretando entretanto la hazaña cuasi impar del cruce de la cordillera de los Andes con tropas y pertrechos y todo, parece verse marcadamente empobrecida, si es que no directamente denigrada, por una designación por lo demás tan magra: “emprendedor” (como si se dijera que le puso onda, que se puso las pilas, que tiró para adelante, que se atrevió a más).
Pero tal vez no tenemos que suponer (lo digo desde la esperanza) que se trató nada más que de un tropiezo semántico, producto de una visión del mundo limitada al espíritu de los mercaderes o al espíritu new age (o peor aun, al de los mercaderes new age). ¿Por qué no plantearnos, mejor, que pudo tratarse en verdad de una intervención netamente ideológica (en el más potente sentido del término) sobre la historia argentina y su orden de sentido? ¿Por qué no dirimir si, al usar esa palabra, “emprendedor”, y al asestársela a San Martín, no se estaba en verdad retomando los severos cuestionamientos que Juan Bautista Alberdi, en El crimen de la guerra, lanzara contra el criterio historiográfico impartido por Bartolomé Mitre?
Alberdi se opuso con argumentos contundentes a la forma en que Bartolomé Mitre remitía a la dimensión militar, esto es a las glorias de los campos de batalla, la función determinante de consagrar una mitología de origen para la definición de la nacionalidad en curso, y de establecer un régimen de valores ejemplares para el diseño de un modelo de ciudadanía. Contra esta historia de soldados por vocación (como San Martín) o por necesidad (como Manuel Belgrano), Alberdi reclamaba una historia que erigiera en cambio sujetos heroicos de otra índole: inventores, científicos, industriales, en fin, por qué no: “emprendedores”.
¿No habrá estado apuntando a esto, en realidad, el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires? ¿No habrá decidido reabrir y retomar aquellas polémicas mitigadas pero cruciales del final del siglo XIX? ¿Volver sobre esa cuestión insoslayable: la de los modelos de identidad nacional, la de los modelos de sociedad posible, esgrimidos y proyectados, imperantes o relegados, validados o excluidos? ¿No está planteándonos, en cierta forma, si uno se fija, un debate fundamental sobre la relación entre capitalismo y violencia? San Martín, sí; y también Mitre y Alberdi y Sarmiento, claro; y luego Max Weber y Gramsci y Carl Schmitt, por qué no; y finalmente etcétera y etcétera y etcétera.
La historia y la teoría social se ven así convocadas para mejor pensar nuestro presente. ¡Y eso que, por un instante, a punto estuvimos de concluir que se trataba nada más que de una palabra empleada con absoluta torpeza! ¡A punto estuvimos de caer en la desazón frente a lo que parecía ser nada más que una banalidad irremontable!
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LO QUE SE PUEDE Y LO QUE SE DEBE...

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"Si, se puede" Por Daniel Link para Perfil

Se puede seguir diciendo “qué barbaridad” ante cada atentado que, más allá de los muertos, refuerza el carácter policíaco de las sociedad contemporáneas, se puede salir cada mañana con una sonrisa a la calle, ignorando los cuerpos de los que duermen ahítos de paco, vino rancio o desesperanza en los umbrales de las casas, se puede seguir sin preocupación auténtica el enrarecimiento climático y el derretimiento de los hielos polares, se puede marcar en un mapa, con curiosidad de entomólogo, las migraciones desesperadas de hombres, mujeres y animales, se puede seguir reclamando una solución que tal vez nos sea dada para la inflación, el desempleo, la falta de horizontes, se puede seguir pidiendo mano dura contra los crímenes de pobreza y se puede seguir apostándolo todo a una educación que, sin embargo, se degrada día a día, se puede seguir añorando melancólicamente la época de los grandes discursos y relatos, se puede mirar televisión reprimiendo las ocasionales arcadas ante la grosería, la misoginia y la homofobia, se pueden contabilizar las unidades de energía consumida en humo, en polvo, en nada y pagar con obediencia civil la factura a fin de mes, se puede concurrir voluntariamente a los tribunales para reconocer una violación a unas reglas del tránsito completamente caprichosas y aceptar la pena, se puede seguir comprando muebles hechos con pedazos de selva desmontada, se puede seguir confiando en que la justicia burguesa restablezca alguna vez los valores que se dicen perdidos desde hace rato y se puede seguir soñando con una hipoteca que reinstale la burbuja vertiginosa de 2008 que algunos países nunca conocieron.
Se puede seguir confiando en los bancos y la bancarización de la vida cotidiana, se puede reemplazar, por supuesto que se puede, la solidaridad por la mera expectativa compungida, se pueden comprar dólares con cuentagotas con la ilusión de que servirán para algo, se puede encender la radio para escuchar las voces que no tienen nada para decir pero que no pueden callar porque son el soporte agónico de una siguiente tanda comercial, un ruido negro, negrísimo, que trae por contraste el recuerdo del ruido blanco que fue el arrullo de la infancia. Se puede aceptar el desbaratamiento y el abaratamiento de la lengua, se pueden aceptar los lugares comunes, enhebrados uno tras otro, como un collar de cuentas de fantasía, se puede, se puede. ¿Quién dijo que no se puede?
Mejor que apostar a lo que se puede, es apostar a lo imposible y que es, por eso mismo, necesario: la construcción del bien común, la aspiración a la felicidad total, de todos, de todas y de todes, la algarabía de un día nuevo que anuncia que los cuerpos podrán circular libremente entre fronteras, grupos y clases y que el mundo no se está muriendo de puro conformismo y de tristeza.