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domingo, 15 de marzo de 2020

LAS TAREAS...

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"Lo que se le dice a la gente es que los sindicatos son un arma en contra de los trabajadores. Es una suerte de modelo que los medios han presentado durante los últimos años, un artefacto de los medios. La idea es que los sindicatos son un enemigo de los trabajadores y que el trabajador común debe levantarse y derribar al sindicato. Podemos entender por qué la industria del entretenimiento, un sistema corporativo enorme, intenta combatir la idea de los sindicatos. Y, en cierta medida, han tenido mucho éxito. Así, la gente cree que los trabajadores deben liberarse de los sindicatos, para que de esa manera tengan más oportunidad de influir en las decisiones. Lamentablemente, como toda propaganda, puede ser cierta en algunas ocasiones. Incluso la propaganda más descabellada suele basarse en algún elemento de verdad. Y también en este caso toman elementos de la realidad. Muchos sindicatos han sido efectivamente enemigos de los trabajadores, pero también pueden llegar a ser la forma de organización más democrática que existe en nuestra tan antidemocrática sociedad.
Puede haber, y muchas veces ha habido, asociaciones en las que los trabajadores pueden liberarse y aumentar la extensión de la justicia social. Pero los medios no van a decirnos eso, así que la solución a nuestro problema es hacer que la gente entienda lo que los sindicatos son y pueden ser, aprendiendo la historia de la clase obrera. Nade sabe de la historia de la clase obrera, nadie la estudia. De hecho, veamos los medios de comunicación de todo el mundo. Hay suplementos de negocios pero ¿hay suplementos de trabajo? No conozco ni un periódico que tenga una sección sobre el trabajo. Todos tienen una sección sobre negocios. Hay muchísima prensa de negocios, pero ¿hay prensa de trabajo?
Hasta que la gente no logre desenmarañar todo ese sistema de propaganda, no va a ser capaz de liberarse. Así que superar esas dificultades es parte de nuestra tarea"

"ESCRITOS LIBERTARIOS, ESPERANZA EN EL PORVENIR" (NOAM CHOMSKY)

jueves, 1 de agosto de 2019

SI ESA MONEDA HABLARA...

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"Durante el gobierno kirchnerista gran parte de la sociedad manifestaba su ira por lo que dio en llamarse el "cepo", es decir, por la restricción en la compra de divisas. Sin embargo, no expresan el mismo odio ahora que, habida cuenta de la brutal devaluación y de la tremenda pérdida del salario, resulta inaccesible la adquisición de dólares. Por qué resulta más irritante la prohibición que la imposibilidad? Una explicación es que en la prohibición se pone de manifiesto de modo palpable la determinación política de la economía, mientras que en la imposibilidad - meritocracia incluida - aquella determinación queda oculta bajo el supuesto de la responsabilidad (y culpabilidad) individual. De este modo, la imposibilidad se vivencia como limitación singular y, acaso, vergonzante y, por lo tanto, se silencia."
"EL VOTO EMOCIONAL Y LOS DESAFÍOS DEL POPULISMO" (Sebastián Plut, Página 12, hoy)

domingo, 27 de mayo de 2018

LA DUDA: OTRA FORMA DE NO PENSAR?

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"Entre tanto, siguen las protestas. Son muchos, muchísimos, los que no están de acuerdo con el gobierno. Pero la mayoría de los votantes sigue sin encontrarlos atrayentes. Todos los caminos de la oposición continúan llevando a Cristina. Y Cristina sigue convocando el odio del 2015 y el 2017. Ni siquiera su deliberado bajo perfil logra hacerla màs amada por quienes no la aman en absoluto. Es curioso que un candidato tenga que mantener un perfil bajo para sumar votos. Eso pasa
con Cristina.
E gobierno responde con su neoliberalismo salvaje. Ajuste y màs ajuste. Por raro que también parezca los planes de ajuste del gobierno ofrecen la imagen de un plan económico. "El gobierno lo tiene", piensan los votantes Pro, y funciona en medio mundo, sòlo habrá que esperar. La oposición no tiene plan económico, sòlo ofrece màs sopa.
Parecen no advertir que el que ha ofrecido màs y màs sopa es el actual gobierno. Que ofrece lo que ofreció Menem. Y tampoco es casual que Cavallo haya aparecido por estos terrenos. Sin embargo, el gobierno ha logrado imponer una imagen de dinamismo, los "progres" lo respetan, y lo hacen en privado, a la hora de hacer balances totalizadores. El Pro no ha perdido su imagen neomoderna o posmo o sencillamente pro, como se quiera. Tiene aùn el beneficio de la duda. Muchos aguardan esperanzados: "Y si funciona?" Sin duda funciona la pregunta. Cosa que no ocurre con la oposición. La pregunta "Y si funciona Cristina?" tiene menos verosimilitud. Nadie espera que ofrezca algo nuevo. No tiene, como el Pro, el beneficio de la duda. Sòlo, se dice, ofrecerá màs sopa.
Cualquier gobierno con tarifazos, dólar desbocado, muertos por la espalda, problemas educativos, se tendría que ir casi enseguida. Pero el votante de Macri no le ve todavía posibilidad de reemplazo a su héroe. Si el mundo elige en todos lados a tipos como Macri, nosotros también tenemos que hacerlo, parece ser su razonamiento último. Asì, Macri se mantiene en el gobierno por la tendencia mundial de gobernabilidad y por la debilidad conceptual de la oposición. De este modo, gobierna por lo que hacen o no hacen los otros. Por sus tendencias y sus errores.
No es un piso muy firme.
"EL BENEFICIO DE LA DUDA" (Por Josè Pablo Feinmann para Pàgina 12, hoy)

domingo, 22 de octubre de 2017

EL DICTADO DE LA MEMORIA...

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"Proteger la verdad" Por Edgardo Mocca para Pàgina 12.
Proteger la verdad, esa parece ser una clave para defender el régimen democrático, o lo que queda de él en la Argentina. La aparición del cuerpo de Santiago Maldonado ha puesto esta cuestión en un punto crítico. Porque la gran mayoría de los argentinos sabemos que Santiago fue una víctima del estado argentino, de la clase social en la que se sostiene y a la que defiende, del gobierno que lo administra y de un vasto campo de actores políticos institucionales y para-institucionales entre los que sobresalen el poder judicial y la maquinaria mediática. “Sabemos” no quiere decir que todos podamos decirlo con las mismas palabras ni que se trate de una verdad “probada” en términos judiciales. Es una verdad que sabemos por nuestra historia, nos la dicta nuestra memoria. Hacia atrás hemos recuperado muchas verdades. Hemos sabido que en este país en la década del setenta del siglo pasado no hubo una guerra entre dos bandos igualmente violentos. Que fue un operativo de revancha terrorista contra los sectores políticos, sindicales y sociales más activos en la defensa de los intereses populares. Hemos sabido que no hubo “excesos” indeseados en la represión sino prácticas absolutamente liberadas de todo límite moral y jurídico, justificadas por la necesidad de aniquilar un enemigo interno cuidadosamente construido políticamente durante mucho tiempo. Hemos sabido que los movimientos de derechos humanos no eran un antro de locas y de zurdos sino el principal reservorio de los valores democráticos durante los años más oscuros de nuestra historia. Hemos sabido que los desaparecidos no estaban en el exterior -o cortándose las rastas en alguna peluquería- sino que fueron asesinados cruel y sistemáticamente, en la gran mayoría de los casos sin poder ofrecer resistencia alguna.
Esos saberes del pasado son herramientas para pensar los hechos de hoy. Me apuro a decir que no se trata de que quienes los poseen sean mayorías aritméticas deducidas de tal o cual encuesta de opinión. Esas mayorías -fluctuantes e inestables- pueden ignorarlo o, lo que es mucho más frecuente, negarlo, como modo de supuesta defensa psicológica, pero el saber estas cosas es patrimonio de todas las personas que viven aquí y tienen un mínimo de discernimiento. Y estos saberes son y serán en los próximos días interpelados y desafiados por las más inverosímiles construcciones ideológicas, todas ellas dirigidas de uno u otro modo a justificar este aserto: el tatuador no sufrió ningún tipo de violencia, murió ahogado. Es muy difícil imaginar argumentos serios para semejante slogan pero la posverdad no se amilana ante ninguna tarea por problemática que sea. Y porque además la estrategia estará sustentada en la sistemática descarga de culpas hacia “los otros”, hacia los 562 que tendrían que ser exilados en la luna. Ellos son los que agitan, los que buscan politizar. Quieren decir que Bullrich defendió a la Gendarmería y encubrió sus responsabilidades. Que Noceti, el jefe de gabinete de Bullrich, fue el mentor y director de la represión que llevó a la muerte a Santiago. O que el juez Otranto demoró y desvió la información porque, entre otras cosas, él mismo colaboró en la creación de condiciones “legales” para el atropello de los gendarmes. O decir que el problema de los mapuches no es su pertenencia a la guerrilla kurda sino que son gente que defiende derechos: a la tierra, a la naturaleza, a la paz y a la vida digna. Todo eso no es más que un intento del kirchnerismo de “politizar” los hechos. 
La verdad es, ante todo, la que debe revelar cómo sucedieron los hechos que concluyeron en la muerte de Santiago. Aquí la verdad es esencialmente, aunque no únicamente, responsabilidad del poder judicial. Pero como siempre sucede cuando hay una muerte que alcanza significación política no alcanza con reconstruir los hechos inmediatamente vinculados a la muerte, es necesario pensar políticamente los hechos que llevaron a ella. La dilucidación de los hechos materiales conforma un cuadro de las eventuales responsabilidades involucradas en el caso. Pero la responsabilidad política es otra cosa, es algo más grave. Porque nadie puede evitar que haya un desequilibrado o un perverso que provoque una muerte con su conducta. De lo que sí estamos en condiciones como comunidad es de valorar el tipo de acción política que creó condiciones para una muerte. Eso exigiría hacer un riguroso análisis de las políticas desarrolladas durante estos casi dos años en materia de seguridad. Y particularmente en el aspecto  –vital para este gobierno– de despejar las calles y las rutas contra cualquier irrupción de la protesta popular. Y hacerlo de la manera más espectacular posible, de modo de que juegue un rol ejemplarizador y disuasivo. Este es el alfa y el omega del discurso y de la acción de la ministra Bullrich. Antes de conocer cualquier tipo de estrategia en la tan exaltada lucha contra el delito, conocimos el “nuevo protocolo” para la acción de las fuerzas de seguridad dirigido a desalentar y amedrentar cualquier medida dirigida a ocupar la calle, a cortar el tránsito. Es decir a proteger a la “gente de bien” frente al huelguista, a la mujer, al piquetero, al mapuche, al político, a cualquiera de las especies que “causaron el atraso de este país”. La seductora propuesta del orden intentaba esconder el designio más profundo, el de evitar la visibilidad, y con ella la capacidad de articulación de las luchas. La ministra sobreactuó hasta el ridículo su identificación con las fuerzas de seguridad a las que se necesita comprometer incondicionalmente con la política represiva gubernamental: en lo que es de esperar sea el último de los episodios de su lamentable saga dejó escapar la sugestiva frase “a la gendarmería la necesitamos”. La política de represión violenta de la protesta social amenaza con tener una consecuencia agravante del daño que tiene para la paz social: la de alentar un comportamiento corporativo de las fuerzas de seguridad, apoyado en el lugar estratégico que ocupan en el actual contexto político, un lugar que les asigna roles tan diversos como el de “esclarecer” la muerte de Nisman, maniobrar en el terreno electoral, controlar y espiar a los movimientos sociales y montar provocaciones en las movilizaciones populares. La verdad sobre lo sucedido incluye también la averiguación de cómo se gestó este nuevo lugar de la gendarmería como fuerza de choque que no sólo reprime protestas callejeras sino que entra en las universidades violando su autonomía o entra a las radios cuando una ex presidenta está respondiendo un reportaje. La verdad necesaria es, entonces, también la verdad de un rumbo político que se sostiene en tres pilares: la transferencia de ingresos hacia los sectores más poderosos de la sociedad, el desarrollo de una impresionante maquinaria de manipulación psicológica de masas y la neutralización del movimiento popular en sus diferentes cauces. 
La verdad es una responsabilidad colectiva también con la memoria de Santiago Maldonado. Porque desde ahora es un nombre que quiere decir muchas cosas para la Argentina que viene. Algún desaforado periodista, muy reconocido desde el poder,se permitió tratar con ironía su causa, concebida algo así como un “jugar a la revolución” fuera de época, una reviviscencia de los setenta, alentada, claro está, por los Kirchner. Esa banalización de la historia y del presente es una verdadera ideología de época de los sectores poderosos. Por eso fue tan central en el acta de reclamos que Escribano -entonces CEO de La Nación- le hizo llegar a Néstor Kirchner apenas iniciado su mandato la exigencia del final de toda revisión respecto del genocidio. De eso se trata cuando se instala el tema del número de desaparecidos para rebajar el tono de cualquier discusión sobre esa época. Hay toda una necesidad histórica de los grupos dominantes de encerrar bajo siete llaves ese pasado, de convertirlo en una locura de violencia compartida surgida vaya a saberse de dónde que, por alguna causa extraña se apoderó de la sociedad. Santiago es el portador de una verdad muy actual de nuestros días, la verdad que dice que la solidaridad no ha desaparecido entre los escombros de la meritocracia y el emprendedurismo. Que es falso que la única verdad que nos queda es la inexistencia de toda verdad, un relativismo extremo que fundándose en una terrible noción de libertad y pluralismo disimula una práctica profundamente autoritaria y tendencialmente violenta. La verdad sobre Santiago es también una reivindicación de la juventud que lucha, que milita, se organiza y moviliza en paz. Que enfrenta al miedo y a la resignación. Y es por eso una de las bases político-culturales para la recuperación democrática argentina.
Por alguna razón -sobre la que hay muchas hipótesis que van desde la casualidad hasta la ruptura de algún pacto corporativo-estatal de silencio- el desenlace de la desaparición forzada de Santiago se verificó pocos días antes de unas elecciones que tienen una enorme importancia. Durante todos estos días hemos asistido a la obsesión oficial por conocer la eventual influencia del hecho en la conducta electoral de los argentinos, especialmente de los que votan en la provincia de Buenos Aires. La cuestión se dilucida en estas horas. Seguramente los resultados desplazarán desde mañana los hechos terribles del sur y ocupará su lugar la especulación política sobre el futuro político-institucional. Pero convendrá saber que lo ocurrido marcará un antes y un después de esta etapa política argentina. Y los tiempos en que la cuestión se habrá de dirimir no están en los límites de un período electoral sino que regirán tiempos más largos de la política argentina. La protección de la verdad contra la pirotecnia de la distracción y del olvido puede ser lo que separe la perspectiva de un país adormecido y paralizado de una democracia con capacidad de resistir el impulso congénito hacia el totalitarismo propio del dominio neoliberal.

sábado, 10 de diciembre de 2016

LAS DERROTAS INTERNAS...


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"Perdimos" 

por Pablo Marchetti para lavaca.org

Perdimos. Y perdimos por paliza. Perdimos de una manera humillante, catastrófica, que nos deja a la deriva. Una deriva de la que no sabemos muy bien cómo se sale. Pero una cosa es seguro: si queremos salir, si queremos tener alguna chance, aunque sea remota, de revertir mínimamente la situación, lo primero que tenemos que hacer es asumir que perdimos. Que la victoria de Donald Trump es nuestra derrota.
Perdimos. Vos perdiste, yo perdí, aquel perdió. Sabés a qué me refiero, creo que entendés a quién incluye este nosotros. Un nosotros muy amplio, que excede cualquier disputa política doméstica, aún las supuestamente más irreconciliables. Un nosotros inclusivo en la derrota, en la miseria.
Vos también lo votaste, yo también lo voté. Je suis Trump. Hagámonos cargo. Este monstruo es nuestro monstruo. No es que no supimos evitar que crezca, no es que no supimos detenerlo a tiempo, no es que no supimos destruirlo. No, mucho peor: lo construimos. Eso es lo más jodido de todo. Y lo que más duele.
Donald Trump es racista, Donald Trump es machista, Donald Trump está a las antípodas de valores que suponemos esenciales, como la solidaridad, el respeto, la convivencia o la igualdad. En ese sentido, nuestra derrota es evidente: ganó el que representa, de manera explícita, esos valores. Trump no sólo no la caretea ni un poco: el tipo dobla la apuesta y hace alarde de aquello que nos horroriza.

El problema es que el problema no es Trump. Trump es, en todo caso, sólo el comienzo. O, mejor aún, Trump es la evidencia de que tenemos un problema enorme, es la cara de nuestra derrota. No es nuestra derrota. Ni siquiera nuestra derrota es que Trump haya llegado adonde llegó. Nuestra derrota es pensar que toda nuestra derrota se reduce a Trump, al lugar que ocupa hoy Trump.
Hay en el mundo y en la vida muchas opciones bien distintas a Trump. Cosas, hechos, personas, acciones, sentimientos, que están a las antípodas de Trump. Y que existen, están vivas. El punto de partida tenía muchas variantes porque la vida tenía (y tiene) muchas variantes. Sin embargo, cuando el sistema de representación nos pone opciones, siempre pasa lo mismo: o nos consolamos convenciéndonos de que sólo podemos optar entre resignarnos a eso que todos sabemos que es el mal menor, o resignarnos a mandar todo al carajo porque no se puede hacer nada.
Para llegar a donde llegó Trump las opciones no sólo no eran muchas: no existían. ¿O es que alguien en su sano juicio puede pensar que Hillary era una opción más potable que Trump? Si lo hacemos es porque la anestesia autoindulgente funciona. Y tarda poco tiempo en hacer efecto: es así que en pocos días podemos pasar del “y bueno, es el menos malo (o la menos mala)” a defender a ese candidato (o candidata) como si se tratara de un amigo cercano o un pariente entrañable.
La autoindulgencia no es mala sólo por el daño que nos causa a la hora de perder de vista que aquello que en un primer momento creíamos que apenas era el “mal menor”, sigue siendo el “mal menor”, más allá de lo mucho que se haga evidente el mal en el “mal mayor”. Bueno, eso es una parte. Pero el principal problema de esta autoindulgencia es que es el mecanismo que construye al votante-Trump, que es el gran hacedor de Trump.
Ya se enumeraron las obvias cualidades nefastas de Trump. Muy bien, vayamos ahora a las positivas. Sí, leyeron bien: positivas. No, no me volví loco. Tampoco me entregué a la berretada facilonga de pensar que hay que asumir todo tal cual es, que no hay que intentar cambiar nada pues nada se puede cambiar. Pero si no asumimos que hay algo positivo en todo esto no podremos ni siquiera empezar a asumir la derrota, a entender por qué perdimos.
Trump interpela a un montón de gente porque dice lo que piensa. O eso parece: nadie había sido nunca tan frontal en sus críticas a los inmigrantes, a los pobres, a las mujeres. Nadie había osado ser tan incorrecto en épocas donde creíamos que la corrección política reinaba en el discurso político. Pero ese supuesto triunfo cultural, ¿es realmente un cambio de paradigma o de mirada que redunda en la anulación del lenguaje estigmatizante? ¿O se trata sólo de un espejismo creado por un montón de oenegés, artistas y comunicadores que viven de eso?
Trump no es el típico conservador reaccionario. Trump es un magnate playboy, que se casó tres veces, dos de ellas con extranjeras, siempre con mujeres hermosas y jóvenes, la última, una que está siendo “acusada” (¡hasta por el “progresismo”!) porque hace unos años apareció desnuda en una revista francesa.

Trump ganó, además, teniendo a todos los medios en contra. Por primera vez en su historia, el New York Times sacó un editorial apoyando explícitamente a un candidato: en este caso una candidata, Hillary Clinton. El sistema financiero también estaba con Clinton, la representante de un gobierno que había salvado a los bancos. Pero volvamos al supuesto triunfo de la corrección política.
¿Es posible hablar con lenguaje no sexista cuando todos los días asesinan a una mujer por ser mujer? Suena, cuanto menos, ridículo. No está mal intentarlo, claro está. Debemos asumir nuestro lugar como comunicadores, agitadores, artistas, etc. Y está bien intentar cambiar el mundo, siempre y cuando asumamos que es ridículo pensar en que podemos cambiar el mundo. Tener siempre presente que es un disparate subirnos a cualquier pony para cacarear nuestro discurso, se trate de este sitio, de un blog, de un noticiero de televisión o del New York Times.
No tiene sentido dejar de hablar de “negros” y empezar a hablar de “afroamericanos” o “afrodescendientes” si los negros (sí, los negros) siguen siendo la mayoría de la población carcelaria en los Estados Unidos. No tienen sentido espantarse por el discurso xenófobo de Trump contra los árabes si el gobierno encabezado por el Premio Nobel de la Paz bombardea Siria.
“Si pierdo esta elección habrá sido una gran pérdida de tiempo y de dinero”, dijo Trump al cierre de su campaña, con un lenguaje que, podrá gustar o no, pero nadie podrá negar que es pragmático. Habló como un empresario. Pero no como un magnate: como cualquier persona que en su casa, en su vida, hace cuentas para llegar a fin de mes. Los economistas suelen hacer difíciles cosas que todos manejamos en nuestras vidas cotidianas. Sin embargo, las complejizan para expulsarnos de esas decisiones cuando se trata de administrar los bienes colectivos. En ese sentido (en el sentido del sentido común) Trump fue inclusivo.
Trump ganó porque dijo las cosas como son y se evitó dar detalles de cómo las cosas deberían ser. Después de todo, ¿a quién le importan que las cosas sean como deberían ser? ¿Y cómo es que las cosas deberían ser? Podemos discutir sobre si las cosas están bien o no, si es sano que asumamos que sólo podemos llegar hasta acá, que nuestra condición humana no nos permite ir más allá de esta miseria. Podemos discutir y deberíamos hacerlo, de modo urgente. Pero así están las cosas, y eso Trump lo sabe mejor que nadie.
Nos espantamos por Trump mucho más de lo que nos espantamos por un presidente (¡el primer presidente negro de la historia!) que hizo campaña diciendo que iba a cerrar Guantánamo y en sus 8 (¡ocho!) años al frente del Gobierno no movió un dedo para llevar adelante su promesa. Nos espantamos por las declaraciones de Trump sobre los mexicanos, pero nos olvidamos que no fue Trump quien comenzó a construir un muro en la frontera.
Trump nos trae una muy buena noticia: este es el fin del progresismo. Y otra buena noticia más: este es el fin de esa ilusión berreta llamada política. Al menos la política tal como la conocemos. No perdimos porque ganó Trump. Perdimos porque lo único que había a mano para ganarle a Trump era Hillary Clinton. Es decir, la dirigente que, como senadora, votó a favor de la invasión a Irak para cazar (no juzgar: cazar) a Saddam Hussein. A diferencia del entonces senador Obama, que se abstuvo.
Perdimos. Sí, definitivamente perdimos. Y la prueba más contundente de esta derrota humillante es que, en algún lugar de nuestro ser, vamos a sentir que ganamos. Si buscamos bien, si somos honestos con nosotros mismos, nos vamos a dar cuenta de que en algún lugar de nuestra existencia hay un Donald Trump festejando en nuestro interior.
Un Trump que nos constituye, que nos vuelve egoístas, ventajeros, berretas, soberbios. Un Trump que nos cuesta reconocer porque a nadie le gusta hacerse cargo. Pero que está allí, siempre está allí. Por eso lo primero que nos sale pensar es “yo no lo voté”, como una forma de ocultar el “yo lo construí” o el “yo también soy ese”.
No, de ninguna manera quiero caer en exageraciones berretas, en esos generalismos facilongos que anulan cualquier instancia de análisis. Por supuesto que no es lo mismo el que quiere coimear a un cana para zafar de una multa de tránsito que el que muerde cinco palos verdes por una licitación de una obra pública. Como tampoco son lo mismo el que tira basura en la calle o no recoge la mierda de su perro, con quien roba la partida de insumos para un hospital público.
Pensar que es todo lo mismo también forma parte del discurso Trump, del concepto Trump, de la idea Trump del mundo. No es todo lo mismo, no da todo lo mismo. Y como no es todo lo mismo, sería bueno no perder nunca de vista que el mal menor es mucho más mal que menor. Encontrar tranquilidad allí nos conduce irremediablemente a Trump.
Perdimos. Y no tenemos idea cómo salir de esto. Cómo seguir, hacia dónde ir. Perdimos. Tal vez la magnitud de la derrota es todo lo que necesitamos para encontrar algún camino que nos lleve hacia no sabemos dónde. Tal vez sea eso lo que, en nuestro desconcierto, terminemos agradeciéndole a este personaje siniestro, escabroso, monstruoso, a este Donald Trump que supimos conseguir.