
El Cisne Negro, última película de Darren Aronofsky (el director de la impresionante Réquiem para un sueño), es, desde el comienzo, un film denso y claustrofóbico. La sensación enferma y perturbadora de encierro que se transmite desde la pantalla solo es comparable a los efectos logrados por algunas de las obras de David Lynch (especialmente en esa joya surrealista que es "Imperio")o de Lars Von Trier ( pienso, desde ya, en su brutal "Anticristo").
La densidad de la película, el olor a pesadilla que desprende con el correr de los minutos, se sostiene a través de las escenas por las que desfila (baila, mejor dicho) una Natalie Portman que, con su belleza ofensiva y su destreza como intérprete, sueña con el papel principal en la clásica obra "El lago de los cisnes".
Aronofsky (como también Lynch, Von Trier y también Gus Van Sant), entiende los mecanismos cinematográficos para articular, con intensidad, los sueños y las pesadillas que anidan en las mente del que se sabe (o cree saberse) protagonista de una ilusión (la propia, ¿tal vez?).
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