Una delivery de incongruencias al servicio de la dama que cuelga del hombro de la cartera o de la billetera en la que duerme, junto a roca y belgrano prensados, el caballero suburbano.
sábado, 20 de agosto de 2011
UN AÑO SIN QUIQUE...
Por Daniel Link para Perfil
La muerte de los demás, que siempre nos deja un poco huérfanos o viudos, arrastra nuestro humor a formas de la melancolía, y a nuestro pensamiento a formas de la conjetura. Como el mundo sigue más allá del muerto, nos preguntamos qué habría dicho aquél ante tal o cual pormenor de la historia o acontecimiento de discurso.
No hay semana durante la que no me pregunte qué habría dicho el Sr. Enrique Pezzoni de algún libro, de cierta película, de esto o aquello que pasa.
Supongo que lo mismo le sucederá a muchos con el Sr. Kirchner, y yo mismo me entrego a la fácil tarea de imaginar su regocijo ante la ignorancia y la incapacidad de los adversarios políticos de la Sra. Fernández, que tan evidente fue para todos en las elecciones primarias del domingo pasado.
Mañana, 21 de agosto, se cumple un año de la muerte del Sr. Fogwill (Quilmes, 15 de julio de 1941), cuyas amedrentadoras intervenciones extraño tanto como las del Sr. Pezzoni: ¿qué habría dicho Quique de mi ejercicios adivinatorios en relación con los hipotéticos pareceres de Enrique? ¿Habría conseguido Fogwill sostener su anunciada decisión de suspender toda intervención u opinión referida a la arena política? Lo dudo profundamente, y tal vez fuera el único que me habría reconocido la capacidad visionaria que me arrebata (¡Casandra!), al mismo tiempo que se habría burlado del “milagro para la izquierda”, como se burlaba de toda ilusión política, porque sabía evaluar con precisión las ilusiones con la justa vara de un romántico desencantado, de un poeta.
Pero mucho más que en relación con esas intrigas personales, vuelco mi intriga en relación con qué pensaría él de la recuperación de su obra invisible, ahora que su hija Vera ha anunciado la catalogación de su correspondencia (aproximadamente cuatrocientas cartas) y otros papeles que constituirán su “archivo” (tarea encargada a Verónica Rossi), y la publicación de La gran ventana de los sueños (recopilación de sueños de una vida entera) y las novelas La introducción y Nuestro modo de vida (1980).
¿Son ésas sus únicas novelas inéditas? ¿O aparecerán más, y más relatos y poemas, y piezas de correspondencia e intervenciones críticas?
A todo lo anunciado, podría sumarse una recopilación de sus columnas de opinión.
Y luego vendrán los “curadores de su obra” (recuérdese que curar es vigilar atentamente aquello que vive todavía). La semana pasada, una profesora de la Universidad de La Plata me ofreció derivarme una becaria, cuyo interés primordial sería el análisis del corpus de Fogwill según las más exigentes normas de la genética textual, comparando distintas ediciones, e incluso libros publicados con los manuscritos que existieran, para dar (¡precisamente!) cuenta de esa delicada articulación entre una cierta masa de discurso y ciertos acontecimientos singulares que se relacionan con una vida. Esa articulación, que coagula en la figura del autor, no se congela con la desaparición física de quien en ella se comprometió, sino todo lo contrario. Ahora salta a otra dimensión, y se complica con la intervención de equipos de trabajo (archivistas, historiadores, críticos) que vendrán a imponer a ese nombre propio que Quique gestionó como una marca, unas ciertas propiedades que aunque siempre estuvieron ahí tal vez no alcanzamos a escuchar por la vocinglería de la cotidianidad y el día a día.
Cuando muere un escritor surge la duda sobre cuál será el comportamiento de los herederos sobre su legado. Muchos han sido los casos de quienes han bloqueado el acceso a los archivos del muerto, a sus papeles más o menos privados y a sus manuscritos. Las palabras de la Srta. Vera Fogwill, anticipando el trabajo por venir, resultan generosas y tranquilizadoras.
El autor no es nunca esa carne y esa conciencia que nos abandonaron sino ése que vive en sus escritos: podemos extrañar al escritor, pero el autor tomó la precaución de mantenerse vivo en un pliegue (o cicatriz) hecho de palabras y de vida.
Cada vez que extrañemos a alguien ausente, cada vez que queramos recordar a Fogwill, podremos abrir alguno de sus libros (hechos o por hacer) y reencontrarlo al mismo tiempo como una presencia y una ausencia, presente precisamente en el lugar mismo en que su desaparición tuvo lugar, en esas palabras en las que se jugó la vida.
Si hubiera que aceptar “la muerte del autor”, pero no es seguro que así sea, éste volvería a nosotros como il morto che parla (48, en la clave de los sueños). A nosotros nos corresponde descifrar sus palabras, aprender a escucharlo, en ese cuerpo que descansa, la obra.
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