"LOS CUATRO ELEMENTOS" Por Daniel Link para Perfil
Lo primero fue la tierra. Después, en
ese orden, el aire, el fuego y el agua. No expongo ningún mito, sino
el cambio de signo político de los elementos. La tierra cambió con
la quita de retenciones y con el levantamiento del cepo. Dicen que,
de pronto, el campo se volvió de nuevo productivo y la renta agraria
derramaba su poder curativo sobre los pueblos agrícolas (¡Oda a los
ganados y las mieses!).
Después se descubrió que, en el aire,
los vuelos aerolíneos que más plata perdían eran los que iban a
Nueva York. La razón es sencilla. El personal de a bordo (así me lo
explicó la comisario en mi último viaje) se reserva 8 de las
mejores butacas de la clase turista para su “descanso”, amparado
en regulaciones aeronáuticas que así lo disponen para vuelos
superiores a 12 horas (pero el de Nueva York tarda menos que doce
horas, argumenté sin éxito). 8.000 dólares por vuelo, multiplicado
por la cantidad de vuelos anuales: no hace falta más. El aire se
volvió transparente a nuestro alrededor y los vientos de la historia
comenzaron a soplar su canto justiciero.
Justo antes de que el invierno
comenzara su cruda cacería de pobres, ancianos y desprotegidos, el
aumento del gas nos volvió prudentes. No a todos: mi amigo Beto
recibió la cuenta de Vulcano y casi se desmaya: 5.000 pesos (su casa
es grande). La riqueza que los pueblos agrícolas comenzaron a contar
antes de tiempo se disolvió en la llama fría de la calefacción
hogareña.
Finalmente, le tocó el turno al agua,
que desde siempre, desde mucho antes de la Década Ganadora, fue lo
más barato porque era lo que más abunda, lo que nos inunda, lo que
nos arrastra en corrientes de inconsciencia edilicia y urbanística.
De pronto los pequeños propietarios empezamos a recibir cuentas de
1.000 pesos, que no dependen del consumo sino de los metros cuadrados
que uno habita. No sé qué hará mi amigo Beto, cuya casa aparece,
además, catalogada en “barrio caro”.
Dicen que hay tarifas sociales, pero a
nosotros no nos tocan. “Dicen que...”, pero es un mito urbano.
Habría que ser más pobres todavía para aspirar al beneficio de
calentar el agua o de regar las plantas.
Una vez completado, el ciclo recomienza
porque tratándose de elementos naturales el ritornello es su
lógica. Se descubrió que algunas personas pretendían enterrar
fortunas o, como se dijo: sembrar la tierra con billetes verdes que
germinarían más adelante, multiplicados. Los ángeles vaticanos
volaron por el aire argentino con cheques rechazados como armas, el
fuego se volvió eléctrico porque, después de todo, mens sana in
corpore sano y los clubes deportivos reclamaron un subsidio que
se les otorgó, graciosamente. En cuanto al agua, se descubrió que
las cocheras donde duermen los autos pagarían fortunas sin usar el
líquido elemento.
Proliferaron los amparos contra una
espiral tarifaria descontrolada y un poco irresponsable. Los
responsables de emitir las órdenes de cobro reconocieron haberse
equivocado. Se emparchó lo que se pudo sin que se supiera bien qué
era.
Alguien llegó a pensar que las boletas
se emitían deliberadamente infladas para crear un clima
destituyente, para aumentar el caos que aterra, la hoz de la guerra.
Esa misma persona (el ciclo comenzaba de nuevo) subrayó que si se
expropiaban las propiedades mal habidas (estancias, hoteles,
terrenos) se podría incluso comenzar con un proceso de reparto de
tierras para los que nada tienen: ¿la revolución agraria?
En estado natural, los elementos
alcanzan su punto de equilibrio muchas veces incomprensible para el
ser humano (que ve catástrofes allí donde hay solo transformación
de la materia en energía). En estado político, en cambio, son un
laberinto donde todos nos perdemos porque dejamos de entender la
lógica de una gobernabilidad que avanza a tientas para transferir la
renta de la explotación de un elemento a otro, como si fuera un
circuito cerrado que a nosotros nos expulsa: la renta de la tierra a
la creación de rutas aéreas, la renta del gas al tendido de redes
para la distribución de agua potable y la renta del agua para la
transformación de los caminos en autopistas. ¿Y nuestra vida, qué?
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