"LA ISLA DE LAS TRIBUS PERDIDAS" (I. PADILLA)
Los términos con que todavía explicamos la belleza de lo catastrófico iluminan asimismo la relación entre la poesía y el agua: la contemplación del naufragio, el arraigo de la tormenta en la memoria individual o colectiva, acaso también la superación del desastre mismo merced a la emoción que genera contemplar, leer o imaginar al hombre solo de cara a la furia oceánica. Aún ahora, mientras los popes del posmodernismo lloran la muerte de la sensibilidad romántica, la noción de lo sublime adquiere nuevos bríos: la sinrazón contemporánea se rebela contra la lógica aparente de quienes hace décadas nos declararon ineptos para escribir poesía después de Auschwitz. Demasiado tiempo creímos con Theodor Adorno que el arte había muerto junto con nuestra capacidad para extasiarnos ante el ímpetu de los meteoros y para ahogarnos en la noción de lo absoluto que en nuestro espíritu excita la tempestad. Con demasiada sumisión acatamos en su hora la sentencia a muerte de la poética del desastre. En su histórico responso a lo sublime, Blumenberg quiso imponernos su metáfora de la existencia como naufragio: la vida misma como un cataclismo cuyos protagonistas habríamos perdido nuestro sitio en el cosmos. Insertos en este naufragio existencial, nos habríamos vuelto incapaces de representarlo. Ahora sólo nos quedaría sobrevivir a la catástrofe de la modernidad sin poder jamás llevarla al buen puerto de la poesía o de las artes visuales. La literatura y la cinematografía recientes demuestran que Blumenberg se equivocaba: hoy más que nunca propendemos a ilustrar naufragios. En el mundo postatómico impera una tenaz negativa a aceptar la muerte de la ficción y la visión apocalíptica frente a la magnitud de los desastres que signaron el breve y atroz siglo XX. Cierto, hoy parecemos más interesados en sobrevivir al desastre de la civilización que en experimentar la representación de su belleza. "
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