Una delivery de incongruencias al servicio de la dama que cuelga del hombro de la cartera o de la billetera en la que duerme, junto a roca y belgrano prensados, el caballero suburbano.
martes, 30 de diciembre de 2014
NUNCA MAS...
"CONTRA EL RECITALISMO" (POR ESTEBAN SCHMIDT PARA T.P)
Nos importa que Cromagnon no oficialice un mundo con corrales de culpables, inocentes y víctimas de los que no se pueda escapar durante toda la vida. El relato periodístico, inevitable —ese radar que no ve nada, imbécil, abrumador— ya ha hecho su daño, subrayando el melodrama por sobre los hechos y los contextos de los hechos. Pero esta es la famosa batalla perdida. No podemos evitar la crueldad y el cinismo del ganapán que edita un noticiero de televisión pero tal vez le podamos pedir a León que no extienda su reconocible habilidad de acrecentar el cancionero folklórico hacia un papel de resonancia pública no musical que sólo sirve para hacernos cargo de nada.
En la Argentina (no sé como es en otro lado) la última vez nunca resulta ser la última vez. “Es la última vez”. Y no. Y así. Valiéndome del juego de palabras, el rock, si tiene una promesa troyana, es la de “la primera vez”, un eco vanguardista permanente que no sólo tiene traducción artística sino también algo más elevado y de regalo a la comunidad: más tolerancia, más amor, más cabeza abierta. Pero aquí fue sólo envase. En la Argentina, el rock, lo que hemos podido ver todos estos años, ha sido un negocio que se manejó casi peor que ese supermercado de Mendoza que obligaba a desnudarse a las cajeras por si se llevaban un turrón en el corpiño.
En paralelo con la decadencia nacional, el rock acompañó con obediencia la manía de hacer las cosas mal e indolentemente. No hablamos de un River bien hecho, sino de todos esos lugares chiquitos. Por dentro de ese esquema maltratante fue creciendo el rock más cabeza. Cromagnon fue la etapa final del maltrato, la fantasía más retorcida del primer turro que hizo números y se le ocurrió meter a cien donde entraban cincuenta. Tristemente, el rock chabón marida bien con la sensibilidad barrial y ahí es cuando el maltrato como costumbre y la descomposición del mundo que nos rodea se asocian para la espiral de la muerte. Podemos pasarnos horas murmurando: “Soy de Celina, es un sentimiento, no puedo parar”, pero no va a significar nada. No significa nada importante. Significa: vivís en Celina.
Invocar la pertenencia barrial tiene ese costado político con el que podríamos coincidir si se trata de hacerle frente, con dignidad, al deterioro de un territorio, obra y gracia de la transferencia de ingresos y la separación abismal con los que zafaron. Está claro, nadie que salga en la tele quiere ir a vivir a Celina, por lo tanto el de Celina resiste la humillación inventando una identidad. Pero cuando no hay política, cuando hay aguante, se trata objetivamente de una burrada convertida en sacramento y que alimenta el atado con alambres y las niñeras de un peso.
Invoquemos ahora a Vito Corleone cuando le pide al enterrador Bonasera que use “todo su poder, toda su habilidad” para arreglar el cadáver de su hijo Sonny y que su madre no lo vea desfigurado quinientos tiros después. Ayer que vi esta película por vez 109 pensé en León, en los padres de las víctimas, en mí, en Bonasera y su poder, en Aníbal, en Pato Fontanet, en el estadio de Vélez y en una novia a quien vi maquillar el cadáver de su madre.
Cuando se ha hecho una cagada de elefante, la culpa es inevitable y no debe ser reducida ni eludida. Y si por casualidad no somos castigados, debemos castigarnos y atarnos una piedra a la pata y caminar, eso sí, en dirección a la luz pero a la velocidad del peso y de la culpa hasta que nos sintamos mejor. Esto es jodido y deja poco margen, lo sé. Lo que pasa es que el cuento de la muerte tiene un final tristísimo.
martes, 23 de diciembre de 2014
PENSAR...EN NADA
ENTREVISTA AL HISTORIADOR ENZO TRAVERSO PARA "LA NACIÒN"
-En la historia hubo distintas definiciones de la figura del intelectual. ¿Cuál elegiría hoy?
-Ciertamente, hay varias definiciones de "intelectual" como figura social y muchas de ellas hoy tienen pertinencia. Si se trata de sugerir una definición general, para mí el intelectual es un hombre o una mujer que produce ideas, que trabaja con su pluma o computadora, que produce conocimientos, que puede crear también -un escritor, un artista- y que al mismo tiempo toma una posición en el espacio público con respecto a los problemas del conjunto de la sociedad, en el mundo global. Lo que hace de Einstein un intelectual no es la creación de la teoría de la relatividad, sino el hecho de que después de la Primera Guerra Mundial tomó posición sobre el fascismo, la guerra y la paz, y sobre las relaciones internacionales.
-O sea, requiere autonomía crítica, perspectiva universalista y capacidad de denuncia.
-Sí, el intelectual debe tomar posición, aunque también se pueda discutir sobre las posiciones que toma. No todos los intelectuales tienen esa autonomía crítica y eso es un problema fundamental que se plantea en la historia de los intelectuales del siglo XX. Uno de los peligros que históricamente afecta la figura del intelectual es la caída, la limitación o la abdicación de su autonomía crítica.
-Hoy se suele llamar "intelectuales" a profesionales de la academia, profesores universitarios e investigadores. ¿Hay un abuso del término "intelectual"?
-El problema no es tanto el abuso, sino que hay que ser consciente del papel del intelectual y del hecho de que el intelectual representa hoy una capa mucho más grande que antes. Al final del siglo XIX, los intelectuales eran una pequeña porción en la sociedad, que tenía el monopolio de la palabra y de la escritura, y el espacio público estaba estructurado en torno a esa pequeña capa de privilegiados. Hoy ser un universitario, un investigador significa hacer cualquier trabajo y no implica pertenecer a una elite. El abuso puede darse en la medida en que hoy el universo mediático produce "intelectuales" y hay mucha gente que es respetada, que tiene una palabra muy escuchada y cuya autoridad es artificialmente construida por la televisión. Y no estoy seguro de que podamos llamarlos "intelectuales".
-¿Por ejemplo?
-Un ejemplo en Francia es Bernard Henri-Levy. Es la típica figura construida por los medios de comunicación cuya obra es un apéndice de su papel público como figura mediática. La industria cultural es la reificación del espacio público, y en ese espacio se crean nuevas figuras que son productos del mercado y del capitalismo neoliberal en el campo de la cultura. Y eso es distinto de los escritores, investigadores, artistas y científicos que produjeron una obra y que además explotaron su autoridad y su influencia para tomar una palabra en el espacio público. Es el caso del escritor Mario Vargas Llosa, a quien admiro mucho como escritor, aunque políticamente tengo discrepancias de él. Si él es escuchado cuando toma posiciones sobre un conjunto de problemas políticos y sociales es porque es una autoridad que está arraigada en su obra.
-Los medios de comunicación e Internet han modificado las formas de circulación y de debate de ideas. ¿Qué destrezas nuevas le exigen a un intelectual?
-Hay una actitud conservadora y muy estéril en quienes rechazan el uso de los medios de comunicación, como muchos intelectuales en la década del 60 o 70 con respecto a la televisión. Pero otra cosa muy distinta es plegarse y postrarse completamente a las reglas, las pautas y los mecanismos de funcionamiento de los medios. Es decir, tener dos segundos en televisión para expresar una idea. Aceptar este tipo de restricciones implica la destrucción del pensamiento. Pero si yo tengo que decir algo sobre lo que está ocurriendo en Palestina o sobre las relaciones entre la Argentina y los bancos, utilizar los medios es fundamental.
-¿Cree que en el debate público el "experto" y el especialista han ganado terreno y visibilidad, en detrimento del lugar que anteriormente ocupaba el intelectual?
-Creo que sí. Eso es una tendencia general. Los sistemas de poder son muy complejos y se necesitan competencias técnicas. La universidad se reformó y se reorganizó para formar técnicos y especialistas capaces de articular los mecanismos del poder. La especialización es inevitable en el complejo mundo de hoy. No pretendo hacer un alegato en contra de los saberes específicos y las especializaciones. Sería una batalla retrógrada y perdida desde el principio. Hay expertos que tienen competencias que la gente común no tiene y esas figuras son fundamentales. El problema es que esas figuras no tienen, en la mayoría de los casos, ninguna autonomía de pensamiento crítico. Juegan dentro del horizonte social y político de nuestro orden y eso es un problema que está vinculado a lo que yo llamo el "eclipse de las utopías".
-¿En qué sentido?
-En un mundo sin utopías, en el cual el sistema económico-social, la democracia liberal, la sociedad de mercado y el capitalismo aparecen como algo natural, finalmente no se puede sino actuar como parte de ese mecanismo. Hoy falta una visión utópica que los intelectuales tenían a lo largo del siglo XX. Esa figura del intelectual como crítico del poder me parece que es muy débil hoy y su voz es inaudible.
-¿Qué sucede cuando un intelectual deviene funcionario público? ¿Es posible mantener la mirada crítica o necesariamente se transforma en publicista o propagandista?
-Es una tentación muy fuerte: que un intelectual que tiene una visión del mundo quiera actuar y para lograrlo establezca un vínculo orgánico con el poder, con un partido político o un movimiento. Ése es el problema de la ceguera que afectó a muchos y que se planteó en el pasado con respecto a Cuba, se plantea hoy con respecto a la Venezuela de Chávez y también con el peronismo en la forma kirchnerista. Algunos intelectuales que comparten las posiciones de los Kirchner con respecto a los derechos humanos cayeron en la trampa peligrosa de volverse intelectuales orgánicos del kirchnerismo. No quiero meterme en el debate argentino, porque miro al país desde la distancia, pero una cosa es apoyar una determinada posición del Gobierno, y otra distinta es volverse propagandista de un gobierno. Ésa es una abdicación del papel crítico del intelectual.
-¿En que medida la gravitación que antes tenían los intelectuales la tienen hoy los economistas?
-Los economistas han ganado lugar porque en el mundo de hoy la política está aplastada por la economía. En el caso de la Unión Europea, por ejemplo, quienes deciden la política económica de Francia, Italia y Alemania son el Banco Central Europeo, el FMI, el Banco Mundial. Y los economistas no pueden tener pensamiento crítico en la medida en que la mayoría de los que toman posición públicamente en los diarios financieros son quienes tienen vinculaciones orgánicas con el mundo financiero. Ésa es una realidad tanto en Alemania como en EE.UU., Brasil y la Argentina. Entonces, se transforman en intelectuales orgánicos en el sentido gramsciano. Gramsci define a los intelectuales como una capa social cuyo papel es elaborar una visión del mundo vinculada a una clase social. Esa definición en muchos aspectos todavía sigue vigente. Los economistas son los intelectuales por excelencia del capitalismo financiero en el mundo neoliberal: intervienen en los debates públicos como expertos y si vemos los sueldos que muchos de ellos obtienen de los bancos u organismos que asesoran, son mucho más altos que el que reciben como investigadores o universitarios.
-Hoy, el intelectual parece más dedicado a extraer las lecciones del pasado y a pensar el presente que a debatir alternativas de futuro. ¿Cree que hay un déficit de debates sobre el futuro?
-Cuando yo hablo del eclipse de las utopías no lo entiendo como una limitación específica de los intelectuales. Los intelectuales son los que formulan un imaginario colectivo y visiones que para existir tienen que estar arraigadas y empujadas por la sociedad. El problema es que la sociedad misma hoy no mira al futuro, no genera utopías, y los intelectuales son el espejo de esta impotencia. Entonces, no se puede pedir a los intelectuales que "sobrepasen" los límites de su época. Ésa es la contradicción fundamental del mundo de hoy: es una temporalidad de aceleración permanente con un horizonte cerrado, sin proyección al futuro y sin ninguna estructura prognóstica. Y eso explica también la obsesión por la memoria.
-¿Porque una sociedad que no mira al futuro no tiene otra opción que mirar al pasado?
-Exacto, una sociedad que no tiene futuro está "casi obligada" a mirar al pasado y esa mirada muchas veces toma un rasgo apologético: "Hay que sacar lecciones del pasado para confirmar que el presente es un orden sin alternativas posibles porque las revoluciones fracasaron, crearon monstruos totalitarios, hubo fascismos y dictaduras y, entonces, hay que aceptar el orden de hoy como un orden sin alternativas", sostiene esa sociedad. Esa falta de imaginación utópica es terrible. Hay ejemplos: la falta de alternativas y horizonte de futuro de las revoluciones árabes fue llenada por los fundamentalistas. O los movimientos de "los indignados", que tienen una idea muy clara de qué es lo que no les gusta del mundo de hoy, pero que no tienen la capacidad de formular una alternativa.
-Pero caídos los socialismos reales y fracasadas las revoluciones, ¿a qué asociar hoy la utopía?
-Ésa es la gran cuestión. Las utopías de hoy son distopías: aparecen las visiones catastróficas del mundo, reforzadas también por la industria cultural.
-¿Cuáles son los motivos por los que los intelectuales hoy deberían levantar la voz?
-Hay muchos motivos y, frente a la globalización, el principal es el crecimiento impresionante y traumático de la desigualdad. Estamos viviendo la refeudalización del planeta. Esto amenaza la libertad, la democracia y la noción misma de ciudadanía. En un mundo en el cual la riqueza y la pobreza se desarrollan en formas extremas e incontrolables, no se puede hablar más de democracia, de una comunidad internacional o de un espacio público compartido. Desde un punto de vista social, el mundo esta volviendo al Antiguo Régimen, a pesar de que este proceso tome rasgos posmodernos, con una aristocracia financiera en lugar de la nobleza terrateniente. La defensa del principio de igualdad me parece una causa central, como ya fue en el siglo XVIII para los filósofos de la Ilustración.
sábado, 20 de diciembre de 2014
SOBRE LA ESCOLÀSTICA...
Algunos apuntes sobre frases que me parecieron contundentes del libro de Carlos Godoy.
"No hay debilidad en el peronismo".
"Lo peronista es instintivo"
" La justicia por mano propia es peronista"
"Este mundo como està, tal como fue hecho, no va a dejar de ser peronista"
Si no hay debilidad en el peronismo, (en el peronismo actual, no en el peronismo de origen) es porque no se sabe bien dònde empieza y dònde termina "lo peronista". Màs allà de que toda identidad (indivual o colectiva) implica una dualidad (una "estructura mòvil" en la que nunca se llega a saber a ciencia cierta què elemento o componente participa de la estructura fija y cuàl de la "mòvil"), es verdad que toda identidad (la suposiciòn del conocimiento de una identidad) implica el reconocimiento de puntos fuertes y puntos dèbiles (de una conciencia indiviudal o partidaria). Conocer a alguien es conocer sus altos y sus bajos. ¿Porquè no hay debilidad en el peronismo? Porque no sabemos bièn què es el peronismo, no sabemos dònde empieza y dònde termina. ¿Còmo conocer su debilidad entonces?.
Si lo peronista es instintivo (gran frase) es, necesariamente, porque la idea de justicia -ligada en forma directa con la idea de igualdad- es rectora del comportamiento humano. El peronismo (al revès que el orden conservador que se abriò paso constitucional tras la batalla de Caseros) gobernò montàndose sobre esa idea. Gobernò sobre los "instintos" del pueblo, reconociendo una fractura que debìa ser curada de la mejor manera posible.
Es instintiva la necesidad de comer. Es instintiva la necesidad de educarse. Es instintiva la necesidad de curar el cuerpo cuando enferma. Y es instintiva la necesidad de trabajar y de obtener un reconocimiento (material y simbòlico) por eso que uno hace todos los dìas.
Vale decir: Peròn tuvo en cuenta "lo instintivo" para gobernar. Y eso clavò a su gobierno muy adentro, muy profundo, confundièndolo -casi- con un acto reflejo social. De allì que, pasados los años, para gobernar no se puede prescindir del "componente peronista" porque serìa prescindir de la identificaciòn màs genuina que hubo entre una necesidad y la posibilidad -el intento- de cubrirla (en forma total o parcial). De allì el travestismo, y de allì que -hoy- sea imposible definir su identidad. De reconocer su debilidad.
La ùltima gran frase: "el mundo tal como està, tal como fue hecho, no va a dejar de ser peronista". Y su relaciòn con la anterior: "la justicia por mano propia es peronista". Todo el tiempo el mundo no indica que hace falta "el peronismo" (lo que no quiere decir que haga falta el PJ)
El peronismo fue la forma de hacer justicia por mano propia prescindiendo de la mano propia, usando la ajena. Justicia a travès de unas manos que, curioso, fueron robadas una vez muerto el lider. ¿Què implicò el robo de esas manos?
Y no puedo dejar de relacionar esto ùltimo (y cada una de las frases que citè) con la canciòn que màs escuchè en este año que se termina: "no hay dònde esconder tantas manos"
sábado, 13 de diciembre de 2014
CERRANDO FILAS (YA SE ACERCA NAVIDAD)...
Una curiosidad de este año que termina: mi cuerpo. La salud de mi cuerpo. Sucede que este año, no tuve nada. Nada de nada. Ni gripe pasajera de cambio de estación ni línea de fiebre, ni dolor de muelas. Nada de nada. No falté un solo día al trabajo, a excepción de los días que me tomé por examen.
No recuerdo un solo año de m vida -desde que tengo recuerdo de las cosas- en el que no haya tenido ningún tipo de complicaciòn en mi estado de salud. Ninguno.
Es curioso; el año pasado -antes de ponerme en campaña para busca un lugar para vivir- tuve una semana en la que batí records históricos de fiebre: el termómetro marcó 42 grados. Los termómetros, mejor dicho, porque fue necesaria una segunda consulta para verificar que el primero no estaba loco.
Me impresionó leer, por internet, que los casos de fiebre superior a los 40 grados son excepcionales y que -en caso de producirse- pueden afectar seriamente al organismo, incluyo provocarle la muerte.
Otro detalle: cuando juego al fútbol, si bien no tengo el mismo pique que a los 20 noto - cada vez con mayor frecuencia- que en los choques ya no soy yo el que va al piso.
Todo esto para decir que, efectivamente, este año fue un año de fortalecimiento del cuerpo. Pero el cuerpo no se fotalece de afuera hacia adentro -contrariamente a lo que se cree en los gimnasios- sino que es al revès.
Me pregunto si hay una relaciòn directa entre chocar y no caer cuando juego al fùtbol y la posiciòn que asumì este año en el trabajo (que, de algùn modo, tambièn implica chocar y no caer). Y me respondo que sì, que hay una relaciòn directa y que, claro, tambièn la hay con el hecho de haber mantenido mi salud intacta durante todo este tiempo. Y nada de eso serìa posible si no fuera que me levanto todas las mañanas y me acuesto todas las noches en el lugar donde lo hago.
No cumplì todas mis expectativas con respecto a este año que termina (¿acaso algùn año nos cierra redondo?), pero sì las principales, que tienen que ver con esto que señalaba recièn, con el hecho de empezar a chocar y mantenerme en pie. Que tienen que ver con jugar a la pelota, con mandar cuentos a concursos, y con tensar conflictos laborales (no eludirlos sino tensarlos) en los que mis compañeros de trabajo me eligieron como su interlocutor. Asumir una posiciòn de liderazgo, no correrse de ahì, problematizar desde ahì y sabiendo que un lider, si es lider, no tiene que andar con un resaltador que le indique a los demàs su condiciòn.
Estoy solo, es verdad. Y me gustarìa no estarlo. Y hubiera sido muy muy feliz, si Martìn Kohan me hubiera contestado el ùltimo mail que le mandè. Pero tampoco hay que ser tan exigentes con la felicidad.
lunes, 1 de diciembre de 2014
¿ADN NACIONAL?
FRAGMENTOS DEL LIBRO "ESCOLÀSTICA PERONISTA ILUSTRADA" DE CARLOS GODOY
"Los presidentes de la repùblica son peronistas.
La historia es peronista. Còmo se viste tu mamà es peronista. Igual como se viste tu hermana.
Pajearse antes de dormir la siesta o en el baño de la escuela durante una hora libre pensando en la novia de tu amigo es peronista.
Espiar a tu mamà mientras se cambia es peronista.
Culear en casa de la nena mientras los papis vacacionan en la costa es peronista.
Bajar pornografìa y guardarla en carpetas tipo: "estadìsticas 2003" es peronista.
Lo peronista es instintivo.
Todos los partidos polìticos son peronistas.
La ropa trucha es el bienestar peronista.
Tu mamà y tu hermana hacièndose las que leen el diario son lo màs peronista que he visto.
Cantar una canciòn hitera mientras se limpia los muebles es peronista.
Los bañeros I y II son peronistas, la ùltima un insulto al ciudadano peronista.
Morir calcinado en un recital es la gloria del hèroe peronista.
Una nenita haciendo pis sobre la vereda desde lo alto, sostenida en brazos de su padre, es rock & and roll peronista.
Imaginarse a la gente desnuda en misa es peronista.
Arreglar la bragueta del vaquero con un pedazo de elàstico o una arandela para las llaves, es logìstica peronista.
El cine de Campanella es peronismo cursi.
Las mañas de los empleados pùblicos son costumbrismo peronista.
Los falsos pastores que hablan en la tele con acento portuguès son la gran estafa peronista.
Amontonarse alrededor de un accidente en plena General Paz es peronista.
El deseo sexual entre primos es peronista.
Sacar fiado es peronista.
Comenzar una pelea con un empujòn puede ser peronista; con un cabezazo es el mandato peronista.
La ley de convivencia "el que cocina no lava" es peronista.
La justicia por mano propia es peronista.
Este mundo como està, tal como fue hecho, no va a dejar de ser peronista"
sábado, 29 de noviembre de 2014
SIN QUERER QUERIENDO...
Si toda muerte -o casi toda- implica una tristeza y una fatalidad (o la tristeza ante toda fatalidad), este año parece haber sido uno demasiado pesado al respecto; demasiadas bajas demasiado significativas. Es verdad, no fueron todos los casos parecidos. No todos estaban atravesando una misma situaciòn -biològica, acadèmica o artìstica- y, ademàs, no todas las muertes resultaron igualmente sorpresivas (no fue igual enterarse de la muerte de China Zorrilla que de la de Robin Williams), no todas resultaron igualmente conmovedoras (no fue lo mismo la muerte de Cerati que la de Eliseo Veròn o la de Ernesto Laclau), pero todas resultaron -sin lugar a dudas- muchas.
Y si hablamos de conmover, no hay forma de evitar sentir un sacudòn si el que muere tiene que ver con nuestra infancia y la infancia de varias generaciones. Porque con la infancia no se jode. Con el chavo no se jode porque el chavo cubriò esa parcela sagrada de nuestras vidas.
Una curiosidad del personaje: un viejo que hacia de niño. Y un niño que no envejeció a pesar de la llegada de internet, de facebook, de los smartphones y de todas esas cosas que, hoy en día, parecen estar hechas con todo el oxìgeno que se encuentra disponible en este mundo y que el chavo nunca hubiera tenido; y no sólo por falta de recursos econòmicos. A èl sòlo le interesaba jugar y poder comer su torta de jamón.
Pero si el chavo sigue vigente -como efectivamente pasa- entonces otro mundo, aún hoy, es posible.
El chavò, que era huèrfano, muriò ayer. Pero prendo la tv y lo sigo viendo, peleándose con Quico. Y me alegra saber que sigue vivo, que no nos dejó huèrfanos.
LO QUE (NO) IMPORTA...
"Soluciòn y problema". Por Martìn Kohan para Perfil.
El primer barrabrava del que tuve noticias en mi vida fue Quique, el Carnicero. Recuerdo una foto suya en las calles de Montevideo, alegremente rodeado por sus seguidores o por sus secuaces, cuando estaba por jugarse la final de la Copa Libertadores de América entre Boca y el Cruzeiro. Fue en 1977 y yo tenía 10 años: miré a Quique sin consternarme, no supe que hubiera razones.
El primer barrabrava que vi de cerca en mi vida fue José Barritta, el Abuelo. Una tarde, en Huracán, su mirada se cruzó con la mía de manera obviamente casual, pero creo que lo que sentí en ese segundo cambió para siempre mi manera de entender algunas cosas. Fue en 1992, y ciertos temperamentos sólo había alcanzado a medirlos en algunos cuentos de Borges o en El matadero de Esteban Echeverría.
Cierta vez, en una entrevista, un Quique ya retirado y dedicado con buena fortuna al comercio del merchandising xeneize, declaraba a la prensa que, a su entender, la vida de las barras bravas había comenzado a degenerar con la aparición de las armas de fuego. Por carnicero, sin dudas, y no por borgeano, se reivindicaba cuchillero: peleador del cuerpo a cuerpo, agresor contiguo, matador por contacto.
Esa frase me impactó. En parte porque venía a revelarme que no hay asunto ni ocupación que no admita el illo tempore, la añoranza de una edad dorada y perdida, la nostalgia de un tiempo mejor. Y en parte porque estuve inesperadamente cerca de dos tremendas balaceras: una dispensada por la barra brava de River a la salida de un partido con Boca, con un hincha de River muerto; otra dispensada por la barra brava de Boca a la salida de un partido con River, con dos hinchas de River muertos. Los tiros, los estampidos, tan distintos de lo que uno pueda haber visto u oído en el cine, no sólo son más graves que el puntazo o el cadenazo: complican o impiden la opción de mantenerse aparte.
Tal vez, quién sabe, llegue el día, y no esté lejos, en que nos encontremos sopesando este tan inconcebible argumento: que existió una época mejor, y es cuando la barra de un determinado equipo se peleaba con la barra de algún otro equipo, la barra de un equipo rival. Al menos, bajo esa forma, había identificaciones, había pertenencia; y también la posibilidad para el hincha común y corriente de distinguir los lugares de peligro y prudentemente evitarlos. Quién sabe si aquello termine por resultarnos no tan grave, así como al Carnicero Quique le resultaba no tan grave el cuchillo.
Nadie ignora que, desde hace tiempo, la violencia en el fútbol se practica bajo la forma de internas de las propias barras. No obstante, rige la prohibición para hinchas visitantes en las canchas. Nadie ignora que los barras son socios y aun empleados de los clubes. No obstante, rige el criterio de que a la cancha entren tan sólo los socios, como si eso arreglara algo. Nadie ignora que los barras cumplen funciones de custodia y protección ante trances peliagudos. No obstante, se pretende que se extingan sin más, y se mira con sorpresa el hecho de que eso no ocurra. Nadie ignora que eso que en las canchas y en la televisión se celebra como gran espectáculo incluye, y centralmente, a los barrabravas en las tribunas. No obstante, se espera que desistan y no vayan más, y se toma con perplejidad el hecho de que así no lo hagan.
Se pierden vidas: no es cierto que les importe a los que cumplen con la formalidad de manifestar que toda vida perdida interesa. Es falacia, hipocresía: hay vidas que les importan y hay vidas que no les importan. El otro día sabidamente se pelearon dos facciones de la barra brava de River en plena confitería del club. Entonces sí asomó una especie de preocupación genuina, porque se trata de un sitio frecuentado por socios en general y en especial por los niños que cursan sus estudios en la institución. Es temor de que vaya a suceder de nuevo, y en la realidad, lo que ya sucedió en un principio, y en la ficción: lo que consta en El matadero de Echeverría, la muerte accidental de un niño inocente.
Fuera de eso, cunde un malthusianismo inconfesado. Para la violencia en el fútbol no hay ninguna solución, porque quienes deberían darla no piensan, en el fondo, de verdad, que exista en nada de eso un problema.
lunes, 24 de noviembre de 2014
TRABAJO CRÌTICO... (COSAS DE LA FACU)
Catástrofe
y forma-de-vida en Salón
de Belleza,
Teorema
y
Las
escaleras del Sacré Coeur.
Según
sostiene Susan Buck-Morss en “Mundo soñado y catástrofe”, la
construcción de la utopía de masas fue el sueño del siglo XX. Se
trató de la fuerza ideológica impulsora de la modernización
industrial tanto en la forma capitalista como en la socialista.
Buck-Morss plantea que, mientras que los sueños de los individuos
expresan deseos frustrados por el orden social, este sueño colectivo
se ha atrevido a imaginar un mundo social aliado con la felicidad
personal.
Sin
embargo, llegado el fin del siglo, los mundos soñados por cada
persona no han dejado de verse repletos de artículos industriales. A
nivel personal, éstos todavía poseen una función utópica. La
utopía de masas, afirma Buck-Morss, es ahora una idea que ha quedado
en el olvido, que está siendo descartada por las sociedades
industriales al igual que lo están siendo aquellas primeras fábricas
que se diseñaron con el objeto de producirla.
(1)
“Pero
los mundos soñados se vuelven peligrosos cuando las estructuras de
poder, movilizadas como un instrumento de fuerza que se vuelve en
contra de las propias masas a las que se suponía que tenía que
beneficiar, usa la enorme energía de aquéllos de forma
instrumental. Si el potencial soñado para la transformación social
sigue sin hacerse realidad, entonces éste puede enseñarle a las
generaciones futuras que la historia les ha traicionado. Y, de hecho,
los más brillantes proyectos de utopía de masas (la soberanía de
las masas, la producción de masas, la cultura de masas) han dado
paso a una historia de desastres. El sueño de la soberanía de las
masas ha llevado al mundo a guerras de nacionalismo y al terror
revolucionario. El sueño de la abundancia industrial ha permitido la
construcción de sistemas industriales que explotan el trabajo humano
y el hábitat natural. El sueño de una cultura para las masas ha
creado toda una serie de efectos fantasmagóricos que hacen más
estética la violencia de la modernidad y anestesian a su víctimas.”
En
esta misma línea de pensamiento , el historiador Eric Hobsbawm, en
“Historia del Siglo XX” señala: (2)
“la
crisis afectó a las diferentes partes del mundo en formas y grados
distintos, pero afectó a todas ellas, con independencia de sus
configuraciones políticas, sociales y económicas, porque la edad de
oro había creado, por primera vez en la historia, una economía
mundial universal cada vez más integrada cuyo funcionamiento
trascendía las fronteras estatales y, por tanto, cada vez más
también, las fronteras de las ideologías estatales.”
Esta
crisis, en “Salón de Belleza” de Mario Bellatin, aparece en un
grado terminal bajo la figura de la enfermedad. No se trata de
cualquier enfermedad, sino de una enfermedad imposible de curar: (3)
“otros
quieren colaborar con medicinas, pero les tengo que recalcar que el
salón de belleza no es un hospital ni una clínica sino
sencillamente un Moridero.”
Si los espejos son desechados radicalmente del moridero es,
justamente, porque los espejos reproducen a los hombres, y la
reproducción humana equivale a la reproducción de la enfermedad
incurable, que no es otra que la enfermedad que suministra el mundo
al que hacen referencia los textos de Buck-Morss y Hobsbawm.
De
allí que, en la ficción de Bellatin, no hay forma-de-vida (no hay
cura) posible para los enfermos. No se trata de curar, ni el cuerpo
ni el alma, sino de morir. (4)
“Puede
parecer difícil que me crean, pero ya casi no identifico a los
huéspedes. He llegado a un estado tal que todos son iguales para mí.
Al principio los reconocía e incluso llegué a encariñarme con
alguno. Pero ahora todos no son más que cuerpos en trance de
desaparición.”
Las personas sólo se identifican en tanto que, todos, son enfermos y
no otra cosa.
La
enfermedad, a su vez, clausura en el texto la posibilidad de un
futuro posible, del surgimiento de nuevas formas-de-vida que puedan
ser viables más allá de los límites del moridero. De allí que los
“huéspedes” sólo sean hombres (la aceptación de mujeres y
hombres en un mismo lugar daría lugar a la reproducción de la
especie humana y –en consecuencia- a la reproducción de la
enfermedad): (5)
“uno
de los momentos de crisis por los que pasó el Moridero fue cuando
tuve que vérmelas con mujeres que pedían alojamiento. Venían a la
puerta en pésimas condiciones. Algunas traían en brazos a sus
pequeños hijos también atacados por el mal. Pero yo desde el primer
momento me mostré inflexible”
La
sexualidad, en “Salón de Belleza” sólo puede ser planteada en
términos de homosexualidad; sólo pueden intervenir hombres. Si se
vislumbra una crisis terminal (una catástrofe) es justamente porque
habitamos un mundo en el que no sólo los adultos (hombres o mujeres)
están enfermos; los niños también lo están. No hay esperanza, no
hay sueño alguno, no hay formas-de-vida posibles, (no es posible,
siquiera, la idea de “familia”) más que la forma de vida que
enferma a los hombres de una enfermedad incurable: (6)
“la
actitud con la que llegan varía de acuerdo con su carácter. Casi
todos están desesperados, pero algunos muestran signos de luz a
pesar de todo. Otros están derrotados por completo y a duras penas
pueden mantenerse en pie. Una vez recluidos, yo me encargo de
ponerlos a todos en un mismo estado de ánimo.”
La
enfermedad invade los cuerpos, hasta que llega un día en que el
organismo se ha vaciado por dentro de tal modo que no queda ya nada
por eliminar. En ese instante, no queda sino esperar el final.
No
sólo no hay medicina, sino que tampoco hay religión posible a la
cuál aferrarse para sobrellevar la enfermedad; de allí que otra de
las reglas del moridero es que están prohibidos los crucifijos, las
estampas y las oraciones de cualquier tipo.
Esta
falta total de esperanza en la humanidad, en la posibilidad del
surgimiento de nuevas formas-de-vida, se condensan, tal vez, en una
metáfora que define con precisión la catástrofe que nos trajo el
siglo XX y de la que nunca podremos huir: (7)
“lo
que antes fue un lugar destinado a la belleza, se convertirá
solamente en un espacio que alguna vez estuvo destinado a la belleza
y ahora lo está para la muerte.”
Pier
Paolo Pasolini, por su parte, ofrece –en “Teorema”- una salida
posible a la catástrofe que encierra el capitalismo. No deja de
plantear que, en este sistema, la burguesía aparece como clase
social que adora la razón; sin embargo, a causa de su negra
conciencia, maniobra para castigarse y para destruirse. La burguesía,
entonces, se sabe secretamente portadora de un mal, de una enfermedad
mortal, pero lo oculta bajo las formas sutiles del pensamiento. De
allí que la solución propuesta en el texto sea actuar antes de
pensar; porque, en el pensar, se propician las condiciones de
posibilidad para que la enfermedad no se detenga y la catástrofe sea
el destino insoslayable para toda la humanidad.
Mientras
que en Bellatín la enfermedad es irreversible y oprime fatalmente
el advenimiento de nuevas forma-de-vida, en Pasolini, por el
contrario, las almas sí tienen una salvación posible a su alcance.
La enfermedad que aparece (en modos diferentes) en cada uno de los
personajes, sí tiene cura. Pero deben luchar contra ellos mismos,
contra su propia identidad, para vencer a la enfermedad.
Al
referirse a Pedro, el hijo de la familia burguesa que retrata la
novela, el narrador afirma: (8)
“lo
que en él es pálido es otra cosa: la humanidad, el mundo, su clase
social. Sus ojos son muy inteligentes: pero su inteligencia está
como enturbiada por una enfermedad intelectual, de la cual Pedro no
se da cuenta, resarcido como está por la seguridad que su nacimiento
le ofrece al comprender y actuar.”
La
salvación, en “Teorema”, es posible sólo con la aparición de
otro: el huésped. Ese otro nos es presentado como la belleza y la
bondad sublime, otro al que se le ofrece hospitalidad. La apertura de
la morada “al otro” aparece, entonces, como posibilidad de
liberación. Mientras que en “Salón de Belleza” los huéspedes
son aquellos desesperados que, huyendo del mundo que los rodea, sólo
esperan poder morir, en Pasolini, por el contrario, el huésped es
aquel que viene a traer la cura (y la posibilidad de devenir en
nuevas formas-de-vida-) a la familia burguesa que está enferma por
haber sido poseída por la enfermedad que habita en su propia
condición social. En ese contexto, el revolucionario mensaje ha de
pasar por el erotismo; una zona liberadora que se revela en el
interior de un hogar que hasta ese momento se encontraba contenido
para conservar el orden burgués. Justamente, la venida del otro, del
extranjero, provoca en cada uno de los miembros de la familia un
sacudón, porque sacude el dogmatismo y la vida monótona que los
aplasta.
La
familia burguesa sólo puede evitar la catástrofe y devenir (cada
uno de sus integrantes) en nuevas formas-de-vida con la irrupción
de un factor ajeno a su propio núcleo constitutivo. Cada integrante
de la familia ve en el extranjero su llave al autoconocimiento; es en
el encuentro con el otro el que genera que cada uno de los personajes
salga, aunque más no sea transitoriamente, de la prisión de su
papel, de su ideología, de su historia. Y es que, como bien sostiene
Giorgio Agamben en “La potencia del pensamiento”, la vida acaba
haciendo del hombre un viviente que no se encuentra nunca
completamente en su lugar, un viviente que está destinado a “errar”
y a “equivocarse”.
Si
el amor, en “Salón de Belleza”, tiene como finalidad asistir a
los moribundos para que atraviesen el proceso inevitable de su
enfermedad con la mayor dignidad posible; el amor, en “Teorema”,
aparece no ya como forma de acompañar al otro hacia la muerte
inevitable, sino como la forma apropiada para liberar a los
personajes de la enfermedad que constituye a la clase social que
representan, y -de esta forma- evitar que ese mal que los aqueja se
propague a las futuras generaciones. En ese sentido, resulta radical
la transformación en la figura del padre (porque el padre, a su vez,
no evoca otra figura que la de la ley): el padre vuelve a ser hijo,
se infantiliza, vuelve a necesitar que le enseñen el camino a
seguir.
Si
la fábrica, en “Teorema”, es el lugar que pone en relación al
explotador (el burgués poseedor) con el explotado (el proletario
poseído), la unidad del desierto funciona como la negación de esa
articulación perversa; allí no hay ni unos ni otros: (9)
“el
hábito de la idea de la Unidad que el desierto asumía en los
sentidos, proyectándose como algo inmutable en la interioridad de
quien lo atraviesa sin poder salir ya nunca más de él (por más que
esté totalmente abierto), y la convicción de que era imposible
olvidarlo siquiera por un instante y por más esfuerzos que se
hicieran, se convertía casi en una segunda naturaleza que coexistía
con la primera y poco a poco la corroía, la destruía, ocupaba su
lugar: así como la sed mata lentamente al cuerpo que la padece.”
No
se trata, en “Teorema”, de aceptar la catástrofe de la vida como
una fatalidad irreversible de la que sólo se escapa al momento de la
muerte (como sucede en “Salón de Belleza”), sino de matar sin
prisa pero sin pausa, la enfermedad que llevamos dentro.
En
“Las
escaleras del Sacré Coeur”,
de Copi, uno de los personajes (el travesti Mimí) dice: (10)
“después
se pierde la fe. Una se deja llevar al Hospicio como antes a la
Oficina, dejando cualquier idea de vicio, de pasión o de capricho,
con el último recuerdo al entrar al Edificio”.
Lo que aparece allí es la resistencia de una forma-de-vida hacia las
instituciones que pretenden normalizarlo. En esa misma dirección se
encuentran las palabras de otro de los personajes (Ahmed): (11)
“no
se trata de arreglar ni nuestra raza ni el sexo, sí de poderse
expresar en una situación ardua.”
El
personaje que representa la “voluntad normalizadora” se encuentra
en la figura de la mujer solitaria (la madre de Lou), que le plantea
a su hija lo siguiente: (12)
“la
mujer es como es. No es una cuestión de época. No por tener una
verga adquirida en un sex-shop vas a eyacular a litros”.
El discurso de la madre no busca otra cosa que negar esa potencia
des-clasificatoria que observa en su hija.
La
madre le reprocha a Lou que busque fabricarse una ilusión en medio
de la miseria. Lo locura, en el texto, aparece como imposición
brutal de las formas de vida heredadas. Es por eso que Lou le
contesta a su madre: (13)
“ya
bastante me ha costado asumir esta locura que me diste por herencia”.
La locura, en tanto que se presenta como aquello que se impone a la
descendencia, bien puede ser pensada en términos de enfermedad que
se propaga. Así sucede con la herencia burguesa (la enfermedad
burguesa) que aparece como rasgo central en “Teorema”. La cura,
el remedio ante la catástrofe que se avecina, tiene que ver con la
ruptura radical de las formas de vida heredadas. En ese sentido, Lou
proclama: (14)
“no
soy tan sólo tu hija, soy una hija de la tierra”.
Sin
embargo, al asumir su deseo de romper con la tradición heredada, Lou
confiesa su temor a ser madre. Su hijo, según ella misma lo afirma,
no será hijo de nadie (de lo contrario se estaría haciendo con el
hijo lo mismo que hicieron con ella): (15)
“no
tendrá que ser un hombre, no será nena o varón. Lo sé, yo sé que
es la suma de todas las adiciones.”
En el texto, la diversificación de los géneros sexuales (no ya el
modelo binario hombre-mujer, sino la aparición de travestis o
transexuales) funciona como estandarte para la lucha contra las
formas de vida que las instituciones sociales tienen programas para
las personas, en tanto que las mismas se clasifican en hombres o
mujeres.
Lou
no sólo teme a la maternidad. La “desclasificación” que hace de
su futuro hijo, la lleva a pensar en que apartarse de las normas
puede resultar una experiencia monstruosa: (16)
“tengo
miedo que nazca con la cara de mi madre y el cuerpo de un animal”.
Si
en “Teorema” la enfermedad siempre estuvo latente en la familia
burguesa sin que sus integrantes se percaten de ello hasta la llegada
del huésped, en “Las escaleras del Sacré-Coeur” se toma
conciencia de la enfermedad con la llegada de la maternidad: (17)
“apenas
nació mi hijo yo misma me envenené”
dice la protagonista. El texto finaliza con la muerte Lou trágica de
Lou y el principio de una esperanza; su hijo queda al cuidado de los
travestis Mimí y Fifí. Mimí le da el pecho, es decir, lo
“alimenta”, asumiendo un lugar maternal desde su posición
marginalizada en la sociedad, dando lugar a la posibilidad de una
nueva forma de familia, (algo que Lou no pudo hacer, encerrada como
estaba en la propia catástrofe que sufrió por haberse asumido como
una forma-de-vida).
LITERATURA DEL YO...
LEGÍTIMA DEFENSA
Perdí
la noción del tiempo. No recuerdo cuándo me trajeron. Tampoco sé
si algún día me dejarán ir; no dicen nada al respecto. Me
mantienen en una pequeña habitación en cautiverio, como si fuera
un animal feroz. Estoy aislado, solo, y, como no tengo ventana, la
realidad queda reducida a lo que me diga la cabeza.
Me
levanto (imposible saber a qué hora), doy vueltas por el cuarto y
pienso en Martina. Me dan dos comidas diarias -la segunda
generalmente es una sobra de la primera- y si me pongo denso, me
aplican una inyección que funciona con mucha eficacia: en pocos
minutos se produce un apagón en mi interior. En un primer momento la
luz de las pupilas se empieza a hacer intermitente; después, y sin
poder oponer ningún tipo de resistencia al proceso, empiezo a sentir
que de mis párpados cuelgan dos adoquines que, irremediablemente, me
hundirán en un sueño profundo.
Esos
sueños son tan profundos, tan oscuro es el lugar del que siento
regresar cuando despierto, que me hace creer que mis captores cargan
sus jeringas con pequeñas dosis de muerte. Me da miedo pensar que,
algún día, cuando no soporten más mis ataques de ira, van a darme
una dosis extra para que mis sueño sea algo definitivo; un viaje sin
retorno. Y yo quiero volver. Quiero volver del sueño a la realidad,
y quiero la realidad tal como era antes; lejos de mis captores y
cerca de Martina.
Recuerdo,
trato de recordar para no enloquecer. Recuerdo, entonces, que la
familia recibió de muy buena manera la noticia de mi llegada a la
casa. Especialmente Martina. Apenas me vio entrar, corrió a
abrazarme como si nos conociéramos de toda la vida. Y yo supe de
inmediato que tendría una relación especial con esa nena. Por las
tardes, apenas ella volvía del colegio, jugábamos a las carreras en
el jardín. Corríamos como locos hasta que alguno de los dos
-generalmente ella- evidenciaba un grado de agitación que obligaba a
Natalia a poner fin a semejante despliegue físico. Entonces era el
momento de la merienda. Y después a jugar algún juego más
tranquilo. Yo también entraba, aunque no me gustaba la merienda que
preparaba Natalia ni los juegos de mesa que quería que jugáramos
para aplacar un poco a nuestro espíritu salvaje. No terminaba de
entender esos juegos. La miraba a Martina y ella me devolvía una
mirada cómplice: ella tampoco terminaba de entenderlos, pero
entendía, eso sí, que debía jugar con algo que la mantuviera
sentada por un rato, aunque a los dos nos aburriera muchísimo esa
situación. En cambio nos gustaba mucho ver televisión juntos. A
ella le gustaba especialmente ver el Chavo; yo prefería los
documentales que pasan sobre los animales, esos que captan su
naturaleza en su estado más puro, moviéndose libremente allí en su
hábitat, donde nacen, se reproducen y mueren. Pero Martina se
aburría viendo animales, así que yo me resignaba a ver lo que ella
quería con tal de verla contenta.
Por
las noches, después de la cena, me daba un beso y se iba a la cama.
Se acostaba y dormía, pero sus sueños eran diferentes a mis sueños
actuales, en sus sueños la realidad no desaparecía, sino que
-simplemente- cambiaba algún color. Lo sé porque muchas noches la
observé dormir. Me pasaba que, si no podía pegar un ojo, me
levantaba para ir directamente a su habitación a ver cómo dormía.
Al principio era feliz sólo con verla en ese estado; después me
vinieron ganas de soñar con ella. La miraba y trataba de adivinar,
por su cara, si ella estaba soñando conmigo. Si ella soñaba conmigo
y yo podía soñar con ella podríamos haber hecho que nuestros
sueños funcionaran como un puente hacia nuestra realidad. Pero yo no
sé qué soñaba Martina y, muy rara vez, pude recordar un sueño
mío. Lo que sí puedo recordar, ahora que sólo me valgo de mis
pocos recuerdos, fue que una noche tuve un deseo muy fuerte por
meterme en su cama. Ganas de dormir con ella, abrazados los dos. Pero
no lo hice porque no sabía si a Martina le hubiera gustado; a
Natalia seguramente no, Natalia me hubiera echado de la casa, me
hubiera puesto de patitas en la calle (como finalmente hizo), por más
que la nena le suplicara que no, por más que le explicara que yo no
había hecho nada malo. Que jamás haría algo que pudiera llegar a
lastimarla.
Me
abstuve de meterme en su cama. Y -debo confesarlo- al día de hoy no
tengo muy claro cuál era la naturaleza de ese deseo que me empujaba
a querer meterme bajo las sábanas con Martina. Siempre me consideré
su amigo e intenté transmitirle que podía contar conmigo para lo
que necesitara, que siempre la iba a escuchar y que siempre la iba a
proteger de todos los males de este mundo.
Pero
uno no se conoce ni a sí mismo; una tarde, mientras hacíamos
nuestras carreras habituales por el jardín bajo un sol radiante,
pude sentir cómo mi miembro aumentaba considerablemente de tamaño
mientras miraba a Martina reírse por haberme ganado la carrera. Me
avergonzó mucho la situación, tuve miedo de que la nena se diera
cuenta, así que corrí a ocultarme en el interior de la casa.
A
partir de ese incidente me costó horrores volver a dormir. Me pasaba
noches enteras mirando el cielo y tratando de darme cuenta si debía
irme de la casa.
Las
cosas cambiaron. Las tardes en las que Martina me venía a buscar
para ir a jugar, me hacía el dormido. Y me rompía el corazón ver
cómo se quedaba el resto del día cuando no podía jugar conmigo; se
sentaba en el sofá a ver televisión, pero ni siquiera el chapulín
colorado era capaz de arrancarle una sonrisa. Me dolió también
escuchar que le preguntaba a Natalia si yo estaba enfermo. Natalia le
decía que yo estaba perfectamente bien y Martina no podía entender
qué es lo que había pasado.
Pero
las cosas no podían volver a ser como antes. El incidente del jardín
marcó un antes y un después en mi relación con ella. Tenía miedo
de no poder controlar mis impulsos. Me culpaba por ello. Me culpaba,
también, por haber encontrado, al despertar una mañana, un líquido
pegajoso colgando entre las piernas y que, no tenía dudas, había
salido de mi cuerpo.
Por
doloroso que me resultara, mantuve en los meses siguientes la misma
postura: la evitaba todo lo que podía, y cuando jugaba con ella
trataba de no mostrar mayor interés para que la nena se cansara de
perder el tiempo conmigo y empezara a entusiasmarse haciendo
cualquier otra cosa por su cuenta.
Un día
Llegó el tío Roque. Escuché a Natalia decir, mientras hablaba por
teléfono, que el tío se quedaría unos días. Hacía poco le
habían dado el alta y necesitaba algún lugar donde parar hasta que
consiguiera un trabajo que le permitiera alquilar algo. Pero los días
se hicieron semanas, y las semanas largos meses, y el tío Roque,
lejos de mudarse, se fue instalando cada vez más. Cada día que
pasaba él levantaba su patita y marcaba el territorio en un nuevo
rincón de la casa. Había dejado de ocupar el lugar de huésped para
empezar a ser el amo y señor de la propiedad. El tío Roque, poco a
poco, empezó a decidir (unilateralmente) qué se podía hacer y qué
no en esa casa. Y Natalia empezó a obedecer, como si fuera que
terminar dominada por un hombre resultara una fatalidad para toda
mujer.
A mí,
de movida, no me gustaba su nombre; Roque es nombre de perro viejo.
Ahora, mientras el olor se hace cada vez más insoportable, se me
ocurre que hay dos cosas que uno no decide en esta vida; la primera
es venir al mundo, y la segunda es con qué nombre vivir.
El
nombre no fue lo que más me molestó del tío. De hecho, era algo
menor. Algo intrascendente a comparación de lo que yo me sentía
capaz de oler en él. Y, evidentemente, en algún momento debí
transmitirle a ese hombre (tal vez con alguna mirada punzante y
prolongada, de esas que suelo poner para advertirle a los extraños
que los estoy inspeccionando) que no era de mi agrado, porque una de
las primeras cosas que le comentó a Natalia era que no me quería en
la casa.
Por mi
parte, en ese tiempo seguí manteniendo una distancia prudencial con
Martina. Él, en cambio, a medida que pasaba el tiempo, daba muestras
de estar consolidando un vínculo cada vez más estrecho con ella.
Empezó a ocupar mi lugar en el sofá a la hora del chavo. Yo seguía
la escena bajo la mesa del comedor, agazapado.
Así
pasaron muchas tardes. Martina y Roque sentados en el sofá y yo
observando desde mi trinchera, convertido en un gato esperando a
que el ratón se distraiga para salir cazarlo.
Y el
ratón fue un verdadero zorro. Porque una tarde no fue como las
demás. Es decir, dentro de la situación habitual, pasó algo que no
había visto antes: el tío Roque, viendo que la mente de la nena
estaba tomada por las imágenes que recibía de la pantalla del
televisor, comenzó a acariciarla. Primero los muslos. Con la palma
de la mano bien extendida parecía querer sacarle brillo al pantalón
de Martina. Luego sus manos -ahora las dos- hicieron un roce suave,
con el dorso, sobre el pecho. Cuando tomaron direcciones diferentes
(una subiendo y bajando por el torso de Martina, la otra subiendo y
bajando por la bragueta del tío) me puse en guardia. No entendía
bien porqué el tío hacía lo que hacía, pero tuve el
presentimiento de que eso que hacía era algo malo para Martina.
Estuve a punto de correr en dirección al sofá para caerle encima a
Roque, pero no fue necesario; en ese preciso instante se abría la
puerta de calle: era Natalia, que volvía del supermercado con las
botellas del vino que le había pedido el hombre de la casa.
El tío
se incorporó de un salto. El capítulo del chavo estaba terminando,
por lo que Martina -lentamente- se incorporó a la realidad. Yo
deambulaba por el pasillo. Iba y venía enfurecido por la imagen
que, a partir de ese momento, me acompañaría a todos lados y todo
el tiempo, como si fuera mi propia sombra. Esa misma noche, mientras
todos dormían, bajé para revisar el sofá. Quería ver si había
quedado alguna mancha pegajosa, alguna mancha producto de los fluidos
de los cuerpos cuyo derrame, muchas veces, resulta inevitable. No
había nada.
Una
tarde Martina volvió del colegio con fiebre. Escuché a Natalia
explicarle al tío Roque que no era nada grave, un simple estado
gripal, así que el tío se ofreció a cuidarla para que ella pudiera
volver al trabajo. El tío se mostró muy seguro para ocuparse
personalmente del asunto. Dijo que él haría todo lo que hiciera
falta para que su sobrina recupere la salud.
Mientras
la nena dormía, yo montaba guardia en la puerta de la habitación.
Roque también dormía la siesta. El único despierto en la casa era
yo, y me puso triste pensar que Martina pudiera estar soñando con
Roque y no conmigo. Sobre los sueños del tío, en cambio, lo mejor
era no profundizar.
Nunca
duermo por la tarde, sin embargo, cuando bajé a tomar agua, empecé
a sentir un ablandamiento en todo el cuerpo, como si mis huesos, de
pronto, se hubieran transformado en la gelatina de frutilla que comía
Martina de postre. Y entonces vino el apagón; me quedé dormido.
Fue algo extraño, fue un sueño muy parecido a los que tengo desde
que me inyectan mis captores, es decir, un sueño inducido. Un viaje
profundo hacia la noche de mi ser.
Desperté
atontado. Y, al subir a la habitación de Martina, el tío Roque
estaba por meterse, desnudo, en la cama, mientras ella, con los ojos
entrecerrados y la voz temblorosa por la fiebre, le pedía a su tío
un poco de agua. No lo dudé: corrí por el pasillo a toda velocidad
y le clavé los dientes en el tobillo a Roque. Cayó al suelo y
comenzó a gritar de dolor. Entonces, con una fuerza que jamás pensé
que podía llegar a tener, lo arrastré varios metros por el pasillo.
El tío me gritaba para que lo soltara. No sólo no lo solté, sino
que lo seguí mordiendo con ferocidad en todo el cuerpo;
especialmente en la bragueta que tanto zarandeaba esa tarde en el
sofá.
Martina
no llego a escuchar los ruidos ni los gritos desesperados del tío;
la fiebre la tenía encapsulada en un sueño muy hondo. El tío quedó
inconsciente, tirado en el pasillo, desnudo y exhibiendo pequeñas
cascadas de sangre que brotaban de distintas partes de su cuerpo. Así
lo encontró Natalia, algunas horas más tarde, cuando volvió del
trabajo. A Roque lo internaron. Tenía heridas de importancia, más
que nada en los genitales, pero ninguna que pusiera en riesgo su
miserable vida. Debía quedar en observación por lo menos una
semana.
El
hecho de que estuviera desnudo al momento de mi ataque me hizo
suponer que haría entrar en razones a Natalia sobre cuáles eran las
intenciones que el tío tenía para con Martina (yo me había dado
cuenta que el tío quería robarme el sueño de dormir abrazado con
Martina, y no podía permitir que lo hiciera realidad); pero también
era verdad que el monstruo tenía una coartada más que convincente:
que yo lo había atacado cuando estaba por entrar a bañarse.
Al
regresar del hospital, Natalia me llamó a los gritos. Cuando me
presenté, abrió la puerta de calle y, con el dedo índice, me
indicó que me fuera. Que ya no me querían en esa familia.
A
veces, en mi encierro, me imagino a Martina pidiéndole a su madre
que me lleve de vuelta a vivir a su casa y me imagino a Natalia
dándole una negativa rotunda a su hija, aclarándole que de ninguna
manera, que lo que le hice al tío no tiene perdón de Dios y que lo
mejor para mí era volver a vivir en la calle.
Mi
rabia no está en la boca; es interna. Contra este tipo de rabia no
hay inyección que resulte efectiva. Me pueden poner a dormir, me
pueden hundir en la oscuridad y puedo tener miedo a no regresar. Pero
vuelvo. Siempre vuelvo; en la rabia la que me empuja otra vez hacia
la superficie.
No lo
entienden. Ya no quiero dormir; quiero vivir. Por eso me esquivé la
inyección de la tarde; por eso me tiré encima de mi captor y lo
mordí. Venía con una inyección y un chaleco, y yo le salté encima
con mayor ferocidad con la que le salté a Roque. Y lo mordí con
locura y sin parar: la cara, los ojos, la boca, el cuello. Fue una
escena digna de esa película que Natalia no le dejó ver a Martina,
esa en la que hay un psicópata que se comía a los pacientes y que,
después, una vez encarcelado, ayuda a la detective del FBI a
encontrar a otro loco como él.
Esto
que acabo de contar es toda la verdad. Actué, siempre, en legítima
defensa. Pero no es suficiente. Sé que, si quiero salir, si quiero
volver a ver a Martina alguna vez, a la psiquiatra que me entrevista
los martes por la tarde le voy a tener que contar un cuento.
Si
tengo suerte, un buen cuento me va a permitir volver a estar cerca de
Martina. Y lo mejor para ella es que yo esté a su lado. Una lástima
que Natalia no se dé cuenta. Una lástima que Natalia no se dé
cuenta que lo mejor para todos es que yo esté en la casa. Que esté
para defender a Martina del hijo de puta del tío Roque.
domingo, 23 de noviembre de 2014
HOMO-TOXICUS (FIN DE UN MUNDO ENFERMO)
"ENTRE HOMBRES" (G. MAGGIORI)
"Ha llegado la hora de la re-evoluciòn y para ellos es necesario volver hacia atràs, al punto exacto en el que la especie humana mutò. Hay que recuperar al Homo sapiens seleccionando cientìficamente de entre toda la humanidad aquellos especìmenes en los que todavìa queda algùn vestigio de la primitiva grandeza. Asì como cuando el Homo sapiens neanderthalensis, vulgarmente conocido como hombre de Neanderthal, fue exterminado de Europa, Asia y Africa por el Homo sapiens sapiens, en un hecho que guarda analogìa històcia con la virtual desapariciòn de los indios americanos, consumada por los colonizadores europeos treinta y nueve mil años màs tarde, hoy una nueva raza de hombres, mejor adaptada para la supervivencia en un medio hostil como se ha vuelto el planeta tierra, està reemplazando y destruye el patrimonio sociocultural que durante decenas de miles de años nuestros ancestros han erigido con titànico esfuerzo. El nuevo amo de la Tierra es un arma mortìfera, carece de emociones que lo hagan vulnerable, es una màquina de destruir.
El homo-toxicus goza de una nueva adaptaciòn, producto de su insaciable adicciòn. El homo toxicus es un obsesivo del aniquilamiento, todo en èl es furia, odio, violencia. Destruye todo a su paso, inclusive a sì mismo, y para lograrlo se aferra de aquello que le provoca màs placer y dolor: la adicciòn. Adicto al poder, a las drogas, al sexo, a la televisiòn, al dinero, a la ignorancia, adicto al odio que corre por su venas y por las venas de sus hermanos, sus enemigos.
El escenario presente no podrìa ser màs patètico. Un presente donde el conocimiento està a las ordenes de la destrucciòn y la tecnologìa es la forma màs acabada de adicciòn a la esclavitud. Un presente donde el adormecimiento de los valores, la indiferencia creciente de las sociedades ante la pèrdida progresiva de su identidad en manos de corporaciones que planifican economìas oligopòlicas; el conformismo generalizado en el que desembocò el sistema capitalista y el lugar preeminente que ocupan los valores econòmicos -convertidos en el fin ùltimo y no en un simple instrumento-, que arrastra a las sociedades en una carrera loca hacia un consumismo cada vez mayor; el estado de corrupciòn generalizada asociado a las instituciones; el aislamiento de los individuos sometidos al vaivèn de un mercado especulador y a la manipulaciòn de medios masivos de comunicaciòn que responden a polìticas lobbistas pergeñadas desde el corporativismo; el peligro que la globalizaciòn representa en la inducciòn de culturas globales y la consecuente pèrdida de la diversidad; la cada vez màs pronunciada desigualdad de clases que concentra la riqueza en un sector diminuto y reparte miserias a todo el resto, hacen que perdamos el rumbo, que caigamos en la desesperanza y renunciemos a la autonomìa, o lo que es lo mismo, a la libertad, y en ùltima instancia a las utopìas.
Un pueblo sin sueños es como una autopista a ninguna parte, es un caos que termina en el embotellamiento, en la inmovilidad. Y donde no hay movimiento tampoco hay vida posible. Entonces, cuando se pierde el significado de los fines, tambièn se pierde el significado de los medios: una autopista a ninguna parte definitivamente no es una autopista, es otra cosa. El resultado de haber transitado este camino es el de habernos convertido en otra cosa.
Para luchar contra esta catàstrofe es menester primero salirse del sistema y re-evolucionar, re- adaptarse, dar marcha atràs sobre los errores para ensayar un nuevo camino hacia el futuro.
El hàbito a lo tòxico no es un fenòmeno puramente social como parece a simple vista: es un fenòmeno biològico. Hubo una mutaciòn genètica, un cambio a nivel cromosomal, o quizàs, y esto es lo màs horrorosamente probable, en el cambio estuvo involucrado un gen que ya existìa pero que se encontraba "apagado", y por algùn tipo de señalizaciòn celular provocada por un estìmulo externo, se produjo el "encendido" de dicho gen, cuyo resultado, evidente y atroz, fue la emergencia de este nuevo hombre. Sucediò como si de alguna manera la perturbaciòn del medio ambiente hubiera activado un dispositivo de autodestrucciòn, una bomba biològica de tiempo. Si esta hipòtesis llegara a confirmarse, nos encontrarìamos frente a un nuevo fenòmeno de mutaciòn intrìnseca masiva, o dicho con mayor propiedad, de activaciòn genètica masiva. Lo que cualquier otra adaptaciòn por la vìa de la selecciòn natural hubiera demorado miles de años en concretarse en la totalidad de una especie, en el caso del Homo-toxicus habrìa demandado pocas generaciones."
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