Una delivery de incongruencias al servicio de la dama que cuelga del hombro de la cartera o de la billetera en la que duerme, junto a roca y belgrano prensados, el caballero suburbano.
sábado, 10 de mayo de 2014
TANTO AMOR...
"Yo siempre el mismo" (crónica anotada de un amor perfecto) Por Martín Kohan para "La mujer de mi vida"
¿Existe el amor perfecto? Existe, claro, yo mismo lo conocí. Supe que se trataba de amor al notar que traía padeceres, y supe que era perfecto cuando vi que fracasaba. Porque es la idea que me formé ya hace tiempo de este tema: que el amor, cuando es perfecto, y porque es perfecto, fracasa inexorablemente. De inmediato tuve indicios de que estaba ante un amor perfecto; al cabo de unos años fracasó, y así me cercioré por completo.
Afronto los trances del amor con mis partes más imperfectas: mis miedos egoístas, mis celos enfermizos, mi facilidad natural para las obsesiones, mi sentido de la posesividad, mi fragilidad, mis desesperaciones. Llegado al amor perfecto, esto de mí, lo más imperfecto, se resolvió en continuo desvelo: me encontré hecho exactamente a la medida de mi enamoramiento, y a la vez, no sé por qué, con paradoja, nunca del todo a su altura.
El amor perfecto fracasa: es el precio de la perfección. En este solo renglón se agota mi autobiografía. La mujer de mi vida y yo cultivamos un amor perfecto con la suelta espontaneidad del que no concibe otra cosa. Al principio (especifico: dieciséis, diecisiete años) teníamos la perfección a favor, era el viento que soplaba para nosotros, lo que nos impulsaba y nos llevaba adelante. Después, veinticuatro, veinticinco) se convirtió en una especie de lugar en el que estar, el lugar donde habitábamos, lo que nos empezó a convertir en un lastre. Se fue haciendo más laboriosa, nos traía alguna fatiga, nos teníamos que ocupar de ella como hay que hacer con las cosas que por sí solas no crecen ni sobreviven. Hasta que por fin (veintinueve, treinta), la perfección , nuestro tesoro, el tesoro de nuestro amor, se nos había convertido en problema. Fue entonces que ella me dijo: "tenemos que hablar. Terminaba un mes de julio. Había plantas recién compradas en el balcón de nuestra casa. "Necesito tiempo", agregó enseguida.(¿cuánto tiempo? ella no especificó. Hasta ahora fueron diecisiete años)
Yo no podía pasar ni dos minutos sin ella. Y si por alguna razón tenía que pasarlos, padecía, la extrañaba. Ella (lo sé) no podía pasar ni dos minutos sin mí. Y si por alguna razón tenía que pasarlos, padecía, me extrañaba. Para mí no existía nadie más, ni en acto ni en pensamiento. Para ella (lo sé) no existía nadie más, ni en pensamiento ni en acto. Yo decía pura verdad cuando le decía "mi vida". Y ella (lo sé) decía pura verdad al decirme "mi vida" a mí. A veces, por determinadas circunstancias, teníamos que estar un poco con otras personas; la sensación de que esos otros sobraban nos ponía impacientes, ansiosos de suprimir el sobrante y quedarnos solos de nuevo, queríamos que se fueran, nos regocijábamos cuando se iban.
Es cierto que una parte de nuestras vidas había transcurrido sin que estuviéramos juntos, antes de que nos conociéramos. Pero como el presente tiene el poder de redimir el pasado, ese hecho se transformó. En un momento dado contábamos con la certeza de que yo ya estaba desde siempre ahí, con ella, en el patio de su jardín de infantes por ejemplo, y de que ella ya estaba desde siempre ahí, conmigo, en las vacaciones con mis abuelos en Córdoba, por caso, con lo cual agregábamos todo el pasado a eso que ya teníamos, todo el presente y todo el futuro, de tal modo que nuestro amor perfecto conquistaba esa condición tan indispensable y tan suya: la de lo absoluto.
A veces nos llegaban noticias de otros mundos, es decir de otros amores. Noticias de infidelidades ocultas o noticias de infidelidades admitidas, noticias de viajes hechos por separado sin por eso largarse a llorar y a morderse los puños, los nudillos, las mangas de la ropa, noticias del arte de la indiferencia mutua practicado en diferentes grados, noticias de enamorados que no querían saberlo todo del otro, tenerlo todo del otro. No recuerdo exactamente qué despertaba eso en nosotros: si curiosidad o si lástima, si perplejidad o si pena.
Cuando imperfecciones de esa clase merodearon nuestro amor perfecto, no supimos muy bien qué hacer. Porque fue lo que pasó a partir de un momento dado. Alguna vez pasé dos minutos sin ella y no sufrí. Alguna vez (ay!) me consta) ella pasó dos minutos sin mí y no sufrió. Viajé solo y viajó sola. Nos vimos a la vuelta. Alguna vez pensé en alguien. "Tenemos que hablar". Decidimos conservar, preservar, resguardar nuestro amor perfecto. ¿De qué forma? De esta forma: ella hizo el bolso y se fue: "Por un tiempo"
Tengo que admitir que en esta tarea común de conservar, preservar, resguardar nuestro amor perfecto, ella se mostró mucho más eficiente que yo. Lo hizo mejor y con más constancia. Por eso me hago a un lado y detallo aquí su proceder: primero hizo el bolso y se fue, como ya dejé dicho; después alquiló un departamento chico ideal para ella sola; nunca me llamó ni intentó volver a verme; después conoció a alguien, después compraron un departamento mediano ideal para ellos dos, después se fueron a vivir ahí, después se casaron en el registro civil (sede central)
Siguen juntos, según me enteré, en ese mismo departamento mediano ideal para ellos dos.
El otro día la llamé porque cumplíamos treinta años en nuestra relación. Al principio ella no entendió (es distraía para las fechas). Cuando entendió, soltó una risa larga. "Vos siempre el mismo", determinó. Se rió otro poco.
Y me cortó.
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