Una delivery de incongruencias al servicio de la dama que cuelga del hombro de la cartera o de la billetera en la que duerme, junto a roca y belgrano prensados, el caballero suburbano.
jueves, 30 de octubre de 2014
LA TOTALIDAD DE LA PASIÒN
John Berger
El sentido de la vista (fragmento)
" Los amantes incorporan el mundo entero a su totalidad. Todas las imágenes clásicas de la poesía amorosa lo confirman. El río, el bosque, el cielo, los minerales de la tierra, el gusano de seda, las estrellas, la rana, el búho, la luna, demuestran el amor del poeta. La poesía expresa la aspiración a esa correspondencia, pero es la pasión la que la crea. La pasión aspira a incluir el mundo entero en el acto de amar. El hecho de querer hacer el amor en el mar, volando por el cielo, en esta ciudad, en aquel campo, sobre la arena, entre las hojas caídas, con sal, con aceite, con frutas, en la nieve, etc., no significa que se precisen nuevos estímulos, sino que expresa una verdad que es inseparable de la pasión. La totalidad de los amantes se extiende, de manera diferente, a fin de incluir el mundo social. Todos los actos, cuando son voluntarios, se llevan a cabo en nombre de la persona amada. Lo que el amante cambia entonces en el mundo es una expresión de su pasión.
(...)
La totalidad de la pasión oprime (o socava) al mundo. Los amantes se aman con el mundo. (Al igual se podría decir que con todo su corazón o con sus caricias.) El mundo es la forma de su pasión, y todos los sucesos que experimentan o imaginan constituyen la iconografía de su pasión. Por eso la pasión está dispuesta a arriesgar la vida. Se diría que la vida es tan sólo la forma de la pasión.
domingo, 26 de octubre de 2014
PEQUEÑAS VENGANZAS HECHAS CON PALABRAS...
Escribir es, para mí, sinónimo de salud mental. Sólo escribiendo puedo pensar en otra cosa, o puedo pensar en la misma cosa que pienso mientras no escribo (es decir mientras me baño, como, miro televisión o escucho a mi jefa) pero con mayor potencia, con mayor precisión. Escribir es hablar conmigo mismo. Al leerme me escucho, y es una escucha virtuosa, porque me permite un cierto distanciamiento, como si fuera que la persona que escribe y lee eso que escribe no fuera una sola y la misma, sino dos; una que escribe, otra que lee.
Si
un partido de ajedrez es pensamiento puesto en marcha (y puesto
en marcha contra otro pensamiento al que debe superar), escribir es
poner en marcha un pensamiento que -en caso de no escribir- actuaría
como un perro que se muerde la cola. Escribir es, también, jugar al
ajedrez contra uno mismo. Sólo escribiendo puedo pensar, imaginar,
abrir puertas hacia adentro. Y algo más; escribir es, también, una
forma de vengar lo que nos pasa en la vida.
Vengar el fin de
semana de mi cumpleaños, por ejemplo. Vengar el hecho de que no hay nada
peor que diseñar algo para que salga bien y que salga mal.
Y
ese "salir mal" hace pensar que hay personas que, tal vez, por más que
cueste, hay que dejarlas ir, porque cada vez nos hacen reír menos y cada
vez nos preocupan mas. Y nos fastidian mas.
Entiendo
que hay dos formas de cortar un vinculo; una es sacarle dosis de
interés de nuestra parte, sin prisa pero sin pausa evidenciar, con toda
naturalidad, nuestra indiferencia, hasta que esas mismas dosis se
retiren del otro lado, y el vinculo quede -así- disuelto por causales "objetivas" (el paso del tiempo). La otra forma es la violenta, la confrontativa.
Es la que evidencia que allí hubo algo fuerte puesto en juego -por lo
menos por alguna de las partes- y que ese algo no encontrò un respuesta
del otro lado.
Me pregunto si todavìa es tiempo de buscar respuestas para evitar la despedida, o si la respuesta ya la sè hace rato y entonces es tiempo de continuar el viaje que empecè, dejando a pie a la gente que no me puede acompañar.
lunes, 13 de octubre de 2014
AL RESCATE...
Mamá me avisa que estamos invitados, en este lunes feriado, a comer un asado a la casa de mi hermano. La casa de mi hermano fue, durante años, la casa en la que vivimos todos. Para ser más preciso, la "mitad" de la casa de mi hermano fue la casa en la que vivimos todos. La mitad en la que él no vive actualmente.
Fue así: primero se fue mi mamá y mi hermano. Después me fui yo. Después volvió mi hermano (de España) pero para ubicarse en el segundo piso (donde vive actualmente) y volví yo (después de llegar a un punto insostenible en la convivencia con mamá) para vivir allí donde todo había comenzado. Pero ya sin papá, que fue diluyendo su existencia en la casa (primero venia a dormir todas las noches, hasta que un día ya no vino a dormir mas). Es decir, quedó mi hermano por encima de lo que habíamos vivido como familia y quedé yo anclado en ese lugar que me vio nacer, pero ya sin familia alrededor.
(Tomen nota los psicoanalistas que leen esto: mi hermano pudo construir una familia "por sobre" los escombros de nuestra vida familiar; yo, en cambio, me tuve que poner a un costado, en el que -todavía- no hay ningún tipo de construcciòn a la vista. Algo que siento como básico: para ser padre, primero, se necesita atravesar un buen tiempo en el que uno haya dejado de ser hijo).
Estas cosas pensaba durante el almuerzo mientras comía una porción de vacío, y también pensaba que, para poder profundizar los pensamientos acerca de estas cosas, lo mejor hubiera sido -mientras compartìa la sobremesa familiar- tener a mano un par de anteojos negros, es decir, hacer lo que hacìa Cerati para cubrir un rasgo de su personalidad. Leì que solía usar anteojos negros cada vez que estaba con gente, porque le permitían estar ahí y, eventualmente, estar en otro lado al mismo tiempo. Y le permitían, también, no ser molestado por sus interlocutores, los que no advertían el desmembramiento, y -por lo tanto- no le reprochaban su falta de atención, lo que no harìa otra cosa que obligarlo a traer de vuelta a su mitad ausente para volver a unirla con su otra mitad. Pero no uso antejos (ni negros, ni no-negros), por lo que no suelo sentirme còmodo si estoy mucho tiempo con gente que no conoce mis desdoblamientos (de hecho sòlo los conocen unos pocos amigos), así que no me quedó otra que capturar la idea para guardarla en el bolsillo y desarrollarla después (es decir, ahora).
Me volví a ir de la mitad de la casa (¿la mitad siniestra?) hace menos de un año, para nunca mas volver. Ahora solo queda él (mi hermano) con mi cuñada y mi sobrino. Quedaron en la "mitad de arriba". ¿Què pasó con la "mitad de abajo"? (es decir con la mitad que fue testigo de nuestra vida familliar, de su nacimiento y de su derrumbe). Hoy la recorrí, y pude comprobar lo que imaginé: la casa siguiò el recorrido de la familia; está en ruinas. Las paredes descascardas, papeles desparramados por el piso, la pileta del baño tapada de herramientas oxidadas, muebles corroídos por la humedad, toallas de piedra con agujeros del tamaño de un cañón. Todo bajo una nube tóxica de polvo.Me sentí un soldado que vuelve sobre sus pasos despuès de haber escapado del campo de batalla, a ver si encuentra algún compañero herido para sacarlo de allí y llevarlo a algún lugar seguro. Y encontré, increíblemente, unos papeles que se asomaban bajo el placard de la cocina. ¿Què papeles? Los de mi primer examen en la facultad de filosofía y letras, en la uba. La fecha del examen: 10 de Octubre de 2008. Ese examen, era, entonces, el compañero herido que debìa salvar de una muerte segura bajo los escombros.
Recordé ese día, el dìa del examen que acababa de salvar; por la mañana me dieron el título de abogado en una facultad, y por la noche rendía mi primer examen en otra. Ninguno de mis compañeros de jura supo que mi emoción no tenia nada que ver con recibir ese título. A la facultad de derecho fui a hacer un trámite (y una de las cosas que màs detesto en este mundo son, justamente, los tràmites) Recuerdo tratar de acompañar, esforzadamente, la emoción de mi mamá, pero lo cierto es que yo estaba en otro lado. Nada más quería terminar con todo ese circo para ir a sacarme el traje y que me dejaran en la facultad de letras para estar tranquilo.
Eso fue después del almuerzo familiar para festejar mi título. No está de más decir que pasé uno de los momentos más incómodos de mi vida. No hay cosa peor que forzar una alegría, y sentir la obligaciòn de hacerlo para que la persona que uno quiere, y que vive una emoción genuina en ese momento, no salga dañada.
Recuerdo, estando en el restaurante, haberme levantado de la mesa para ir al baño; en minutos cambié el traje, los zapatos y la corbata por un jean, remera y zapatillas que había llevado en una bolsa. Ese cambio de vestuario implicaba poner punto final a una mitad del día -la protocolar- para comenzar la otra; la que realmente quería.
No fue ese título, sino ese examen (ahora veo el 8 y recuerdo mi felicidad al volverme, exhausto, en el subte teniendo la certeza de que me había ido bien).
Me quedo con ese papel, lo rescato de esa mitad de la casa, ahora en ruinas. Termina el asado en la otra mitad y, mientras me voy con el examen en el bolsillo, tengo el presentimiento de que ya no queda otra cosa más por rescatar. Que ya no queda nada que pueda indicarme algún tipo de pertenencia. No queda màs nada que pueda ir a buscar, allì, para construir mi futuro.
De mitades, derrumbes y rescates trata todo esto. De la mitad de una casa que sufriò el derrumbe de su otra mitad; de la mitad de una vida que, entre el polvo, rescata del derrumbe de su otra mitad aquellos materiales que no quiere dejar morir.
sábado, 11 de octubre de 2014
VARIACIONES EN ROJO...
UNO MENOS DOS
Despertó
empapado. No en sudor, no en la tibia transpiración que nos envuelve
como un manto de agua salada al regresar de un sueño espantoso. Más
bien era otro líquido; más espeso, como si alguien, mientras
dormía, le hubiera esparcido con una cuchara, lentamente y por todo
el cuerpo, un balde entero de miel. El cuerpo pegajoso, los ojos
hinchados, el ritmo cardíaco acelerado; así despertó.
No,
no había tenido un buen sueño. Le hubiera gustado, seguramente, no
soñar eso, no despertar en plena noche (si es que era de noche)
angustiado por la nitidez con la que se vio caer en un agujero negro
que lo chuparía para siempre, que lo llevaría a un lugar del cual
-estaba seguro- jamás volvería. Una imagen muy poco grata, sin
dudas, esa que el cretino de su inconsciente se había encargado de
proporcionarle de forma tal que ya no la olvidaría.
¿Por
qué? ¿Por qué ese tipo de sueño, esa pesadilla en realidad, justo
a él, justo en ese momento? Nadie debería tener que hacerse cargo
de enfrentarse con sus propios fantasmas mientras se está
completamente solo en este mundo. Que los fantasmas vengan después,
que vengan con su amigos si quieren, pero que vengan por el frente
de la vida y no por la espalda; no cuando uno siente que sus días
transcurren acurrucado en la oscuridad. Así no hay defensa posible.
Revisó
los bolsillos del pantalón: tenía las llaves, la billetera, el
documento. Algo le faltaba. Una vez más: tenía las llaves, la
billetera, el documento. El celular. Era eso; era el celular. Lo
estaba olvidando sobre la mesa de luz. Y no era cualquier celular,
sino un modelo de los más nuevitos, con todas las posibilidades
tecnológicas disponibles en el mercado. Así se lo ofreció el
vendedor en el local. Con ese convencimiento lo compró. Ahora,
armado con semejante aparato, estaría día y noche comunicado con
sus amigos.
Pensaba
en su madre -nunca en su padre, jamás en él- y el mundo que le
había tocado vivir a ella siendo muy joven, teniendo su misma edad.
De movida, imaginaba que ese mundo se vería en blanco y negro. Un
mundo sin colores, como en los documentales de historia mundial
-generalmente de la segunda guerra- que hacía el esfuerzo de ver en
la tele -porque se lo mandaban como tarea en el colegio, claro- y que
jamás conseguía terminar de ver. Ese mundo no tenía nada que ver
con el suyo. Esa vida gris no era la suya. Tenía que tener el
celular como ese, justamente, para no tener que hablar nunca por
teléfono; estaba agradecido de tener la edad que tenía en esta
época y no en la época de su mamá. A veces, incluso, tenía
pesadillas al respecto. Soñaba, por ejemplo, que un ejecutivo de
cuentas de la empresa proveedora de su servicio de telefonía móvil
se presentaba en su domicilio solicitándole el pago de una suma
exorbitante de dinero para cancelar las deudas que tenía con la
empresa. Él decía que no, que tal cosa no era posible, buscaba
papeles que certificaran sus dichos, exhibía recibos. Pero el
cobrador implacable no se inmutaba ante su encendido descargo. No
sólo no se inmutaba sino que, al retirarse de la casa, dejaba un
cartel en la puerta que decía: “MOROSO INCOBRABLE. REMITIR AL
PASADO”. Eso significaba que, en el plazo de cinco días, sería
remitido a vivir en alguna fecha del pasado, en esos años oscuros en
los que si una persona quería comunicarse con otra, no tenía más
remedio que acercarse y hacerlo.
Antes
de ser remitido, es decir, antes que la pesadilla se hiciera
realidad, despertaba.
Que
las pesadillas hicieran fila para venir. Ninguna de ellas lo alejaría
un sólo milímetro de su celular, porque eso implicaba alejarse de
sus amigos. Y todos sabemos que una sola cosa se aprende en la
adolescencia, y es que todo pasa pero los amigos quedan. Pasan los
vecinos, los profesores de matemática o biología, las chicas lindas
que nos rechazan, las feas que también lo hacen, los familiares
insoportables (que son todos), pero los amigos -los que son de
verdad- quedan. ¿Qué sería de nuestra vida sin ellos?
Enumeró
una vez más: tenía las llaves, la billetera, el documento...y el
celular. Ese procedimiento mental se volvería a repetir a lo largo
de la noche en varias oportunidades, en diferentes situaciones:
mientras esperaba el colectivo bajo el cielo encapotado para ir a la
casa de Gustavo, mientras jugaba a la play sanguinarios torneos de
fútbol, mientras hacía la cola en la calle para entrar al boliche y
mientras esperaba en la barra que le preparen el trago que había
ordenado. Con el alcohol lograba frenar sus obsesiones, al tiempo que
lograba impulsar su cuerpo hacia los otros. O hacia las otras, mejor
dicho. La barra es la columna vertebral de los tímidos en el
boliche. Sin ella, no pueden caminar; con ella, lo terminarán
haciendo con dificultad. La barra encierra una paradoja que, esa
noche por lo menos, le importaba muy poco desentrañar. El alcohol en
los hombres hace reales a las mujeres. Sin alcohol, las vemos como
fantasmas. Nos asustan, nos generan un vértigo que siempre es mejor
mitigar con lo primero que uno tenga a mano.
Lo
único seguro y concreto, por el momento, es que estaba allí, en la
barra, esperando un trago, que luego sería uno más. Y tenía encima
su celular, que ofrecía todas las posibilidades tecnológicas
disponibles en el mercado. Así se lo había ofrecido el vendedor;
así lo compró. Con ese orgullo lo llevaba a todos lados. Con el
trago en una mano y el celular en la otra, entonces, la noche había
empezado oficialmente. Pero esa noche le faltaba algo. Algo que,
presentía, no debía haber olvidado. Trataba de recordar, hacía un
enorme esfuerzo por darse cuenta, mientras Gustavo ya estaba bailando
con dos chicas en el centro de la pista, ajeno a todo, atravesado por
una cortina de humo y luces intermitentes, bajo el estruendo de la
música, ajeno a su amigo y a su neurosis colosal, a él le daba
bronca no darse cuenta qué carajo le seguía faltando esa noche.
Según
Julieta, ella empezaba a maquillarse muy tarde. Siempre había que
esperarla. Del grupo era, lejos, la que más veces estuvo por ser
expulsada. Y esa noche estaba más indecisa que de costumbre. Pollera
o pantalón, el primer gran dilema. O mejor dicho el segundo, porque
el primero era -Julieta no lo sabía- qué tipo de prenda interior
llevaría bajo la pollera o el pantalón. Le daba tanta vergüenza
usar bombacha de vieja como usar tanga. Si usaba esta última prenda,
sentía su cuerpo cargado de sexualidad, como si fuera que el tanque
hormonal llevara su aguja hasta el tope. Y no es que su mente
escapara a los deseos de su cuerpo, era que, simplemente, usando
tanga sentía que su mente salía a entregar a su cuerpo, como si
fuera una cosa sin demasiada importancia que se saca de encima. Sabía
que sus amigas también usaban tanga, y que eso no las transformaba
en las putitas del secundario de las películas porno que miraba su
tío, pero aún así no podía dejar de sentir un sentimiento
encontrado, de extraña ambigüedad, cada vez que abría el primer
cajón del guardarropa y sacaba una de esas prendas diminutas que -lo
sabía, lo sabía y le gustaba saberlo- tanto hacen perder la cabeza
a los hombres. Había colores que le resultaban más chocantes que
otros; el rojo más que el rosa; el negro más que el azul. Optó por
el azul. Y pantalón arriba, después de ver por la ventana un
agujero negro en lugar del cielo.
Pero
a ella no le importaba el cielo, sino conseguir su propio cielo. Era
de las románticas que ya no se ven. Pero tampoco debía engañarse;
quería estar con alguien. Me consta. Quería, con tanga roja, azul,
verde o amarilla, entregarse. Pero no como un pedazo de carne. La
tanga, entonces, le generaba esa controversia. Ella no quería ser
devorada, no quería, al otro día, amanecer sabiendo que tendría
por delante un doloroso olvido. Uno más en su corta vida. No quería
eso, y menos aun pensando que su compañero de cama tendría por
delante todo lo contrario; es decir, un feliz recuerdo.
Se
miró al espejo y se deseó un feliz recuerdo para esa noche. Tomó
el celular, apuntó y gatilló. Las primeras gotas de lluvia cayeron
contra el vidrio. Mensaje de Julieta: “dale, apurate que se está
por largar. ¿Vas a venir, no? ¿O al final sos un bebé?”
Continuaba
soñando esos sueños que, al despertar, le amargaban la existencia.
Si su cuerpo parecía un producto de las abejas, su alma era algo que
parecía haberse ido a otro lugar, fuera de su alcance. Ya no quería
despertar más en esas condiciones climáticas. Ni húmedo ni
pegajoso. Después de todo, no era ningún mendigo de la calle ni
tampoco un adolescente que despierta en la playa después de haber
pasado la noche con alguna lobita de mar.
¿Pero
qué soñaba? Al principio no había nada claro. Todo era un gran
pantano, todo era gris, humeante, viscoso. Ninguna cara, ningún
cuerpo reconocible en su sueño. Tiempo después (es imposible
establecer con precisión si se trató de días o meses), unas voces
comenzaron a emerger, lejanas, desde el fondo de ese pantano original
en el que todo comenzó. Hablaban. Porque eran dos voces diferentes.
Dos voces sin cuerpo, que parecían articular palabras bajo el agua.
Se decían cosas. ¿Qué cosas? No podía llegar a escucharlos. No
supo, entonces, cómo fue que, al despertar, no tuvo dudas de que
hablaban de él.
En
los sueños siguientes las voces se hicieron más claras, más
fuertes. Incluso llegó a escuchar una especie de reproche, de queja,
que uno de los hablantes le dirigía al otro. Pero los cuerpos
seguían sin aparecer. ¿Quiénes eran esas personas? ¿Qué se
reprochaban?
No
podía precisar nada. Los sueños, su rasgo acuoso, se terminaban
pareciendo mucho a la realidad; a todo aquello que flotaba a su
alrededor ni bien abría los ojos al mundo.
Quiso
el destino que la lucidez no estuviera presente en sus momentos de
vigilia y que -por el contrario- lo acompañara a la hora del
descanso. Y si no hay nada de los sueños que pueda ser cumplido, o
transformado, o aplazado en la realidad, vale decir, si el sueño y
la realidad viven en dimensiones paralelas, en esferas que se miran
como a través de un vidrio y no se tocan, entonces más vale no
soñar nada. Si darse cuenta -de un deseo o de una verdad- significa
llegar al límite de lo posible y no a la puerta de acceso a un nuevo
mundo posible, entonces mejor no entender nada, no darse cuenta de
nada. Y ya.
Pero
los sueños insisten. A él, le insisten. ¿Qué hacer con los sueños
entonces? No se los puede erradicar. Están allí, en algún rincón
de la mente, agazapados, esperando para ver la luz, pujando para
salir, para hacerse ver en el preciso momento en que nuestros ojos
están cerrados, y luego, cuando finalmente los abrimos, desaparecen,
dejándonos a la intemperie. Pero, como todo lo que está vivo, dejan
huellas desperdigadas de su fugaz existencia.
Estaba
tratando de seguir el rastro de esas huellas. Tratando de ver adónde
conducían. Era un trabajo arduo, un trabajo de detective, con la
diferencia de que el detective se sirve de su propia perspicacia para
ir generando las pistas que lo ayuden a develar el enigma en cuestión
y él, en cambio, debía conformarse con la información que el
destino (el puro azar) le fuera suministrando en cuentagotas, a
través de los sueños.
Y
las dosis siguieron, como siguió adelante su destino. El sueño
original, ese que lo obligó a despertar con los ojos hinchados, el
cuerpo pegajoso y el ritmo cardíaco acelerado, ese mismo sueño se
fue inflando como un globo. Con el paso de las noches (si es que
soñaba sólo por las noches) se fue llenando con el aire tenebroso
de las palabras que se introducían en los nuevos sueños, de los que
-para su desgracia- no podía desembarazarse.
Para
cuando el sueño estuvo completo sintió un viento frío y seco que
arrasó de una vez por todas con el lugar cálido y húmedo que
ocupaba en este mundo. Sus condiciones climáticas ideales fueron
borradas de un plumazo.
Ya
no tendría más sueños. Me consta. No habían sido sólo las voces
emergentes del pantano que se reprochaban cosas mutuamente. Había
sido, también, el sueño en el que una chica muy joven viajaba en
colectivo, llorando bajito, mientras se hundía los puños en el
estómago.
Y
había sido, finalmente, el sueño con la cara de un bebé dormido,
que era dejado, envuelto en una bolsa, en el baño de la estación
de tren.
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