lunes, 13 de octubre de 2014

AL RESCATE...


 

Mamá me avisa que estamos invitados, en este lunes feriado, a comer un asado a la casa de mi hermano. La casa de mi hermano fue, durante años, la casa en la que vivimos todos. Para ser más preciso, la "mitad" de la casa de mi hermano fue la casa en la que vivimos todos. La mitad en la que él no vive actualmente.
Fue así: primero se fue mi mamá y mi hermano. Después me fui yo. Después volvió mi hermano (de España) pero para ubicarse en el segundo piso (donde vive actualmente) y volví yo (después de llegar a un punto  insostenible en la convivencia con mamá) para vivir allí donde todo había comenzado. Pero ya sin papá, que fue diluyendo su existencia en la casa (primero venia a dormir todas las noches, hasta que un día ya no vino a dormir mas). Es decir, quedó mi hermano por encima de lo que habíamos vivido como familia y quedé yo anclado en ese lugar que me vio nacer, pero ya sin familia alrededor.
(Tomen nota los psicoanalistas que leen esto: mi hermano pudo construir una familia "por sobre" los escombros de nuestra vida familiar; yo, en cambio, me tuve que poner a un costado, en el que -todavía- no hay ningún tipo de construcciòn a la vista. Algo que siento como básico: para ser padre, primero, se necesita atravesar un buen tiempo en el que uno haya dejado de ser hijo).
 Estas cosas pensaba durante el almuerzo mientras comía una porción de vacío, y también pensaba que, para poder profundizar los pensamientos acerca de estas cosas, lo mejor hubiera sido -mientras compartìa la sobremesa familiar- tener a mano un par de anteojos negros, es decir, hacer lo que hacìa Cerati para cubrir un rasgo de su personalidad. Leì que solía usar  anteojos negros cada vez que estaba con gente, porque le permitían estar ahí y, eventualmente, estar en otro lado al mismo tiempo. Y le permitían, también,  no ser molestado por sus interlocutores, los que no advertían el desmembramiento, y -por lo tanto- no le reprochaban su falta de  atención, lo que no harìa otra cosa que obligarlo a traer de vuelta a su mitad ausente para volver a unirla con su otra mitad. Pero no uso antejos (ni negros, ni  no-negros), por lo que no suelo sentirme còmodo si estoy mucho tiempo con gente que no conoce mis desdoblamientos (de hecho sòlo los conocen unos pocos amigos), así que no me quedó otra que capturar la idea para guardarla en el bolsillo y desarrollarla después (es decir, ahora).

 Me volví a ir de la mitad de la casa (¿la mitad siniestra?) hace menos de un año, para nunca mas volver. Ahora solo queda él (mi hermano) con mi cuñada y mi sobrino. Quedaron en la "mitad de arriba".  ¿Què pasó con la "mitad de abajo"? (es decir con la mitad que fue testigo de nuestra vida familliar, de su nacimiento y de su derrumbe). Hoy la recorrí, y pude comprobar lo que imaginé: la casa siguiò el recorrido de la familia; está en ruinas. Las paredes descascardas, papeles desparramados por el piso, la pileta del baño tapada de herramientas oxidadas, muebles corroídos por la humedad, toallas de piedra con agujeros del tamaño de un cañón. Todo bajo una nube tóxica de polvo.Me sentí un soldado que vuelve sobre sus pasos despuès de haber escapado del campo de batalla, a ver si encuentra algún compañero herido para sacarlo de allí y llevarlo a algún lugar seguro. Y encontré, increíblemente, unos papeles que se asomaban bajo el placard de la cocina. ¿Què papeles? Los de mi primer examen en la facultad de filosofía y letras, en la uba. La fecha del examen: 10 de Octubre de 2008.  Ese examen, era, entonces, el compañero herido que debìa salvar de una muerte segura bajo los escombros.
Recordé ese día, el dìa del examen que acababa de salvar; por la mañana me dieron el título de abogado en una facultad, y por la noche rendía mi primer examen en otra. Ninguno de mis compañeros de jura supo que mi emoción no tenia nada que ver con recibir ese título. A la facultad de derecho fui a hacer un trámite (y una de las cosas que màs detesto en este mundo son, justamente, los tràmites) Recuerdo tratar de acompañar, esforzadamente, la emoción de mi mamá, pero lo cierto es que yo estaba en otro lado. Nada más quería terminar con todo ese circo para ir a sacarme el traje y que me dejaran en la facultad de letras para estar tranquilo.
Eso fue después del almuerzo familiar para festejar mi título. No está de más decir que pasé uno de los momentos más incómodos de mi vida. No hay cosa peor que forzar una alegría, y sentir la obligaciòn de hacerlo para que la persona que uno quiere, y que vive una emoción genuina en ese momento, no salga dañada.
Recuerdo, estando en el restaurante, haberme levantado de la mesa para ir al baño; en minutos cambié el traje, los zapatos y la corbata por un jean,  remera y  zapatillas que había llevado en una bolsa. Ese cambio de vestuario implicaba poner punto final a una mitad del día -la protocolar- para comenzar la otra; la que realmente quería. 
No fue ese título, sino ese examen (ahora veo el 8 y recuerdo mi felicidad al volverme, exhausto, en el subte teniendo la certeza de que me había ido bien).
Me quedo con ese papel, lo rescato de esa mitad de la casa, ahora en ruinas. Termina el asado en la otra mitad y, mientras me voy con el examen en el bolsillo, tengo el presentimiento de que ya no queda otra cosa más por rescatar. Que ya no queda nada que pueda indicarme algún tipo de pertenencia. No queda màs nada que pueda ir a buscar, allì, para construir mi futuro.

De mitades, derrumbes y  rescates trata todo esto. De la mitad  de una casa que sufriò el derrumbe de su otra mitad; de la mitad de una vida que, entre el polvo, rescata del derrumbe de su otra mitad aquellos materiales que no quiere dejar morir.




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