sábado, 11 de octubre de 2014

VARIACIONES EN ROJO...

UNO MENOS DOS

Despertó empapado. No en sudor, no en la tibia transpiración que nos envuelve como un manto de agua salada al regresar de un sueño espantoso. Más bien era otro líquido; más espeso, como si alguien, mientras dormía, le hubiera esparcido con una cuchara, lentamente y por todo el cuerpo, un balde entero de miel. El cuerpo pegajoso, los ojos hinchados, el ritmo cardíaco acelerado; así despertó.
No, no había tenido un buen sueño. Le hubiera gustado, seguramente, no soñar eso, no despertar en plena noche (si es que era de noche) angustiado por la nitidez con la que se vio caer en un agujero negro que lo chuparía para siempre, que lo llevaría a un lugar del cual -estaba seguro- jamás volvería. Una imagen muy poco grata, sin dudas, esa que el cretino de su inconsciente se había encargado de proporcionarle de forma tal que ya no la olvidaría.
¿Por qué? ¿Por qué ese tipo de sueño, esa pesadilla en realidad, justo a él, justo en ese momento? Nadie debería tener que hacerse cargo de enfrentarse con sus propios fantasmas mientras se está completamente solo en este mundo. Que los fantasmas vengan después, que vengan con su amigos si quieren, pero que vengan por el frente de la vida y no por la espalda; no cuando uno siente que sus días transcurren acurrucado en la oscuridad. Así no hay defensa posible.
Revisó los bolsillos del pantalón: tenía las llaves, la billetera, el documento. Algo le faltaba. Una vez más: tenía las llaves, la billetera, el documento. El celular. Era eso; era el celular. Lo estaba olvidando sobre la mesa de luz. Y no era cualquier celular, sino un modelo de los más nuevitos, con todas las posibilidades tecnológicas disponibles en el mercado. Así se lo ofreció el vendedor en el local. Con ese convencimiento lo compró. Ahora, armado con semejante aparato, estaría día y noche comunicado con sus amigos.
Pensaba en su madre -nunca en su padre, jamás en él- y el mundo que le había tocado vivir a ella siendo muy joven, teniendo su misma edad. De movida, imaginaba que ese mundo se vería en blanco y negro. Un mundo sin colores, como en los documentales de historia mundial -generalmente de la segunda guerra- que hacía el esfuerzo de ver en la tele -porque se lo mandaban como tarea en el colegio, claro- y que jamás conseguía terminar de ver. Ese mundo no tenía nada que ver con el suyo. Esa vida gris no era la suya. Tenía que tener el celular como ese, justamente, para no tener que hablar nunca por teléfono; estaba agradecido de tener la edad que tenía en esta época y no en la época de su mamá. A veces, incluso, tenía pesadillas al respecto. Soñaba, por ejemplo, que un ejecutivo de cuentas de la empresa proveedora de su servicio de telefonía móvil se presentaba en su domicilio solicitándole el pago de una suma exorbitante de dinero para cancelar las deudas que tenía con la empresa. Él decía que no, que tal cosa no era posible, buscaba papeles que certificaran sus dichos, exhibía recibos. Pero el cobrador implacable no se inmutaba ante su encendido descargo. No sólo no se inmutaba sino que, al retirarse de la casa, dejaba un cartel en la puerta que decía: “MOROSO INCOBRABLE. REMITIR AL PASADO”. Eso significaba que, en el plazo de cinco días, sería remitido a vivir en alguna fecha del pasado, en esos años oscuros en los que si una persona quería comunicarse con otra, no tenía más remedio que acercarse y hacerlo.
Antes de ser remitido, es decir, antes que la pesadilla se hiciera realidad, despertaba.
Que las pesadillas hicieran fila para venir. Ninguna de ellas lo alejaría un sólo milímetro de su celular, porque eso implicaba alejarse de sus amigos. Y todos sabemos que una sola cosa se aprende en la adolescencia, y es que todo pasa pero los amigos quedan. Pasan los vecinos, los profesores de matemática o biología, las chicas lindas que nos rechazan, las feas que también lo hacen, los familiares insoportables (que son todos), pero los amigos -los que son de verdad- quedan. ¿Qué sería de nuestra vida sin ellos?
Enumeró una vez más: tenía las llaves, la billetera, el documento...y el celular. Ese procedimiento mental se volvería a repetir a lo largo de la noche en varias oportunidades, en diferentes situaciones: mientras esperaba el colectivo bajo el cielo encapotado para ir a la casa de Gustavo, mientras jugaba a la play sanguinarios torneos de fútbol, mientras hacía la cola en la calle para entrar al boliche y mientras esperaba en la barra que le preparen el trago que había ordenado. Con el alcohol lograba frenar sus obsesiones, al tiempo que lograba impulsar su cuerpo hacia los otros. O hacia las otras, mejor dicho. La barra es la columna vertebral de los tímidos en el boliche. Sin ella, no pueden caminar; con ella, lo terminarán haciendo con dificultad. La barra encierra una paradoja que, esa noche por lo menos, le importaba muy poco desentrañar. El alcohol en los hombres hace reales a las mujeres. Sin alcohol, las vemos como fantasmas. Nos asustan, nos generan un vértigo que siempre es mejor mitigar con lo primero que uno tenga a mano.
Lo único seguro y concreto, por el momento, es que estaba allí, en la barra, esperando un trago, que luego sería uno más. Y tenía encima su celular, que ofrecía todas las posibilidades tecnológicas disponibles en el mercado. Así se lo había ofrecido el vendedor; así lo compró. Con ese orgullo lo llevaba a todos lados. Con el trago en una mano y el celular en la otra, entonces, la noche había empezado oficialmente. Pero esa noche le faltaba algo. Algo que, presentía, no debía haber olvidado. Trataba de recordar, hacía un enorme esfuerzo por darse cuenta, mientras Gustavo ya estaba bailando con dos chicas en el centro de la pista, ajeno a todo, atravesado por una cortina de humo y luces intermitentes, bajo el estruendo de la música, ajeno a su amigo y a su neurosis colosal, a él le daba bronca no darse cuenta qué carajo le seguía faltando esa noche.
Según Julieta, ella empezaba a maquillarse muy tarde. Siempre había que esperarla. Del grupo era, lejos, la que más veces estuvo por ser expulsada. Y esa noche estaba más indecisa que de costumbre. Pollera o pantalón, el primer gran dilema. O mejor dicho el segundo, porque el primero era -Julieta no lo sabía- qué tipo de prenda interior llevaría bajo la pollera o el pantalón. Le daba tanta vergüenza usar bombacha de vieja como usar tanga. Si usaba esta última prenda, sentía su cuerpo cargado de sexualidad, como si fuera que el tanque hormonal llevara su aguja hasta el tope. Y no es que su mente escapara a los deseos de su cuerpo, era que, simplemente, usando tanga sentía que su mente salía a entregar a su cuerpo, como si fuera una cosa sin demasiada importancia que se saca de encima. Sabía que sus amigas también usaban tanga, y que eso no las transformaba en las putitas del secundario de las películas porno que miraba su tío, pero aún así no podía dejar de sentir un sentimiento encontrado, de extraña ambigüedad, cada vez que abría el primer cajón del guardarropa y sacaba una de esas prendas diminutas que -lo sabía, lo sabía y le gustaba saberlo- tanto hacen perder la cabeza a los hombres. Había colores que le resultaban más chocantes que otros; el rojo más que el rosa; el negro más que el azul. Optó por el azul. Y pantalón arriba, después de ver por la ventana un agujero negro en lugar del cielo.
Pero a ella no le importaba el cielo, sino conseguir su propio cielo. Era de las románticas que ya no se ven. Pero tampoco debía engañarse; quería estar con alguien. Me consta. Quería, con tanga roja, azul, verde o amarilla, entregarse. Pero no como un pedazo de carne. La tanga, entonces, le generaba esa controversia. Ella no quería ser devorada, no quería, al otro día, amanecer sabiendo que tendría por delante un doloroso olvido. Uno más en su corta vida. No quería eso, y menos aun pensando que su compañero de cama tendría por delante todo lo contrario; es decir, un feliz recuerdo.
Se miró al espejo y se deseó un feliz recuerdo para esa noche. Tomó el celular, apuntó y gatilló. Las primeras gotas de lluvia cayeron contra el vidrio. Mensaje de Julieta: “dale, apurate que se está por largar. ¿Vas a venir, no? ¿O al final sos un bebé?”
Continuaba soñando esos sueños que, al despertar, le amargaban la existencia. Si su cuerpo parecía un producto de las abejas, su alma era algo que parecía haberse ido a otro lugar, fuera de su alcance. Ya no quería despertar más en esas condiciones climáticas. Ni húmedo ni pegajoso. Después de todo, no era ningún mendigo de la calle ni tampoco un adolescente que despierta en la playa después de haber pasado la noche con alguna lobita de mar.
¿Pero qué soñaba? Al principio no había nada claro. Todo era un gran pantano, todo era gris, humeante, viscoso. Ninguna cara, ningún cuerpo reconocible en su sueño. Tiempo después (es imposible establecer con precisión si se trató de días o meses), unas voces comenzaron a emerger, lejanas, desde el fondo de ese pantano original en el que todo comenzó. Hablaban. Porque eran dos voces diferentes. Dos voces sin cuerpo, que parecían articular palabras bajo el agua. Se decían cosas. ¿Qué cosas? No podía llegar a escucharlos. No supo, entonces, cómo fue que, al despertar, no tuvo dudas de que hablaban de él.
En los sueños siguientes las voces se hicieron más claras, más fuertes. Incluso llegó a escuchar una especie de reproche, de queja, que uno de los hablantes le dirigía al otro. Pero los cuerpos seguían sin aparecer. ¿Quiénes eran esas personas? ¿Qué se reprochaban?
No podía precisar nada. Los sueños, su rasgo acuoso, se terminaban pareciendo mucho a la realidad; a todo aquello que flotaba a su alrededor ni bien abría los ojos al mundo.
Quiso el destino que la lucidez no estuviera presente en sus momentos de vigilia y que -por el contrario- lo acompañara a la hora del descanso. Y si no hay nada de los sueños que pueda ser cumplido, o transformado, o aplazado en la realidad, vale decir, si el sueño y la realidad viven en dimensiones paralelas, en esferas que se miran como a través de un vidrio y no se tocan, entonces más vale no soñar nada. Si darse cuenta -de un deseo o de una verdad- significa llegar al límite de lo posible y no a la puerta de acceso a un nuevo mundo posible, entonces mejor no entender nada, no darse cuenta de nada. Y ya.
Pero los sueños insisten. A él, le insisten. ¿Qué hacer con los sueños entonces? No se los puede erradicar. Están allí, en algún rincón de la mente, agazapados, esperando para ver la luz, pujando para salir, para hacerse ver en el preciso momento en que nuestros ojos están cerrados, y luego, cuando finalmente los abrimos, desaparecen, dejándonos a la intemperie. Pero, como todo lo que está vivo, dejan huellas desperdigadas de su fugaz existencia.
Estaba tratando de seguir el rastro de esas huellas. Tratando de ver adónde conducían. Era un trabajo arduo, un trabajo de detective, con la diferencia de que el detective se sirve de su propia perspicacia para ir generando las pistas que lo ayuden a develar el enigma en cuestión y él, en cambio, debía conformarse con la información que el destino (el puro azar) le fuera suministrando en cuentagotas, a través de los sueños.
Y las dosis siguieron, como siguió adelante su destino. El sueño original, ese que lo obligó a despertar con los ojos hinchados, el cuerpo pegajoso y el ritmo cardíaco acelerado, ese mismo sueño se fue inflando como un globo. Con el paso de las noches (si es que soñaba sólo por las noches) se fue llenando con el aire tenebroso de las palabras que se introducían en los nuevos sueños, de los que -para su desgracia- no podía desembarazarse.
Para cuando el sueño estuvo completo sintió un viento frío y seco que arrasó de una vez por todas con el lugar cálido y húmedo que ocupaba en este mundo. Sus condiciones climáticas ideales fueron borradas de un plumazo.
Ya no tendría más sueños. Me consta. No habían sido sólo las voces emergentes del pantano que se reprochaban cosas mutuamente. Había sido, también, el sueño en el que una chica muy joven viajaba en colectivo, llorando bajito, mientras se hundía los puños en el estómago.
Y había sido, finalmente, el sueño con la cara de un bebé dormido, que era dejado, envuelto en una bolsa, en el baño de la estación de tren.

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