UNO MENOS DOS
Despertó
empapado. No en sudor, no en la tibia transpiración que nos envuelve
como un manto de agua salada al regresar de un sueño espantoso. Más
bien era otro líquido; más espeso, como si alguien, mientras
dormía, le hubiera esparcido con una cuchara, lentamente y por todo
el cuerpo, un balde entero de miel. El cuerpo pegajoso, los ojos
hinchados, el ritmo cardíaco acelerado; así despertó.
No,
no había tenido un buen sueño. Le hubiera gustado, seguramente, no
soñar eso, no despertar en plena noche (si es que era de noche)
angustiado por la nitidez con la que se vio caer en un agujero negro
que lo chuparía para siempre, que lo llevaría a un lugar del cual
-estaba seguro- jamás volvería. Una imagen muy poco grata, sin
dudas, esa que el cretino de su inconsciente se había encargado de
proporcionarle de forma tal que ya no la olvidaría.
¿Por
qué? ¿Por qué ese tipo de sueño, esa pesadilla en realidad, justo
a él, justo en ese momento? Nadie debería tener que hacerse cargo
de enfrentarse con sus propios fantasmas mientras se está
completamente solo en este mundo. Que los fantasmas vengan después,
que vengan con su amigos si quieren, pero que vengan por el frente
de la vida y no por la espalda; no cuando uno siente que sus días
transcurren acurrucado en la oscuridad. Así no hay defensa posible.
Revisó
los bolsillos del pantalón: tenía las llaves, la billetera, el
documento. Algo le faltaba. Una vez más: tenía las llaves, la
billetera, el documento. El celular. Era eso; era el celular. Lo
estaba olvidando sobre la mesa de luz. Y no era cualquier celular,
sino un modelo de los más nuevitos, con todas las posibilidades
tecnológicas disponibles en el mercado. Así se lo ofreció el
vendedor en el local. Con ese convencimiento lo compró. Ahora,
armado con semejante aparato, estaría día y noche comunicado con
sus amigos.
Pensaba
en su madre -nunca en su padre, jamás en él- y el mundo que le
había tocado vivir a ella siendo muy joven, teniendo su misma edad.
De movida, imaginaba que ese mundo se vería en blanco y negro. Un
mundo sin colores, como en los documentales de historia mundial
-generalmente de la segunda guerra- que hacía el esfuerzo de ver en
la tele -porque se lo mandaban como tarea en el colegio, claro- y que
jamás conseguía terminar de ver. Ese mundo no tenía nada que ver
con el suyo. Esa vida gris no era la suya. Tenía que tener el
celular como ese, justamente, para no tener que hablar nunca por
teléfono; estaba agradecido de tener la edad que tenía en esta
época y no en la época de su mamá. A veces, incluso, tenía
pesadillas al respecto. Soñaba, por ejemplo, que un ejecutivo de
cuentas de la empresa proveedora de su servicio de telefonía móvil
se presentaba en su domicilio solicitándole el pago de una suma
exorbitante de dinero para cancelar las deudas que tenía con la
empresa. Él decía que no, que tal cosa no era posible, buscaba
papeles que certificaran sus dichos, exhibía recibos. Pero el
cobrador implacable no se inmutaba ante su encendido descargo. No
sólo no se inmutaba sino que, al retirarse de la casa, dejaba un
cartel en la puerta que decía: “MOROSO INCOBRABLE. REMITIR AL
PASADO”. Eso significaba que, en el plazo de cinco días, sería
remitido a vivir en alguna fecha del pasado, en esos años oscuros en
los que si una persona quería comunicarse con otra, no tenía más
remedio que acercarse y hacerlo.
Antes
de ser remitido, es decir, antes que la pesadilla se hiciera
realidad, despertaba.
Que
las pesadillas hicieran fila para venir. Ninguna de ellas lo alejaría
un sólo milímetro de su celular, porque eso implicaba alejarse de
sus amigos. Y todos sabemos que una sola cosa se aprende en la
adolescencia, y es que todo pasa pero los amigos quedan. Pasan los
vecinos, los profesores de matemática o biología, las chicas lindas
que nos rechazan, las feas que también lo hacen, los familiares
insoportables (que son todos), pero los amigos -los que son de
verdad- quedan. ¿Qué sería de nuestra vida sin ellos?
Enumeró
una vez más: tenía las llaves, la billetera, el documento...y el
celular. Ese procedimiento mental se volvería a repetir a lo largo
de la noche en varias oportunidades, en diferentes situaciones:
mientras esperaba el colectivo bajo el cielo encapotado para ir a la
casa de Gustavo, mientras jugaba a la play sanguinarios torneos de
fútbol, mientras hacía la cola en la calle para entrar al boliche y
mientras esperaba en la barra que le preparen el trago que había
ordenado. Con el alcohol lograba frenar sus obsesiones, al tiempo que
lograba impulsar su cuerpo hacia los otros. O hacia las otras, mejor
dicho. La barra es la columna vertebral de los tímidos en el
boliche. Sin ella, no pueden caminar; con ella, lo terminarán
haciendo con dificultad. La barra encierra una paradoja que, esa
noche por lo menos, le importaba muy poco desentrañar. El alcohol en
los hombres hace reales a las mujeres. Sin alcohol, las vemos como
fantasmas. Nos asustan, nos generan un vértigo que siempre es mejor
mitigar con lo primero que uno tenga a mano.
Lo
único seguro y concreto, por el momento, es que estaba allí, en la
barra, esperando un trago, que luego sería uno más. Y tenía encima
su celular, que ofrecía todas las posibilidades tecnológicas
disponibles en el mercado. Así se lo había ofrecido el vendedor;
así lo compró. Con ese orgullo lo llevaba a todos lados. Con el
trago en una mano y el celular en la otra, entonces, la noche había
empezado oficialmente. Pero esa noche le faltaba algo. Algo que,
presentía, no debía haber olvidado. Trataba de recordar, hacía un
enorme esfuerzo por darse cuenta, mientras Gustavo ya estaba bailando
con dos chicas en el centro de la pista, ajeno a todo, atravesado por
una cortina de humo y luces intermitentes, bajo el estruendo de la
música, ajeno a su amigo y a su neurosis colosal, a él le daba
bronca no darse cuenta qué carajo le seguía faltando esa noche.
Según
Julieta, ella empezaba a maquillarse muy tarde. Siempre había que
esperarla. Del grupo era, lejos, la que más veces estuvo por ser
expulsada. Y esa noche estaba más indecisa que de costumbre. Pollera
o pantalón, el primer gran dilema. O mejor dicho el segundo, porque
el primero era -Julieta no lo sabía- qué tipo de prenda interior
llevaría bajo la pollera o el pantalón. Le daba tanta vergüenza
usar bombacha de vieja como usar tanga. Si usaba esta última prenda,
sentía su cuerpo cargado de sexualidad, como si fuera que el tanque
hormonal llevara su aguja hasta el tope. Y no es que su mente
escapara a los deseos de su cuerpo, era que, simplemente, usando
tanga sentía que su mente salía a entregar a su cuerpo, como si
fuera una cosa sin demasiada importancia que se saca de encima. Sabía
que sus amigas también usaban tanga, y que eso no las transformaba
en las putitas del secundario de las películas porno que miraba su
tío, pero aún así no podía dejar de sentir un sentimiento
encontrado, de extraña ambigüedad, cada vez que abría el primer
cajón del guardarropa y sacaba una de esas prendas diminutas que -lo
sabía, lo sabía y le gustaba saberlo- tanto hacen perder la cabeza
a los hombres. Había colores que le resultaban más chocantes que
otros; el rojo más que el rosa; el negro más que el azul. Optó por
el azul. Y pantalón arriba, después de ver por la ventana un
agujero negro en lugar del cielo.
Pero
a ella no le importaba el cielo, sino conseguir su propio cielo. Era
de las románticas que ya no se ven. Pero tampoco debía engañarse;
quería estar con alguien. Me consta. Quería, con tanga roja, azul,
verde o amarilla, entregarse. Pero no como un pedazo de carne. La
tanga, entonces, le generaba esa controversia. Ella no quería ser
devorada, no quería, al otro día, amanecer sabiendo que tendría
por delante un doloroso olvido. Uno más en su corta vida. No quería
eso, y menos aun pensando que su compañero de cama tendría por
delante todo lo contrario; es decir, un feliz recuerdo.
Se
miró al espejo y se deseó un feliz recuerdo para esa noche. Tomó
el celular, apuntó y gatilló. Las primeras gotas de lluvia cayeron
contra el vidrio. Mensaje de Julieta: “dale, apurate que se está
por largar. ¿Vas a venir, no? ¿O al final sos un bebé?”
Continuaba
soñando esos sueños que, al despertar, le amargaban la existencia.
Si su cuerpo parecía un producto de las abejas, su alma era algo que
parecía haberse ido a otro lugar, fuera de su alcance. Ya no quería
despertar más en esas condiciones climáticas. Ni húmedo ni
pegajoso. Después de todo, no era ningún mendigo de la calle ni
tampoco un adolescente que despierta en la playa después de haber
pasado la noche con alguna lobita de mar.
¿Pero
qué soñaba? Al principio no había nada claro. Todo era un gran
pantano, todo era gris, humeante, viscoso. Ninguna cara, ningún
cuerpo reconocible en su sueño. Tiempo después (es imposible
establecer con precisión si se trató de días o meses), unas voces
comenzaron a emerger, lejanas, desde el fondo de ese pantano original
en el que todo comenzó. Hablaban. Porque eran dos voces diferentes.
Dos voces sin cuerpo, que parecían articular palabras bajo el agua.
Se decían cosas. ¿Qué cosas? No podía llegar a escucharlos. No
supo, entonces, cómo fue que, al despertar, no tuvo dudas de que
hablaban de él.
En
los sueños siguientes las voces se hicieron más claras, más
fuertes. Incluso llegó a escuchar una especie de reproche, de queja,
que uno de los hablantes le dirigía al otro. Pero los cuerpos
seguían sin aparecer. ¿Quiénes eran esas personas? ¿Qué se
reprochaban?
No
podía precisar nada. Los sueños, su rasgo acuoso, se terminaban
pareciendo mucho a la realidad; a todo aquello que flotaba a su
alrededor ni bien abría los ojos al mundo.
Quiso
el destino que la lucidez no estuviera presente en sus momentos de
vigilia y que -por el contrario- lo acompañara a la hora del
descanso. Y si no hay nada de los sueños que pueda ser cumplido, o
transformado, o aplazado en la realidad, vale decir, si el sueño y
la realidad viven en dimensiones paralelas, en esferas que se miran
como a través de un vidrio y no se tocan, entonces más vale no
soñar nada. Si darse cuenta -de un deseo o de una verdad- significa
llegar al límite de lo posible y no a la puerta de acceso a un nuevo
mundo posible, entonces mejor no entender nada, no darse cuenta de
nada. Y ya.
Pero
los sueños insisten. A él, le insisten. ¿Qué hacer con los sueños
entonces? No se los puede erradicar. Están allí, en algún rincón
de la mente, agazapados, esperando para ver la luz, pujando para
salir, para hacerse ver en el preciso momento en que nuestros ojos
están cerrados, y luego, cuando finalmente los abrimos, desaparecen,
dejándonos a la intemperie. Pero, como todo lo que está vivo, dejan
huellas desperdigadas de su fugaz existencia.
Estaba
tratando de seguir el rastro de esas huellas. Tratando de ver adónde
conducían. Era un trabajo arduo, un trabajo de detective, con la
diferencia de que el detective se sirve de su propia perspicacia para
ir generando las pistas que lo ayuden a develar el enigma en cuestión
y él, en cambio, debía conformarse con la información que el
destino (el puro azar) le fuera suministrando en cuentagotas, a
través de los sueños.
Y
las dosis siguieron, como siguió adelante su destino. El sueño
original, ese que lo obligó a despertar con los ojos hinchados, el
cuerpo pegajoso y el ritmo cardíaco acelerado, ese mismo sueño se
fue inflando como un globo. Con el paso de las noches (si es que
soñaba sólo por las noches) se fue llenando con el aire tenebroso
de las palabras que se introducían en los nuevos sueños, de los que
-para su desgracia- no podía desembarazarse.
Para
cuando el sueño estuvo completo sintió un viento frío y seco que
arrasó de una vez por todas con el lugar cálido y húmedo que
ocupaba en este mundo. Sus condiciones climáticas ideales fueron
borradas de un plumazo.
Ya
no tendría más sueños. Me consta. No habían sido sólo las voces
emergentes del pantano que se reprochaban cosas mutuamente. Había
sido, también, el sueño en el que una chica muy joven viajaba en
colectivo, llorando bajito, mientras se hundía los puños en el
estómago.
Y
había sido, finalmente, el sueño con la cara de un bebé dormido,
que era dejado, envuelto en una bolsa, en el baño de la estación
de tren.
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