LA ALDEA
Alguna explicación debe haber para el tiempo. No para
el clima, sino para el tiempo. No para el origen del tiempo (nosotros
no estábamos ahí cuando ese monarca sin nombre nació, y sabemos
que es algo muy de nuestro tiempo no darle importancia a aquello que
no nos afecte en forma directa) sino para su contracción actual: no
nos alcanza el tiempo. Ya no.
Las cosas que queremos hacer quedan fuera de su campo de
acción. Los fines de semana, por ejemplo: ¿en que momento se
volvieron un suspiro? ¿Cómo le permitimos, al tiempo, semejante
avasallamiento sobre nuestro derecho al ocio y al trabajo hermoso que
este puede engendrar?
El soñar triste lo hizo despertar bien temprano. Era
sábado y el invierno demoraba el amanecer.
Se levantó con dificultad, con la extraña sensación
de sentir que, en ese momento, era la única persona de pie sobre la
mitad de la tierra.
Puso la pava en el fuego y esperó que hierva el agua.
Se sentó junto a la ventana a ver cómo, con las primeras luces del
día, comenzaban desfilar las personalidades ilustres del barrio: la
dueña mitòmana de la mercería, el peluquero tatuado, el
farmacéutico hermitaño: cada uno moviéndose hacia lo suyo,
dirigiéndose a su propia órbita.
Asì paso largo rato. No hay que escuchar a los vecinos:
así uno los odia; hay que verlos; pasar asì uno los quiere. Hay que
querer a los vecinos.
Su prima al teléfono. Que lo quiere ver. Que le queda
poco tiempo en Buenos Aires, que porque no van a desayunar a algùn
bar. Que sì. Que van.
Èl pide un café con leche con tostadas; ella una
lágrima con medialunas. Hay más gente en el bar hablando a su
alrededor. Ellos también hablan y, entre todos, elevan un cadáver
exquisito de palabras, que sube dulcemente hasta el techo del bar
para bajar en forma de espuma y depositarse en las tazas de los
presentes. Muchos horizontes posibles, en un mismo punto de
encuentro, a una misma hora.
La prima habla. Afuera hace frío y empieza a llover.
Ella habla. Dice que las medialunas estàn ricas, que allà no se
consiguen medialunas asì. Sì, son ricas las medialunas, pero más
ricas son las tostadas, piensa el primo mientras esparce con cuidado
la mermelada de frutilla. El no recuerda cuándo fue la ùltima vez
que ella vino. Ella se lo recuerda. Èl, entonces, se acuerda. Ella
le dice que esta vez querìa verlo especialmente a èl, porque
siempre viene por pocos dìas y, por razones de tiempo, no llega a
ver a toda la gente querida.
El
le comenta un pasaje de un libro que le pareció genial. Es un libro
de entrevistas en el que un escritor comenta la llamada “teoría de
la aldea”. Es una teorìa desarrollada por un grupo de antropòlogos
en base a un estudio de campo y el resultado arroja un dato màs que
interesante. Al parecer una persona cualquiera, sin importar dònde
viva ni a què cultura pertenezca, adquiere, a lo largo de su vida,
màs o menos la misma cantidad de vìnculos significativos. Uno o dos
amigos de la infancia, alguna persona de la familia a la que se ame,
uno o dos amigos de la adultez, uno o dos compañeros sexuales que
estèn presentes mucho màs que otros, algùn enamoramiento profundo.
Mientras termina su làgrima, la prima lo escucha con atenciòn, con
los ojos oscuros quietos, serenos, brumosos. Que la teorìa debe su
nombre a que, nuestras posibilidades de tener vìnculos
significativos en nuestra vida no son mucho mayores a los que tenìan
los habitantes de las aldeas africanas. Que, a pesar de las
posibilidades que nos ofrece la tecnologìa para conocer gente todo
el tiempo, nuestra mente y nuestro corazòn tienen un cupo de
personas y que una vez que la capacidad està completa, no hay lugar
para nadie màs.
El tiempo, siempre el tiempo. El tiempo ponièndole
cerco al corazòn.
El termina sus tostadas. Ella lo mira. Èl busca con la
mirada a la moza. Ella lo mira. Èl visualiza a la moza y espera a
que la chica tambièn haga contacto. Ella lo mira. La moza adivina,
al verlo, su voluntad de pagar la consumisiòn y se acerca a la caja
para que cierren la mesa. Afuera hace frìo. Èl mira por la ventaba,
a travès del vidrio empañado. Ella llora. Gruesas làgrimas de
lluvia le resbalan por las mejillas. La moza llega a la mesa con la
factura, la deja sobre la mesa y se aleja sin perder un segundo, se
aleja con miedo, con terror, como si las làgrimas que hubiera visto
mojar la servilleta doblada sobre la mesa pudieran derretir su piel
en caso de salpicarla.
En su casa, algunas horas despuès, pensò que aùn
habìa espacio en su aldea, y que ahora todo dependìa del tiempo.
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