ENTREVISTA A JOHN BERGER PARA LA NACIÒN
-¿Piensa escribir su autobiografìa o esto es lo más cerca que piensa ir al respecto?
-No tengo la menor intención de escribir una autobiografía. No estoy en contra del género como tal, hay grandes obras. Creo que lo que tenía que decir al respecto ya lo he escrito. La autobiografía no va conmigo, quizá porque me considero un contador de historias, porque alguien que escribe ficción es alguien que es accesible a otros, que es capaz (en realidad casi sin pensarlo) de ponerse los zapatos de los personajes. Creo que he nacido con esa capacidad. Además, siempre he tenido una conciencia muy débil de mi propia identidad, que no me parece interesante. Para quien cuenta historias su propia vida no está en el centro de lo que hace.
-¿De dónde viene la voz de su madre muerta cuando la encuentra en una plaza de Lisboa?
-Es una pregunta que yo me hago a mí mismo porque creo que la voz de mi madre está verdaderamente allí, y cuando escribo. Déjeme decirlo de otra manera. Por lo general me cuesta mucho trabajo escribir, corrijo muchísimo y cambio el orden de las cosas con frecuencia. No soy un escritor espontáneo, aunque pueda parecer lo contrario. La espontaneidad es en mi caso fruto del trabajo. Pero, curiosamente, la presencia de mi madre en Lisboa, lo que decía, era como si me lo estuviera dictando al oído.
-¿Habló lo bastante con sus padres mientras estaban vivos o es este libro una suerte de conversación pendiente?
-Con mi madre hablé de muchos asuntos importantes cuando estaba viva, pero nunca durante mucho tiempo, quizá porque no era necesario. Nos entendíamos sin necesidad de emplear muchas palabras. Estábamos muy unidos. Pero este libro no es una reconstrucción de cosas no dichas, sino más bien una muestra de gratitud por el hecho de que haya existido.
-El libro transcurre en Lisboa, Ginebra, Cracovia, Islington, Le Pont d´ Arc, Madrid, el Szum y el Ching. ¿En qué medida sus recuerdos de esas ciudades y ríos son un mapa del alma?
-No estoy muy seguro en lo que se refiere al alma, pero lo que sí sé es que cuando lo escribí quería abarcar Europa, desde Lisboa a la antigua frontera ucraniana. Abandoné el Reino Unido hace ahora cuarenta y cinco años [N. R.: vive en las montañas, Alta Saboya]. En aquel momento nadie pensaba en Europa como se piensa ahora. Si tenía algún tipo de ambición era la de convertirme en un escritor europeo, por eso Robert Musil es tan importante para mí. Pero fue la vida la que me llevó a esos lugares, no lo hice pensando en el libro.
-Cuando habla de los pintores de la cueva de Pont d´Arc, dice que a veces hacen aflorar las figuras ocultas en la roca. ¿Se puede establecer un paralelismo entre lo que hacían esos artistas anónimos y Miguel Angel cuando extraía sus figuras de la piedra?
-Creo que hay algo de eso, salvo por un detalle importante: en el caso de Miguel Angel su búsqueda y sus hallazgos eran un proceso muy solitario, mientras que los artistas del paleolítico no tenían esa sensación de soledad. Lo que me parece extraordinario es que esa tradición pictórica de las cavernas se mantuvo durante veinte mil años con mínimos cambios estilísticos. Por eso creo que esa dimensión temporal influyó en la sensación de pertenencia y de no sentirse aislados. Pero al mismo tiempo, la forma en que hacían aflorar su imaginación visual y táctil probablemente tiene mucho en común con Miguel Angel.
-¿Por qué sigue sintiéndose tan cerca de Giacometti, de quien vuelve a escribir en Esa belleza?
-Mostró que el arte es un proceso que continuamente está corrigiendo errores, que no es tanto una cuestión de inspiración sino de descartes, y en ese proceso hay una serie de accidentes y una selección que aprovecha lo útil. Es un proceso que tiene sus paradas, o bien porque el papel está exhausto para seguir usándolo, o porque ha surgido una presencia valiosa. Otra razón por la que considero que sigue siendo significativo es porque cuando su nombre se hizo ampliamente conocido por primera vez, tras la Segunda Guerra Mundial, en los cincuenta, todo el mundo lo consideró como un artista existencialista, que reflejaba el sufrimiento, una suerte de agonía. Cuarenta años más tarde, las mismas piezas parecen increíblemente positivas. Es así cómo las obras cambian en la historia, y cómo la historia cambia la percepción que tenemos de ellas. Una de sus delgadísimas figuras de caminantes que en los años cincuenta representaba para algunos a un hombre saliendo de un campo de concentración, ahora se la ve como algo afirmativo. Me parece conmovedor.
-En la época que estamos viviendo, el sentido de la historia parece ausente. ¿Echa de menos un sueño político?
-Mucha gente piensa así. No es mi caso. Todavía creo en la historia y sigo considerándome en gran medida un marxista. Desde un punto de vista histórico, lo que me parece absolutamente meridiano es que el nuevo orden mundial no puede durar, a causa de sus profundas contradicciones internas. Lo que está cobrando fuerza son formas de resistencia y de supervivencia frente a ese mundo unipolar a menudo mucho menos claras de lo que solían ser. Desde la Ilustración, los movimientos que surgían a favor de un mundo mejor siempre se presentaban como un programa, una especie de solución para las injusticias. Fue útil. Ahora la gente tiende a hablar de conquistas, pero aquellos movimientos siempre se correspondían con una visión que estaba basada en el futuro, en una solución. Spinoza, uno de los pensadores favoritos de Marx, decía que cuando nuestras respuestas a la vida son verdaderas y adecuadas, en ese momento palpamos la eternidad. La eternidad no es algo que está esperando por nosotros, no es algo que forme parte del futuro, sino que es algo que experimentamos, que se puede vivir y compartir en este instante. Puede que parezca exagerado -aunque tal vez no del todo- si pensamos en España y en lo que ocurrió en las últimas elecciones, en las que tanta gente votó, dio una respuesta adecuada que procedía de ellos mismos, no de instrucciones. Fue algo compartido por muchos de manera muy profunda. Al margen del resultado, creo que eso que tantos sintieron no puede ser destruido. Por supuesto que esos momentos -porque vivimos en un mundo de heridas y luchas constantes- puede que no vayan a perdurar. Pero que permanezcan no es la cuestión, sino que de alguna manera palpamos algo eterno.
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