domingo, 29 de junio de 2014

AL RESCATE...








Mientras el mundial entra en su fase de definición, el país "real" se encuentra en plena confrontación contra los fondos buitres y -todo tiene que ver con todo- se cumple un nuevo aniversario del asesinato de Kosteki y Santillán, los dos muertos claves de la historia reciente de la nación.
No tengo nada para aportar en relación con los buitres (recomendar la lectura  del libro "Cómo funciona el mundo" de Chomsky es lo mejor que puedo hacer) mas que señalar que los cuerpos de Kosteki y Santillán fueron cuerpos que, antes de muertos, ya habían sido atacados por buitres y que, ya sin vida, ya siendo carroña, todos debimos -debemos- ser capaces de devolverles la forma humana, ser capaces de ver cuál es la mejor manera de despejar el cielo del que ellos no formarán parte, pero nosotros y los que vendrán sí. La condena a los responsables materiales de los asesinatos fue un buen comienzo, pero la cosa no se termina ahí.
¿Puede emocionar una dedicatoria? Puede -y seguramente para eso fue hecha- al destinatario de la misma. ¿Y qué pasa con el lector, ese intruso que se interpone (que es invitado a interponerse también) entre dos afectos que se entrelazan en un par de líneas?
Por lo general, no me detengo en las dedicatorias, no me pongo a pensar en quién será esa persona, qué tipo de relación tiene con el autor del texto, o de qué forma lo afectó al escritor en la producción del mismo. Me detengo, sí, en las dedicatorias ingeniosas, como una de Daniel Guebel, que se lo dedica a la persona "que le contó esta historia". Excelente.
Pero hubo una en particular que me emocionó de imprevisto. Y lo que ocurre  de imprevisto es algo que suele ser genuino, no pautado para un sábado a la noche, con tandas publicitarias en el medio, como pasa en ese programa patético que está los sábados a la noche en la tele.
La dedicatoria en cuestión, entonces, la dedicatoria que me puso incómodo leer rodeado de gente en el colectivo, está en la novela "El director" de Gustavo Ferreyra, que compré el año pasado a muy buen precio y que recomiendo fervorosamente a todo el mundo.
Y dice así:  "a Darío Santillán, el que volvió"





domingo, 22 de junio de 2014

MONSTRUOS CONOCIDOS...








No teniendo más nada para comentar acerca de las actuaciones de Argentina en el mundial (no sólo por la pobreza de las actuaciones sino porque la cara de Sabella antes, durante y después de los partidos hacen que uno ya no quiera pensar en más nada) y procurando simplemente saber la fecha y hora del próximo partido, del mismo modo que los presos -en su imposibilidad de ser libres- sólo atinan a tener presente el horario de su próxima comida o de su próxima salida al patio para recibir una visita. Prefiero, entonces, hablar de un muchacho en el que hacía muchos años no pensaba y que no hubiera pensado de no ser porque un amigo -mientras comíamos el viernes pasado por la noche en un bar desolado en Adrogué- lo recordaba.
El que ven ahí arriba se llama Patricio. Pato. Fuimos compañeros de colegio durante toda la primaria y la secundaria. Estando todavía en primaria -tendríamos unos diez años- una vez trajo al aula algunas historias que había escrito. Recuerdo una en la que todos nos reímos -sobre todo el maestro, que dejó de lado su clase para leerlos a todos la historia- con su final hilarante : un ladrón, que había entrado a robar en una casa, era reducido por una vieja que se defendió exitosamente del intruso...con una tuerca!
Ya en el secundario, Pato se nos reveló como lo que era (¿lo que es?): un verdadero monstruo. Nadie tiene registro de él estudiando. Todos, en cambio, tenemos un registro muy preciso de él como un pequeño barrabrava; un pibe que mientras todos nosotros sufríamos los fines de semana tratando de estudiar para los exámenes de lengua o biología, él estaba en la cancha de Temperley, alentando al celeste. No iba con un primo, un tío o algún otro familiar mayor (como lo era en mi caso en cada domingo que iba a la cancha a ver a Lanús). Él no. Si no tenía con quién, iba solo. Y se fundía con la barra. Se peleaba con los hinchas. Corría de la policía. Tiraba piedras los domingos, para luego ir los lunes a rendir y sacarse 10. Un diez que le importaba muy poco, desde ya. Nada le importaba. Su boletín combinaba las notas más altas con la más alta cantidad de amonestaciones (razón por la cual jamás se lo consideró como posibilidad para llevar la bandera en los actos escolares). Desde ya, que eso tampoco le importaba en lo más mínimo.
Para decirlo de una vez: si Pato fue (¿es?) un monstruo fue porque a la edad en que el interés de los varones pasa por hacer de la apatía generalizada frente a todo el único modelo posible de vida -y la masturbación intensa la única fuente de placer- él, en cambio, "entendió" lo que otros -yo por ejemplo- entendieron de muy grandes: que uno no está en el mundo para encajar en los deseos programados por los otros (los padres, las instituciones), sino que el mundo está presente para encajar en nuestros propios deseos. Pato, fue, no tengo dudas, un nietzscheano muy precoz.
Al día de hoy tengo su imagen corriendo por la avenida con un cartel de Mc Donalds, mientras el empleado de la caja salía desesperado a pedirle que lo devuelva. Minutos antes habíamos organizado una guerra de comida contra otro colegio.
Un amigo me contó que una vez -un sábado por la madrugada- lo vio sentado, solo, tomando un vino en un bar de la estación de Temperley, leyendo un libro de Herman Hesse. Mientras que el resto de nosotros, adolescentes, nos juntábamos en un bar "bien" a tomar algo antes de ir al boliche (en ese momento casi no existía "la previa", del mismo modo que casi no se veían celulares, y si se veían eran los movicom-ladrillo), Pato se iba, solo, a los 16 años, a tomar un vino a un bar de borrachos, mientras leía a Herman Hesse.
Las veces que me tocó ir a algún lugar con él, lo padecí. Nunca fuimos amigos -mi sensibilidad estaba más cerca de la de otros compañeros-  pero teníamos los mismos gustos musicales (ahora que lo pienso, no tengo dudas de que alguno de mis cds de los redondos que actualmente di por perdidos quedaron en su casa), por lo que fuimos a varios recitales con algunos compañeros en común.
Recuerdo especialmente la vez que fuimos a ver a Divididos al Luna Park. Pato y el resto de los chicos venían en el tren desde temperley. Yo subí en escalada. Habíamos quedado en el primer vagón. Subo y me encuentro con una imagen tremenda: Pato estaba en cuero (era pleno invierno), tomando fernet de una botella de plástico cortada. Los otros chicos me miraron como diciendo "ya lo conocemos, es así.", mientras que el resto de los pasajeros miraban horrorizados la situación. Para cuando bajamos del subte, él ya estaba borracho, y no tuvo mejor idea que arrancar un cartel mientras gritaba por Divididos. Recuerdo que una señora me dijo: "por estas cosas es que no queremos a la gente del rock". En el momento traté de disculparme con  la señora (con mi educación de siempre) y ensayé algún tipo de justificación por el accionar de mi compañero, algo tan ridículo como  "discúlpelo, tomó mucho".
Otra situación: cuando íbamos a boliches (especialmente cuando íbamos "al eterno" en adrogué), era frecuente el hecho de volvernos 4 en un mismo remís. Pagaba el último -que siempre era yo, claro- y el resto, a medida que llegaban a sus casas, me iban dando algo de plata. Esa noche Pato había tomado mucho -lo cuál no era ninguna sorpresa, porque, mientras nosotros tomábamos como "chicos", él tomaba como "hombre"- y el remisero, durante el viaje, se burló de él. No sé si se burló de algún comentario, no sé si fue que se burló de lo que dijo o de "cómo" lo dijo (Pato era tartamudo, tal vez porque su cerebro funciona a una velocidad mucho mayor que su lengua), pero lo concreto fue que, al momento de bajar, le dio un portazo terrible al auto. El tipo lo insultó de arriba a abajo y nosotros quedamos dentro, tratando de disculparnos por lo que había hecho nuestro compañero por el tiempo que durara el trayecto hasta nuestras casas, pero sabiendo que -fatalmente- el tipo se iba a cobrar revancha con nosotros a la hora de cobrarnos el viaje. Lo odiábamos cuando nos exponía de esa forma, pero sabíamos que no tenía sentido hablarle al respecto. A lo sumo, había que alejarse.
Terminamos el secundario con una fiesta memorable. Copamos la plaza de Temperley armados hasta los dientes de pirotecnia. Esa noche tuve la impresión -poderosísima- de que la ciudad entera (el mundo tal vez) era nuestro.  Una sola noche en mi vida tuve la sensación con la que, tal vez, Pato se iba a dormir todas las noches.
Nunca más lo volví a ver. Estudió para ingeniero agrónomo en la Uba. Cursaba con un amigo mío, por lo que -en los cumpleaños- siempre le pedíamos a mi amigo que nos contara alguna historia nueva de Pato. Todos queríamos saber si había dejado de hacer "locuras". La respuesta: claro que no. Nos contó mi amigo que una vez, siendo Pato ayudante en una materia, había ido a una fiesta y había tomado tanto que perdió la orientación y no sabía cómo volverse a la casa. ¿qué hizo? lejos de desesperarse (si hay una cualidad que tienen los "monstruos" es que no se desesperan en situaciones en las que cualquier otro lo estaría), se fue a dormir a una plaza. Como si fuera un linyera, se fue a dormir a un banco de plaza, para levantarse al otro día e ir a la facultad a dar clases.
Pato se recibió en el 2005 de ingeniero agrónomo con diploma de honor. Fue becado como investigador para ir a estudiar a la universidad de Nebraska. Se casó hace poco con una italiana y. si no me equivoco, actualmente está trabajando en África donde, según parece, está depositado el futuro de la producción de alimentos destinada a cubrir las necesidades de las futuras generaciones de seres humanos.
Pienso en Pato y pienso en Fogwill, es decir, pienso en los locos, o pienso en los monstruos, o pienso en los genios.
Y  no puedo dejar de pensar que la historia de la humanidad -hoy como ayer- se decide en la lucha que libran los locos contra los hijos de puta y que -en esa guerra-  si tuviéramos que renunciar al mandato nietzscheano y optar por alguno de los bandos, todos nosotros preferiríamos quedar en las manos de un puñado de locos (y rogar que esos locos no devengan hijos de puta). No puedo dejar de pensar, también, que los monstruos son entidades inclasificables, que su condición de monstruos implica -justamente- la fuga a toda forma clasificatoria que pretenda capturarlos. Incluso de la forma clasificatoria que acabo de enunciar.
A nosotros, al resto de los mortales, sólo nos queda desarrollar las propias potencialidades sin dejar de disfrutar -en la medida de lo posible- de esos seres singulares que, muy tempranamente, se descubrieron arrojados al mundo, condenados sólo a su propio vitalismo y  sin nada que los amarre a ningún lado.



































30 AÑOS SIN FOUCAULT...



¿Cuál Foucault?

Por Daniel Link para Soy


A treinta años de la muerte prematura de Foucault (uno de los más graves episodios que habrá que asociar siempre con la epidemia de HIV) corresponde preguntarse qué Foucault recordamos.

No me refiero necesariamente a qué fragmento de pensamiento suyo nos aferramos como a una tabla de flotación en un mar enfurecido, porque para eso habría que responder primero qué relación tenía Foucault con el pensamiento, sino a algo más elemental: qué imagen de Foucault sobrevive en nosotros cada vez que pronunciamos su nombre.

Yo, que no me canso de adherir a su credo, he reivindicado, en varias oportunidades, el Foucault cartógrafo, el que traza mapas estratégicos de investigación, de pensamiento, de escritura: que las traza (que los trazó) quiero decir, para mí, indicándome qué cosas podía yo decir y cuáles no, una vez que me puse a usar esos mapas (por ejemplo: puedo decir matrimonio universal, pero nunca, bajo ningún concepto, “igualitario”).

Me gusta, también, el joven Foucault, que manejaba alocadamente un Jaguar convertible beige por las rutas de Uppsala, donde se había instalado en 1955 como lector de francés por recomendación de Georges Dumézil, uno de sus queridos maestros.

Me fascina el Foucault revoltoso, que, vuelto de Túnez, se puso al frente de la reforma universitaria en Vincennes a partir de diciembre de 1968, pese a las reticencias que siempre sostuvo en relación con el mayo francés (“Lo que vi en Francia en 1968-1969 es exactamente lo contrario de lo que me había interesado en Túnez en marzo de 1968”): la invención filósofica, en esos dos años intensos, pasó no sólo por la forma-libro sino también, y sobre todo, por la forma-institución.

Admiro (y me da miedo) el Foucault polemista, el calvo (cabeza rasurada) de mirada maquiavélica y risa burlona capaz de destruir a cualquier adversario sin perder la elegancia, subrayando apenas los errores de argumentación del otro y repitiendo “yo no dije eso”.

Me dejo llevar por las ensoñaciones y los chismes hacia el Foucault carioca (o bahiano), disfrazado de Carmen Miranda y me doy cuenta de que las imágenes de Foucault que voy enhebrando no se corresponden propiamente con una “personalidad” o con un “cáracter”, por supuesto, tampoco con ninguna “identidad”, sino con poses y maneras de relacionarse con el mundo: suturas.

Hay una cicatriz provocada por la ausencia de un personaje (conceptual) amado y uno recurre a la propia memoria, pero también al propio deseo, para sostener ciertas imágenes como una forma de sobrevida austera, liminar, acaso fantasmática, pero con una potencia de futuro similar a la que se deduce de lo que Foucault escribió, de lo que hizo al escribir, de su risa, de su preocupación por el propio presente y el modo de relacionarse con él.

“Mi Foucault” es un rompecabezas mal armado que nunca entregará una imagen definitiva, completa y plana: es más bien un boceto que se pierde en un pliegue corporal. Ése es el Foucault que yo abrazaría, si pudiera. Contra el mandato arrogante del “yo soy y ésta es mi verdad” prefiero el “existo en este cuerpo que no sé qué es, ni a quién pertenece, ni por cuánto tiempo; existo en relación con tales reglas (que no son proposiciones de verdad, sino indicadores de direccionalidad, forma de vida)”.

Se puede pensar el presente y el mundo de cualquier manera, pero no se puede amar el presente y el mundo sino foucaultianamente.

miércoles, 18 de junio de 2014

QUERIENDO DESPERTAR...





España afuera. Primer gran sorpresa que -inevitable- se deriva de otra: lo bien que juega Chile. Sorpresa, también, fue lo nuestro. Porque si bien es cierto que nuestra delantera es considerada la mas temible de todas, la defensa -muy por el contrario- no es, ni por asomo, de una jerarquía similar. Desde el vamos: haciendo la excepción de Zabaleta,  nadie sabe dónde juegan esos muchachos. Eso fastidia. Y mucho más me fastidió enterarme -el día anterior- que el técnico iba a poner no cuatro, sino cinco (¡5!) defensores-fantasmas. Y para jugar contra...Bosnia!
En casa de mis primos,  empecé a ver el partido con los nervios de siempre pero con ese plus de fastidio que, con el correr de los minutos, se fue transformando en odio, en un irrefrenable deseo de destrucción total de todo lo viviente. No vi todos -hay que ser un tanto enfermo para hacerlo- pero sí muchos de los encuentros que se vienen disputando en este mundial. Y puedo decir que no vi un sólo equipo, más allá de la jerarquía de sus jugadores, que jugara con la lentitud y la apatía desesperante que mostró nuestra selección. De no ser que jugaba Argentina, le hubiera dicho a mis primos de ver una película (algo que no hubiera sugerido en los otros partidos que pude ver).
Curioso lo que pasa con este equipo: estando integrado por jugadores que juegan -y son figuras- en las mejores ligas de Europa (España, Italia, Francia e Inglaterra); es decir ligas que se caracterizan por combinar  dinamismo con precisión técnica, al juntarse bajo la camiseta celeste y blanca parecen disolver esos atributos que tanto explotan en sus respectivos equipos europeos para adquirir una identidad colectiva: la del fútbol argentino que no pudo ponerse al nivel que demanda la competición internacional.
Puede sonar un poco apresurado todo esto. Tal vez lo sea. No digo que no se pueda mejorar; lo que preocupa es lo mucho que hay que mejorar y el nulo tiempo que hay para ello. Los nervios del debut pueden justificar 10 minutos malos, 15, media hora como mucho; no un partido entero.
Ojalá entonces, que en este mundial pase al revés de otros; que empezamos con pocas expectativas y que -después- la ilusión se encendió.



sábado, 14 de junio de 2014

SOCIEDADES COMERCIALES...






"Su comercio amigo" por Martín Kohan para Perfil.


He sabido que, en Bogotá, no pocos negocios ofrecen a sus clientes, apoyado sobre el mostrador o clavado en alguna pared, un letrero que reza así: “Si no le entregamos la factura, su pedido será gratis”. El texto tiene su interés porque, dirigido en apariencia al comprador, no lanza en verdad su advertencia a otro que al despachante. Es inusual que un giro así se ensaye en la comunicación en una circunstancia tan práctica, más proclive a lo directo.
Ese mismo afán, entre nosotros, cobra en cambio, por lo general, un carácter de deber cívico o conciencia cívica. Deber cívico: “cumpla y haga cumplir”. Conciencia cívica: el de asumir que la salud pública, la educación pública, los servicios públicos en general, se nutren del pago de impuestos. Los bogotanos siguen, según parece, un camino distinto, menos apegado a la aplicación inducida de principios rectores, y más próximo en todo caso a la fuerza espontánea de las propias conveniencias. Si entre factura y gratis el consumidor puede llegar a optar por gratis, entonces el vendedor no hará sino entregar factura.
Presumo que, de esta manera, están siguiendo lo que Albert Hirschman plantea en Las pasiones y los intereses: la idea de que el progreso de las sociedades capitalistas pueda responder, no a la capacidad de contención y aplicación, no a las abstenciones y los rigores señalados por una determinada ética, según sabidamente argumentara Max Weber, sino a la persecución de los propios intereses, asumidos con la potencia que sirve para contrarrestar los perjuicios de las malas pasiones.
Me ha llamado la atención el modo en que reaccionan aquellos de nuestros comerciantes que, por costumbre, suelen ejecutar sus cobros y luego no suministran la correspondiente factura. Si uno la reclama, lo aceptan de muy buen grado, como diciendo: “¡Qué buena idea!” (si se trata de la moza moderna de algún bar, lo que nos dice es: “¡Dale!”, igual que cuando efectuamos el pedido). Se diría que hasta se sorprenden de que, siendo tan buena la idea, no se les haya ocurrido antes a ellos mismos. Pero no: no se les ha ocurrido antes. Ni tampoco se les ocurrirá después.
Obrarán del mismo modo en la siguiente ocasión, harán lo mismo con el próximo cliente. Lo harán oblar ese porcentaje que ellos deben a su vez derivar a las arcas públicas, pero en lugar de eso, se lo quedarán.
Según parece, unos cuantos de los que así actúan alegan, y con enojo, que mucho más roban “los de arriba”. De eso, según creo, no cabe ninguna duda. No es tan claro, sin embargo, el motivo por el cual el hecho de que “arriba” roben “mucho” facultaría a que aquí, “abajo”, se robe para el caso “un poco”. Porque entonces lo menos que se puede suponer es que, si estos de abajo no roban más, si roban poco y no mucho, es sólo porque no están arriba. Ya que si eso que les queda al alcance se lo agarran indebidamente, ¿por qué hemos de presumir que habrían de enderezar su conducta si a su alcance hubiera fortunas? ¿Y el límite exacto cuál sería, llegado el caso? ¿A partir de qué monto cambiarían su tesitura y accederían a volverse honestos?
Yo converso a menudo con los comerciantes que me tocan en suerte (dueños de bar, despachantes de nafta, etc.), un poco para ser cordial, otro poco porque la soledad me asfixia. Me muestro receptivo con sus quejas contra “los de arriba”, espejo invertido de Mariano Azuela, y espero la ocasión, que hasta ahora no se me ha presentado, de comentarles aquella consigna (“¡Arriba los de abajo!”) que tantas banderas engalanó. Me intereso, y con sinceridad, por conocer sus criterios de voto; y me encuentro no pocas veces (y esto por no decir casi todas) con que a lo largo de sus vidas han dispensado sus sucesivos sufragios a una de las dos fuerzas políticas que históricamente nos gobiernan: las que siempre han estado “arriba”. ¿No es extraño ese comportamiento? Despotrican contra los que están arriba, pero son ellos los que los ponen ahí. Quizás lo toman como una fatalidad, un destino o un hecho meteorológico: nada que esté a su alcance modificar. La alternancia de radicalismo y peronismo se sucede ante sus ojos, sobre el cielo figurado de la patria, como el día y la noche se suceden sobre el cielo de verdad.

jueves, 12 de junio de 2014

ELLA...(¿NOSOTROS?)






Veo "Her" de Spike Jonze y quedo impresionado. Pocas veces me pasó terminar de ver una película y tener ganas de salir corriendo a la calle a parar el tránsito. No porque no haya visto películas que me volaran la cabeza (este blog dio cuenta más de una vez de ello) sino porque pocas veces vi películas que marcaran tan certeramente la problemática que está empezando a jaquear los tiempos que corren.  "Her" no está hecha sólo para mí; sino que está hecha para todos. De ahí mi desesperación porque todos la vean. Nos afecta muy hondamente, ahora, ya; Ciudadanos del siglo XXI, con el corazón de rodillas a las nuevas formas de comunicación, vean con urgencia esta joyita. Y vuelvan a verla (cosa que todavía no hice), y otra vez...
Porque "ella" es una voz sin cuerpo. Porque "ella" plantea en forma radical aquello aquella idea aterradora con la que desperté una mañana (con la que, tal vez, Ray Bradbury se acostó una noche hace medio siglo): que los aparatos ya no sirven como puente entre dos personas, entre dos subjetividades, sino que conectan a una sola persona con el propio aparato. Lo cual genera un problema, porque el aparato -al carecer de subjetividad- no hace sino devolver al otro una imagen deformada de sí mismo. No hay otro; hay uno solo, sólo uno intentado ver a un otro, pero poniendo en el lugar de ese otro un objeto que termina actuando como un espejo astillado. Nos buscamos ver a través de ese espejo roto, buscamos un otro allí. La locura no es sólo la ausencia de obra como sostiene Foucault, es también -y fundamentalmente- la ausencia del otro.
Theodore, el personaje de la película (una vez mas impecable Joaquin Phoenix) se enamora de un sistema operativo. "Duerme" con ella. (¿pero acaso nuestras amigas de más de treinta, sin novio a la vista, no comparten la cama con su celular?)
La película tiene escenas y diálogos propios de la  inteligencia de alguien que fuera capaz de un guión como el de "Quieres ser John Malkovich?"), y al terminar de verla, nos sentimos completamente desnudos.
¿Qué es un vínculo? ¿Cómo se construye? ¿Quién es el otro? ¿Porqué el amor, necesariamente, obligatoriamente, implica algún tipo de posesión (algún tipo de tenencia) y -ante la posibilidad de despojo- un brutal sentimiento de tragedia? Estos y otros interrogantes (los mismos interrogantes de siempre, seguramente) son formulados en la película con una agudeza de la que pocos son capaces. Y todo en el marco de las tecnologías del hoy, claro. Allí la riqueza del film; preguntar por los vínculos (sobre su construcción, sobre su carácter constitutivo de identidades, sobre el terror a no poder apropiarse del otro) cuando las redes sociales parecen hacer naufragar a quien se interne mucho tiempo en su aguas. En tiempos, entonces, en los que las aguas pueden ahogar la propia subjetividad, o dejarla sola, muy sola flotando...en medio de un hermoso mar.


Experiencia personal reciente: después de años de resistencia, acepto abrirme una cuenta de Facebook. ¿La razón? Bien de Dolina: por una mujer obvio. Agrego a mis amigos de siempre, que -de inmediato- suben los típicos comentarios: "se viene el fin del mundo", "surrealismo puro verte por acá", etc, etc.
¿Mis primeras reacciones al meterme en ese mundo? Una no me tomó por sorpresa; es un mundo que no está para compartir ideas, sino fotos, videos y comentarios que acompañan a esas fotos y videos. Ninguna novedad hasta ahí. Lo que no sabía era la impresión que me iba a provocar  ver semejante  catarata de fotos y videos de las personas; genera la sensación de que uno, que jamás participó de ese mundo, estuvo muerto en vida. Que no hizo absolutamente nada con su existencia: angustia total.


Fue la angustia que me tomó por asalto al visitar el facebook de la dama en cuestión; lo primero que compruebo es que tiene novio. (Un "no me gusta" ahí); lo segundo es esto que señalaba recién; ella fue chica (hay fotos con sus amigos de la infancia en la que no tienen más de 10 años), ella fue a la universidad, ella va a fiestas donde -su cara no deja lugar a dudas- la pasa bárbaro, ella tiene una abuela que cocina unas tortas muy ricas, ella estuvo en parís, ella estudia teatro, ella toma mate con el novio en el jardín, ella, ella, ella...y yo? a juzgar por este programa, yo estuve muerto toda la vida. No tengo cómo probar lo contrario. Ninguna prueba documental respalda mi ciclo vital. Un "no me gusta" a mí mismo.




El Facebook es, todo lo indica, la nueva casa del ser, ante lo cual vale decir que Heiddegger no creo que hubiera aceptado nuestra solicitud de amistad. Una casa que debe ser remodelada constantemente (mucho más que nuestra casa real). Actualizada para no morir.
Si una frase que quedó en la historia fue "es la economía, estúpido!", viendo "her", podemos decir "es la tecnología, estúpido!


Vean Her. Y vean "el misterio de la felicidad". Sí, aunque actúe Francella.
















miércoles, 11 de junio de 2014

CLASES...



 

El siglo XX, según el filósofo Alain Badiou, comienza con la guerra mundial de 1914-1918 (que incluye la revolución de octubre de 1917) y termina con el derrumbe de la U.R.S.S y el final de la guerra fría. Se articula en torno a dos guerras mundiales, por un lado, y al origen, despliegue y posterior hundimiento de la llamada empresa comunista como empresa planetaria, por el otro.
El siglo es un siglo maldito: para pensarlo, los principales parámetros son los campos de exterminio, las cámaras de gas, las masacres, la tortura, el crimen estatal organizado. Es el siglo en que el hombre se obsesiona con la idea de crear “el hombre nuevo”
Ese deseo, esta idea de refundación, fue una respuesta posible ante el horror. Walter Benjamin, en su texto “Experiencia y pobreza”, señala que, entre los años 1914 y 1918, “ha tenido lugar una de las experiencias más atroces de la historia universal. Entonces se pudo constatar que las gentes volvían mudas del campo de batalla. No enriquecidas, sino más pobres en cuanto a experiencia comunicable.” Según Benjamin, la pobreza de nuestra experiencia no es sólo pobre en experiencias privadas, sino en las de la humanidad en general. Se trata de una especie de nueva barbarie. Barbarie que, según Benjamin, vive en las edificaciones, en las imágenes, y en las historias a las que la humanidad se debe preparar para sobrevivir. Sobrevivir a la propia cultura. De eso se trata.
Agamben, por su parte, plantea que lo característico de un tiempo tal, de nuestro tiempo, es que en un determinado momento todos los pueblos y hombres de la tierra se han descubierto en situación de resto.
El advenimiento de la modernidad implicó, de acuerdo con Agamben,  una escisión entre la nuda-vida (propiedad última y opaca de la soberanía individual) y las múltiples formas de vida abstractamente cristalizadas en identidades jurídico-sociales.
La política devino bio-política. Y la vida se convierte en resistencia al poder cuando el poder asume como objeto la vida. Sólo a través de la potencia del pensamiento una forma de vida deviene forma-de-vida (como es el caso en la escritura de Kafka)
Entre las formas de resistencia; aparecen tanto la “locura” (Artaud) como la “extenuación” (Kafka).
Con respecto a la locura, Foucault la reconoce como reserva de sentido, como resistencia al discurso dominante de la época que la clasifica como tal.  En su texto “La vida de los hombres infames”, el filósofo señala que los procesos de la medicina bien podrán hacer desaparecer la enfermedad de la lepra o de la tuberculosis, pero permanecerá una cosa, que es la relación del hombre con sus fantasmas, con su imposible, con su dolor sin cuerpo. Allí aparece la cercanía entre locura y literatura, entre locura y experiencia de vida.
Antonin Artaud, en su texto “Para acabar con el juicio de Dios” advierte que  “es preciso reemplazar la naturaleza por todos los medios posibles de actividad y en todas partes donde pueda ser reemplazada”. Para Artaud,  el mundo aún no está constituido, el mundo sólo tiene una pequeña idea del mundo y quiere conservarla eternamente. Y eso proviene, según el poeta, de que el hombre, un buen día, detuvo la idea de mundo.  Detener la idea de mundo tiene que ver, justamente, con separar con claridad las prácticas y los discursos entre racionales e irracionales; categorizar la locura y, con ello, cristalizar el sentido y las posibilidades de lo viviente.
En esa misma dirección, sostiene Artaud en “El teatro de la crueldad”: “frente a la idea de un universo preestablecido, el hombre hasta ahora nunca logró establecer su superioridad sobre los dominios de la posibilidad”. Nace así un arte del lenguaje cuya tarea consiste en hacer aflorar lo que no ha podido o no debía salir a la luz. La locura aparece, entonces, como aquello que “no se debe decir.”
Por otro lado, pensando la resistencia en términos de extenuación, en sus diarios, Kafka escribe: “es totalmente cierto que escribo porque estoy desesperado a causa de mi cuerpo y del futuro con este cuerpo”.  La escritura, en
Kafka, aparece como una forma de liberar al cuerpo. Y liberar el cuerpo no es otra cosa que hacer una experiencia. Para hacer su experiencia –y de esa forma resistir a la captura y disciplinamiento propio del orden social- debe esforzarse. Extenuarse: “no dejaré que me domine el cansancio. Me lanzaré de un salto a mi narración corta, aunque me despedace la cara.” En esta última cita se ve claramente la problemática que plantea Badiou como central en el siglo: el conflicto entre vitalismo y voluntarismo. Como bien sostiene el filósofo francés, la cuestión, sin duda, es la relación entre vida y voluntad, que está en el centro del pensamiento de Nietzsche.
Leemos en el diario de 1913. 21 de Agosto: “Mi empleo me resulta insoportable, porque contradice mi único anhelo y mi única profesión, que es la literatura. Puesto que no soy otra cosa que literatura, y no puedo ni quiero ser otra cosa, mi empleo no podrá nunca atraerme, pudiendo en cambio destrozarme totalmente.”
La literatura de Kafka, su rasgo singular, es que se inscribe –de acuerdo con el texto de Deleuze y Guattari- en el marco de las llamadas literaturas menores. Es la literatura que produce una solidaridad activa, a pesar del esceptismo; y si el escritor está al margen o separado de su frágil comunidad, esta misma situación lo coloca aún más en la posibilidad  de expresar otra comunidad potencial, de forjar los medios de otra conciencia y de otra sensibilidad. Es decir, nuevas potencias, nuevas formas-de-vida. La imposibilidad de escribir en otro idioma que no sea el alemán es para los judíos de Praga el sentimiento de una distancia irreductible con la territorialidad primitiva checa. Al respecto, Kafka escribe: “sólo habría que fijar definitivamente la conciencia de uno mismo mediante la literatura, cuando esto pudiera hacerse con la mayor integridad hasta las últimas consecuencias accesorias, así como con entera veracidad. Porque, de no ocurrir así –y de todos modos no soy capaz de ello- lo escrito sustituye entonces, por propio deseo y con la prepotencia de lo fijado, a lo que se siente de un modo general y lo hace únicamente de manera que le auténtico sentimiento desaparece, y uno reconoce demasiado tarde la futilidad de lo anotado
Siguiendo a Deleuze y Guattari, cuando Kafka señala, entre los fines de una literatura menor, “el ennoblecimiento y la posibilidad de debate de la oposición entre padres e hijos, no se trata de un fantasma edípico, sino de un programa político”.
Programa político:  sólo si se toma conciencia de no ser sólo acto, sino, fundamentalmente, potencia, una forma de vida puede devenir forma-de-vida, de la que no es nunca posible aislar algo así como una nuda-vida(Agamben).


Artaud plantea su “Teatro de la crueldad” como la afirmación de una terrible y   por otro lado  ineluctable necesidad: “para existir, basta con dejarse llevar a ser, pero para vivir, hay que ser alguien, para ser alguien hay que tener un HUESO, no tener miedo de mostrar el hueso y de perder la carne al pasar”. Según afirman Deleuze y Guattari en su texto “¿Cómo hacerse un cuerpo sin órganos? el enemigo del cuerpo sin órganos no son los órganos, sino el organismo. El cuerpo sin órganos está hecho de tal forma que sólo puede ser ocupado por intensidades; sólo las intensidades pasan y circulan. De esta manera, se revela como lo que es: conexión de deseos, conjunción de flujos, potencias.
El cuerpo humano es una pila eléctrica cuyas descargas han castrado y reprimido” dice el poeta. De allí que, como forma de resistencia, Artaud plantee una ética de la transgresión. Nos convoca a hacer bailar finalmente la anatomía humana, de arriba abajo y de abajo arriba, de atrás hacia adelante y de adelante hacia atrás, pero mucho más de atrás hacia atrás, por otras parte, que de atrás hacia adelante. De lo que se trata, justamente, es de la liberación del cuerpo. No ya por medio de la escritura (la extenuación en la escritura kafkiana) sino a través de la desorganización de los órganos que lo componen. En ese punto –y volviendo al texto de Deleuze y Guattai- es necesario señalar que existe un combate permanente entre el plan de consistencia que libera al cuerpo sin órganos, que atraviesa y deshace todos los estratos y las superficies de estratificación que lo bloquean o lo repliegan. El campo de inmanencia o plan de consistencia del cuerpo sin órganos debe ser construido, por diversos tipos de agenciamientos. Se construyen fragmento a fragmento. Cada cuerpo sin órganos está hecho de mesetas, que se comunican con otra formando el plan de consistencia.  Éste último tiene que ver con la desarticulación de los estratos. Deshacer el organismo no supone matarse, abrir el cuerpo a conexiones que suponen todo un agenciamiento, circuitos, niveles y umbrales. Para ello se debe construir pequeñas dosis de subjetividad (en forma violenta puede producir la muerte). No se debe precipitar los estratos a un derrumbe suicida.


En el texto “El teatro de la crueldad y la clausura de la representación, Jacques Derrida observa que, para Artaud,  la teatralidad tiene que atravesar y restaurar de parte a parte la existencia y la carne. Sin duda, el renacer pasa –Artaud lo recuerda frecuentemente- por una especie de reeducación de los órganos. Se trata, ante todo, de no morir al morir, de no dejarse despojar, entonces, de la vida por el dios ladrón: “¿Quién soy? ¿De dónde vengo? Soy Antonin Artaud y si lo digo como sé decirlo inmediatamente verán mi cuerpo actual estallar en pedazos y reunirse en diez mil aspectos en un cuerpo, en el que no podrán olvidarme nunca más.”
Su necesidad ineluctable actúa como una fuerza permanente. La crueldad está actuando continuamente.  El teatro tiene que igualarse a la vida, no a la vida individual, a ese aspecto individual de la vida en el que triunfan los caracteres, sino a una especie de vida liberada, que barre la individualidad humana y donde el hombre es sólo un reflejo.
Se trata de un teatro que expulsa a Dios de la escena. Es la práctica teatral de la crueldad la que, en su acto y en su estructura, habita o más bien produce un espacio no-teológico.
En ese marco, la palabra y la escritura sólo pueden funcionar volviéndose a hacer gestos: “la intención lógica y discursiva quedará reducida o subordinada, esa intención por la que la palabra asegura ordinariamente su transparencia racional y sutiliza su propio cuerpo en dirección del sentido, deja a éste extrañamente que se recubra mediante aquello mismo que lo constituye diafanidad”. En el análisis de Derrida, al desconstituir lo diáfano, queda al desnudo la carne de la palabra, su sonoridad, su entonación, su intensidad, el grito que la articulación de la lengua y de la lógica no ha enfriado todavía, lo que queda de gesto oprimido en toda palabra, ese movimiento único e insustituible que la generalidad del concepto y de la repetición no han dejado de rechazar jamás.
El teatro de la crueldad –esa ética da la transgresión- no será, para Artaud, un teatro del inconsciente. Casi lo contrario. La crueldad –como bien señala Derrida- es la conciencia, la lucidez expuesta: “no hay crueldad sin conciencia, sin una especie de conciencia aplicada”.
El ser es, entonces, el que debe recurrir a la crueldad para no dejarse despojar por el dios ladrón. El ser es la forma bajo la cual la diversidad infinita de las formas y de las fuerzas de vida y de muerte pueden mezclarse y repetirse en la palabra indefinidamente.
Pensar la clausura de la representación es, entonces, pensar la potencia cruel de muerte y de juego que permite a la presencia nacer a sí misma, gozar de sí mediante la representación en que aquella se sustrae en su diferencia. Pensar la clausura de la representación es pensar lo trágico: no como representación del destino sino como destino de la representación, porque –justamente- el teatro de la crueldad no es una representación; es la vida misma en lo que ésta tiene de irrepresentable.
En el cuento “Una luz en la ventana”, de Truman Capote, la ética de la transgresión aparece en la figura de la mujer que vive en el bosque, apartada de la ciudad. Si hay transgresión en ese personaje –como lo hay en Artaud- es porque la anciana no representa ningún  modelo (ninguna forma de vida) que no sea el propio. Si la guerra y la institución psiquiátrica funcionan, en Artaud, como las contingencias necesarias que hacen posible  su articulación poética de la transgresión a través de la desorganización del cuerpo; en el caso del cuento de Capote, es un accidente automovilístico la contingencia que pone al narrador frente a la posibilidad de una nueva forma-de-vida (la que encarna la anciana que le da hospedaje en su casa luego de haber sufrido el accidente). La literatura –en el relato- aparece como nexo entre dos subjetividades que se encuentran en la noche para distanciarse con la llegada del nuevo día. Es el visitante quien se marcha por la mañana, para volver a la ciudad, caminando bajo un cielo gris, pero alumbrado por la locura de la mujer. La crueldad, en la mujer (que conserva a sus gatos congelados) está en relación directa con aquello que señala Derrida en relación a Artaud, que es el ser el que debe recurrir a la crueldad para no dejarse despojar por el “dios ladrón” (los dispositivos culturales que devoran la subjetividad) y que no hay crueldad sin conciencia, sin una especie de conciencia aplicada (“supongo que pensará que estoy un poco loca”) La locura, entonces, está ahí, del otro lado de la ventana, actuando como una lámpara; de este lado del vidrio se la puede ver y se puede apreciar su luz, pero aproximarse y tocarla puede generar terror. El narrador del cuento, tal vez, se acercó demasiado a la lámpara, por lo que vuelve a la ciudad llevando consigo un interrogante crucial: ¿qué hacer con esa luz y el terror que viene detrás?