jueves, 30 de junio de 2011

LOS LIBROS...





En el nombre del Padre
Por Daniel Link para Perfil Cultura


Es 1999 y el escritor me abre la puerta y me conduce a una sala destemplada de una vieja casona arruinada de Olivos. Todavía no lo sé, pero será el primer suicida que yo conozca en mi vida. Como no tengo estructura depresiva, y la melancolía con la que cargo se me tranquiliza al trabajar, nunca pude entender demasiado ese arrojo. Creo que alguna vez leí que hay sólo dos cosas que prohíben todas las culturas: el incesto y el suicidio. Después leí, en Benjamin, que el suicida es un héroe de la modernidad. Pero nunca consideré interesante ese consuelo.

Charlando con él, me doy cuenta de que tiene ideas raras, interesantes, que sabe que tenía que hacer algo más que pasar por escrito su peripecia familiar para poder sobrevivir a esa pesadilla (y sobre todo: a la pesadilla de un padre-escritor-maldito). Se queja de la plata que no tiene y yo, que siempre fui pobre, detesto ese tipo de quejas.

Nunca tuve demasiada paciencia con la gente con problemas, pero en su caso yo no me doy cuenta de que los tiene, y tan graves, aunque más de una vez me dice: “estoy enfermo, no tengo tiempo”. Para mí es sólo un apellido que evoca mi infancia cordobesa. Jorge Barón Biza (1942-2001) va a matarse y yo todavía no lo sé cuando lo conozco.

Como su novela, El desierto y su semilla (1998), me había gustado mucho (es una de las mejores novelas de los últimos veinte años, sin duda alguna), hago de su promoción una causa: le digo que ya va a ver, con el tiempo... Pero él no tiene tiempo y, como ha frecuentado casinos y ha usado tuxedos blancos, tiene una versión apocalíptica del éxito (a todo o nada: folies bergere, riviera francesa). Habría querido ser best-seller, ganar grandes premios literarios (que le negaron varias veces) y no compartir el destino de los escritores de provincia (Antonio Di Benedetto es su fantasma).

Le dedico un texto que dará la vuelta al mundo, “Un Edipo demasiado grande” (el título es impresionante, pero no es mío, sino de Deleuze): es faja de la edición española de El desierto y su semilla (ediciones 451, 2007), está traducido al italiano como “Un Edipo troppo grande” por Caminito editrice (Firenze: octubre de 2005) y como “Un Œdipe trop complexe” por Attila (París: junio de 2011, edición de homenaje a diez años de su muerte).

Cada vez que me pongo a corregir ese texto, me da pena y fastidio que él no esté acá para disfrutar de sus traducciones (igualmente, seguiría siendo pobre, porque lo publican editoriales chicas, de “buen gusto”). Y pienso, con felicidad, que soy capaz de inventar momentos de la literatura argentina y que él es mi creación más lograda. Por supuesto, me engaño (Sylvia Saítta es tanto más responsable que yo de ese “invento”).

No sé si él se daba cuenta de la importancia de su libro pero para mí es de una intensidad y una perfección rayana en lo inconcebible. Creo que el mayor mérito del libro es la relación con su vida: el modo (desconocido hasta entonces entre nosotros, tan tímidos, tan timoratos) en que se jugó la vida en esas páginas.

Tenía algo de la generación del ochenta (Wilde o uno de esos taraditos, pero de provincia, muy de provincia; casi nadie sabe lo que eso significa, el peso que implica), mezclado con algo del malditismo que le venía de su padre, Raúl Baron Biza, famoso porque le desfiguró la cara con ácido a su mujer, la madre de Jorge, porque se suicidó sin ninguna consideración hacia sus hijos y, también, porque dio a la literatura argentina alguna de sus textos más raros, que combinan el rencor y la potencia imaginativa de Roberto Arlt con una prosa que no tiene nada que envidiarle a la de Horacio Güiraldes.

Antes de conocer a Jorge yo no había leído nada de Raúl, y si después me entretuve con sus textos afiebrados, excesivos, totalmente fuera de los registros más transitados de la literatura argentina, fue para entender mejor su vida y su obra (quiero decir: el paso de vida que es su obra, El desierto y su semilla, esa novela fulgurante que he decidido acompañar hasta el fin de los tiempos).

¿Por qué no se leen las maquinaciones literarias de Barón Biza padre (hay un “grupo de restauradores” que se empecina en rescatar sus libros y fragmentos del olvido, y Christian Ferrer es el único que, desde fuera de la institución literaria, ha examinado su obra con atención: Barón Biza, el inmoralista)?

Por supuesto, es difícil sostener su perspectiva de que las mujeres son sólo “hembras” cuya única virtud es servir de receptáculo seminal (perspectiva totalmente literaria y que no hay que confundir con una ideología de la persona). Su decadentismo y su coqueteo con la inmoralidad son ciertamente cansadores. Pero las mismas objeciones podrían oponerse a las páginas atrabiliarias de Roberto Arlt (que, encima, están peor escritas).

Y si los textos de Manuel Gálvez siguen siendo objeto de la curiosidad académica, sino por otra razón, al menos porque en su momento fueron muy leídos, El derecho de matar, que pasó de vender 5.000 ejemplares en 1933 a vender 50.000 en 1935 (y que en 1936 sufrió una adaptación teatral), merecería la misma consideración. El texto, además, tuvo la dicha de escandalizar a los moralistas de su tiempo y contra él se levantó proceso por obscenidad.

Se dirá que nada de eso importa al juicio estético y que la novela es radicalmente mala, pobre en su anécdota, demasiado chillona. ¿Pero no es acaso la “literatura mala” la que mejor deja leer las tensiones de su tiempo (precisamente porque no puede trasladarlas a un plano de composición que distorsione su sentido)? Todo lo que escribió Barón Biza padre es de ese tenor y más: sus dedicatorias son excesivas: a Dios mismo, cuando no al Papa, como si quisiera ocupar (la soberbia de su empeño no puede ser negada por nadie) el lugar de un Anticristo y no el de un hijo descarriado de la aristocracia provinciana de la que provenía.

De los muchos libros que anunció que publicaría, muchos se han perdido (se sospecha que los quemó antes de suicidarse): Lepra, Gusanos. Pero otros están allí, a la espera de alguien que los sustraiga del archivo polvoriento: Risas, lágrimas y sedas (1924), Por qué me hice revolucionario (1933-1934), Punto final (1941).

Si antes podía dudarse sobre los fundamentos de una empresa semejante, hoy ya no quedan dudas. La experiencia que llamamos El desierto y su semilla necesita de esa restitución, que pondrá en su justa perspectiva su radicalidad: “un Edipo demasiado grande”. No es que Jorge Barón Biza haya luchado contra su padre, sino que escribió el texto que él no pudo y, al hacerlo, diseñó un programa de lectura para las generaciones futuras.

El canon argentino, ya artrítico bajo el peso de la medianía pequeñoburguesa de Borges, Cortázar y sus sucesores, todavía no ha aprendido a leer esas otras lenguas que vienen de las clases muertas, de los bordes exteriores de la civilización (es decir, de la moda), del más allá de un laicismo de manual escolar, y sobre todo, desde el fondo oscurísimo de las mitologías de provincia. Eso, nada menos, quiere decir El desierto y su semilla, en las lenguas fronterizas en las que está escrita: que llueva, aunque sean lágrimas de desesperación, sobre el páramo de la literatura, para que algo nuevo germine.

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