Una delivery de incongruencias al servicio de la dama que cuelga del hombro de la cartera o de la billetera en la que duerme, junto a roca y belgrano prensados, el caballero suburbano.
domingo, 26 de junio de 2011
A 20 AÑOS LUZ...
1991 fue, sin dudas, el año de los grandes discos de rock tanto en la esfera nacional como internacional.
En ese momento tenía nueve años, estaba en la primaria, y estaba aún lejos de vincularme a estas (y otras) grandes obras del principios de los noventa.
Tal cosa recién sucedió algún tiempo después (en mis primeros años de secundaria).
Recuerdo la fascinaciòn, a mis doce años, de Nirvana. Kurt Cobain era, en ese momento, un cuerpo (y un alma fundamentalmente) que -siguiendo la frase del Neil Young que el mismo Kurt cita en su carta de despedida- que acababa de arder por completo, para dar lugar a al nacimiento de la última gran leyenda del rock.
Su muerte puso en escena -en pantalla- una y otra vez aquella canción que rezaba: "me siento estúpido y contagioso". No era otra que la inmortal "Smells like teen spirit". Esa fue, como para gran parte de los adolescentes de la generación "Y", mi entrada al rock.
Casi en forma paralela, cae en mis manos el casete de un grupo nacional llamado Patricio Rey y Sus Redonditos de Ricota, titulado "La Mosca y la Sopa". Ese disco, al dìa de hoy, sigue teniendo canciones de las màs brillantes del rock nacional. "Salando las heridas" sigue, siendo, veinte años después, una de las canciones que me llevaría a la luna.
De ese mismo año es, también, el album negro de Metallica. Can canciones de una potencia impresionante (Enter Sadman, The unforgiven) y una, especialmente, de una belleza sublime: Nothing else matters.
A los 15, por medio de un compañero de secundario, di con la banda que, a la fecha, sigue siendo mi principal fuente emotiva: Pearl Jam.
Ten, su disco inaugural, con Jeremy, Alive y Black a la cabeza, no es otra cosa que un refugio personal. Uno puede disolverse en el paisaje que se construye a través del sonido que emana del disco. La voz de Vedder es lo màs parecido a un abrazo sostenido en el tiempo.
La lectura, en esos tiempos del secundario, era algo obligatorio. El placer, entonces, venìa del cine yanqui, del fùtbol, y, principalmente, de los discos que corrìa, extasiado con mi billete de veinte pesos, a comprar al Musimundo que anduviera dando vueltas por ahì.
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