ENTREVISTA A MAURICIO KARTUN POR MARÍA BAYER PARA "EL INTERPRETADOR"
Lo primero que hace Kartun cuando me recibe es
disculparse por el desorden. Me cuenta que es jurado en varios concursos de
dramaturgia y que ya no sabe dónde poner tanta cantidad de material. Es cierto,
hay carpetitas y anillados por todo el departamento.
Mauricio Kartun: Todo esto que ves acá alrededor
son 223 obras de un concurso. Yo te voy a decir cómo leemos los jurados que
tenemos mucha cantidad. Leer cada obra te lleva más de una hora. Supongamos que
lográs resolverlo en una hora. Son 223 horas. ¿Cuántas horas podés leer por día?
Cuatro horas y quedás fusilado. Si dividís 223 por 4, te darás cuenta de que es
absolutamente imposible para nadie hacer una lectura detallada de una obra.
¿Cómo se leen las obras? Las obras se leen así. Vos ante todo esperás encontrar
los polos. Tratás de encontrar lo muy bueno. Eso ya te instala un techo. Hay que
tratar de llegar a ese techo o superarlo. El otro polo es lo malo. Lo malo lo
descartás a la cuarta página. A veces no llegás a la cuarta. Vos leés tres
carillas de una obra muy mala, donde todo está mal y no se puede seguir. Por una
cuestión de duda básica leés el final. Por ahí, esto era un chiste. A lo mejor
hacía teatro malo, como hacía la Vivi Tellas en los ’80 y esto después tiene un
giro.
María Bayer: ¡Qué optimismo!
MK: Pero hay un momento en que descubrís que es
insalvable. No tiene perdón de Dios. Está escrita por alguien que no solamente
no sabe, sino que cree que sabe y lo hace con cierta soltura. Es como una mala
actuación, vos rápidamente la ves. Después está lo otro. En el medio están –como
decimos en el barrio– los dolores de huevos. El medio son los modelos. Cuando
vos encontrás un autor que practica muy bien un modelo. Vos lo empezás a leer y
decís: Ah, es “Modelo La estupidez” o es “Modelo Bizarra” o “Modelo Fractal”.
Tomé toda una zona pero...
MB: Supongo que Rafael Spregelburd es el más
productivo en ese punto.
MK: Sí, es el más productivo como generador de
modelos. Cuando vos encontrás esto es tremendo. El modelo es bueno y éste es un
buen imitador del modelo, la tenés que leer toda porque depende de qué le puede
haber sacado al modelo. Si no le sacó nada... Es lo mismo que lo que pasa con el
actor “naturalito”. Nosotros jodemos con eso del actor naturaLito Cruz. En su
estudio se trabaja mucho con ese actor del naturalismo, la Verdad... es el actor
que trabaja para televisión buscando la naturalidad. Yo me pregunto, ¿dónde
están sus virtudes? Sus virtudes están en ser suelto (Kartun sacude los
brazos), en poder poner el capuchón en la lapicera con mucha soltura. Es un
clishé. Hay gente que hace muy bien el clishé y la televisión paga por este
clishé. Hacer una serie de gestos que indicarían cierta soltura y naturalidad.
Con las obras pasa lo mismo. Cuando vos encontrás el modelo: o lo supera en
calidad, o lo rompe al final, o queda atrapado en el modelo y es tremendo. Esas
son las peores porque te cagan la vida. Las tenés que leer hasta el final. Está
buena pero en qué, en la repetición de un modelo. A lo mejor está tan buena y si
no hay otras, hasta puede ganar. También pasa. En general, son las que menos
atrapan.
Para darte una idea, por una cuestión de encuadre
no te puedo dar detalles sobre las obras que estoy leyendo pero acabo de leer
una obra de una incorrección política y cierta tosquedad en su escritura que
bien podría haber sido escrita por un señor que trabajó en la SIDE en los años
de plomo. La obra es tosca, es torpe. No tiene buenos atributos, sin embargo es
la pieza que a mí más me fascinó en su conjunto. Más allá de que tiene el
atractivo de decir quién escribió esto, quién se metió con este tema de esta
manera. Cuando aparece una ruptura de modelo, se vuelve más interesante. No
tiene atributos para ganar: no tiene buen manejo de la información, todo está
dicho, los personajes son re maniqueos, pero de pronto aparece el aire fresco.
En 223 obras aparece un mundo. No la cuenta a la manera de fulano. Este tipo se
metió de otra manera, no sabe ni cómo contarlo, chapucea, pero está intentando
contarme algo.
Yo vengo trabajando hace muchos años en esto,
María. Cuando aparecen nuevas formas, estas formas provocan la cabeza del tipo
que está laburando y se anima a otras cosas. Cuando no, a veces se vuelve muy
difícil.
Ayer hablaba con (Ricardo) Bartís y me decía que estamos como en la parte de abajo del valle. No están apareciendo nuevas provocaciones. Hay como cierto estado de ansiedad. Por un lado, está bueno. Hay mucha gente que hace teatro. Yo la paso muy bien y me da un orgullo enorme cuando espectáculos argentinos ganan en festivales internacionales. Está bárbaro. Pero la sensación es que “se está produciendo para festivales”. El vallecito es que se está capitalizando toda la revolución anterior. Se está congelando la revolución. Seguramente vendrá otra explosión tipo la crisis del Caraja-ji que provocará una salida hacia otro lado.
MB: Y estás esperando algo que
sacuda...
MK: Y, un poco sí. En general, la sacudida del
avispero viene o por situaciones sociales y políticas o por situaciones internas
o por creadores muy inconformistas y talentosos, tipos que realmente se animan a
patear el hormiguero. Para patear el hormiguero tenés que saber que seguro se te
van a llenar los pies de hormigas. A veces es necesaria esa presencia. Al
principio decís, es un hinchapelotas y además hace algo que no le entiendo. Y
después le entendés un poco más. A veces, lo intolerable se vuelve revulsivo y
generador de dialéctica. Siempre hay que ir mirando a esos hinchapelotas y
preguntarse: ¿lo que hace, está bueno? ¿No conduce a algún lado? ¿No tiene un
valor de transformación? Si lo tiene, hay que bancárselo porque nosotros no
somos espectadores, somos creadores. Como creadores nos paramos adentro del
escenario, no en la platea. Si juzgo como espectador, te podría decir que hay un
montón de cosas malas. Te podría decir que cierto tipo de teatro argentino de
los ’60 es malo porque yo no lo disfruto. No es verdad. Es una burrada. Es un
teatro que se consolidó en su contexto y aunque yo no lo disfrute, no puedo
juzgar desde la butaca.
MB: Te pasó alguna vez de que se te pase algo, que
no la hayas visto...
MK: Mil veces.
MB: Digo, estás en contacto con algo tan magmático,
muchas cosas, apuestas nuevas...
MK: Ese es el cuidado que tenés que tener en el
taller. Vos estás cuidando un retoño, una plantita que empieza a salir. De ahí a
que se transforme en árbol, el tiempo, la energía y las calorías que necesitará
son muchas. Lo primero que hay que hacer es cuidarla, para saber qué es. A mí me
gusta la jardinería, las plantas. Parte de mi energía se la llevan las plantas.
Vení que te muestro, es una manera más clara de entenderlo.
Mauricio Kartún me lleva a su balcón terraza, una
pequeña Arcadia en Villa Crespo que él muestra orgulloso. Luego me señala una
maceta con una plantita. Dice que la empezó a cuidar porque no sabía qué planta
era.
MK: Es una planta de mierda, un yuyo invasivo que
cuando salen y los veo grandes en otras macetas lo arranco. Pero cuando salió no
lo podía saber. había dos posibilidades. Ahora solito, criar ese yuyo tiene como
cierto atractivo paternal. Cuando salen, en un jardín de terraza, podés mirar
todo detenidamente. Yo tengo mi casa fuera de Buenos Aires con un jardín muy
grande y vas a un cantero y por ahí arrancás algo bueno. Pero no me puedo poner
a mirar qué es yuyo y qué no cuando hay miles de cosas para sacar. En el taller
pasa lago parecido. Es un trabajo personal, cercano, y como decís vos, se te
pasa. Vos podés decir esto es malo, dalo vuelta, cambialo, no funciona y por ahí
no te das cuenta de que es inaugural de una nueva forma. Entonces, hay que
dejarlo crecer para ver de qué se trata. Si es yuyo, vos tomás la
decisión.
MB: Te podés encariñar.
MK: A veces sale algo raro del yuyo, también me ha
pasado. Pero si es yuyo yuyo, tenés que planteárselo porque está perdiendo
tiempo y se está angustiando con algo que no tiene valor. Siendo un apasionado
de la dramaturgia jardinera, siento un atractivo especial en ver por dónde
encuentra la posibilidad de encontrar una poética nueva, convocante, desafiante.
Todos los años pasa. El tema es que un autor, para su propia desgracia, no se
hace en una sola obra. Si esto no lo consolidás en una continuidad, se pierde.
Se diluye. Llega un momento en que no es nada. Ni un libro. No tiene la fuerza
de la narrativa que tiene otra trascendencia en el tiempo. He tenido casos que
me conmueven, me hinchan las bolas, de tipos que escribieron una o dos cosas que
estaban buenas. Y los ves después y decís ¿por qué no estás escribiendo? Y no,
estoy haciendo otra cosa, estoy dirigiendo, necesito taller...
MB: Vos venías ya con
una trayectoria, haciendo tu carrera, ¿cuándo te diste cuenta de que podías
enseñar dramaturgia?
MK: Empecé en el ’84, fueron los estertores de
Teatro Abierto. Queríamos volver a hacer Teatro Abierto y ya no daban las
circunstancias, entonces se decidió hacer un espectáculo basado en textos de
autores jóvenes a los que se convocaba y que trabajaban en un marco de taller
coordinado por profesionales para generar este ciclo. Se hizo una selección, se
armaron los cinco o seis grupos de taller y Tito Cossa, al que yo conocía de
manera algo circunstancial, me invitó. Yo había trabajado mucho tiempo en el
taller con Ricardo Monti y sentía que mis devoluciones eran atinadas, que tenía
buena escucha, buena lectura, pero nunca lo había puesto en práctica. Cuando lo
empecé a trabajar en el taller, empecé a comprender que además me daba mucho
placer, que los materiales crecían en función de esas devoluciones, que el hecho
de ocupar el lugar de coordinador me daba cierto poder de decisión que a veces
en la democracia del grupo tradicional no pasa porque tu opinión es una más.
Cuando terminamos, los dramaturgos que habían
trabajado conmigo en el taller me propusieron al año siguiente continuar en el
mismo marco pero de manera independiente. Es decir, me contrataban como maestro.
Al año siguiente hice esa misma experiencia en Trelew. Y ahí ya comencé a
hacerlo de manera sistemática.
MB: Ahí entonces es que te diste cuenta de que
podías dedicarte a esto.
MK: Me di cuenta de varias cosas. Lo primero es
este descubrimiento de poder enseñar. Tengo como una experiencia traumática lo
que fue mi paso por el colegio secundario. Fue pésimo. Eso de alguna manera me
había autocalificado como con cierta dificultad con todo lo que se relacionara
con el área pedagógica. Claro, si vos sos mal alumno, naturalmente, por
extensión pésimo maestro. El haber tenido que pasar por experiencias muy
traumáticas con el tema de la enseñanza: no soportar estar en una clase, con
tener ganas de salir corriendo, con aburrirme, con entrar en crisis en relación
a los valores del conocimiento. Todo esto creo que me sirvió justamente como
maestro. Empecé a descubrir que funcionaba, que estaba bueno, que le servía al
otro. Empezó a aparecer un concepto de servicio en lo pedagógico que nunca se me
había pasado por la cabeza. Sentir que en realidad hay una función que estoy
cumpliendo, que esa función es importante, que aporta a cada uno de estos
individuos.
Por el otro lado, lo que empezó a aparecer como
idea –aunque llevó muchísimo tiempo de maduración– es el descubrimiento de una
actividad que me permitía salir de otras actividades que no me hacían feliz.
Actividades rentables, se entiende. Yo en ese momento, en el ’84, tenía una
pequeña empresa de venta de artículos de soldadura a la que padecía como “el
lugar al que tengo que ir todos los días para poder tener luego tiempo para
hacer teatro”. Y de pronto empecé a descubrir que tenía otras alternativas.
Insisto, esto llevó varios años. Había algo que se podía hacer con placer, que
no todo lo vinculado al trabajo estaba relacionado al sufrimiento.
MB: ¡Qué descubrimiento!
MK: Yo vengo de una familia de clase media
comerciante. Con muy particulares –bueno, no tan particulares– muy generales
ideas sobre el trabajo. El de los años ’50, el esfuerzo del trabajo, la cultura
del trabajo, “cuanto más trabajás, mejor” y también con cierta zona, hoy algo
curiosa, de orgullo sobre los logros en el trabajo. Hoy el trabajo pasa por otro
sistema de valoración. En esa clase media ascendente del ’50, cambiar el coche y
poder pararlo en la puerta de tu casa en el barrio de San Andrés y poder salir
con toda la familia a pasearlo, tenía un atractivo muy particular. Incluso
cambiar el camión. Cuando mi viejo cambiaba el camión de reparto de cereales,
durante un tiempo el camión se paraba en la puerta de casa. Toda esa cultura del
trabajo está asociada al trabajo como sufrimiento. “Hay que trabajar más”, “hay
que quedarse tres horas más”. Yo lo tenía incorporado. Ese mecanismo del trabajo
como ese lugar paradójico, a la vez sufriente y de realización. Y si bien, había
pasado por distintas épocas, había abandonado el negocio familiar por la
militancia y por el teatro, a la hora de tener que hacerme cargo de mi familia
con el nacimiento de mis hijos, volví de manera natural, espontánea y
misteriosamente inteligente. Armé una pequeña empresa y me empezó a ir
relativamente bien. Empresa que por supuesto me obligaba a pasarme hasta las
doce de la noche en mi casa preparando las facturas del día siguiente. Era un
microemprendimiento. Y me empecé a dar cuenta de que iba por el mismo camino de
sacrificio familiar a lo comercial. El objetivo de ganar más guita se transforma
en el succionador de energía mayor de tu tiempo, de tu talento.
Era imposible vivir del teatro. ¿De qué vas a
vivir? ¿De los derechos de autor? Acá no hay ningún autor que viva de los
derechos. Aun cuando hacés una muy buena temporada, no vivís de los derechos.
Podrás vivir esa temporada pero ¿cuántas temporadas buenas podés tener
sucesivamente como para que no te corten Internet? Es imposible. Entonces, ¿toda
la vida vendiendo electrodos de soldadura eléctrica para poder llegar los
sábados a generarte algún tiempo o tomarte quince días en febrero sabiendo que
no podés tomarte vacaciones porque tenés que estar enfebrecido tratando de
terminar una obra porque es el único momento en que podés hacerlo? Era muy
angustiante. De pronto, descubrir que había un oficio, que era digno, y que con
empeño y con tiempo podía transformarse en una forma de laburo. Es lo que
terminé haciendo: armando una estructura económica que gira alrededor de las
clases. En distintos lugares, en distintas condiciones, en la universidad. Mi
trabajo rentable es el pedagógico.
MB: ¿Cómo pasaste de coordinar ese pequeño taller a
terminar abriendo la carrera de dramaturgia en la EMAD (Escuela Municipal de
Arte Dramático)?
MK: Mirá. Cuando decidí hacer el vuelco de la
actividad comercial a esta otra actividad. Un amigo ingeniero me dijo: “Tu
quilombo es la logística. El primer cálculo que tenés que hacer es cuántos
alumnos estarían dispuestos todos los años a hacer este curso. Y pensar si no
son lo suficientemente pocos como para ir agotándolos en unos pocos años. Si vos
tenés 20 alumnos y al año siguiente tenés 15, es porque estás agotando el
mercado.” Para mí fue una provocación interesante. Me di cuenta de que si yo
quería trabajar de esto, tenía que abrir distintos frentes. No podía vivir de mi
estudio. En realidad, de lo que se trataba era de abrir frentes. Ver en qué
lugares se podía empezar a trabajar. Fui descubriendo algunos lugares donde la
aplicación de la dramaturgia me resultaba muy atractiva por el desafío, me
obligaba a generar pensamiento.
Una de las cosas que omití decirte y no es menor,
es la posibilidad de aprender enseñando. Cuando vos enseñás, cuando vos
enfrentás la mirada de alguien cargada de una pregunta y sentís que ese deseo se
corresponde solamente en la búsqueda de esa respuesta y la búsqueda de esa
respuesta es tratar de darla en el momento y si no podés, salir a buscar esa
respuesta, eso te hace crecer mucho en tu propio aprendizaje. Yo todo lo
que sé de dramaturgia lo aprendí dando clases.
El placer de aprender, sobre todo para alguien que
había fracasado en el aprendizaje. Empezar a descubrir que en realidad el
secreto del aprendizaje no estaba en creer a pie juntillas en los libros que
venían calificados con cierto prestigio, y a los cuales provocaba: uno a veces
veía que lo que decía no estaba bueno pero, si estaba en el libro y el libro te
lo había dado un maestro, uno no podía impugnarlo. Entonces, entrabas en crisis.
¿Cómo es? Si esto me tendría que servir y no me sirve.
Después, tarde, empezás a descubrir que no todo lo
que está publicado es bueno. Hay un prestigio de la palabra escrita donde eso es
tremendo sobre tu propio aprendizaje.
Hago una apostilla sobre esto. Yo tengo una cátedra
de dramaturgia en la Universidad de Tandil. Como cierre, los alumnos tienen que
presentar una monografía. Este año, algunos alumnos presentaron una monografía
haciendo el mamarracho más grande que puede hacerse: bajar material de Internet
con corta y pega. Más allá que para mí es tan fácil descubrir quién está
hablando, digo, mi especialidad es lo coloquial. Rápidamente descubro: ¿éste
puede usar estas palabras? Si yo hablé con él, ¿por qué usaría la palabra
modélico si en la vida sabe lo que es lo modélico? Con hacer un mínimo rastreo
en Internet, descubrís el gatuperio. Más allá de no aprobarlos. Lo que yo
trataba de explicarles era que en sí mismo el robo no estaba mal. Lo que
era horroroso era que hubieran robado materiales inservibles. Si alguien hubiera
podido hacer un robo perfecto, hubiera sido una forma de aprendizaje.
También estaría seleccionando material bueno. Si esto está bueno, tarde o
temprano vas a recurrir a eso. Lo horroroso es que bajes cualquier cosa de
Internet y la pongas aunque no tenga ningún valor. Internet está lleno de
materiales buenos y de materiales con gente que cumple con su narcisismo
poniendo una tesis a la que nadie le dio pelota en su facultad pero la publica
en la web. Hay un prejuicio de lo que está publicado, de lo que está en palabras
que es absolutamente equívoco. Mi gran crecimiento fue cuando yo pude
romper mi bibliografía. Romper, no significa descartarla o despreciarla, es
volverla fragmentos y descubrir que hay cosas que sirven y otras que no sirven;
hay cosas que son mejorables, hay cosas que son inmejorables y hay que ponerlas
allá arriba.
MB: ¿Y cómo empezaste a dar clases para estudiantes
de cine?
MK: El aprendizaje se produce solo y exclusivamente
a partir de la provocación. Si vos tenés siempre a los mismos alumnos que te
hacen siempre las mismas preguntas, tendrás siempre las mismas respuestas. Si el
perfil de los alumnos cambia, o si la disciplina cambia, vos estás obligado a
hacer nuevas investigaciones. Empecé a diversificar. En principio porque estaba
bueno y era una fuente de trabajo. Pero rápidamente, en realidad, allá estaba
parte del secreto de la apertura del bocho. Empecé a dar clases de dramaturgia
para guionistas de cine, haciendo la aclaración de que yo no lo era ni lo sería
porque tampoco me interesaba demasiado el lenguaje. El cine me gusta para verlo
pero no me interesa escribirlo. Yo podía aportarles en ciertas zonas. Me vi
obligado a investigar en un campo en el que nadie investigaba: no el guión como
lenguaje donde tenés 56 libros de los cuales vos podés repetir recetas; no la
dramaturgia en la manera en que venía enseñándola, sino una forma diferente que
era la forma de enseñar creatividad a alguien que escribe en un lenguaje que no
era el mío. Esta mezcla me había obligado a encontrar respuestas que la gente
daba por buenas. Por algo venía y me seguía recomendando.
MB: ¿Y con los
títeres?
MK: Me llamó una vez Ariel Bufano para que haga una
adaptación de una obra de Valle-Inclán, La rosa de papel. Ya lo he
escrito pero te lo cuento igual: Ariel me propuso terminar la obra incendiando
el retablo. Yo venía con una valorización de los títeres como algo infantil,
como muy poco interesante. Sentía que no me iba a enganchar, que lo iba a hacer
por la guita. Pero de pronto me di cuenta de que muchas cosas de las que yo
hablaba en las clases del fenómeno de lo performático tenía que ver con los
títeres. En realidad, de lo que se trataba era de ver cuál era la mirada del
creador. Si el creador era un tipo que quería agitar una mano poniendo voz
aflautada para que los niños creyeran que era un fantasma, o si se trataba de un
artista que era capaz de quemar un retablo y terminar con títeres con varillas
en llamas que corrían encendidos diciendo sus textos. Cuando yo vi esto, dije
esto es forma pura y me empecé a entusiasmar. Esa adaptación después no se hizo
porque Bufano se murió pero yo quedé inquieto con este tema.
A raíz de eso, me invitaron a dar clases de
dramaturgia en la escuela de titiriteros del Teatro San Martín. Es un lugar
donde todavía doy clases. Esto me abrió la cabeza de una manera notable al
fenómeno de las poéticas del objeto. Empecé a hacer trabajo de investigación
sobre esto. Por supuesto que todo lo que yo descubro en el trabajo de poética de
la cosa, del objeto, se me revela como conocimiento posible y analógico en el
otro campo. ¿Cuál es el otro campo? El teatro, el cine.
MB: Se van abriendo
comunicaciones...
MK: Sí, y cuando eso pasa, se rompe la red
conceptual. Cuando uno queda atrapado en la red conceptual, uno empieza a
repetir como loro. Yo todos los años, en mis cursos, cambio o el punto de vista,
o el comienzo, o alguna de las teorías. Si yo no cambio, si no me trazo el
desafío de poder armar el curso de otra manera, inevitablemente va a haber una
clase en la que me voy a empezar a aburrir. Sentir que estoy con el automático
puesto. Es un problema performático. Es como el actor. Cuando el actor está
frente al público y está con el automático, padece. No lo soporta. Entra en
track. No le sale una. Fracasa. En las clases pasa exactamente lo mismo. Si el
año pasado se me ocurrieron mejores cosas y ahora estoy como repitiendo los
lugares comunes... ¿Cómo evitás eso? Con la “impro”. Todo trabajo creador es una
improvisación. En algunos casos, imaginaria, virtual y en otros casos, real,
material, con un instrumento. En la enseñanza, existe el mismo fenómeno: la
improvisación te saca de los lugares comunes y te propone el desafío de
atravesar otros. Si uno tiene la humildad suficiente como para aceptar que
algunos de los lugares que va a atravesar son inciertos, y si uno tiene la
humildad suficiente como para aceptar al final de una clase: “creo que algunas
de las cosas que dije hoy no estaban buenas, para la próxima las voy a volver a
pensar”... Si uno se puede aflojar y dar clase de una manera despreocupada es
donde empiezan a aparecer provocaciones, posibilidades y descubrimientos. Ahí se
produce el fenómeno.
MB: Contame cómo fue la creación de la carrera de
dramaturgia
MK: Yo llegué a la Escuela Municipal de Arte
Dramático, así se llamaba en ese entonces, como asesor en dramaturgia. Estaba
bueno el trabajo. Me pedían que asesorara a los alumnos que hacían ejercicios.
Cualquier alumno que tenía que preparar un ejercicio podía venir a chequear
conmigo la dramaturgia. Era agotador.
Después me pidieron que diera un seminario de
dramaturgia, algo breve, de ocho clases para los alumnos del último año. En ese
momento, Roberto Perinelli que ya no era director de la EMAD, y yo empezamos a
hablar de la posibilidad de crear la carrera.
La carrera de dramaturgia no existía en toda
Latinoamérica. Existía en España pero también era muy nueva. Nos pareció que
estaba bueno crearla pero teníamos un gran dilema. Crear una carrera, no
llegábamos a nivel terciario, pero suponía el peso insoportable de las áreas
pedagógicas. El imperio de un pensamiento que en la formación de artes suele ser
nefasto: el peso de las materias pedagógicas que se imponen por sobre las
materias creativas. ¿Cómo armar la carrera? Partimos de una pregunta: ¿Qué
hubiéramos necesitado nosotros como dramaturgos para formarnos? Enumeramos: un
buen taller; una formación teórica dada desde el punto de vista del dramaturgo y
no desde el punto de vista del pensador o del crítico; entender el teatro como
un fenómeno en la historia (no la historia del teatro); alguien que te obligue a
leer y analizar obras porque leemos poco teatro (el teatro es una mierda para
leerlo y si no tenés a alguien que te propone una estructura para la lectura no
lo leés); vincular texto y escenario y para eso necesitás alguien que te lleve a
ver espectáculos y que te diga a ver cómo funciona esto en relación a... Y
bueno, esta fue la estructura.
Esto nos supuso momentos de mucha pelea. Cuando
quisimos darle carácter formal a la carrera, aparecía un área pedagógica que
decía no. Si vos tenés todas estas materias que llevan tanto tiempo, alguien que
tiene que escribir no puede hacerlo. ¿Cómo podíamos exigir nosotros un
entrenamiento de escritura cotidiana cargado con toda esa cantidad de materias?
Lo intentó el Conservatorio, que todavía no era el IUNA, y fue un fracaso. Fue
un fracaso porque pesó más ese otro pensamiento. La enseñanza y el aprendizaje
artístico es un área dilemática, crítica, muy complicada. Sobre todo porque el
diseño no suele estar en manos de artistas. Así empiezan a surgir cosas muy
disparatadas. Como lo es hoy el IUNA: una carrera universitaria de actuación
donde los alumnos llegan a cursar las últimas materias sin haber conformado
grupos. Hacer una formación de actor individual es una especie de disparate
notable. Cursar las materias que te sirven o le gustan. Ahora decime, ¿para qué
querés un diseño de carrera universitaria si el grueso de los alumnos lo que
hace es cursar exclusivamente aquellas materias que le gustan y le sirven? Y si
no tiene título dice, y bueno a mí qué carajo me importa, si yo no lo vengo a
hacer por el título. Si uno no entiende la demanda que está generando esta
modalidad, queda atrapado en el disparate que es hoy el IUNA, una carrera que no
sirve como tal. Esto de formar profesores de teatro y no como fue la formación
tradicional de formar actores, actores inteligentes.
MB: El terreno en el que se manejaban era muy
nuevo, digo, el de armar la carrera de dramaturgia. Ahora está mucho más
establecido. Uno habla de dramaturgia y se tiene una idea más o menos clara de
lo que se está diciendo, pero a fines de los años ochenta no
existía.
MK: No pierdas de vista, además, que estábamos en
el marco de un momento muy crítico de la dramaturgia donde la creación colectiva
y el teatro de imagen impugnaban como anacrónico y como definitivamente
terminado el teatro de texto. En mi libro Escritos hay una nota que
debe ser de esa época y veo que no ha pasado tanto tiempo pero hoy la
dramaturgia está instalada con mucha fuerza y el pensamiento de la valorización
del texto en su escritura y en su valor literario cambió del día a la noche.
Estamos hablando de una década atrás, diez, doce años. Yo, escribiendo eso:
“somos pocos y estamos en la cueva, pero no nos van a matar. Morfamos vidrio y
veneno pero de vez en cuando siguen saliendo...” Es curioso, pero allí escribí
una frase: “cada tanto nacen pichones”, yo pensaba en Rafael Spregelburd.
Rafael empezó a estudiar conmigo a los 18 años en
este living. Nos juntábamos ocho personas y hacíamos taller. Cando llegaba el
verano y todo el mundo se iba, Rafa me decía ¿podemos seguir? Hubo meses enteros
en los que Rafael era el único alumno. A mí, tener un alumno con 18 años que a
mí me encantaba cómo escribía. Yo estaba fascinado con esa camada que ese estaba
armando, gente muy joven. Era totalmente distinto pensar la dramaturgia en los
’80 que pensarla hoy. Hoy ha vuelto a una zona de prestigio. Luego pasarán los
años suficientes como para que la ola baje y enseñaré dramaturgia de mimo (que
lo he hecho alguna vez).
MB: Contame cómo fueron los años en que surgió el
Caraja-ji. ¿Qué tuviste que ver con la convocatoria para dramaturgos jóvenes que
hizo el Teatro San Martín en el ’96?
MK: En ese momento, Roberto Perinelli trabajaba en
la dirección del Teatro San Martín. Cuando decidieron hacer este taller,
nosotros ya habíamos arrancado con la Carrera. Los nombres los consensuaron
entre todos pero los propuso Roberto entre aquellos dramaturgos que demostraron
la mayor capacidad en relación a la posibilidad de hacer este trabajo de taller.
Yo no tuve decisión en esta elección, pero te diría que eran nombres cantados.
No habían muchos más nombres.
Yo creo que ese taller tuvo un malentendido. Ni
Tito Cossa ni Bernardo Carey que eran los que coordinaban, tuvieron en cuenta
que en esos años se habían empezado a forjar poéticas muy críticas de las
anteriores, muy alternativas y cuyas raíces no estaban en las mismas poéticas
sobre las que ellos trabajaban. Por lo tanto, al no haber coincidencia de raíz,
no había coincidencia de tallo. Ellos seguían hablando de ciertas formas, de
ciertas raíces que deberían dar como resultado ciertos tallos y los chicos
estaban trabajando con otras raíces, puestas en otra tierra y dando otras formas
que no se correspondían con la especie anterior. Entonces, ahí se produjo un
malentendido desgraciado. Trágico, en el sentido literal, no tenía solución. Los
valores que planteaban los chicos –para mí siguen siendo los chicos todavía hoy–
eran que la temática no debía tener limitaciones; que las formas de seducción no
pasaban por la ternura –uso “ternura” y vos sabrás que es un lugar común de la
crítica– ni por conmover ni por la adhesión ideológica; que ciertas formas
performáticas que no se correspondían con lo aristotélico tenían lugar en la
escritura teatral; que las temáticas no estaban necesariamente dirigidas a todo
el público sino que también podían dirigirse a un pequeño público; que las
estructuras no correspondían a modelos canónicos sino que podían trabajarse
nuevas formas de estructura. Esto naturalmente entró en crisis con lo que era el
objetivo de ese taller, que no era trabajar sobre las poéticas de los chicos
sino generar una cantidad de textos que iban a ser montados por el San Martín.
Estaban buscando generar nuevas obras para un medio. El malentendido trágico era
que las obras que se iban a generar no se correspondían con las necesidades de
ese medio. Se seguía pensando era: “El San Martín necesita obras que...” y acá
va toda la lista de lo que, en aquel momento y ahora, reclaman las estéticas
oficiales. Hay materiales que son atípicos en los teatros, que no parecen estar
hechos para ese teatro y el teatro los expulsa totalmente o peor, los aggiorna o
los domestica, se los comen las alfombras coloradas del teatro. Esa fue la gran
crisis, el teatro que ellos producían no se correspondía a los modelos del
teatro San Martín que eran los modelos para los cuales se había llamado a Tito y
a Bernardo, modelos en los cuales son especialistas y eran maestros de taller
capaces de sacar los mejores materiales. De un proyecto de taller surgió
Venecia, de Jorge Accame, que fue un éxito extraordinario aquí y lo
sigue siendo. Es una de las obras argentinas más representadas en el mundo. No
habla mal del trabajo de Tito como coordinador de taller. Su trabajo como
coordinador de taller es muy bueno en tanto trabaje sobre aquellas poéticas en
las cuales él confía y sabe.
Estos dramaturgos venían formados en otra
hipótesis. En la cual yo hago mi cargo de culpa –si es que se la puede llamar
culpa– y es la de desmoldar la propia poética. Tratar de entender, algo que en
mis clases se transforma casi en un chiste porque yo lo repito hasta el
cansancio, que uno es el poeta que puede y no el poeta que quiere. De lo que se
trata es de encontrarse a uno mismo como poeta y que cuando lo hace, esa fuerza
poética genera la totalidad de la forma: temática, estructura, diálogo. La gran
originalidad de un creador es dejar que sea su espíritu poético el que cree
nuevas formas y no que repita fórmulas valiosas de otros autores.
Esto generó la crisis. No había manera de
comprenderse. Alguna vez he escuchado la hipótesis de que “no había manera
porque son chicos peleadores”. Yo estoy en desacuerdo con eso. Me acuerdo que
con Rafael hablábamos de esto en su momento y él estaba realmente preocupado. No
era la actitud iconoclasta. No era “me cago en un viejo”. No era “somos jóvenes
y reaccionamos frente a todo”. No era “lo mío es mejor que lo tuyo”. Había
realmente una preocupación por esa crisis. De la que ellos no sabían muy bien
cómo salir, más allá de un lugar de demanda y de reacción. Te cuento esto porque
en general, cuando se habla bien del Caraja-ji se piensa como en una zona más
genial, de iluminación, cuando se habla mal, se dice “un pensamiento
adolescente”, “chicos malos”. Y me parece que en el medio hubo otra cosa, una
verdadera crisis. Y esa crisis estuvo muy buena.
Más allá de los heridos. Lo que estuvo bueno es que
produjo herida que con el tiempo hizo cicatriz. Hasta algunas cicatrices se
borraron. A mí me pareció extraordinario que con el tiempo Rafa y Daulte
terminaron trabajando en el Teatro del Pueblo. La cicatriz no fue deformante. La
crisis fue muy poderosa.
MB: Fue muy productiva, generó muchas
cosas.
MK: Absolutamente. A la vez, llamó la atención
sobre este fenómeno. Dividió aguas. Volvió la vieja polémica sesentista de
vanguardia y tradición que estaba absolutamente olvidada frente al peso del
teatro político que lo había envuelto todo. No importa qué escribas en tanto
levantemos la bandera... Cosa en la que todos hemos incurrido. Seas vanguardista
o seas tradicionalista, lo importante es que escribas sobre la realidad.
Con el Caraja-ji se instaló nuevamente esa polémica
que es eterna. Realismo y vanguardia, de Gramsci, qué se yo, no sé desde dónde
podés remontarte para encontrar lugares de debate.
MB: Sin duda, atraviesa todo el siglo
XX.
MK: Claro, y todo el siglo está atravesado por
aquel que dice Dadá era el pelotudo que llamaba la atención y no tenía nada que
hacer. Y los que decimos que el pensamiento de Duchamp donde la simple
exposición de un objeto es arte es el gran detonador de una nueva forma de
entender lo artístico. Este debate, que atraviesa todo el siglo, a mediados de
los noventa estaba minimizado. Creo que vuelve, a partir de esto y se instala
con la energía maravillosa de lo dialéctico. Siempre que se instala lo
dialéctico, todo se mueve y empiezan a pasar otras cosas. El Caraja-ji fue el
catalizador de un montón de cosas que andaban dando vueltas. Y por otro lado,
fue un punto de despegue de hijos que se transformaban en padres. En alumnos que
se transformaban en maestros. Empezaban a pensar lo suyo como modélico. En ese
momento fue extraordinariamente rico. Luego, fue devorado por el poder de lo
modélico y empezaron a necesitar generar otros modelos.
MB: Acabás de recibir varios premios como director.
¿Cómo vivís la relación entre la dramaturgia y la dirección? ¿Los encontrás como
trabajos complementarios?
MK: Me hizo hablar mucho del tema. Si hace cinco
años me decías que iba a dirigir, me cagaba de risa. No estaba en mis planes. En
realidad, son complementarios, una cosa hace a la otra. Yo aplico en la
dirección analógicamente aquello que sé que me sirve en la dramaturgia como
generador de lo mismo: de acción, de mundo, de imágenes que generan mundo,
generador de estructura. Laburar como director me sirvió. Yo estudié dirección
en los ’70, en los ’80.
Cuando yo tuve que ponerme a dirigir también me
empezó a pasar que aquello que yo había aprendido en relación a cierto rigor del
tratamiento del texto, analizándolo para descubrir por dónde pasan sus líneas
rectoras, por dónde pasan los ejes, dónde se cae el conflicto y si se cae, qué
hago como director. Me obligó este pensamiento a ponerme más impiadoso con el
texto. Tanto con La madonita como con El niño argentino
corregí como autor a partir de lo que el director pedía. Con ambas obras
reescribí mucho. También me ayudó a ver que hay zonas que no tienen solución. Yo
creo que El niño argentino tiene una estructura dramática fallida. Tuve
que empezar a resolver como director cosas que no funcionaban. Sobre todo en una
obra en verso, donde, para reescribir una escena pasa una semana o a veces más.
Me hizo perder prepotencia, vanidad. Puedo tener no sé cuántos años de carrera,
muchas veces zonas de desafío te llevan a romper.
El laburo del director es buchón de las debilidades
del texto. Si el texto tiene cierto atractivo, vos podés decir que corra el
texto que el espectador va a seguir el relato. Pero si no funciona bien, hay que
inventarle otra cosa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario