"Mala Fariña"
Por Daniel Link para Perfil
Me estremece comprobar que mis caprichos lleguen a los oídos de los dioses. La semana pasada me declaré harto de la realidad y Argentina, que es un país casi inexistente, me brindó una semana entera de ficción. No una de esas ficciones urdidas en los laboratorios de las grandes productoras televisivas (la BBC, FOX), que responden a un modelo más bien clásico de lo ficcional y de lo imaginario, sino una ficción modernísima, que involucra a todos los actores de la política, la economía y la prensa en el habla psicótica (paranoica) de un canallita de provincias que, primero, finge estar brindando un testimonio y luego declara que el carácter testimonial de su palabra habría sido una ficción preparada para demostrar... (¡Dioses, ayudadme!) quién sabe qué.
Apunto una sentencia que los
estudiantes de ciencias de la comunicación deberían grabar a fuego en sus
grilletes laborales: no se hace periodismo de calidad utilizando cámaras
ocultas. Si así fuera, el primer testimonio que permitió desmontar el
affaire Watergate hubiera sido el último, y Nixon todavía seguiría
gobernando Estados Unidos.
Pero no es eso lo que me interesa
destacar, sino la extraordinaria calidad de un testimonio-ficción (un sabio
chino sostuvo alguna vez que “la verdad tiene estructura de ficción” y la
lección, tallada en piedra sobre las puertas del oráculo, hoy nos alcanza con
sus dedos temblorosos) cuyos pormenores estamos analizando en estos días.
Analizar, en algún sentido,
significa someter el discurso (el propio, el de los otros) a una paranoia
experimental y controlada. Pero cuando el discurso analizado es el de un
paranoico desaforado (es decir: la excrecencia más tortuosa del capitalismo)
resulta un poco complicado sostener el control (experimental, analítico) y no
dejarse arrastrar por los brazos tatuados de la ficción testimonial (o del
testimonio-ficcional, lo que se prefiera).
El discurso que en estos días nos
conmueve es argentino hasta la médula, pero como “argentino” es, antes que una
propiedad constante, la intermitencia de una imaginación desaforada, eso nos
permite situar lo oído en relación con mil variedades de discurso diferentes de
la picaresca criolla. Quien le puso el cuerpo (no digo su emisor, porque la
instancia de enunciación, en este caso, es muy compleja) podría o no ser el hijo
natural de un presidente muerto, lo que nos arroja en las profundísimas y
heroicas aguas de la tragedia (que mezcla relaciones de soberanía y relaciones
familiares en partes iguales).
Pero además, el testimonio
(admitamos que se trata de una ficción performática, teatral) parece participar
del esquematismo que a Theodor Adorno tanto le molestaba del teatro de Brecht,
cuando éste presentaba las relaciones capitalistas como una disputa de
pandilleros o de mafias. Tragedia, sainete, teatro épico, paranoia, corrupción
(de la carne y, sobre todo, de la imaginación pública). ¿Qué más se puede pedir?
¿Verdad? ¿Justicia? No quiero impacientar a mis dioses (que son griegos). Me
conformaría con un asesinato (ficcional).
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