sábado, 27 de abril de 2013

UN DISCO, UN HOMBRE, UNA REVELACIÓN




Fue, junto con "La mosca y la sopa" de los Redondos, el casete que más veces escuché en mi vida. Me lo regalaron a los 12 años. Corría el año 1994 y había conocido a Nirvana por un video que -incansablemente- pasaban por MTV. El video era -obvio- "Olor a adolescente". Paradojas del destino: iniciándome en la adolescencia, me empezaba a hacer fan de una banda que -junto con Kurt Cobain- ese mismo año desaparecía del mapa.
El acústico, grabado 6 meses antes del suicidio del líder, se volvió la cortina musical de mis días.
Tenía un walkman y todas las noches me acostaba con los auriculares a escuchar el casete. Algunas veces me quedaba dormido antes de darlo vuelta; otras veces -la mayoría- llegaba a poner el lado "B" para seguir disfrutando del concierto.
Ya en el secundario, me encargué de comprar uno a uno los discos del grupo. El primero, desde ya, fue el "Unplugged in New York"
Pasaron 20 años de ese recital, de ese disco: el último oficial que editó el grupo. Puedo decir que el tiempo generó una relación bipolar con su música: salvo Nevermind, los otros discos me resultan inaudibles. El unplugged, en cambio, me sigue pareciendo no sólo el mejor disco de Nirvana, sino el mejor disco que alguna vez pueda llegar a escuchar en mi vida.
Como todo gran arte, se trata de algo tan intenso, tan potente, que me deja totalmente indefenso. Cuando escucho este disco entiendo realmente lo que es la conquista del otro. Es un rapto; no un saqueo, no un robo circunstancial, sino -lisa y llanamente- una colonización. Caigo indefenso a sus pies.
Si los gobiernos pasan y las leyes -y la gente- queda, también puedo decir que los grupos y los discos pasan: y el unplugged de Nirvana queda.
Y queda como quedan las canciones, la poética y la voz del Indio Solari: provocándo un grado de fascinación que me asusta. Si no escucho más seguido algunas músicas tan singulares es porque siento temor de la forma en que me afectan. No me va a pasar nada escuchando a Los Tipitos, pero el unplugged de Nirvana es un mar de dulce ferocidad en el que no siempre estoy preparado para zambullirme.
El disco es melodioso (como ningún otro de Nirvana) y ofrece versiones de algunos temas que quitan el aliento: Pennyroral Tea es el mejor ejemplo. Viendo la interpretación que Cobain hace en el unplugged, entendí que no hace falta más que una guitarra y una voz para generar una revolución en el otro. Es verdad, verlo sabiendo que -casi literalmente- estaba dejando la vida en ese show, incrementa exponencialmente el efecto devastador.
Ese disco, finalmente, funcionó como una epifanía, como una brutal revelación: la del chico que, en el umbral entre la niñez y la adolescencia, no conoce ni el sexo ni el amor; pero que descubre (en un mismo emvase y al mismo tiempo) al arte más puro y a la muerte más absurda como destino inevitable y final de los corazones destemplados.

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