sábado, 12 de abril de 2014

FINAL DE PARTIDA...


Recuerdo que hace varios años, mientras promediaba la carrera de abogacía, un profesor (de la materia Sociología del Derecho), al terminar su clase, nos sorprendió a todos con la siguiente pregunta: "¿les gusta el teatro?". Todos nos miramos sin entender a qué venía el asunto. Nadie dijo nada. Ridículo! ¿Cómo nos iba a gustar el teatro a estudiantes de derecho de 22 años?
Sabiendo que estábamos hechos pura y exclusivamente del material que se desprende de las pantallas de cine y televisión, el gesto de este tipo parecía venido de otro mundo: nos pasó una hoja y nos pidió que nos anotáramos los que teníamos ganas de ir al Teatro San Martín. "Hay una obra de Alfredo Alcón en cartel" nos dijo.
De una comisión de unos 50 alumnos, 10 nos anotamos para ir. En esa primer obra -Enrique IV- me sentí muy extraño viendo la función. Me costaba concentrarme, seguir los diálogos, componer la obra. Creo haber salido sin nada claro en la cabeza. "Ah, pero estoy viendo a gente de verdad...se mueven: ¡esto está vivo!
Esa frase, esa revelación (esto está vivo), fue lo que cobró nitidez  a medida que pensaba la experiencia que acababa de vivir. Si perdí el hilo de la obra fue -justamente- por que me detuve en el vitalismo que implica una puesta en escena.
De pronto empezaba a pensar que los materiales que habían nutrido mi existencia, que las pantallas mediadoras que me habían acompañado de toda la vida, de pronto se me presentaban como un material increíblemente pobre y gris.
No es que no volví a ver cine ni televisión, claro. Pero lo cierto es que el cine y la televisión me sirvieron no ya como fines en sí mismos, sino como puentes hacia el teatro.
Empecé a pensar en qué actores me habían gustado en series, unitarios y películas, y dije "a estos tipos los quiero ver en un escenario". Mi caso paradigmático fue Urdapilleta, claro. Pero también lo pude ver en los casos de Julio Chávez, Luis Machín, Carlos Beloso, Darío Grandinetti, Jorge Marrale, Rodrigo de la Serna, Daniel Fanego, Lito Cruz, Carlos Portaluppi, Lorenzo Quinteros, Pompeyo Audivert, Norma Aleandro, Mercedes Morán, Cristina Banegas, Cecilia Roth...
Me enteré ayer por la mañana, mientras escuchaba la radio, de la muerte de Alfredo Alcón. Y lo primero que pensé fue que ver su actuación en el San Martín, hace muchos años, me sirvió como experiencia inaugural en mi relación con el teatro.
Lo volví a ver a el año pasado. En el teatro pero no sobre el escenario, no interpretando la que fue su última obra (ya  había visto esa obra de Beckett interpretada por Lorenzo Quinteros), sino que, mientras yo estaba tomando un café a la  espera de que se hiciera la hora para entrar al seminario de literatura al que me había anotado, me lo topé en el bar del hall del teatro. Lo miré y él me miró por un segundo. Yo abrí los ojos sorprendido y el me sonrió y me dijo "hola, qué tal?  Me puse muy nervioso por tenerlo al lado y atiné a responder con un torpe "bien, bien", mientras bajaba la cabeza sobre mi café y guardaba un libro en la mochila.
"Eso" vive. El teatro vive. Y si "eso vive" es por tipos como éste, que ahora mismo nos viene a decir que la función terminó. Que el final de partida está aquí, entre nosotros, pero que también que todo final implica -necesariamente- un nuevo comienzo.






  

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