"Albert Speer fue el arquitecto y el ministro de armamento y producción de guerra de Hitler.
En los procesos de Nuremberg por crímenes de guerra, reconoció que era él quien en última instancia estaba a cargo de la utilización de los muchos millones de trabajadores esclavos que componían el arsenal del Reich. No había estado directamente implicado ni en la brutal mecánica de la deportación que trajo a aquellos desdichados seres humanos desde los territorios ocupados, ni en el maltrato y exterminio rutinario que con frecuencia siguieron. Pero le había correspondido el señorío supremo de la movilización fabril e industrial, y hasta ese punto Speer admitió su culpa, incluso habló extensamente de ella.
En los primeros años de su cautiverio, Speer trató de recordar y relatar metódicamente la historia de su relación con el Fuhrer. Speer conocía a Hitler como un "solícito padre de familia, un superior generoso, afable, ecuánime, orgulloso y capaz de entusiasmo por la belleza y la grandeza. El carisma del individuo era profundo y frío, a un tiempo paralizador y magnético, Y también lo era su desnudo filo intelectual con respecto a la táctica política, el dominio retórico y la penetración psicológica de los cansados o corruptos jugadores en la sombra que se enfrentaban con él en el país y en el extranjero.
Sin embargo, al repasar más detenidamente el enorme cúmulo de sus recuerdos, Speer llega a la conclusión de que el odio a los judíos fue el eje absoluto e inconmovible del ser de Hitler. La totalidad de los planes políticos y bélicos de Hitler eran un mero camuflaje para este verdadero factor motivador. Reflexionando sobre el testamento de Hitler, con su visión apocalíptica de la culpa de la guerra, que atribuía a los judíos, y del exterminio de los judíos europeos, Speer viene a darse cuenta de que dicho exterminio significaba más para Hitler que la victoria o la supervivencia de la nación alemana."
En los procesos de Nuremberg por crímenes de guerra, reconoció que era él quien en última instancia estaba a cargo de la utilización de los muchos millones de trabajadores esclavos que componían el arsenal del Reich. No había estado directamente implicado ni en la brutal mecánica de la deportación que trajo a aquellos desdichados seres humanos desde los territorios ocupados, ni en el maltrato y exterminio rutinario que con frecuencia siguieron. Pero le había correspondido el señorío supremo de la movilización fabril e industrial, y hasta ese punto Speer admitió su culpa, incluso habló extensamente de ella.
En los primeros años de su cautiverio, Speer trató de recordar y relatar metódicamente la historia de su relación con el Fuhrer. Speer conocía a Hitler como un "solícito padre de familia, un superior generoso, afable, ecuánime, orgulloso y capaz de entusiasmo por la belleza y la grandeza. El carisma del individuo era profundo y frío, a un tiempo paralizador y magnético, Y también lo era su desnudo filo intelectual con respecto a la táctica política, el dominio retórico y la penetración psicológica de los cansados o corruptos jugadores en la sombra que se enfrentaban con él en el país y en el extranjero.
Sin embargo, al repasar más detenidamente el enorme cúmulo de sus recuerdos, Speer llega a la conclusión de que el odio a los judíos fue el eje absoluto e inconmovible del ser de Hitler. La totalidad de los planes políticos y bélicos de Hitler eran un mero camuflaje para este verdadero factor motivador. Reflexionando sobre el testamento de Hitler, con su visión apocalíptica de la culpa de la guerra, que atribuía a los judíos, y del exterminio de los judíos europeos, Speer viene a darse cuenta de que dicho exterminio significaba más para Hitler que la victoria o la supervivencia de la nación alemana."
"DESDE LA CASA DE LOS MUERTOS" (DEL LIBRO "GEORGE STEINER EN THE NEW YORKER")
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