La verdad que los muertos conocen
Se acabó, digo, y me alejo de la iglesia,
rehusando la rígida procesión hacia la sepultura,
dejando a los muertos viajar solos en el coche fúnebre.
Es junio. Estoy cansada de ser valiente.
Conducimos hasta el Cabo. Crezco
por donde el sol se derrama desde el cielo,
por donde el mar se mece como una cancela
y nos emocionamos. Es en otro país donde muere la gente.
Querido, el viento se desploma como piedras
desde la bondadosa agua y cuando nos tocamos
nos penetramos por completo. Nadie está solo.
Los hombres matan por ello, o por cosas así.
¿Y qué ocurre con los muertos? Yacen sin zapatos
en sus barcas de piedra. Son más parecidos a la piedra
de lo que lo sería el mar si se detuviera. Rehusan
ser bendecidos, garganta, ojo y nudillo.
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