jueves, 20 de febrero de 2014

DESDE EL NUEVO MUNDO...





"La terraza es para descanso, no para hacer fiestas", me dice la dueña del departamento (una señora mayor que, al parecer, y tal vez con razón, tiene cierto temor a la gente joven) antes de pasar por la inmobiliaria a firmar el contrato.
Estoy en otro mundo. En un mundo que empieza a cobrar vida. Se lo digo a mi amante (sospecho que no viene cuando la llamo por mis dotes sexuales, sino por haberse aburrido de las novelas de la tv y el contacto hueco con los amigos del facebook) la noche que se quedó a dormir.
¿"A qué les tenés más miedo?" me pregunta una vez finalizada la batalla. Siento un frío en la espalda.  Nuestra desnudez se intensifica. Me causa gracia su pregunta, es la última pregunta que imaginaba que una mujer le podría llegar a hacer a un hombre inmediatamente después de acabar.
No sé qué decirle. Podría hacer una lista enorme de miedos (porque podría hacer una lista enorme de deseos). Le nombro dos. Los dos más recurrentes en los último tiempos: recibir algún día una carta como la que yo envié y trabajar toda la vida rodeado de gente a la que no me interese escuchar más de cinco minutos.
Le pregunto por su mayor miedo. Me dice que teme que la consideren una mediocre. No recibirse.
Descubro que mi amante me ayuda a pensar. Hablando con ella, por ejemplo, descubrí -por ejemplo- porqué jamás pude internalizar la épica del sacrificio que tanto trató de inculcarnos mamá a mi hermano y a mi; por la simple razón que la mejor forma de transmitir algo -una actividad, un compromiso, un gusto, lo que sea- es mostrando un goce efectivo en el hecho que se quiere transmitir. Al día de hoy jamás sentí que mamá disfrutara de vivir bajo el yugo del sacrificio, el trabajo a corazón abierto de sol a sol. Toda la vida lo viví como algo que "había que hacer". Como un mandato sobre el que la propia subjetividad no tenía más remedio que disciplinarse. Que rendirse. La desidia paterna, en cambio, -jugando con el plus de la identificación de género- siempre me resultó una actitud tan desinteresada por el mundo como gozosa por ello.
La tensión vivida entre esos dos modelos fue más que evidente. Resulta difícil internalizar algo que no fue experimentado con placer por la persona que pretende transmitirlo; resulta asimismo difícil desprenderse de aquello que -sabiéndolo perjudicial para nuestras propias relaciones en el mundo- fue incorporado con la certeza de que el goce reside allí mismo y no en otro lugar.
Vuelvo a pensar los términos.  Y pienso que, tal vez, donde parece haber extrema libertad no hay tal cosa, y donde parece haber un encadenamiento involuntario, puede llegar a haber un disfrute insospechado.
Seguiré revisando la bibliografía que me acompaña, entre batalla y batalla, en mi nueva casa.






 

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