martes, 30 de diciembre de 2014

NUNCA MAS...






 

"CONTRA EL RECITALISMO" (POR ESTEBAN SCHMIDT PARA T.P)

Nos importa que Cromagnon no oficialice un mundo con corrales de culpables, inocentes y víctimas de los que no se pueda escapar durante toda la vida. El relato periodístico, inevitable —ese radar que no ve nada, imbécil, abrumador— ya ha hecho su daño, subrayando el melodrama por sobre los hechos y los contextos de los hechos. Pero esta es la famosa batalla perdida. No podemos evitar la crueldad y el cinismo del ganapán que edita un noticiero de televisión pero tal vez le podamos pedir a León que no extienda su reconocible habilidad de acrecentar el cancionero folklórico hacia un papel de resonancia pública no musical que sólo sirve para hacernos cargo de nada.
En la Argentina (no sé como es en otro lado) la última vez nunca resulta ser la última vez. “Es la última vez”. Y no. Y así. Valiéndome del juego de palabras, el rock, si tiene una promesa troyana, es la de “la primera vez”, un eco vanguardista permanente que no sólo tiene traducción artística sino también algo más elevado y de regalo a la comunidad: más tolerancia, más amor, más cabeza abierta. Pero aquí fue sólo envase. En la Argentina, el rock, lo que hemos podido ver todos estos años, ha sido un negocio que se manejó casi peor que ese supermercado de Mendoza que obligaba a desnudarse a las cajeras por si se llevaban un turrón en el corpiño.
En paralelo con la decadencia nacional, el rock acompañó con obediencia la manía de hacer las cosas mal e indolentemente. No hablamos de un River bien hecho, sino de todos esos lugares chiquitos. Por dentro de ese esquema maltratante fue creciendo el rock más cabeza. Cromagnon fue la etapa final del maltrato, la fantasía más retorcida del primer turro que hizo números y se le ocurrió meter a cien donde entraban cincuenta. Tristemente, el rock chabón marida bien con la sensibilidad barrial y ahí es cuando el maltrato como costumbre y la descomposición del mundo que nos rodea se asocian para la espiral de la muerte. Podemos pasarnos horas murmurando: “Soy de Celina, es un sentimiento, no puedo parar”, pero no va a significar nada. No significa nada importante. Significa: vivís en Celina.
Invocar la pertenencia barrial tiene ese costado político con el que podríamos coincidir si se trata de hacerle frente, con dignidad, al deterioro de un territorio, obra y gracia de la transferencia de ingresos y la separación abismal con los que zafaron. Está claro, nadie que salga en la tele quiere ir a vivir a Celina, por lo tanto el de Celina resiste la humillación inventando una identidad. Pero cuando no hay política, cuando hay aguante, se trata objetivamente de una burrada convertida en sacramento y que alimenta el atado con alambres y las niñeras de un peso.
Invoquemos ahora a Vito Corleone cuando le pide al enterrador Bonasera que use “todo su poder, toda su habilidad” para arreglar el cadáver de su hijo Sonny y que su madre no lo vea desfigurado quinientos tiros después. Ayer que vi esta película por vez 109 pensé en León, en los padres de las víctimas, en mí, en Bonasera y su poder, en Aníbal, en Pato Fontanet, en el estadio de Vélez y en una novia a quien vi maquillar el cadáver de su madre.
Cuando se ha hecho una cagada de elefante, la culpa es inevitable y no debe ser reducida ni eludida. Y si por casualidad no somos castigados, debemos castigarnos y atarnos una piedra a la pata y caminar, eso sí, en dirección a la luz pero a la velocidad del peso y de la culpa hasta que nos sintamos mejor. Esto es jodido y deja poco margen, lo sé. Lo que pasa es que el cuento de la muerte tiene un final tristísimo.

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