lunes, 12 de septiembre de 2016

LOS PERMITIDOS DEL TIEMPO...

Resultado de imagen para ALDEA

LA ALDEA

Alguna explicación debe haber para el tiempo. No para el clima, sino para el tiempo. No para el origen del tiempo (nosotros no estábamos ahí cuando ese monarca sin nombre nació, y sabemos que es algo muy de nuestro tiempo no darle importancia a aquello que no nos afecte en forma directa) sino para su contracción actual: no nos alcanza el tiempo. Ya no.
Las cosas que queremos hacer quedan fuera de su campo de acción. Los fines de semana, por ejemplo: ¿en que momento se volvieron un suspiro? ¿Cómo le permitimos, al tiempo, semejante avasallamiento sobre nuestro derecho al ocio y al trabajo hermoso que este puede engendrar?
El soñar triste lo hizo despertar bien temprano. Era sábado y el invierno demoraba el amanecer.
Se levantó con dificultad, con la extraña sensación de sentir que, en ese momento, era la única persona de pie sobre la mitad de la tierra.
Puso la pava en el fuego y esperó que hierva el agua. Se sentó junto a la ventana a ver cómo, con las primeras luces del día, comenzaban desfilar las personalidades ilustres del barrio: la dueña mitòmana de la mercería, el peluquero tatuado, el farmacéutico hermitaño: cada uno moviéndose hacia lo suyo, dirigiéndose a su propia órbita.
Asì paso largo rato. No hay que escuchar a los vecinos: así uno los odia; hay que verlos; pasar asì uno los quiere. Hay que querer a los vecinos.
Su prima al teléfono. Que lo quiere ver. Que le queda poco tiempo en Buenos Aires, que porque no van a desayunar a algùn bar. Que sì. Que van.
Èl pide un café con leche con tostadas; ella una lágrima con medialunas. Hay más gente en el bar hablando a su alrededor. Ellos también hablan y, entre todos, elevan un cadáver exquisito de palabras, que sube dulcemente hasta el techo del bar para bajar en forma de espuma y depositarse en las tazas de los presentes. Muchos horizontes posibles, en un mismo punto de encuentro, a una misma hora.
La prima habla. Afuera hace frío y empieza a llover. Ella habla. Dice que las medialunas estàn ricas, que allà no se consiguen medialunas asì. Sì, son ricas las medialunas, pero más ricas son las tostadas, piensa el primo mientras esparce con cuidado la mermelada de frutilla. El no recuerda cuándo fue la ùltima vez que ella vino. Ella se lo recuerda. Èl, entonces, se acuerda. Ella le dice que esta vez querìa verlo especialmente a èl, porque siempre viene por pocos dìas y, por razones de tiempo, no llega a ver a toda la gente querida.
El le comenta un pasaje de un libro que le pareció genial. Es un libro de entrevistas en el que un escritor comenta la llamada “teoría de la aldea”. Es una teorìa desarrollada por un grupo de antropòlogos en base a un estudio de campo y el resultado arroja un dato màs que interesante. Al parecer una persona cualquiera, sin importar dònde viva ni a què cultura pertenezca, adquiere, a lo largo de su vida, màs o menos la misma cantidad de vìnculos significativos. Uno o dos amigos de la infancia, alguna persona de la familia a la que se ame, uno o dos amigos de la adultez, uno o dos compañeros sexuales que estèn presentes mucho màs que otros, algùn enamoramiento profundo. Mientras termina su làgrima, la prima lo escucha con atenciòn, con los ojos oscuros quietos, serenos, brumosos. Que la teorìa debe su nombre a que, nuestras posibilidades de tener vìnculos significativos en nuestra vida no son mucho mayores a los que tenìan los habitantes de las aldeas africanas. Que, a pesar de las posibilidades que nos ofrece la tecnologìa para conocer gente todo el tiempo, nuestra mente y nuestro corazòn tienen un cupo de personas y que una vez que la capacidad està completa, no hay lugar para nadie màs.
El tiempo, siempre el tiempo. El tiempo ponièndole cerco al corazòn.
El termina sus tostadas. Ella lo mira. Èl busca con la mirada a la moza. Ella lo mira. Èl visualiza a la moza y espera a que la chica tambièn haga contacto. Ella lo mira. La moza adivina, al verlo, su voluntad de pagar la consumisiòn y se acerca a la caja para que cierren la mesa. Afuera hace frìo. Èl mira por la ventaba, a travès del vidrio empañado. Ella llora. Gruesas làgrimas de lluvia le resbalan por las mejillas. La moza llega a la mesa con la factura, la deja sobre la mesa y se aleja sin perder un segundo, se aleja con miedo, con terror, como si las làgrimas que hubiera visto mojar la servilleta doblada sobre la mesa pudieran derretir su piel en caso de salpicarla.

En su casa, algunas horas despuès, pensò que aùn habìa espacio en su aldea, y que ahora todo dependìa del tiempo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario