UNO
MENOS DOS
No,
no había tenido un buen sueño. Le
hubiera gustado no soñar eso, no despertar en plena noche (si es que era de noche)
angustiado por la nitidez con la que se vio caer en un agujero negro que
parecía querer chuparlo hacia el vacío cuando, unos minutos antes (si es que
habían sido sólo minutos), y todo por obra y gracia del cretino de su
inconsciente se había encargado de enchufarle, de malo nomás, semejante imagen
de porquería a su conciencia.
¿Por
qué? ¿Por qué ese tipo de sueño, justo a él, justo en ese momento? No era
justo, nadie debería tener que hacerse cargo de enfrentarse con sus propios
fantasmas mientras está completamente sólo en la vida. Que los fantasmas vengan
después, cuando uno ya no está acurrucado en la oscuridad. Así se sentía.
Así estaba.
Revisó los bolsillos
del jean: llaves, billetera, documento. Algo le faltaba; una vez más: llaves,
billetera, documento. Ahí está: el celular. Le causó gracia que estaba por
olvidar algo que –de no sentirlo entre sus manos cada cinco minutos- lo llevaba
a una crisis de ansiedad que ninguno de sus amigos podía tolerar. Era un modelo
nuevo, con todas las posibilidades tecnológicas disponibles en el mercado; el
mejor regalo de cumpleaños que le pudo haber hecho su hermana, a la que, no
pocas veces, había catalogado de “mal nacida”.
La hermana era más
insoportable que la madre. La madre sólo
le pedía que aportara algo de dinero en la casa y que “tenga cuidado” cuando
salía con los amigos. La hermana, en cambio, lisa y llanamente lo presionaba
para que se hiciera cargo de todo. Y “todo” era mucho.
Había muchas cosas que
lo fastidiaban. Se consideraba una persona responsable, pero no quería asumir
más responsabilidades de las que asumían sus amigos. Es verdad, los amigos no
estaban en su situación, no tenían que preocuparse por otra cosa que no sea no
quedarse dormidos en la hora de biología, pero aun así le parecía injusto.
Sus amigos eran todo... ¿qué sería de la vida
sin ellos?
Enumeró una vez más:
llaves, billetera, documento…y celular. El procedimiento mental (para su propio
fastidio) se repetía entre tres o cuatro veces antes de salir de la casa, y se
volvía a repetir a lo largo de toda la noche, en diferentes situaciones:
mientras tomaba el colectivo para ir a la casa de Gustavo, jugando al truco en parejas para matar el
tiempo que los separa de la hora de ir al boliche, en la cola para entrar, en la barra mientras espera que le preparen
el trago que ordenó. Y es en la barra, y
es después del primer trago –por lo general un fernet- que la noche arranca
oficialmente. Y esa noche (le da bronca no darse cuenta qué), le faltaba algo.
No importaba; un trago
más –el último, porque así como sus amigos no toleraban ver el estado de crisis
que evidenciaba cuando no tenía en celular, él tampoco toleraba tener que estar
depositándolos como piedras, en el estado vergonzoso en que solían volver ellos
a sus casas- haría que ese olvido (el olvido de algo que no sabía bien qué era)
fuera seguido de un olvido a la segunda potencia: el olvido del olvido. Un
olvido vendría acompañado del más feliz estado de despreocupación ante
todo lo que no sea conseguir una chica.
Le costaba acercarse a
una mujer. Había entendido cuál era la “lógica” del boliche, y no le gustó
pensar que había muchas probabilidades que afuera, en la vida real, las cosas
entre los hombres y las mujeres funcionaran bajo la misma ley implícita. Y esa
ley no es otra que aquella que reza que “el hombre propone; la mujer dispone”.
En otras palabras, si el hombre quería satisfacer sus deseos sexuales, debía
dar el primer paso. Otra injusticia más para su vida. Quizá una injusticia
mayor que la de hacerse cargo de la casa, como le exigía –desmedidamente- su
hermana.
Entendía que una
persona tiene que ir detrás de aquello que quiere. Pero sólo lo aceptaba sin
excepciones cuando el “objeto” era –justamente- algo inanimado. No entendía por qué, si la chica iba a
terminar acostándose con él, es decir si ella también tenía deseos sexuales, no
hubiera hecho nada al respecto más que quedarse posando en medio de la pista,
refugiada entre sus amigas.
A sus amigos no parecía
molestarle esa situación. No sólo tenían asumido el código, sino que – además-
parecían disfrutar del mecanismo.
Estaban encantados con la idea de la conquista, de la caza de la mujer.
Pero él no. No tenía nada en contra de la idea de
seducir; simplemente no se sentía cómodo evidenciando sus ganas de conquistar.
Quería que se diera todo de otra forma. De de forma natural le gustaba
pensar. Un pensamiento que, desde ya, no podía compartir con sus amigos sin que ellos estallaran en carcajadas y lo trataran de puto.Quería despertarse en la mañana al lado de una chica que le gustara sin que ninguno de los dos tenga la menor idea de cómo fue que llegaron a ese lugar. Desconocimiento de los hechos no por haber estado bajo el efecto del alcohol o alguna otra sustancia al momento del encuentro, sino por una cuestión de haber asumido roles diferentes a los que estaban acostumbrados a asumir sus amigos y las chicas que accedían a irse de los boliches con ellos.
Él también quería
seducir, pero odiaba que fuera de una manera tan explícita. Sus amigos tenían
más éxito, tenían relaciones con más frecuencia, pero aun así no sentía
envidia. Sentía bronca. ¿Por qué si a
los hombres le gustan las mujeres y a las mujeres le gustan los hombres es
siempre el hombre el que debe dar el primer paso?
No tenía sentido
avanzar en ese punto. Pensó que, simplemente, a los hombres le gustan más las
mujeres que lo que a las mujeres le gustan los hombres. Aunque le quería seguir
dando vueltas al asunto.
Lo paradójico era que
para llegar al acto más primitivo –el acto que es, según el caso, aquel capaz
de fundar una vida entera o aquél capaz de generar un goce tal que postergue
por completo la idea de fundar esa vida entera – quería utilizar recursos más
sutiles que los propios de sus amigos. Grave error.
El primer fernet
llegaba a su fin. Desde la barra escrutaba la pista. Sacó el celular para ver
la hora. La noche estaba en el clímax (al igual que las hormonas en ebullición de los presentes), y el boliche
empezaba a ponerse como lo hace el subte en su hora más concurrida. La música
electrónica atronaba sus oídos, haciéndole sentir los golpeteos del corazón
contra el pecho. Entonces vio salir, detrás de una cortina de humo, a su amigo
Gustavo. Venía caminando hacia la barra con dos chicas. Se sonrieron. Gustavo
le presentó a las chicas. No alcanzó a escuchar el nombre de ninguna de las
dos. No importaba; lo hubiera olvidado inmediatamente.
Seguía pensando que,
esa noche, le faltaba algo.
Según Julieta, ella se
empezaba a maquillar muy tarde. Siempre había que esperarla. Y esa noche estaba
más indecisa que de costumbre. Pollera o
pantalón, el primer gran dilema. O mejor dicho el segundo, porque el primero
era –Julieta no lo sabía- qué tipo de prenda interior llevaría bajo la pollera
o el pantalón. Le daba tanta vergüenza
usar la llamada “bombacha de vieja” como usar tanga. Si usaba esta última
prenda, se sentía cargada de sexualidad. No es que le escapara a los deseos de
su cuerpo, era que, simplemente, usando tanga sentía que salía a entregarlo, sin importar muy bien a quién.
Sabía que sus amigas usaban y que no por eso eran putas adolescentes,
pero aun así no podía dejar de sentir una sensación encontrada, de extraña
ambigüedad, cada vez que abría el primer cajón del guardarropa y sacaba una de
esas prendas diminutas que –lo sabía, lo sabía y le gustaba- tanto hacen perder
la cabeza a los hombres, al punto de ser capaces de arrodillarse ante la sola representación mental de la imagen de
una mujer que les guste usándola. No hay vuelta: los hombres se vuelven inmediatamente devotos de una
religión sin nombre. Seguidores fieles de un Dios todopoderoso.
Había colores que le
resultaban más chocantes que otros: el rojo más que el rosa; el negro más que
el azul.
Optó por la azul. Y
pantalón arriba (era una noche ventosa, con anuncio de lluvia y hasta granizo
inclusive).
El maquillaje debía ser
sugestivo, no como lo usaba Julieta, que en lugar de resaltar los rasgos de la
cara, se transformaba en un payaso nocturno. Julieta entraba al boliche con la
cara parecida a la que tienen algunas chicas cuando se van, al amanecer, más
borrachas que muchos de los chicos.
Esa escena sí que le
parecía penosa. Nunca había terminado así. Siempre llegaba a su casa por sus propios medios; siempre entera y
en condiciones de presentarse ante un eventual interlocutor sin tener que bajar
la mirada, ya sea ante los ojos de su madre o de su abuela, que no tenía nada
más interesante que hacer mas que estar despierta los domingos a las seis o siete de la mañana,
atenta a cualquier sonido que se registrara en las
puertas o ventanas; siempre con espíritu de detective privado, o de médico en guardia de
hospital.
Su problema era otro, más
íntimo. Tenía ganas de conocer a alguien por más que muchas veces se mentía a sí misma con
esa frase que tanto odian los hombres cuando ven salir de los labios de una
mujer, la conjugación: "yo-bai-lo-con-mis-a-mi-gas". Puras mentiras.
No quería engañarse.
Quería estar con alguien. Pero no quería sentir que era un pedazo de carne, un
plato a devorar que –a las pocas horas- sería cruelmente olvidado. La tanga le
generaba esa controversia. La tanga –lo sentía de esa manera- era un llamado a
una rápida ingestión y a un olvido inmediato.
Y ella no quería ser ingerida y olvidada. Prefería sentirse un postre
antes que un plato de pastas. Un postre de esos que se hacen durar no un
minuto, como hacen los glotones, sino lo que dura toda una película, como lo
hacen los enamorados mientras se sientan, abrazados, frente al televisor.
Quería sentirse
deseada, pero que ese deseo se extendiera a algo más profundo que a la
inmediatez de su cuerpo bailando bajo las luces intermitentes y a algo más que
a esa noche. Porque esa noche, como las que pasaron y las que seguirían, su
cuerpo sería sólo un cuerpo más, uno más entre el montón que baila bajo las
luces intermitentes. Y esa intermitencia era, también, la misma con la que
fluye el deseo. Quería dejarse llevar por el río de la noche, pero temía no
poder nadar en caso de que el bote se de vuelta y el nivel del agua no la deje hacer pie.
La tanga era la prenda era clave para generar
el erotismo necesario, el que le hace falta a todo cuerpo –masculino o
femenino- para desfilar en el mercado de la seducción con chances concretas de salir victorioso. Mal que le pese, no podía prescindir de
usarla.
Mientras se terminaba
de delinear, sintió el celular que –después de sonar varias veces- comenzaba a
caminar por el borde de la mesita de luz. Era Julieta. Ya estaba abajo, en la
puerta de entrada del edificio. Alcanzó a tomar el celular y llevarlo al baño
para sacarse una foto frente al espejo.
Tenía que apurarse, en
la oscuridad de la noche podía distinguirse un cielo más oscuro que la propia
noche. La idea era entrar al boliche antes de que se largara a llover. Las
noches de lluvia no suelen ser las mejores para salir; pero ya estaba lista y
además no tenía ganas de soportar a su prima toda la semana reprochándole que
se quedara en la casa por un simple
chaparrón: “al final, sos un bebé”
Algún reproche; alguna lágrima silenciosa
formaban parte de la conversación. Y hablaban de él. Hablaban de él como si no
les importara, como si no lo quisieran. Eso lo preocupó. Y esa preocupación fue
creciendo día a día, fue gestando en su interior un terror secreto; seguramente
insospechado para las personas que –durante su sueño- hablaban de él como si no
existiera.
Y,
con el paso de los días, los sueños comenzaron a hacerse recurrentes; cada días
un poco más amenazantes, cada día un
poco más nítidos. Ante la impotencia, entendible en su caso, hubiera preferido seguir viviendo en la
inocencia más infantil, que la visión del mundo que se presentaba en sus sueños
fuera un rasgo acuoso, uno más entre los rasgos acuosos que lo rodeaban cuando
abría los ojos a la realidad. Pero no. Quiso el destino que la lucidez no
estuviera presente en sus momentos de vigilia y que –por el contrario- lo
acompañara a la hora del descanso. Y si
no hay nada del orden del sueño que pueda ser cumplido, o transformado, o
aplazado en la realidad, vale decir, si el sueño y la realidad viven en
dimensiones paralelas, en esferas que se miran pero no se tocan, entonces más
vale no soñar. Si darse cuenta –de un deseo o de una verdad- es el límite a lo
posible y no la puerta de acceso a nuevas formas de lo vivible, entonces mejor
no entender nada, no darse cuenta de nada. Y ya.
¿Qué
hacer con los sueños, entonces? No se los puede erradicar. Están allí, en algún
rincón de la mente, agazapados, esperando para salir, para hacerse ver en el
preciso momento en que nuestros ojos están bien cerrados, y luego, cuando
finalmente los abrimos, desaparecen. Pero, como todo lo que está vivo en este
mundo, dejan huellas desperdigadas de su existencia.
Y
él estaba tratando de seguir esas huellas. Tratando de ver a dónde conducían. Era un
trabajo de detective, con la diferencia que el detective se sirve de su propia
perspicacia para ir generando las pruebas que lo ayuden a develar el enigma;
él, en cambio, debía conformarse con la información que el destino (es decir,
el puro azar) a través de sus sueños, le fuera suministrando.
Y
las dosis siguieron. El sueño original, el que despertó su angustia, y el que
también lo despertó a él mismo bañado en sudor, con el paso de las noches (si
es que soñaba sólo por las noches) se fue inflando lentamente, se fue llenado
con el aire tenebroso que le introducían
los nuevos sueños, de los que –por desgracia-
no podía desembarazarse.
Hasta
que el gran sueño estuvo completo, y – recién entonces- sintió un viento frío y
seco que deformaba de un plumazo (y para siempre) el lugar húmedo y cálido que
ocupaba en este mundo.
Los
sueños habían concluido. No había sido sólo el llamado telefónico. No había sido sólo
la chica escapando de la casa, fugándose para evitar a la madre. Había sido
también el rechazo absoluto de la situación por parte de una de las voces en el teléfono. Había sido, además, la
misma chica viajando en colectivo rumbo al hospital. Y había sido,
finalmente, ver la cara del bebé que era dejado, envuelto en una bolsa, en el
baño de la estación de trenes.
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