LEGÍTIMA DEFENSA
La familia recibió de
muy buena manera mi llegada a la casa. Especialmente Martina. Apenas me vio
entrar, corrió a abrazarme como si nos conociéramos de toda la vida. Nunca
pensé que las cosas iban a terminar como terminaron, nunca pensé que me iban a
echar a la calle.
Cuando la conocí, supe
que tendría una relación especial con esa nena. Y no me equivoqué. Por las
tardes, apenas ella volvía del colegio, jugábamos a las carreras en el jardín.
Corríamos como locos hasta que alguno de los dos –generalmente ella-
evidenciaba una grado de agitación que obligaba a Natalia a poner fin a semejante
despliegue físico, para pasar a la cocina a tomar la merienda y, después, jugar a algo más tranquilo.
Yo también entraba,
aunque no me gustaban los juegos de mesa. No los entendía del todo. No me
causaban gracia y me aburría a los pocos minutos. Sí nos gustaba mucho ver
televisión juntos. A ella le gustaba
especialmente ver el Chavo. Yo prefería los documentales que pasan sobre
los animales, esos que captan su naturaleza en su estado más puro, moviéndose
libremente allí en el hábitat en que nacen, se reproducen y mueren. Pero
Martina se aburría, así que me resignaba a ver lo que ella quería con tal de
verla contenta.
Por las noches, después
de la cena, me daba un beso en la frente y se iba a la cama. Me divertía verla
comer a escondidas un chocolate que guardaba bajo la almohada, después de haberle
enseñado a Natalia la dentadura completamente blanca, con la brisa fresca que
sale de la boca por el uso de la pasta dental.
Después se acostaba y
dormía como un ángel. Lo sé porque, en las noches en que yo no pegaba un ojo,
me levantaba, tomaba un poco de agua y me dirigía directamente a su habitación
a ver cómo dormía. Más de una vez pensé en meterme en la cama. En dormir
con ella. Pero no sé si a Martina le hubiera gustado; a Natalia seguro que no,
me hubiera echado a la calle (como finalmente hizo), por más que la nena le suplicara que no, por más
que le explicara que yo no había hecho nada malo. Que jamás haría algo que
pudiera llegar a lastimarla.
Me abstuve de hacerlo.
Y –debo confesarlo- no tenía muy en claro cuál era la naturaleza de ese deseo que me empujaba a querer compartir
las sábanas con Martina. Siempre me consideré su amigo, siempre intenté
transmitirle que podía contar conmigo para lo que necesitara, que siempre la
iba a escuchar y siempre la iba a tratar de proteger de todos los males de este
mundo.
Hasta que una tarde,
mientras corríamos por el jardín bajo un sol radiante, pude sentir cómo mi
miembro aumentaba considerablemente de tamaño mientras miraba a Martina reírse por
haberme ganado la carrera. Me avergonzó mucho la situación; tuve miedo que la
nena se diera cuenta, así que corrí a ocultarme en el interior de la casa.
A partir de ese incidente,
me costó horrores poder volver a dormir. Me pasaba noches enteras mirando el
cielo y tratando de darme cuenta si debía reconsiderar el lugar que estaba
ocupando en esa casa. Por las tardes, cuando Martina me venía a buscar para ir
a jugar, me hacía el dormido. Me rompía el corazón ver cómo se quedaba el resto
del día cuando no podía jugar conmigo. Se sentaba en el sofá a ver el chavo,
pero no se reía nunca. Ni siquiera cuando aparecía en pantalla Quico, su
personaje favorito. Me dolió también escuchar que le preguntaba a Natalia si yo
estaba enfermo. Natalia le decía que yo estaba perfectamente bien y Martina no
podía entender qué es lo que había pasado.
Pero las cosas no podían
volver a ser como antes. El incidente del jardín marcó un antes y un después en
mi relación con ella. Tenía miedo de no poder controlar mis impulsos. Me
culpaba por mi erección. Me culpaba, también, por haber encontrado,al despertar
una mañana, un líquido pegajoso en el piso que, no tenía dudas, había salido de
mi cuerpo.
Todo esto no hacía otra
cosa más que empezar a arruinar la hermosa relación que había construido con la
nena.
Por más doloroso que me
resultara, mantuve en los meses siguientes la misma postura: la evitaba todo lo
que podía, y cuando jugaba trataba de no mostrar mayor interés, para que la
nena se cansara de perder el tiempo conmigo y se entusiasmara jugando o haciendo cualquier otra cosa por su cuenta.
Un día llegó el tío
Roque. Escuché a Natalia decir que se quedaría por unos días, hasta que consiga
un trabajo que le permita alquilar algo. Pero los días se hicieron meses, y el
tío Roque se fue instalando cada vez más. Al principio le preguntaba a Natalia
en qué cosas podía colaborar para la manutención del hogar. Pero, al poco tiempo de estar
viviendo con nosotros, la situación se dio vuelta; Natalia lo empezó a atender como si
fuera su marido, y el tío Roque era el que decidía (unilateralmente) qué se
podía hacer y qué no.
De entrada me cayó muy
mal que se llamara como yo. Nunca me gustó mi nombre; me parecía nombre de
viejo. Ahora se me ocurre que hay dos cosas que –de movida- uno no decide en
esta vida: la primera es venir al mundo, y la segunda es con qué nombre venir.
Lo del nombre, sin
embargo, era un dato totalmente menor. Algo intrascendente a comparación a lo
que yo me sentía capaz de oler en el tío. Y, evidentemente, en algún momento debí transmitirle a ese
hombre (tal vez con alguna mirada punzante y prolongada, de esas que suelo
poner para advertirle a los extraños que los estoy inspeccionando) que no era
de mi agrado, porque una de las primeras cosas que le comentó a Natalia es que
no me quería en la casa.
Yo seguía manteniendo
la distancia con Martina. Él, en cambio, a medida que pasaba el tiempo, daba
muestras de estar consolidando un vínculo cada vez más estrecho con ella.
Ocupaba mi lugar en el sofá a la hora del Chavo. Yo seguía la escena a un
costado del comedor, casi agazapado.
Entonces lo vi. Lo vi,
sentado como todas las tardes, en el sofá con Martina, mientras veían el Chavo.
Quico estaba en escena, llorando en la pared con ese sollozo tan característico
del personaje, y Martina lo miraba embelesada. Y el tío Roque, viendo que la
mente de la nena estaba tomada por las imágenes que recibía del televisor, comenzó a acariciarla. Primero los muslos,
luego subió hacia el pecho, y luego bajó a la entrepierna. Una mano del tío
subía y bajaba lentamente por el cuerpo de Martina, mientras que la otra
hurgaba en el interior de la bragueta.
Estuve a punto de
correr en dirección al sofá para saltar sobre el tío Roque, cuando se escuchó
el ruido de las llaves abriendo la puerta de calle: era Natalia, que volvía del
supermercado con las botellas del vino que le había encomendado Roque.
El tío se incorporó de
un salto. El capítulo del Chavo estaba terminando, por lo que Martina –lentamente-
se incorporó a la realidad. Yo deambulaba por el pasillo. Iba y venía enfurecido
por la imagen que, a partir de ese momento, me acompañaría a todos lados y todo
el tiempo, como si fuera mi propia sombra.
Una tarde, Martina
volvió del colegio con fiebre. Escuché a Natalia explicarle al tío Roque que no
era nada grave, un simple estado gripal, pero que él debía cuidarla porque ella
no podía tomarse licencia en el trabajo. El tío Roque le dijo que se
despreocupara, qué el haría todo lo que hiciera falta para que la nena recupere
la salud.
Esa noche dormí
acurrucado contra la puerta de la habitación de Martina. Tenía miedo que el tío
quisiera entrar.
A la mañana siguiente,
salí al jardín a tomar agua y a tirarme bajo el sol a dar unas vueltas por el
pasto para distender un poco la tensión nerviosa que venía acumulando.
Cuando subí a la
habitación de Martina, me encontré con la situación más temida: la nena, con
los ojos entrecerrados y la voz temblorosa por la fiebre, le pedía a su tío un
poco de agua. El tío, completamente desnudo, la observaba desde la puerta de la
habitación, mientras le decía que enseguida le daría el desayuno. No lo dudé:
corrí por el pasillo a toda velocidad y le clavé los dientes en el tobillo a
Roque. Cayó al suelo y comenzó a gritar de dolor. Entonces, con una fuerza que
jamás pensé que podía llegar a tener, lo
arrastré varios metros por el pasillo. El tío me gritaba para que lo soltara.
No sólo no lo solté, sino que lo mordí con ferocidad en todo el cuerpo;
principalmente en los genitales.Martina no llegó a escuchar los ruidos y los gritos. La fiebre, en cuestión de segundos, la había hundido en un sueño profundo.
El tío quedó inconsciente, tirado en el pasillo con la ropa rasgada y la sangre brotando de distintas partes de su cuerpo. Así lo encontró Natalia, algunas horas más tarde, cuando volvió del trabajo. Sabiendo la que se me venía, me escondí antes de que llegara.
Lo internaron. Tenía heridas de importancia, más que nada en los genitales, pero ninguna que pusiera en peligro su vida. Debería quedar en observación por lo menos unos tres días. El hecho de que estuviera desnudo al momento de mi ataque, me hizo suponer que haría entrar en razones a Natalia sobre cuáles eran las intenciones que el tío tenía para con Martina; pero también era verdad que el monstruo tenía una coartada más que convincente: que yo lo había atacado cuando estaba por entrar a bañarse.
Al regresar del hospital, Natalia me llamó a los gritos. Yo estaba sentado en la puerta de la habitación de Martina. La madre de una compañera de colegio la estaba cuidando, mientras Natalia llevaba al tío al hospital. Nunca me había gritado de esa forma. Cuando me presenté, abrió la puerta de calle y, con el dedo índice, me señaló el exterior.
Me fui a la calle. De
la calle salí, en la calle viví mis primeros años de vida. No tengo miedo de
volver a vivir en mis orígenes. Mi único miedo era perder a Martina.
Esperé atento en la
esquina por las mañanas. Al segundo día, vi pasar el micro escolar por la
puerta de la casa. Martina salió, hermosa como siempre, saludó con un beso a
Natalia y subió. Seguí al micro hasta el colegio. Eran pocas cuadras y el micro
iba a una velocidad muy lenta, por lo que pude seguirlo sin perderle el rastro.
Esperé toda la mañana.
Cuando la vi salir, me le acerque. Martina me reconoció de inmediato y me
regaló un abrazo tan grande como ese que me dio la tarde que me vio entrar a la
casa. Me dijo que Natalia estaba muy enojada porque yo lo había lastimado al
tío, pero que estaba tratando de convencerla para que me dejara volver. Martina
me dijo que, mientras tanto, no quería que yo viviera en la calle. Que iba a
meterme, en secreto, otra vez en la casa.
Subió al micro escolar,
esta vez para emprender el camino de regreso, y la seguí otra vez.
La esperaba Natalia,
con un rico almuerzo y una grata noticia: el tío Roque ya estaba casi totalmente
recuperado, por lo que le darían el alta médica en
las próximas horas. Lo sé porque, sin que Natalia se diera cuenta, logré escabullirme
a sus espaldas mientras ella se demoraba en la vereda intercambiando unas
palabras con la vecina. Tampoco Martina advirtió mi ingreso, tan preocupada
como estaba por saber qué iba a comer de rico.
La nena demostró más entusiasmo
al comprobar que de postre tenía helado que por la noticia sobre la
recuperación del tío.
Le dijo a la madre que
me extrañaba, que quería que yo volviera a vivir con ellos. La madre le dijo
que de ninguna manera, que lo que le hice al tío no tiene perdón de Dios y que
lo mejor para mí era volver a vivir en la calle.
Pero lo mejor para mí
es estar cerca de Martina. Y lo mejor para Martina es que yo esté a su lado.
Una lástima que Natalia no se dé cuenta. Una lástima que Natalia no se dé
cuenta que lo mejor para todos es que yo esté en la casa. Que esté para cuando
vuelva el hijo de puta del tío Roque.
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