SÉPTIMO MANDAMIENTO
Así no podemos vivir.
La inseguridad es tal que a uno le roban lo que todavía no llegó a tener. Los
gobernantes no tienen el coraje de tomar las medidas que sean necesarias para
poner fin de una buena vez a la
delincuencia con la que –el ciudadano común- debe convivir cotidianamente. Cualquier
persona con dos dedos de frente sabe que no hay problema más urgente para
resolver. Pero claro, los políticos viven en barrios privados y siempre van custodiados. Se acercan a los barrios en época electoral
para tomar nota de los reclamos que reciben de los vecinos, pero después, desde
los despachos de sus ministerios, todo se pierde en un gran cajón sin fondo, y
vuelven a la burbuja personal que, después de algunos años de política,
supieron construir.
Así es fácil decir que
la inseguridad es “sólo” una sensación generada
por los medios de comunicación. Nada más alejado de la realidad que tal
afirmación.
Y no hablo por boca de
ganso. En la parroquia, donde nunca vimos a ningún periodista, semana a semana
escuchamos a vecinos que, antes o después de la misa, nos cuentan los robos que
últimamente sufrieron ellos mismos, o
que sufrieron personas allegadas, ya sean amigos o familiares directos.
El Estado no sólo
separó a la religión de su seno, sino que –al parecer- también lo hizo con la
obligación de brindar seguridad a su población. No tener seguridad es como
haber perdido la fe: no se puede vivir sin ella.
En la parroquia,
durante muchos años, tratamos de darles recomendaciones a los vecinos. Vienen
muchas personas mayores, que son ingenuas, que cuando alguien toca el timbre en
sus casas, salen a abrir la puerta sin preguntar quién está del otro lado.
Desde ya que fueron los que más robos sufrieron.
El padre Jorge, sin ir
más lejos, fue uno de los últimos damnificados. No sólo le robaron lo poco que
tenía en la casa, sino que –además- lo golpearon salvajemente. Gracias a Dios,
se está recuperando de sus lesiones y esperamos con ansias tenerlo nuevamente
dando la misa de los domingos. Es un hombre carismático, de profunda fe y
vastos conocimientos. Su palabra transmite la paz y la claridad necesaria para
calmar la ansiedad y la incertidumbre que el mundo moderno le imprime a
nuestras vidas. Fue una enorme responsabilidad para mí tener que reemplazarlo.
Pero acepté el desafío y –creo- estoy llevando las cosas a buen puerto. Termino
las misas como las terminaba él: recordándole a los presentes que podemos ir en
paz mientras esperamos la segunda venida sobre esta tierra de Nuestro Señor
Jesucristo.
Nos comunicamos
telefónicamente todas las semanas. Lo mantengo al tanto de todo lo que pasa en
la parroquia, la cantidad de gente que viene a la misa (se puso contento al
saber que no bajó la cantidad de fieles a pesar de su ausencia), los proyectos
sociales que se están armando con las parroquias de las localidades vecinas,
los reformas que se están haciendo para combatir la humedad que asoma en la parte
más vieja del inmueble. Es verdad, no le conté el incidente con Jesús.
A Jesús lo vi en el banco.
Yo estaba en la cola esperando para pagar los impuestos, cuando vi entrar a un
muchacho de barba oscura y pelo largo. Lo reconocí inmediatamente. Vi sus ojos
apagados y no lo dudé. Reconocí en su mirada la vida del que lo había dado todo
por el otro. Reconocí a nuestro menor. Pero las cosas cambiaron. Jesús ya no es
el mismo que dejó a María Magdalena llorando al pie de la cruz. No. Este Jesús
lucía muy nervioso. Dirigía la mirada en forma intermitentemente de las cajas a
la puerta del banco y de la puerta del banco a las cajas. De pronto entró otro
hombre que dobló el brazo del guardia de la puerta y le apunto con un arma en
la cabeza. Jesús también sacó un arma y corrió con velocidad hacia las cajas
mientras ordenaba a todo el mundo tirarse al piso. Entonces tomó un solo fajo
de billetes, lo puso sobre un mostrador, hizo una bendición (sólo yo lo pude
advertir porque era el único en el lugar que aún permanecía de pie; el resto de
los clientes estaban tirados en el suelo, aterrados por la situación) y, en un
abrir y cerrar de ojos, los fajos se multiplicaron hasta el techo. Producido el
milagro, le ordenó incorporarse a todo el mundo. Lo clientes se pusieron de
pie. Jesús señalo la montaña de dinero y luego abrió los brazos hacia la
multitud. Uno se adelantó tímidamente. Luego otro. Finalmente una masa
enloquecida de personas se arrojó sobre los billetes. Jesús salió caminando muy
tranquilamente, con el fajo del milagro en una mano y el arma en la otra. Su
cómplice lo esperaba en el auto. Salieron con poca plata, pero visiblemente
felices. Y, lo más importante, sin haber disparado un solo tiro.
El domingo siguiente al
milagro, al finalizar la misa se me acercó un vecino. Me sorprendió que me
dijera que él también había estado en el banco el día del asalto. Me preguntó
si, efectivamente, estábamos ante la presencia de la segunda venida de Nuestro
Señor Jesucristo. Le dije que no tenía la más mínima duda. Me dijo que él sabía
dónde estaba parando Jesús en el barrio, que lo había visto en el bar de la
estación y que –si yo estaba de acuerdo- podía convencerlo de que se acercara a
la parroquia. Me confesó, no sin dejar escapar una sonrisa, que éste Jesús le
gustaba más que el Jesús del que hablábamos durante la misa. Le dije que sí,
que lo ubicara, pero que lo hiciera
sigilosamente, porque antes de dar a conocer la noticia entre los fieles, había que informarlo de todo al padre Jorge.
El padre Jorge, de ser necesario –y seguramente lo es- deberá informar la
situación al Arzobispo de la provincia, y quién sabe si la cosa no desemboca en
el Vaticano.
Tengo plena fe en la
felicidad que experimentará el Padre por sentir que, definitivamente, no estábamos
solos en este mundo. Que podemos vivir sin Estado pero, aun así, no estamos solos
los vecinos de este barrio para dale pelea a la delincuencia que tanto nos abruma.
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