martes, 9 de julio de 2013

MAGIA Y BUROCRACIA...


 
 
 
POLVO MÁGICO

La secretaria del tribunal está cansada.  La inteligencia, cuando no es acompañada, cuando es apenas una luz titilante en la oscuridad, se vuelve un peso para su portador.  Agota, lastima, raspa. Y lo que es peor: tampoco el que la tiene se la puede sacar de encima, del mismo modo que el estúpido  no puede abandonar su propia condición. Tanto uno como el otro pueden simular lo contrario y –en su simulación- podrán engañar a un estúpido o hacer pensar a un inteligente; nunca al revés.

Imposibilidades de ser otra cosa, de eso hablamos.

Ella lo sabe, claro. Lo sabe porque lo siente. La pobre trabaja con gente que (está completamente segura) le chupa la sangre al Estado: inútiles, desinteresados, ignorantes. Ni más ni menos que lo que puede pensar cualquier ciudadano promedio sobre los empleados públicos.

Porque, digamos la verdad, nadie puede tener vocación de empleado público. Basta preguntarle a un chico qué quiere ser cuando sea grande para darse cuenta.

Pero a la secretaria no le caben las generales de la ley. Ella sí sabe, sí estudió mucho, sí es inteligente, sí busca participar activamente del proceso de administración de justicia a través del cargo que desempeña. Vocación por la tarea.

Y recibe su recompensa, desde ya. La recompensa es un sueldo que –si le agregamos el sueldo del marido- le permite muchas cosas: vivir en una casa confortable en un barrio adinerado con una garita de seguridad en la esquina, mandar a las hijas al colegio privado más caro de ese barrio adinerado,  estar afiliada a una prepaga que la mantenga alejada de la deficiente obra social con la que cuentan como sistema de salud resto de los empleados públicos, alquilar una casa todo el mes de enero en la zona más cara de la costa atlántica. Cambiar el auto con regularidad. Tener una doméstica con mayor regularidad aún. Y, siempre que los tiempos se lo permitan, viajar.

Es decir, entendió –como entiende tanta gente- que eso es vivir muy bien y trató de vivir muy bien para ser feliz, cuando hay tanta gente que vive tan mal y que –en consecuencia- no debe ser nada feliz.

La secretaria, aunque ella crea que sí, no experimenta ningún tipo de felicidad participando -con el sello que estampa en cada una de sus firmas- del proceso de administración de justicia. Sí intenta ser feliz (no sabemos hasta qué punto lo consigue) con el sistema de vida al que tiene acceso por ocupar ese lugar en el escalafón judicial. Más aún, experimenta la felicidad de saber que el techo está cerca de las manos, cosa que sólo pasa para los que trabajan dentro de una estructura. Y esa estructura podrá tambalearse, pero nunca, NUNCA, se va a caer.

La estructura es diseñada en otras esferas. Eso no es lo importante. Lo importante es que ese lugar, el lugar que ella ocupa, debe ser protegido, como debe ser protegida la felicidad que pretendemos construir en nuestra vida cotidiana. La secretaria se pregunta, entonces,  cómo proteger ese lugar tan preciado. Ese lugar al que todos quieren acceder porque es la puerta de entrada a ese paraíso terrenal, integrado por la casa con la garita de seguridad en la esquina, las vacaciones con la carpa en la playa paga todo el  mes  y el colegio para futuros autistas sociales al que van los hijos.

Diseña una estrategia. Su estrategia consiste en una degradación total y permanente de las personas que trabajan en su dependencia. De los inútiles, los analfabetos, los desinteresados de siempre. Los que esperan vivir como ella, sin tener su conocimiento y sin hacer su sacrificio. Si quieren sangre del Estado, mucha y fresca, que renueve sus plaquetas y les devuelva la vitalidad (si es que alguna vez la tuvieron),  deberían aprender dónde y cómo hay que succionar. Esa es la lección que la secretaria, ni en el tono jocoso que suele utilizar, se animaría a decir.

Ella los va a tratar como lo que son: potenciales depredadores de su cargo. Los jueces deben tomar nota, entonces, independientemente del desempeño de la secretaria en sus funciones, que no hay –entre el personal- nadie apto para ejercer tales funciones.  Sembrar esa idea (en ese sentido la secretaria funciona como una auténtica máquina agrícola)  le da más oxígeno para trabajar, reduce la cantidad de fantasmas que dan vueltas por su cabeza cuando se tiene que sentar a resolver un expediente y aparecen los agujeros en legislación, doctrina y jurisprudencia.

Para eso se inventaron los desayunos de los viernes, donde todos –jueces, funcionarios y empleados- están presentes: para desacreditar a todo el mundo. La técnica empleada es inteligente: consiste en seleccionar alternativamente a algún “otro” (y “el otro” son todos, del primero al último de los empleados) para señalarle –en tono burlón- críticas de cualquier tipo. Pueden ser en su calidad de persona (cómo se viste, cómo camina) o –las que siente más redituables- en su calidad de empleado (ahí en general se señala lo poco y lo mal que trabaja ese empleado). Lo que es fundamental en la técnica es utilizar siempre el tono jocoso, que convierte al enunciado semánticamente ambiguo. El resultado para ella es redondo: si el empleado se enoja y pasa ese primer filtro que hay que pasar (acusar recibo de la agresión y responderle a un superior) choca contra un segundo filtro: todo era una broma, por lo que el empleado es (además de un incompetente) un malhumorado. Pero la secretaria tiene suerte, rara vez los empleados atraviesan los filtros.

 

Parte central de su goce consiste en percibir la impotencia que genera; cómo los empleados se tienen que guardar la bronca que generan sus dichos. El secreto, tal vez, sea ponerse a un costado. Correrse de los términos en lo que ella se siente cómoda cuando se vincula, ante la risa cómplice de sus “dos manos” derechas y la indiferencia absoluta de los jueces.  Darle la espalda. No es fácil, desde ya. Del mismo modo que sus abusos fueron creciendo lentamente, el proceso de descolonización (para evitar situaciones muy violentas) también debería operar de la misma forma.  

Chomsky dice que cuando no se puede romper la jaula, cuando no están dadas las condiciones para hacerlo, lo más inteligente que podemos hacer es ampliar de a poco el piso de la misma. Es una forma ir ganando libertad.

Lo que la secretaria debe internalizar (a ella que le gusta tanto poner etiquetas en la cabeza de los demás) es que, cuando busca degradar a los demás, la que se degrada como persona es ella. Transmitir tal cosa, es decir, posicionarse como un espejo de la afrenta que nos quiere imponer el otro, requiere de un trabajo tan sutil como indispensable.

¿Cuándo se dan cuenta los empleados de que, en realidad, tal ambigüedad en el enunciado no existe, sino que se trata de una lisa y llana degradación cobarde en un doble sentido (cobarde porque lo hace desde un cargo superior y cobarde porque el tono jocoso la hace esconderse detrás de sus palabras)? Se dan cuenta cuando advierten que nunca, o casi nunca, hay un interés sincero puesto en el otro, o algún tipo de comentario alentador.  Como eso no pasa, entonces no hay ambigüedad: la intencionalidad en el  discurso es una sola.

Lo importante, para ella, es quitarle la voz al otro. Si esas mismas críticas las hiciera como corresponde, es decir, llamando al empleado en cuestión en forma privada y marcándole sus fallas (¿no se debería comportar así un jefe?), le daría lugar al empleado a ejercer una “legítima defensa en juicio”. Cuando tiene que hacerlo, no se siente cómoda. No le gusta sentirse interpelada, si le da entidad al otro, si lo deja hablar, puede llegar a perder en algún cruce argumentativo; mejor degradar todo el tiempo. Mejor que la otra persona crea que no tiene nada para aportar. Eso le evita tener que hacer algún esfuerzo intelectual frente a sus subordinados. Su razonamiento es: ¿desde cuándo un superior tiene que pensar en base a lo que cree un inferior?

 El otro no merece ningún tipo de esfuerzo intelectual de su parte.

La idea, entonces, es que el empleado se vaya encogiendo a medida que se acerca a su oficina. Y, cuando sale, que su tamaño sea tal que pueda ser escondido en algún cajón del escritorio, junto con los útiles.

 Su técnica es claramente manipulativa: busca que el empleado internalice la crítica, que se sienta un estúpido y –si es posible- que trabaje como tal. Porque si logra eso, si logra que el empleado trabaje sintiéndose un estúpido, es mucho más probable que haga mal su trabajo.

Y si los empleados hacen mal su trabajo el círculo perverso cierra perfecto: los jueces pueden estar tranquilos que la decisión en su nombramiento como secretaria fue la correcta. Y ella puede estar tranquila, porque podrá seguir viviendo muy bien, cuando tanta gente vive tan mal.  Y la justicia, la justicia entendida en la acepción más amplia de la palabra, bien gracias.

Imposibilidades de ser otra cosa, de eso hablamos. Tal vez para la secretaria sea imposible ser diferente, posicionarse diferente. No hace falta ser psicoanalista para percibir que detrás del manejo perverso que ofrece día a día, hay terrores inconfesables orbitando en su cerebro. Terrores que no le permiten posicionarse de otra manera frente a sus empleados. Que no le permiten valorarlos como personas. También hay terrores, seguramente, orbitando en las cabezas de los empleados para no poder posicionarse de otra manera frente a ella. Terror al “día después” de haber asomado la cabeza. Esos terrores, me parece, son los que hay que tomarse el trabajo de lijar, lijar hasta que queden reducidos a un polvo enorme, que podamos juntar con las manos para arrojar al viento, y que el viento lo envuelva y lo lleve lejos de las oficinas  en las que trabaja la gente del Tribunal.

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