LA
TIERRA SOBRE LOS PIES
Soy un hijo de la
democracia. Literalmente hablando, nací bajo tierra, pero rápidamente salí a la
superficie. La guerra nuclear –eso me dijo papá- había sido devastadora. Las
bombas alemanas caían del cielo como las gotas de lluvia lo hacen en la
tormenta, arrasando con todo lo que encontraban en su camino. Advertidos por la
radio zonal (que, en forma clandestina, recibía la señal de la radio oficial de Berlín) acerca de la
inminencia de los ataques, los años que vivieron en peligro, los sobrevivientes
de Lanús y Lomas de Zamora se refugiaron bajo la superficie. De allí la frase “se
fue a vivir a los caños”, que ahora es utilizada para referirse a las personas
que viven en la ruina material.
Si fuera sido por papá,
yo seguiría viviendo en las condiciones a las que lo obligó la guerra.
Los que resistieron en
las calles, junto con la gran diversidad de flora y fauna que ostentaba –orgullosa-
la plaza de Escalada, fueron exterminados.
Pero lo peor pasó. Los
monos se juntaron en Washington y tocaron el botón verde que decía “Democracy”.
Y acá estamos.
Me alegra poder decirlo
y que sea verdad. Me alegra poder ir a un bar, a una plaza, a la universidad, y
sentir que el piso no se fractura con mis pasos y sentir que no hay alemanes a
la vuelta de la esquina vigilándome. Pero papá sospecha. A mí me gustaría poder
convencerlo, pero él me quiere convencer a mí. Quiere que vuelva a vivir en el refugio,
bajo tierra, al lugar del que él nunca quiso salir.
Las comodidades del
mundo postnuclear le permiten mantener una vida relativamente tranquila, gozando
de muchos de los servicios que –en otra época- serían impensables viviendo bajo
tierra. El delivery por ejemplo. Los celulares funcionan bajo tierra, por lo que puede hacer un pedido por teléfono
a Coto, y el pedido llega sin ningún tipo de problema. Los chicos que hacen el
reparto van con la ilusión de recibir una propia extra por lo incómodo de la
entrega, ya que, en caso de no contar con Gps, deben consultar a los empleados
de Aysa sobe los puntos de la tierra en los que hay conexión con el interior
del mundo, para luego descorrer las tapas y descender unos diez metros por
escaleras polvorientas y llegar finalmente a destino.
Si se trataba de una
pizza, muchas locales exhibían un cartel contundente: “no hacemos repartos bajo
tierra”.
Abajo hay poca luz (lo
sé por los años en que bajé a visitar a papá). Cuesta ver o pensar con
claridad. Uno siente el sufrimiento de las cosas –los muebles, los libros, la
ropa-, su desesperación. También siente la perturbadora tranquilidad del que
sabe que todo está dicho, que la superficie es una condena segura a las
radiaciones de la infelicidad, y que –por lo tanto- sólo queda esperar lo que
todos queremos, el sueño que a todos nos iguala: morir mientras dormimos en la
profundidad del sueño, en la profundidad de la tierra.
Porque papá no cree en
la vida postnuclear. Sabe que los alemanes no van a volver, pero desconfía del
aire. Sospecha que las radiaciones de las bombas dejaron un veneno invisible
flotando entre las nubes. Que nuestros pulmones consumen oxígeno contaminado.
Que ningún vínculo es posible, que ningún proyecto gubernamental es posible,
cuando los cuerpos que pretenden llevarlos adelante están envueltos en toxinas.
Me cuesta pensar que
tiene razón. Es verdad que en invierno las guardias de los hospitales se llenan
de pacientes con afecciones respiratorias, pero supongo que tiene más que ver
con una deficiencia a la hora de protegerse del frío que con una toxina postnuclear
que anda dando vueltas por el éter. Me
pasa lo contrario: creo que las toxinas están acumulándose –lentamente- en el
refugio en el que decidió quedarse a vivir.
Ese aire, el verdadero
aire contaminado, fue el que comenzó a hacer que mis visitas sean menos
frecuentes. Papá nunca me dijo explícitamente nada sobre qué mundo tengo que
elegir para vivir, pero me da a entender que el mundo posible es uno sólo: que
el estado de guerra es permanente y que –ante la fatalidad que implica
semejantes condiciones de existencia- el
aislamiento es la mejor opción. Y no es tan grave ni tan excluyente el asunto.
La modernidad lo aggiorno todo; también las formas de aislamiento. No sólo
llega la señal del celular, también las facturas de los servicios, la
credencial de la prepaga. Tanto llegan las cosas (incluso algunas personas
también) que la ilusión de la vida en comunidad parece posible, como si no
fuera lo que verdaderamente es: una ilusión óptica.
Me desperté hace un
rato. No sé qué fue, pero desperté en plena noche como si me hubieran tirado un
balde de agua. Tuve la necesidad de
correr con desesperación a mirar por la ventana, a ver qué había del otro lado.
Los autos iban y venían
por la avenida a toda velocidad. Los árboles estaban allí, al borde del cordón de la vereda.
Nada fuera de lo común. Pero después miré alrededor, y vi mis cosas, las
cosas materiales que me rodean, y pensé que esta casa, que este lugar en el que
estoy viviendo, también es un refugio. Un refugio sobre la tierra, pero un
refugio al fin.
Me aterró la idea. No
puedo dormir desde entonces, pero creo darme cuenta qué es lo que debo hacer:
me voy a vestir, y voy a buscar la llave. Voy a caminar hasta ubicar el refugio
de papá con esa única llave. Se la saqué la última vez que lo vi y seguramente
jamás se enteró. Y voy a cerrar esa tapa con llave y tirarla en alguna
alcantarilla, como hacen los hermanos en el final del cuento de Cortázar.
No sea cosa que a papá
se le ocurra salir. Que salga para intentar convencerme de que estoy
equivocado, de que el aire envenenado me va a matar y que no hay nada mejor que
vivir con la tierra sobre los pies.
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