El
siglo XX, según el filósofo Alain Badiou, comienza con la guerra mundial de
1914-1918 (que incluye la revolución de octubre de 1917) y termina con el
derrumbe de la U.R.S.S y el final de la guerra fría. Se articula en torno a dos
guerras mundiales, por un lado, y al origen, despliegue y posterior hundimiento
de la llamada empresa comunista como empresa planetaria, por el otro.
El
siglo es un siglo maldito: para pensarlo, los principales parámetros son los
campos de exterminio, las cámaras de gas, las masacres, la tortura, el crimen
estatal organizado. Es el siglo en
que el hombre se obsesiona con la idea de crear “el hombre nuevo”
Ese
deseo, esta idea de refundación, fue una respuesta posible ante el horror.
Walter Benjamin, en su texto “Experiencia y pobreza”, señala que, entre los
años 1914 y 1918, “ha tenido lugar una de
las experiencias más atroces de la historia universal. Entonces se pudo
constatar que las gentes volvían mudas del campo de batalla. No enriquecidas,
sino más pobres en cuanto a experiencia comunicable.” Según Benjamin, la
pobreza de nuestra experiencia no es sólo pobre en experiencias privadas, sino
en las de la humanidad en general. Se trata de una especie de nueva barbarie.
Barbarie que, según Benjamin, vive en las edificaciones, en las imágenes, y en
las historias a las que la humanidad se debe preparar para sobrevivir.
Sobrevivir a la propia cultura. De eso se trata.
Agamben,
por su parte, plantea que lo característico de un tiempo tal, de nuestro
tiempo, es que en un determinado momento todos los pueblos y hombres de la
tierra se han descubierto en situación de resto.
El
advenimiento de la modernidad implicó, de acuerdo con Agamben, una escisión entre la nuda-vida (propiedad
última y opaca de la soberanía individual) y las múltiples formas de vida
abstractamente cristalizadas en identidades jurídico-sociales.
La
política devino bio-política. Y la vida se convierte en resistencia al poder
cuando el poder asume como objeto la vida. Sólo a través de la potencia del
pensamiento una forma de vida deviene forma-de-vida (como es el caso en la
escritura de Kafka)
Entre
las formas de resistencia; aparecen tanto la “locura” (Artaud) como la
“extenuación” (Kafka).
Con
respecto a la locura, Foucault la reconoce como reserva de sentido, como
resistencia al discurso dominante de la época que la clasifica como tal. En su texto “La vida de los hombres infames”,
el filósofo señala que los procesos de la medicina bien podrán hacer
desaparecer la enfermedad de la lepra o de la tuberculosis, pero permanecerá
una cosa, que es la relación del hombre con sus fantasmas, con su imposible,
con su dolor sin cuerpo. Allí aparece la cercanía entre locura y literatura,
entre locura y experiencia de vida.
Antonin
Artaud, en su texto “Para acabar con el juicio de Dios” advierte que “es
preciso reemplazar la naturaleza por todos los medios posibles de actividad y
en todas partes donde pueda ser reemplazada”. Para Artaud, el mundo aún no está constituido, el mundo
sólo tiene una pequeña idea del mundo y quiere conservarla eternamente. Y eso proviene,
según el poeta, de que el hombre, un buen día, detuvo la idea de mundo. Detener la idea de mundo tiene que ver, justamente,
con separar con claridad las prácticas y los discursos entre racionales e
irracionales; categorizar la locura y, con ello, cristalizar el sentido y las
posibilidades de lo viviente.
En
esa misma dirección, sostiene Artaud en “El teatro de la crueldad”: “frente a la idea de un universo
preestablecido, el hombre hasta ahora nunca logró establecer su superioridad
sobre los dominios de la posibilidad”. Nace así un arte del lenguaje cuya
tarea consiste en hacer aflorar lo que no ha podido o no debía salir a la luz.
La locura aparece, entonces, como aquello que “no se debe decir.”
Por
otro lado, pensando la resistencia en términos de extenuación, en sus diarios,
Kafka escribe: “es totalmente cierto que
escribo porque estoy desesperado a causa de mi cuerpo y del futuro con este
cuerpo”. La escritura, en
Kafka, aparece como una forma de liberar al cuerpo. Y liberar el cuerpo no es
otra cosa que hacer una experiencia. Para hacer su experiencia –y de esa forma
resistir a la captura y disciplinamiento propio del orden social- debe esforzarse.
Extenuarse: “no dejaré que me domine el
cansancio. Me lanzaré de un salto a mi narración corta, aunque me despedace la
cara.” En esta última cita se ve claramente la problemática que plantea Badiou
como central en el siglo: el conflicto entre vitalismo y voluntarismo. Como
bien sostiene el filósofo francés, la cuestión, sin duda, es la relación entre
vida y voluntad, que está en el centro del pensamiento de Nietzsche.
Leemos
en el diario de 1913. 21 de Agosto: “Mi
empleo me resulta insoportable, porque contradice mi único anhelo y mi única
profesión, que es la literatura. Puesto que no soy otra cosa que literatura, y
no puedo ni quiero ser otra cosa, mi empleo no podrá nunca atraerme, pudiendo en
cambio destrozarme totalmente.”
La
literatura de Kafka, su rasgo singular, es que se inscribe –de acuerdo con el
texto de Deleuze y Guattari- en el marco de las llamadas literaturas menores. Es
la literatura que produce una solidaridad activa, a pesar del esceptismo; y si
el escritor está al margen o separado de su frágil comunidad, esta misma
situación lo coloca aún más en la posibilidad
de expresar otra comunidad potencial, de forjar los medios de otra
conciencia y de otra sensibilidad. Es decir, nuevas potencias, nuevas
formas-de-vida. La imposibilidad de escribir en otro idioma que no sea el alemán
es para los judíos de Praga el sentimiento de una distancia irreductible con la
territorialidad primitiva checa. Al respecto, Kafka escribe: “sólo habría que fijar definitivamente la
conciencia de uno mismo mediante la literatura, cuando esto pudiera hacerse con
la mayor integridad hasta las últimas consecuencias accesorias, así como con
entera veracidad. Porque, de no ocurrir así –y de todos modos no soy capaz de
ello- lo escrito sustituye entonces, por propio deseo y con la prepotencia de
lo fijado, a lo que se siente de un modo general y lo hace únicamente de manera
que le auténtico sentimiento desaparece, y uno reconoce demasiado tarde la
futilidad de lo anotado”
Siguiendo
a Deleuze y Guattari, cuando Kafka señala, entre los fines de una literatura
menor, “el ennoblecimiento y la
posibilidad de debate de la oposición entre padres e hijos, no se trata de un
fantasma edípico, sino de un programa político”.
Programa
político: “sólo si se toma conciencia de no ser sólo acto, sino, fundamentalmente,
potencia, una forma de vida puede devenir forma-de-vida, de la que no es nunca
posible aislar algo así como una nuda-vida” (Agamben).
Artaud
plantea su “Teatro de la crueldad” como la afirmación de una terrible y por otro lado ineluctable necesidad: “para existir, basta con dejarse llevar a ser, pero para vivir, hay que
ser alguien, para ser alguien hay que tener un HUESO, no tener miedo de mostrar
el hueso y de perder la carne al pasar”. Según afirman Deleuze y Guattari
en su texto “¿Cómo hacerse un cuerpo sin órganos? el enemigo del cuerpo sin
órganos no son los órganos, sino el organismo. El cuerpo sin órganos está hecho
de tal forma que sólo puede ser ocupado por intensidades; sólo las intensidades
pasan y circulan. De esta manera, se revela como lo que es: conexión de deseos,
conjunción de flujos, potencias.
“El cuerpo humano es una pila eléctrica cuyas
descargas han castrado y reprimido” dice el poeta. De allí que, como forma de resistencia, Artaud plantee una ética
de la transgresión. Nos convoca a hacer bailar finalmente la anatomía humana,
de arriba abajo y de abajo arriba, de atrás hacia adelante y de adelante hacia
atrás, pero mucho más de atrás hacia atrás, por otras parte, que de atrás hacia
adelante. De lo que se trata, justamente, es de la liberación del cuerpo. No ya
por medio de la escritura (la extenuación en la escritura kafkiana) sino a
través de la desorganización de los órganos que lo componen. En ese punto –y volviendo al texto de
Deleuze y Guattai- es necesario señalar que existe un combate permanente entre
el plan de consistencia que libera al cuerpo sin órganos, que atraviesa y
deshace todos los estratos y las superficies de estratificación que lo bloquean
o lo repliegan. El campo de inmanencia o plan de consistencia del cuerpo sin
órganos debe ser construido, por diversos tipos de agenciamientos. Se
construyen fragmento a fragmento. Cada cuerpo sin órganos está hecho de
mesetas, que se comunican con otra formando el plan de consistencia. Éste último tiene que ver con la
desarticulación de los estratos. Deshacer el organismo no supone matarse, abrir
el cuerpo a conexiones que suponen todo un agenciamiento, circuitos, niveles y
umbrales. Para ello se debe construir pequeñas dosis de subjetividad (en forma
violenta puede producir la muerte). No se debe precipitar los estratos a un
derrumbe suicida.
En
el texto “El teatro de la crueldad y la clausura de la representación, Jacques
Derrida observa que, para Artaud, la
teatralidad tiene que atravesar y restaurar de parte a parte la existencia y la
carne. Sin duda, el renacer pasa –Artaud lo recuerda frecuentemente- por una
especie de reeducación de los órganos. Se trata, ante todo, de no morir al
morir, de no dejarse despojar, entonces, de la vida por el dios ladrón: “¿Quién soy? ¿De dónde vengo? Soy Antonin
Artaud y si lo digo como sé decirlo inmediatamente verán mi cuerpo actual
estallar en pedazos y reunirse en diez mil aspectos en un cuerpo, en el que no
podrán olvidarme nunca más.”
Su
necesidad ineluctable actúa como una fuerza permanente. La crueldad está
actuando continuamente. El teatro tiene
que igualarse a la vida, no a la vida individual, a ese aspecto individual de
la vida en el que triunfan los caracteres, sino a una especie de vida liberada,
que barre la individualidad humana y donde el hombre es sólo un reflejo.
Se
trata de un teatro que expulsa a Dios de la escena. Es la práctica teatral de
la crueldad la que, en su acto y en su estructura, habita o más bien produce un
espacio no-teológico.
En
ese marco, la palabra y la escritura sólo pueden funcionar volviéndose a hacer
gestos: “la intención lógica y discursiva
quedará reducida o subordinada, esa intención por la que la palabra asegura
ordinariamente su transparencia racional y sutiliza su propio cuerpo en
dirección del sentido, deja a éste extrañamente que se recubra mediante aquello
mismo que lo constituye diafanidad”. En el análisis de Derrida, al
desconstituir lo diáfano, queda al desnudo la carne de la palabra, su
sonoridad, su entonación, su intensidad, el grito que la articulación de la
lengua y de la lógica no ha enfriado todavía, lo que queda de gesto oprimido en
toda palabra, ese movimiento único e insustituible que la generalidad del
concepto y de la repetición no han dejado de rechazar jamás.
El
teatro de la crueldad –esa ética da la transgresión- no será, para Artaud, un
teatro del inconsciente. Casi lo contrario. La crueldad –como bien señala
Derrida- es la conciencia, la lucidez expuesta: “no hay crueldad sin conciencia, sin una especie de conciencia
aplicada”.
El
ser es, entonces, el que debe recurrir a la crueldad para no dejarse despojar
por el dios ladrón. El ser es la forma bajo la cual la diversidad infinita de
las formas y de las fuerzas de vida y de muerte pueden mezclarse y repetirse en
la palabra indefinidamente.
Pensar
la clausura de la representación es, entonces, pensar la potencia cruel de
muerte y de juego que permite a la presencia nacer a sí misma, gozar de sí
mediante la representación en que aquella se sustrae en su diferencia. Pensar
la clausura de la representación es pensar lo trágico: no como representación
del destino sino como destino de la representación, porque –justamente- el
teatro de la crueldad no es una representación; es la vida misma en lo que ésta
tiene de irrepresentable.
En
el cuento “Una luz en la ventana”, de Truman Capote, la ética de la
transgresión aparece en la figura de la mujer que vive en el bosque, apartada
de la ciudad. Si hay transgresión en ese personaje –como lo hay en Artaud- es
porque la anciana no representa ningún
modelo (ninguna forma de vida) que no sea el propio. Si la guerra y la
institución psiquiátrica funcionan, en Artaud, como las contingencias
necesarias que hacen posible su
articulación poética de la transgresión a través de la desorganización del
cuerpo; en el caso del cuento de Capote, es un accidente automovilístico la
contingencia que pone al narrador frente a la posibilidad de una nueva
forma-de-vida (la que encarna la anciana que le da hospedaje en su casa luego
de haber sufrido el accidente). La literatura –en el relato- aparece como nexo
entre dos subjetividades que se encuentran en la noche para distanciarse con la
llegada del nuevo día. Es el visitante quien se marcha por la mañana, para
volver a la ciudad, caminando bajo un cielo gris, pero alumbrado por la locura
de la mujer. La crueldad, en la mujer (que conserva a sus gatos congelados)
está en relación directa con aquello que señala Derrida en relación a Artaud,
que es el ser el que debe recurrir a la crueldad para no dejarse despojar por
el “dios ladrón” (los dispositivos culturales que devoran la subjetividad) y
que no hay crueldad sin conciencia, sin una especie de conciencia aplicada
(“supongo que pensará que estoy un poco loca”) La locura, entonces, está ahí,
del otro lado de la ventana, actuando como una lámpara; de este lado del vidrio
se la puede ver y se puede apreciar su luz, pero aproximarse y tocarla puede
generar terror. El narrador del cuento, tal vez, se acercó demasiado a la
lámpara, por lo que vuelve a la ciudad llevando consigo un interrogante
crucial: ¿qué hacer con esa luz y el terror que viene detrás?