miércoles, 11 de junio de 2014

CLASES...



 

El siglo XX, según el filósofo Alain Badiou, comienza con la guerra mundial de 1914-1918 (que incluye la revolución de octubre de 1917) y termina con el derrumbe de la U.R.S.S y el final de la guerra fría. Se articula en torno a dos guerras mundiales, por un lado, y al origen, despliegue y posterior hundimiento de la llamada empresa comunista como empresa planetaria, por el otro.
El siglo es un siglo maldito: para pensarlo, los principales parámetros son los campos de exterminio, las cámaras de gas, las masacres, la tortura, el crimen estatal organizado. Es el siglo en que el hombre se obsesiona con la idea de crear “el hombre nuevo”
Ese deseo, esta idea de refundación, fue una respuesta posible ante el horror. Walter Benjamin, en su texto “Experiencia y pobreza”, señala que, entre los años 1914 y 1918, “ha tenido lugar una de las experiencias más atroces de la historia universal. Entonces se pudo constatar que las gentes volvían mudas del campo de batalla. No enriquecidas, sino más pobres en cuanto a experiencia comunicable.” Según Benjamin, la pobreza de nuestra experiencia no es sólo pobre en experiencias privadas, sino en las de la humanidad en general. Se trata de una especie de nueva barbarie. Barbarie que, según Benjamin, vive en las edificaciones, en las imágenes, y en las historias a las que la humanidad se debe preparar para sobrevivir. Sobrevivir a la propia cultura. De eso se trata.
Agamben, por su parte, plantea que lo característico de un tiempo tal, de nuestro tiempo, es que en un determinado momento todos los pueblos y hombres de la tierra se han descubierto en situación de resto.
El advenimiento de la modernidad implicó, de acuerdo con Agamben,  una escisión entre la nuda-vida (propiedad última y opaca de la soberanía individual) y las múltiples formas de vida abstractamente cristalizadas en identidades jurídico-sociales.
La política devino bio-política. Y la vida se convierte en resistencia al poder cuando el poder asume como objeto la vida. Sólo a través de la potencia del pensamiento una forma de vida deviene forma-de-vida (como es el caso en la escritura de Kafka)
Entre las formas de resistencia; aparecen tanto la “locura” (Artaud) como la “extenuación” (Kafka).
Con respecto a la locura, Foucault la reconoce como reserva de sentido, como resistencia al discurso dominante de la época que la clasifica como tal.  En su texto “La vida de los hombres infames”, el filósofo señala que los procesos de la medicina bien podrán hacer desaparecer la enfermedad de la lepra o de la tuberculosis, pero permanecerá una cosa, que es la relación del hombre con sus fantasmas, con su imposible, con su dolor sin cuerpo. Allí aparece la cercanía entre locura y literatura, entre locura y experiencia de vida.
Antonin Artaud, en su texto “Para acabar con el juicio de Dios” advierte que  “es preciso reemplazar la naturaleza por todos los medios posibles de actividad y en todas partes donde pueda ser reemplazada”. Para Artaud,  el mundo aún no está constituido, el mundo sólo tiene una pequeña idea del mundo y quiere conservarla eternamente. Y eso proviene, según el poeta, de que el hombre, un buen día, detuvo la idea de mundo.  Detener la idea de mundo tiene que ver, justamente, con separar con claridad las prácticas y los discursos entre racionales e irracionales; categorizar la locura y, con ello, cristalizar el sentido y las posibilidades de lo viviente.
En esa misma dirección, sostiene Artaud en “El teatro de la crueldad”: “frente a la idea de un universo preestablecido, el hombre hasta ahora nunca logró establecer su superioridad sobre los dominios de la posibilidad”. Nace así un arte del lenguaje cuya tarea consiste en hacer aflorar lo que no ha podido o no debía salir a la luz. La locura aparece, entonces, como aquello que “no se debe decir.”
Por otro lado, pensando la resistencia en términos de extenuación, en sus diarios, Kafka escribe: “es totalmente cierto que escribo porque estoy desesperado a causa de mi cuerpo y del futuro con este cuerpo”.  La escritura, en
Kafka, aparece como una forma de liberar al cuerpo. Y liberar el cuerpo no es otra cosa que hacer una experiencia. Para hacer su experiencia –y de esa forma resistir a la captura y disciplinamiento propio del orden social- debe esforzarse. Extenuarse: “no dejaré que me domine el cansancio. Me lanzaré de un salto a mi narración corta, aunque me despedace la cara.” En esta última cita se ve claramente la problemática que plantea Badiou como central en el siglo: el conflicto entre vitalismo y voluntarismo. Como bien sostiene el filósofo francés, la cuestión, sin duda, es la relación entre vida y voluntad, que está en el centro del pensamiento de Nietzsche.
Leemos en el diario de 1913. 21 de Agosto: “Mi empleo me resulta insoportable, porque contradice mi único anhelo y mi única profesión, que es la literatura. Puesto que no soy otra cosa que literatura, y no puedo ni quiero ser otra cosa, mi empleo no podrá nunca atraerme, pudiendo en cambio destrozarme totalmente.”
La literatura de Kafka, su rasgo singular, es que se inscribe –de acuerdo con el texto de Deleuze y Guattari- en el marco de las llamadas literaturas menores. Es la literatura que produce una solidaridad activa, a pesar del esceptismo; y si el escritor está al margen o separado de su frágil comunidad, esta misma situación lo coloca aún más en la posibilidad  de expresar otra comunidad potencial, de forjar los medios de otra conciencia y de otra sensibilidad. Es decir, nuevas potencias, nuevas formas-de-vida. La imposibilidad de escribir en otro idioma que no sea el alemán es para los judíos de Praga el sentimiento de una distancia irreductible con la territorialidad primitiva checa. Al respecto, Kafka escribe: “sólo habría que fijar definitivamente la conciencia de uno mismo mediante la literatura, cuando esto pudiera hacerse con la mayor integridad hasta las últimas consecuencias accesorias, así como con entera veracidad. Porque, de no ocurrir así –y de todos modos no soy capaz de ello- lo escrito sustituye entonces, por propio deseo y con la prepotencia de lo fijado, a lo que se siente de un modo general y lo hace únicamente de manera que le auténtico sentimiento desaparece, y uno reconoce demasiado tarde la futilidad de lo anotado
Siguiendo a Deleuze y Guattari, cuando Kafka señala, entre los fines de una literatura menor, “el ennoblecimiento y la posibilidad de debate de la oposición entre padres e hijos, no se trata de un fantasma edípico, sino de un programa político”.
Programa político:  sólo si se toma conciencia de no ser sólo acto, sino, fundamentalmente, potencia, una forma de vida puede devenir forma-de-vida, de la que no es nunca posible aislar algo así como una nuda-vida(Agamben).


Artaud plantea su “Teatro de la crueldad” como la afirmación de una terrible y   por otro lado  ineluctable necesidad: “para existir, basta con dejarse llevar a ser, pero para vivir, hay que ser alguien, para ser alguien hay que tener un HUESO, no tener miedo de mostrar el hueso y de perder la carne al pasar”. Según afirman Deleuze y Guattari en su texto “¿Cómo hacerse un cuerpo sin órganos? el enemigo del cuerpo sin órganos no son los órganos, sino el organismo. El cuerpo sin órganos está hecho de tal forma que sólo puede ser ocupado por intensidades; sólo las intensidades pasan y circulan. De esta manera, se revela como lo que es: conexión de deseos, conjunción de flujos, potencias.
El cuerpo humano es una pila eléctrica cuyas descargas han castrado y reprimido” dice el poeta. De allí que, como forma de resistencia, Artaud plantee una ética de la transgresión. Nos convoca a hacer bailar finalmente la anatomía humana, de arriba abajo y de abajo arriba, de atrás hacia adelante y de adelante hacia atrás, pero mucho más de atrás hacia atrás, por otras parte, que de atrás hacia adelante. De lo que se trata, justamente, es de la liberación del cuerpo. No ya por medio de la escritura (la extenuación en la escritura kafkiana) sino a través de la desorganización de los órganos que lo componen. En ese punto –y volviendo al texto de Deleuze y Guattai- es necesario señalar que existe un combate permanente entre el plan de consistencia que libera al cuerpo sin órganos, que atraviesa y deshace todos los estratos y las superficies de estratificación que lo bloquean o lo repliegan. El campo de inmanencia o plan de consistencia del cuerpo sin órganos debe ser construido, por diversos tipos de agenciamientos. Se construyen fragmento a fragmento. Cada cuerpo sin órganos está hecho de mesetas, que se comunican con otra formando el plan de consistencia.  Éste último tiene que ver con la desarticulación de los estratos. Deshacer el organismo no supone matarse, abrir el cuerpo a conexiones que suponen todo un agenciamiento, circuitos, niveles y umbrales. Para ello se debe construir pequeñas dosis de subjetividad (en forma violenta puede producir la muerte). No se debe precipitar los estratos a un derrumbe suicida.


En el texto “El teatro de la crueldad y la clausura de la representación, Jacques Derrida observa que, para Artaud,  la teatralidad tiene que atravesar y restaurar de parte a parte la existencia y la carne. Sin duda, el renacer pasa –Artaud lo recuerda frecuentemente- por una especie de reeducación de los órganos. Se trata, ante todo, de no morir al morir, de no dejarse despojar, entonces, de la vida por el dios ladrón: “¿Quién soy? ¿De dónde vengo? Soy Antonin Artaud y si lo digo como sé decirlo inmediatamente verán mi cuerpo actual estallar en pedazos y reunirse en diez mil aspectos en un cuerpo, en el que no podrán olvidarme nunca más.”
Su necesidad ineluctable actúa como una fuerza permanente. La crueldad está actuando continuamente.  El teatro tiene que igualarse a la vida, no a la vida individual, a ese aspecto individual de la vida en el que triunfan los caracteres, sino a una especie de vida liberada, que barre la individualidad humana y donde el hombre es sólo un reflejo.
Se trata de un teatro que expulsa a Dios de la escena. Es la práctica teatral de la crueldad la que, en su acto y en su estructura, habita o más bien produce un espacio no-teológico.
En ese marco, la palabra y la escritura sólo pueden funcionar volviéndose a hacer gestos: “la intención lógica y discursiva quedará reducida o subordinada, esa intención por la que la palabra asegura ordinariamente su transparencia racional y sutiliza su propio cuerpo en dirección del sentido, deja a éste extrañamente que se recubra mediante aquello mismo que lo constituye diafanidad”. En el análisis de Derrida, al desconstituir lo diáfano, queda al desnudo la carne de la palabra, su sonoridad, su entonación, su intensidad, el grito que la articulación de la lengua y de la lógica no ha enfriado todavía, lo que queda de gesto oprimido en toda palabra, ese movimiento único e insustituible que la generalidad del concepto y de la repetición no han dejado de rechazar jamás.
El teatro de la crueldad –esa ética da la transgresión- no será, para Artaud, un teatro del inconsciente. Casi lo contrario. La crueldad –como bien señala Derrida- es la conciencia, la lucidez expuesta: “no hay crueldad sin conciencia, sin una especie de conciencia aplicada”.
El ser es, entonces, el que debe recurrir a la crueldad para no dejarse despojar por el dios ladrón. El ser es la forma bajo la cual la diversidad infinita de las formas y de las fuerzas de vida y de muerte pueden mezclarse y repetirse en la palabra indefinidamente.
Pensar la clausura de la representación es, entonces, pensar la potencia cruel de muerte y de juego que permite a la presencia nacer a sí misma, gozar de sí mediante la representación en que aquella se sustrae en su diferencia. Pensar la clausura de la representación es pensar lo trágico: no como representación del destino sino como destino de la representación, porque –justamente- el teatro de la crueldad no es una representación; es la vida misma en lo que ésta tiene de irrepresentable.
En el cuento “Una luz en la ventana”, de Truman Capote, la ética de la transgresión aparece en la figura de la mujer que vive en el bosque, apartada de la ciudad. Si hay transgresión en ese personaje –como lo hay en Artaud- es porque la anciana no representa ningún  modelo (ninguna forma de vida) que no sea el propio. Si la guerra y la institución psiquiátrica funcionan, en Artaud, como las contingencias necesarias que hacen posible  su articulación poética de la transgresión a través de la desorganización del cuerpo; en el caso del cuento de Capote, es un accidente automovilístico la contingencia que pone al narrador frente a la posibilidad de una nueva forma-de-vida (la que encarna la anciana que le da hospedaje en su casa luego de haber sufrido el accidente). La literatura –en el relato- aparece como nexo entre dos subjetividades que se encuentran en la noche para distanciarse con la llegada del nuevo día. Es el visitante quien se marcha por la mañana, para volver a la ciudad, caminando bajo un cielo gris, pero alumbrado por la locura de la mujer. La crueldad, en la mujer (que conserva a sus gatos congelados) está en relación directa con aquello que señala Derrida en relación a Artaud, que es el ser el que debe recurrir a la crueldad para no dejarse despojar por el “dios ladrón” (los dispositivos culturales que devoran la subjetividad) y que no hay crueldad sin conciencia, sin una especie de conciencia aplicada (“supongo que pensará que estoy un poco loca”) La locura, entonces, está ahí, del otro lado de la ventana, actuando como una lámpara; de este lado del vidrio se la puede ver y se puede apreciar su luz, pero aproximarse y tocarla puede generar terror. El narrador del cuento, tal vez, se acercó demasiado a la lámpara, por lo que vuelve a la ciudad llevando consigo un interrogante crucial: ¿qué hacer con esa luz y el terror que viene detrás?



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