domingo, 25 de septiembre de 2011

LA LÓGICA EN EL DEPORTE...







Domingo 4 a.m. Suena el despertador. Molesto y afiebrado (lo primero por lo segundo), lo apago y enciendo la tv. Juegan los pumas su partido clave de la primera ronda del mundial de rugby contra los escoceses. El partido es un concierto de errores por ambos lados, con mínima ventaja en el marcador que consiguen los europeos promediando la segunda etapa, para terminar con triunfo argentino agónico por un solo punto de ventaja. Mis nervios se ven atemperados por mi estado de decaimiento general, sin dejar de reconocer que, en condiciones normales, hubiera sufrido tanto como con algunos de los partidos de la generación dorada del basket.
Recuerdo, en un almuerzo reciente, conversar con mi primo sobre el furor por el rugby que se generó a partir del tercer puesto conseguido en el mundial pasado. "Sentí ganas de haber hecho rugby en su momento" me dice mi primo.
Por cuestiones biológicas, claro, su momento ya pasó (el mío podríamos decir que también), pero no deja de llamarme la atención la lógica que pone en juego el rugby que hace que mucha gente no sólo lo siga en las competencias internacionales, sino que, en base a estas experiencias, se anime a practicarlo.
¿Qué se pone en juego en este deporte? Para empezar, determinados condicionamientos físicos para jugarlo (en esto no difiere de otros deportes). Pero lo que es más importante, lo fundamental, es la puesta en risgo de esos físicos ( tanto el propio como el ajeno). No se trata, como en el boxeo, de dañar al rival. No es -el daño al rival- una condición necesaria para su desarrollo pero sí algo eventual. Forma parte de la coyuntura a la hora salir a la cancha.
De allí -en buena parte- el color "heróico" con el que se tiñen los partidos: "las batallas". La heroicidad, justamente, reside en que -justamente- trata de triunfos que dejan plasmado no solo una superioridad en el jugo, sino también un dolor en el cuerpo: cortes y desgarros, hematomas y fisuras suelen ser, también, de la partida.
Llevar al rival por delante -en base a la superioridad tanto técnica como física- y soportar las heridas del cuerpo para obtener un triunfo. Lo que se ve -claramente- es una lógica de la violencia en la cual la puesta en riesgo del cuerpo propio es doblemente valorada en caso de conseguir un triunfo; la puesta en riesgo del ajeno es lo que hace que este deporte genere, a su vez, odio hacia los rugbiers como clase intelectualmente subdesarrollada.
Los rugbiers, entonces, son una especie deja en un segundo plano cualquier tipo de goce propio de la planifiación intelectual en pos de su coraje.
Sabemos, porque leemos, vemos películas y porque -entre otras cosas- estamos vivos, que los héroes suelen ser más heroes cuanto mayores son los riegos que corren. Y los riegos, desde ya, tienen que ver con las heridas del cuerpo (las heridas del alma son heridas puramente simbólicas, es decir, no afectan -en principio- nuestro esófago o nuestro páncreas en forma directa; sino que lo hacen indirectamente a través del proceso de somatización.
En el caso del boxeo ("eso no es un deporte, habría que prohibirlo", dice, indignada, mi mamá), se trata de un practica que busca darle un marco al ejercicio de la violencia. No se puede prohibir la violencia porque es algo que -lisa y llanamente- existe. Y existe en tanto cada sociedad - por menos zonas marginales o belicoss que poseea- engendra individuos incapaces de sublimar su deseo de destrucción. No se puede negar ese deseo, entonces, se lo debe reconocer y acompañar. Se le debe brindar normas a ese ejecicio de la violencia; es lo que hace el boxeo: darle un marco social e institucional (declarándolo "deporte") al ejericio natural de uno de los impulsos mas naturales -y por lo tanto primitivos- que puede tener un ser humano.
Podemos decir, entonces, que determinadas afectaciones producen determinados héroes (o antihéroes, según el caso)
Por mi parte, me conformo con gozar de mi cobardía física, con ser un mero televidente que se deleita sabiéndose afuera del festival de embestidas que está ante sus ojos, con gozar de aquello de lo que -como elemento del cuerpo social- me encuentro expuesto (una eventual agresión física), pero deleitándome con el hecho de verlo plasmado en cuerpos que nada tienen que ver con el mío y sus posibilidades.

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