lunes, 9 de julio de 2012

IGNORANCIAS COMPARTIDAS...





"Entredecires", las dos jornadas de arte y psicoanálisis organizadas por la revista  "La docta ignorancia", me resultaron más que interesantes.
En el lugar (la Alianza Francesa) se dieron cita varios profesionales (psicoanalistas todos ellos, salvo una antropóloga) para participar de mesas con diferentes consignas: "verdad y ficción", "identidad e identificación" y "cuerpo y pulsión".
Debo confesar que las intervenciones de los panelistas -plagadas de referencias freudianas / lacanianas, desde ya- desbordaron ampliamente mis limitadísimos conocimientos en este campo de estudios, que no son más que los de haber leído los libros de la colección "una introducción" sobre Freud y Lacan, el hecho de haber cursado materia Psicología en la facultad, y la lectura de algunos textos críticos que relacionan psicoanálisis con literatura.
Me interesó especialmente, de la primer conferencia, el concepto de verdad como una unidad fragmentada. No sólo la cuestión lacaniana de que la verdad se estructura -a través del lenguaje- como una ficción, sino el hecho de pensar la verdad (algo foucaultiano) más como construcción que como hallazgo. Hablar de hallazgo, justamente, borra al sujeto del discurso y -en consecuencia- de la producción de toda verdad, aunque más no sea, de toda verdad...a medias.
Esa noción de verdad como construcción incompleta chocó con una verdad de carácter absoluto para mí: no tolero, NO TOLERO, que una persona (y en estas jornadas hubo dos que lo hicieron) -desde su rol de docente, panelista o presidente de la república- lea textualmente de un papel lo que tiene para comunicar. Me parece un despropósito y una situación de lo más triste y absurda.
Entre los que recurren a este mecanismo, los hay de dos tipos: los que lisa y llanamente, no saben de lo que están hablando -y poco les importa que sus oyentes sospechen que hay un abismo que separa la elaboración de lo que se lee del cuerpo que lo presenta- y los que, estando capacitados, no confían en su capacidad de oratoria y -en cambio- temen a su alto grado de dispersión a la hora de hablar ordenadamente frente a un auditorio determinado. El primer caso da vergüenza ajena (basta recordar los discursos del menemato para ello); el segundo, pena.
La pena está en que  se produce un efecto paradojal. El expositor busca brindarle al oyente la mayor precisión terminológica en lo que quiere comunicar, por lo que decide prescindir de su propia voz y de su propio cuerpo, para dar lugar a un texto armado previamente, que será el "expositor".
Este "borramiento" del sujeto (que sólo queda presente en tanto voz que da vida al texto), busca ganar en precisión pero genera todo lo contrario, porque consigue que el oyente también se borra en su calidad de tal; no hay "nadie" que lo interpele.
Lo que resulta, entonces, es una lectura de factura muy completa y muy pulcra, pero lanzada sobre sujetos que permanecen en la sala como "verdades a medias".
En lo personal, no puedo interesarme por un discurso que no encuentro incorporado al sujeto que intenta comunicarlo. Puedo saber que ese discurso no le es ajeno, pero no puedo siquiera intentar internalizarlo si -en ese momento específico- esa persona lo presenta como un objeto extraño a ella misma. Para eso que lo suban a la web y ya.
Cuesta creer que esto -la dispersión, el pánico escénico, las imprecisiones terminológicas- le pase a docentes universitarios experimentados, pero les pasa. Y si les pasa -aunque lacanianos, siguen siendo humanos- deberían trabajar sobre sus exposiciones, y no reemplazar ese trabajo por un complaciente papel escrito que los pone a salvo a ellos y a nosotros -los borroneados oyentes- en el lugar de sujetos atrapados en el más incómodo de los aburrimientos.
Debí retirarme antes de la última mesa, a cargo de Violaine Fua Puppulo, (psicoanalista con aires a Julianne Moore, es decir dueña de una belleza tan exótica como su nombre), en la que presentaba su libro "Rayuelas Lacanianas", donde se toma el trabajo de analizar todos los seminarios que se conocen del gran maestro francés.
No tuve el placer de probar el vino de honor, reservado para el fin de la velada. Una lástima.
Me fui, junto con mi alter-ego de la facultad- caminando hacia plaza las heras, sin gusto a vino en la boca, pero con el gusto de tener la inquietud de avanzar en determinados conocimientos (en determinados eventos), para ver qué encuentro de importante, dónde encuentro el límite entre el aporte y los residual en los mundos que -sin ser los propios- me acarician constantemente.

 




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