miércoles, 26 de septiembre de 2012

PARTE MÉDICO...


Por Daniel Link para www.linkillo.blogspot.com

"Los alumnos de Letras recordarán mi último curso, que incluía una reivindicación como instaurador de discursividad (o como logoteta) de Daniel Paul Schreber, ese triste retoño penúltimo de la dinastía de los Daniélidas que nos legó ese libro extraordinario, las Memorias de un enfermo nervioso.
Recordarán el pormenorizado análisis del árbol genealógico schreberiano y el desdén con el que tratamos al padre de Daniel Paul, ese sanitarista y ortopedista tan preocupado por la salud de la especie que su hijo no pudo sino decretar que ésta había muerto, que no había ya más hombres sobre la tierra y que por eso Dios lo había señalado con sus rayos para engendrar con él, luego de cogérselo bien cogido, una nueva especie.
Recordarán también que a mis últimas lecciones me presenté cojeando (Lábdaco, Layo, Edipo, otra dinastía), con apenas capacidad para apoyar el pie izquierdo (mi pie izquierdo). La transfiguración del punto de apoyo en síntoma sucedió de la noche a la mañana, y los médicos encargaron el abanico completo de los grafos (radiografías, ecografías), sin ver en ninguna de esas imágenes cuerpo extraño alguno. Lo más probable es que durante esa semana atroz de junio pasado haya llorado, y más de una vez, pero ya no me acuerdo. Me acuerdo de la vergüenza de poder moverme apenas, del dolor al pisar y de la última clase, cuando les dije a los chicos: "volveremos a vernos, o no, porque como verán, me estoy muriendo..."
En respuesta a su airada protesta, aclaré que hablaba en broma, sobre todo porque "yerba mala nunca muere" y me retiré cojeando, como el amado Federico.
En algún momento los traumatólogos (que no son taumaturgos, ni mucho menos) me enviaron a cirugía, destino que atiné a esquivar con ayuda de un "podologo UBA" que trabajó con la delicadeza del caso la planta de mi pie izquierdo hasta que consiguió drenar una considerable cantidad de pus (¡infección!), pero sin localizar, de nuevo, cuerpo extraño.
Lo demás, ya se sabe: Staphylococcus aureus, osteomielitis, internación y secuestro.
Entre mis médicos hay dos partidos: los que creen que el episodio plantal fue la primera manifestación maléfica del staphylococcus, ya instalado en mi cuerpo, y los que creen que fue entonces cuando entró en mi torrente sanguíneo, dispuesto a anidar allí donde más daño pudiera infringirme: el corazón o la columna.
Pero en el medio, sucedió todavía algo extraordinario que nos retrotrae al discurso paranoico y los instauradores de discursividad. Mis persistentes dolores de cintura me habían llevado de un traumatólogo a otro, sin que ninguno consiguiera otra cosa que aligerar mi pena lumbar con diferentes dosis y marcas de analgésicos (algunas de ellas, prohibidas en países más civilizados que el nuestro).
Finalmente uno de ellos, especialista en columna, ordenó la punción (dolorosísima) que terminó descubriendo el bajtiniano polizonte de mi tercera vértebra lumbar.
A ese médico lo había elegido yo, y lo había elegido por su nombre: Dr. Gottlieb. Y no por el significado de ese nombre que invoca el amor divino, sino porque Gottlieb había sido el nombre del padre del penúltimo trastornado Daniélida de la dinastía Schreber.
El padre de Daniel Paul Schreber se llamaba Daniel Gottlieb Schreber. ¿Cómo iba yo a ignorar esa llamada, esa interpelación que me venía desde el fondo de mis cursos y que trazaría una línea de sombra en los acontecimientos de mi vida?
Mi cuerpo no me pertenece: es apenas la cicatriz, el punto de juntura de dos dinastías, la de los Labdácidas y la de los Daniélidas.

Despropiado, pues, mi cuerpo (porque nunca fue mío, porque aquellos a quienes pertenece deben entregarlo como parte de pago de la larga hipoteca de la vida o como botín de guerra en las escaramuzas en las que se deciden las propiedades de lo vivo), y por lo tanto desidentificado (por no decir deshecho o, incluso, desecho), la carne ingresa en una lengua extranjera: comienza a llamarse de otro modo.
Basta prestar atención al vocabulario clínico para darse cuenta de que una barrera se ha franqueado. No el vocabulario propio de la ciencia médica (aunque, naturalmente, de eso se trate) sino el vocabulario de la institución hospitalaria, donde uno pierde el nombre o donde el nombre queda disimulado en un desbarajuste de números y posiciones de expectación ("el paciente", "el sujeto").
Porto, desde hace casi una semana, una pulsera de papel que dice mi nombre, mi número de documento, mi edad y mi género (el evidente o el autopercibido), la fecha y hora de ingreso a la institución y un código de barras.
Si me perdiera en una morgue, ¿con eso alcanzaría para definir mi estatuto en el mundo de los vivos?
Contra todo lo que pudiera pensarse no detesto a los médicos (en todo caso, no detesto a todos los médicos por igual) y me conmueve el terror a la muerte que, en el fondo, les ha dictado una vocación por el cuidado (la cura) de lo que vive todavía. Si ellos (¡y ellas!) participan de una institución un poco sombría, la medicina, no son más responsables de sus desaguisados que los que a ella se entregan con algarabía, desposeyéndose de si.
Me detengo en una palabra que he escuchado varias veces y que he sido obligado a pronunciar en la última semana: "rescate".
Estoy seguro de que para los médicos y enfermeras (se me perdonarán las elecciones genéricas, pero es para abreviar), "rescate" se asocia con liberación (del dolor).
Pero "rescate" es también lo que se paga en casos de secuestro. El "libre de dolor", la ampolla de morfina, la bomba de analgésicos que porto por el mundo, es la moneda que la institución de secuestro hospitalaria me exige (amablemente) que use para reconocer su soberanía sobre lo que vive todavía.
"Pedí rescate", me dice mi médica preferida, y, cuando me pongo un poco sombrío (porque no veo el cielo, porque no me dejan caminar, porque los equipos de especialistas se pelean por el tratamiento o correctivo a aplicarme), "Ponele un poco de onda".
Es muy curioso: en el sanatorio está muy mal visto fumar un cigarrillo en el balcón; pedir morfina, en cambio, es algo que llena el piso de alegría.
Confieso que le pongo onda y pido rescate, y, mientras siga encerrado, seguiré pidiendo. Más tarde o más temprano, almorzaré desnudo."

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