domingo, 14 de abril de 2013

LAS CRISIS Y LOS HOMBRES...




ENTREVISTA AL SOCIÓLOGO EMILIO DE IPOLA PARA "DEBATE"

A principios de 1985 comenzó a trabajar junto a Juan Carlos Portantiero en el llamado Grupo Esmeralda. ¿Cómo llegó allí?

Recuerdo que justo había cambiado el ministro de Economía. Había renunciado (Bernardo) Grinspun y asumido (Juan Vital) Sourrouille, pero no pasaba nada más allá del Plan Austral. En ese momento, un ex compañero mío de la facultad, Meyer Goodbar, me ubicó y me preguntó qué pensaba de Raúl Alfonsín. Le dije que tenía que tratar el tema de los derechos humanos según la ley, nada de darla vuelta como algunos planteaban. Me enganchó y me preguntó a quién más podía convencer, y ahí fueron apareciendo Eliseo Verón en Francia, el muy buen periodista Pablo Giussani, además de mi mujer, Claudia Hilb.

¿Cómo funcionaba el grupo?

Al principio era una cuestión muy de-sorganizada, porque el que lo dirigía era un psicólogo que daba órdenes y de política no sabía nada (ndr: Se refiere al psicoanalista Eduardo Issaharof). Al final lo puenteábamos y a veces, cuando hablaba Alfonsín, empezamos a escuchar algunas frases que habíamos dicho nosotros. Todo cambió cuando Alfonsín nos recibió en Olivos. Fue un sábado en el que le propusimos hacer un discurso fundacional, bien escrito, con referencias no demasiado obtusas pero con fundamentos. Alfonsín dijo: “Estaría bueno, podríamos cerrar con eso el congreso de la UCR”. Meyer creía que una cosa así había que agarrarla y tenía razón. Ahí nos pusimos a trabajar muy fuerte, porque había que agregar cosas, plagiar… (risas). Después sacamos las cosas plagiadas. Así que un día de noviembre a la mañana les dijo a los delegados del radicalismo un par de cosas, que al menos fueron muy discutidas. Ojo que tenía algunos defectos: por ejemplo, no había enemigos. Claro, era una especie de pacto de convergencia, pero se podía haber puesto aunque sea un enemigo abstracto.

¿Mantenían encuentros periódicos con Alfonsín?

Sí, era un momento horrible (risas). Cada una o dos semanas teníamos que ir a hablar con él para contarle cosas, teorías. Había que llevar algo y el que redactaba era yo. Portantiero improvisaba, era muy bueno para eso. Lo que hablábamos, Alfonsín lo usaba en los discursos, aunque no queríamos que lo utilizara tan rápido. Por ejemplo, una vez le planteamos que las crisis no son necesariamente improductivas, pero en un discurso político él no lo podía decir así. Entonces dijo: “Las crisis no son negativas, incluso pueden ser positivas, porque ahí se ven los hombres”, con un tono más político. Eso duró hasta 1988. Pero en las decisiones no teníamos ninguna influencia, más allá de los discursos. Aunque Alfonsín nos reconocía sus metidas de pata.

¿Por ejemplo?

La de 1987 en Plaza de Mayo. “Yo no sé por qué mierda me salió eso de los héroes de Malvinas y qué se yo”, decía. Nosotros no le discutimos mucho, pero le dimos a entender que había encarado mal el asunto. El problema es que Alfonsín era un buen tipo pero además estaba enamorado de la imagen de ser un buen tipo. Entonces quería quedar bien con demasiada gente, algo que lo perjudicó mucho. No podés parecer bueno con todos porque al final no parecés nada. Aunque lo cierto es que los militares no habían hecho un pacto como el de la Moncloa. Se habían retirado de la escena política, pero todavía estaban ahí.

¿Qué sucedió en el campo intelectual con la llegada del menemismo?

En un comienzo fue bastante embrollado, porque también bajo el gobierno de (Carlos) Menem continuó la crisis de hiperinflación, y nosotros no teníamos la menor idea de qué iba a hacer como presidente, hasta que comenzó esa política regresiva de privatizaciones y de un peso igual a un dólar. Lo cierto es que de 1991 a 1993 los intelectuales no pensábamos nada. No sabíamos para dónde agarrar. Me acuerdo de que me invitaron a un coloquio sobre la izquierda en Porto Alegre, donde había un cubano al que habían traído para que nadie hablara mal de Cuba (eso me lo dijo Marco Aurélio Garcia). Entonces un mexicano dijo: “Cuba está pensando… La Argentina está pensando…”. Yo levanté la mano y dije: “Sí, en la Argentina estamos pensando. Pero no se nos ocurre nada”.

Las críticas comenzaron a aparecer a mediados de los noventa.

Porque comenzó a funcionar mal la máquina. En primer lugar, la cosa ésa de la farándula ya disgustaba a todo el mundo. Menem, muy hábilmente, desmantelaba los programas cómicos que lo criticaban -el de Tato Bores, el de Antonio Gasalla- yendo a esos programas. Y aunque la inflación había bajado mucho, todavía existía, mientras los salarios estaban parados. Después de la reelección comenzó a haber más bronca y reapareció cierta actividad intelectual. Surgieron las figuras de Graciela Fernández Meijide y Carlos “Chacho” Álvarez. Ambos venían al Club de Cultura Socialista, sobre todo Chacho, que ahí se despachaba porque llegaba tarde y decía todo con malas palabras.

En 1998 le preguntaron a usted sobre la Alianza y dijo que “si su único capital va a ser el odio al menemismo, no le auguro un gran futuro político”.

Lo discutimos bastante con Alicia Castro, hoy embajadora en Londres. ¿Qué hizo el Frepaso? Lo que hace siempre la izquierda en la Argentina: buscar un atajo para llegar rápido al gobierno. El ejemplo más claro es la guerrilla, donde llegás rápido… si ganás. En este caso fue la alianza con el radicalismo, que a la cabeza tenía un tipo advenedizo, de derecha y completamente incapaz. Entonces terminó llegando al poder como parte de un gobierno que enseguida se reveló como neoliberal. Y ahí renunció Chacho. Aunque luego no hizo nada.

KIRCHNERISMO Y DESPUÉS

De Ípola habla sin parar, hila conceptos, cuenta anécdotas. Desde el inicio de la entrevista no se despega de su sillón, centro del luminoso living-comedor de su departamento en Palermo, en el que se destacan decenas de discos de Carlos Gardel -sus allegados aseguran que es muy buen cantante de tango- y una foto de su hija, que acaba de cumplir quince años.

Consultado sobre la relación entre el kirchnerismo y el campo intelectual, el sociólogo encuentra dos momentos clave. “Las primeras reacciones favorables con respecto al gobierno de Néstor Kirchner me parecieron lo más normal del mundo, porque también las había con Alfonsín”, aclara. Y agrega: “Es más, en el comienzo yo también veía con simpatía muchas de sus medidas, sobre todo la renovación de la Corte Suprema, y otra serie de cuestiones más simbólicas. Pero la primera y principal cachetada fue la intervención del Indec. Parecía apenas una medida administrativa, pero a mi entender es toda una política”.

¿Es decir que su postura frente al kirchnerismo se modificó en 2007?

Inmediatamente se creó un clima hostil entre la gente. Yo dije “en ésta no me meto”. Y seguí siendo amigo de Ricardo Forster y de Horacio González. De hecho, a González le dije que estaba formando un grupo alternativo que se llamaba, no Carta Abierta sino Puerta Entornada (risas), porque el Gobierno siguió haciendo cosas desagradables. Por ejemplo, el conflicto con las papeleras, que se llevó adelante muy mal y que además se perdió, o el conflicto con el campo, donde pierden la ley con el tonto de (Julio) Cobos. Estas patinadas se plasmaron en el adefesio de 6, 7, 8, que demostró su carácter endeble cuando discutió con Beatriz Sarlo. Ahí estaba Forster, pero Forster no podía hacerse cargo de lo que decían todos esos pajarones y al mismo tiempo quería protegerla a Beatriz, porque era amigo suyo y no quería que la putearan. En síntesis, se rompieron antiguas amistades, o dejaron de estar esas personas con las que uno podía pensar o discutir.

¿Usted cree que los integrantes de Carta Abierta son los intelectuales orgánicos de este Gobierno?

Pretenden eso, pero el más escuchado es el londinense que fue compañero mío de la facultad (ndr: Se refiere a Ernesto Laclau). Lo increíble es que el tipo desarrolla una teoría de la guerra de posiciones, pero para atrás. Él sabe retroceder. Si empezás a criticar a Cuba, él sale a defenderlo, mientras putea a Tabaré Vázquez en Uruguay y a Michelle Bachelet por firmar un acuerdo con Estados Unidos.

En octubre firmó una solicitada a favor de Hermes Binner. ¿Hoy se siente más cerca del grupo Plataforma 2012?

No leí bien el manifiesto. Lo primero que hice fue ver las firmas, y como estaba Beatriz (Sarlo), pensé que se iba a armar lío, porque dirían que lo había escrito ella. La primera que la critica es Norma Giarracca, a quien conozco hace más de treinta años, y el otro boludo de Guillermo Saccomano. No sé en qué estado está lo de Plataforma, pero es lo más cercano a lo que yo pienso.

¿Conoce a los demás firmantes?

De los que se me ocurren ahora, Maristella Svampa y Roberto Gargarella, que son amigos. Roberto es un muchacho muy capaz, un liberal progresista. Cuando me preguntan, digo que no soy liberal de mercado sino liberal político. Paula Biglieri escribió un artículo en contra mío afirmando que mi reflexión era parlamentaria “y por lo tanto, liberal”. Es un tipo de razonamiento al que le falta un montón de eslabones. Si no hubiera sido un artículo tan malo le hubiera contestado.

¿Por qué señala que una de las victorias culturales del kirchnerismo fue lograr que casi todo el progresismo pasara por esa vena “nacional y popular”?

Tiene dos motivos. En primer lugar, porque de entrada capta a todo el peronismo izquierdizante. Segundo, porque encuentra a muchas personas cansadas con ganas “de apoyar algo”. Pero le agregó un estilo combativo que hace un enemigo de toda la disidencia. Por eso los intelectuales se pelean. Ahora, la idea de formar Carta Abierta tuvo una referencia, estuvo inspirada en que ya antes había existido un movimiento intelectual activo “a favor”.

Estos nuevos grupos que van surgiendo, desde Plataforma 2012 hasta el grupo de intelectuales que apoyó el Frente de Izquierda, ¿pueden llegar a gravitar y enriquecer la discusión política?

Si quieren, pueden. Pero para eso tienen que discutir, no putearse ni atacar por atacar. Es una cuestión de actitud.

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