miércoles, 2 de abril de 2014

BAJO EL SIGNO DE SATURNO...


¿Cómo pasan estas cosas?
No hacía falta. No era necesario acordarme de ella en ese momento. Esas operaciones de la mente me dejan boquiabierto. Sucedió así: mientras hundía las manos en la carne picada para mezclar las cebollas rayadas (así es, la cocina me tomó por asalto), me acordé de una compañera de la facultad en mis épocas -jóvenes- de estudiante de derecho. Pasaron diez años. Más de cinco que no tengo noticias de ella (de hecho perdimos comunicación cuando aún no estábamos recibidos). La última vez que la vi, seguramente, fue en su fiesta de graduación. Ella misma, para mi sorpresa, me llamó al celular para invitarme al evento. Recuerdo haber recibido su invitación como un bocado agridulce. Hacía ya un tiempo que no hablábamos. Yo ya me había recibido y no sabía que había sido de su vida universitaria. Y me llamó para avisarme que ella también lo había hecho y que -muy por el contrario de mi propia experiencia- el título le reportaba una alegría que mercería ser festejada con sus compañeros de viaje.
Ella, tal vez, fue el primer amor perdido de mi vida. Era hermosa, estaba encantada conmigo y la dejé ir. No la pude mantener a mi lado. En ese momento tenía tanto terror a estar en una relación como a no estarlo: combo letal. Cuando la quise ir a buscar, estaba con otro, obvio. Ese otro que, no lo dudo, era el mismo que la miraba enamorado en su fiesta.
Ahora sé cómo pasan estas cosas. Ahí está: el año pasado, en mi renovada -pero ya no tan joven- nueva época de estudiante, en una nueva facultad y en una nueva -y más interesante- carrera, me encuentro con una duplicación de esa chica. Ahí volvió la imagen de la original, y de allí que, por mera cadena asociativa,  al pensar esa tarde (antes de ponerme a cocinar) en los textos que tengo que preparar para la facultad, todo desembocó en la chica original, la que -en algún momento- estuvo a mi pies; no en la duplicación, que esquivó sutilmente mi intención de reescribir el pasado.
Y si pienso en los textos, pienso en Benjamin, y pienso en la melancolía (ese canto de sirena que me interpela).
Leo en el texto de Sontag acerca de Benjamin: "la lentitud es una característica del temperamento melancólico. El desatino es otra, por observar demasiadas posibilidades, por no notar la propia falta de sentido práctico. Y la terquedad, por el anhelo de ser superior, en los términos de uno"
Y dice Benjamin de sí mismo: "mi hábito de parecer más lento, más torpe, más estúpido de lo que soy, tiene el peligro concomitante de hacerme creer que soy más rápido, más diestro y más astuto de lo que en realidad soy." Un me gusta de Facebook ahí.
La melancolía, entonces, como capas de pensamiento que nos protegen para no ver lo que en realidad se es. Interesante.
Vuelvo a Sontag: "el disimulo y el secreto parecen ser una necesidad para el melancólico. Este tiene unas relaciones complejas, a menudo veladas, con los demás. Los sentimientos de superioridad, de incapacidad, de frustración, no de ser capaz de obtener lo que se quiere, ante uno mismo, pueden ser, se siente que deben ser, ocultados por la amabilidad o por la más escrupulosa manipulación."
El espíritu melancólico, por su propia característica, necesita de una dosis extra de vitalismo para llegar a ser productivo. Lo que asusta, a los que nos sospechamos portadores de moléculas de tal gen, es ver el resultado de aquellos que pusieron su esencia al servicio de la producción artística.
En una operación irrisoria, uno a Benjamin (lectura ineludible en la facultad) con Kurt Cobain (personaje ineludible por estos días en los medios por cumplirse 20 años de la muerte de la última leyenda de la cultura rock): ambos se suicidaron, en condiciones absolutamente diferentes, claro; pero el final de la película es el mismo: tristísimo. Bellísimo lo que dejaron, pero tristísimo su final.
Si componer -libros, o discos- es manifestarse, entonces el terror cae de maduro: ¿cómo enfrentarse después a la propia manifestación desnuda?
Un doble vitalismo es el que se requiere, tanto para sostener un arte como una mujer. El que requiero. Para componer, primero; para acabar con el juicio de Dios, después.
En este tipo de dilemas estaré pensando cuando llegue mi amigo de España. Tal vez, mientras damos vuelta por las noches de Adrogué  (siempre fumando porque,  aunque no somos fumadores, sabemos que fumar ayuda a pensar), podamos llegar a dilucidar algo. O no.



 

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