lunes, 21 de noviembre de 2011

HORROR Y LITERATURA, DIEZ AÑOS DESPUÉS...




Diez años no es nada
por Daniel Link para MarDulce


En mayo de 2002, María Pía (López) y yo fuimos, convocados por unos estudiantes de la Universidad de Córdoba, a hablar de la crisis, nuestra ecología de entonces. Casi diez años después, volvemos a juntarnos, ahora con la presencia de Pablo (Katchadjian) y Luis (Chitarroni) para hablar de lo mismo, o mejor: de la transformación de la crisis de entonces en otra cosa, en todo caso, de procesos. Releo mis anotaciones de aquella época (lo que leí en Córdoba y lo que anoté, en forma de diario, en relación con aquella intervención) y me detengo en esta frases un poco... demasiado elegante, que ahora repito para ustedes. Recuerden: se trataba de la crisis de 2001, los lecops, los lecor, los patacones, el corralito, las asambleas, el estado de sitio, las ejecuciones en las plazas, un período emocionante como pocos que, sin embargo, yo pensaba que debíamos analizar con toda la apatía de la que fuéramos capaces, como condición de la comprensión histórica. Y fíjense lo que escribí:

Una vez que terminé mi lectura, después de que María Pía López había dicho lo suyo, debatimos. María Pía criticó (con toda la razón del mundo) el proceso de acumulación política propugnado por Moreno (implícito en varios párrafos de mi argumentación). Más allá del Río de la Plata, recordó, Artigas, impugnando las soluciones morenistas, generaba al mismo tiempo las condiciones para la creación de un Estado más democrático.

O sea: puestos a hablar de procesos, María Pía López y yo nos embarrábamos en los pantanos originarios de la patria. Como además yo, que venía de experiencias personales un poco desasosegantes, había asociado la crisis de 2001 con una “derrota moral”, un militante de la filial de HIJOS en Córdoba me preguntó de qué moral estaba hablando y no supe (creo ahora, escribí entonces) darle una buena respuesta.
Aunque el joven no me había preguntado “¡De qué moral estás hablando!” sino “¿De qué moral estás hablando?” yo entendí lo primero y me puse moralista. Espero, por el bien de todos, pero sobre todo el mío, no repetir ambos gestos: el historicismo, el moralismo.
En todo caso, sigo pensando que la crisis de 2001 fue tan aguda y de tan profundas consecuencias, que todavía nos toca con la punta de sus dedos fríos: leo en los diarios la discusión monetaria y a la noche sueño con muertos-vivos que me persiguen y que me alcanzan y que me contagian su apetito asesino. Espero que se me entienda: de día soy capaz de comprender cuan lejos estamos de aquella crisis y aquella locura, pero en las ensoñaciones nocturnas, la lubricidad monetaria se me presenta monstruosa. Economistas de la oposición han puesto sobre el tapete de la discusión monetaria la noción de deseo y hace unos días leí que el Poder Ejecutivo quiere combatir la adicción de la sociedad por el dólar. Todo el asunto se me antoja un poco disparatado y, al mismo tiempo, de una gravedad que, aún impostada, no deja de provocar efectos colaterales (mis pesadillas, entre tantos otros).
Pero acá estamos, después de diez años y creo que antes que subrayar las pesadillas conviene celebrar nuestra propia persistencia: acá estamos, sin que entonces pudiéramos siquiera imaginar que estaríamos, y no estamos estancados en el terror de entonces, lo que significa, por lo menos, que hemos conseguido sobreponernos a aquella derrota moral (a aquel sentimiento de derrota moral) que yo traduje entonces como “yo soy el excedente de la fiesta menemista”.
Debería referirme, así estaba estipulado en la convocatoria, a las transformaciones específicas ocurridas en estos diez años en el ámbito de la lectura, la lectura, la edición y la publicación. ¿Escribimos igual? ¿Cambió la figura pública del escritor? ¿Cambió el mercado?
Cambió todo, quiero decir: la cultura dio una vuelta de campana. Hoy hay una cultura política de la que es difícil tener memoria en Argentina, con un campo muy fuertemente articulado alrededor del apoyo o el rechazo a la gestión de gobierno: editores, escritores y lectores han elegido posiciones en ese campo de batalla cultural que involucra a todas las instituciones de opinión pública, incluidos los medios, las editoriales, los sindicatos, las audiencias y las asociaciones espontáneas.
Habría que considerar aparte al mercado que, por sus misma exterioridad respecto de la cultura, no ha cambiado o, mejor dicho, pretende sustraerse a toda posibilidad de cambio. Uno diría que en estos diez años que han pasado (que además coinciden con los diez primeros años del milenio) las tensiones entre la transformación y la permanencia se han vuelto para el mercado más aguda, y por eso ha abrazado las hipótesis más paranoicas (más trash) para su autopercepción.
Porque, más allá de las causas estrictamente ligadas con la política electoral, hay también micropolíticas intelectuales que dividen las aguas, por ejemplo: los ideales de los Partidos Piratas del mundo, en relación con el uso irrestricto y gratuito de contenidos en Internet. Leer, escribir, publicar (pero también mirar películas y distribuirlas): en estos diez años hemos desarrollado un intenso debate en relación con los archivos digitales y la publicación en línea, los modos de intervención (política y cultural) en el ciberespacio, la relación de las nuevas tecnologías con los procesos de escritura y lectura. Es muy probable que sea prematuro evaluar el alcance de las transformaciones en esos procesos, pero lo cierto es que hoy no leemos lo mismo: con esto quiero decir, al mismo tiempo, que no leemos lo mismo que hace diez años, y que tampoco leemos (miramos) lo mismo en un corte sincrónico. Podrá objetarse que siempre fue más o menos así, y yo estoy de acuerdo, pero el pluripespectivismo de nuestro corte temporal es tan radical que los conjuntos de lo que leemos (o miramos) hoy no se intersecten nunca, en una crisis de los universales que afecta tanto al discurso jurídico como al propiamente estético.
Hace cinco años, en la mitad del camino de esta vida que venimos a interrogar colectivamente, en otra mesa también convocada por Damián Tabarovsky (que persiste en el error de invitarme) ya me había referido a esta incapacidad mía de diagnóstico ante lo nuevo: no es que diga que “no hay nada nuevo”, digo que todo es nuevo, pero que no sé cómo traducirlo, porque soy incapaz de pensar lo nuevo más allá de la experiencia que de lo nuevo se haga.
Para mí (que tengo con la literatura una relación penosamente existencial), sólo se trata de poder seguir escribiendo (sé que hay otros y otras para quienes la literatura también se parece más a una experiencia que a un bien de cambio, y por eso no me siento solo. Me gustaría hablar, pues, de experiencias literarias y no de resultados observables o cuantificables: la experiencia del presente, la experiencia de las nuevas tecnologías (y los agenciamientos que las involucran), la experiencia del murmullo y el silencio, la experiencia del nombre propio y la experiencia de la disolución de las identidades, la experiencia del Estado o de su ausencia, la experiencia de lo trash de mercado (los premios literarios, las efemérides, las ferias y los festivales). En suma, para decirlo lo más modernamente posible, la experiencia del capitalismo.
Son cosas que podría asignar a ciertos nombres propios (La intemperie, de Gabriela Massuh, sigue siendo la mejor novela sobre la crisis), pero no sé si vale la pena hacerlo más allá de los nombres que inevitablemente y a mi pesar ya he suministrado en otras ocasiones: la experiencia-Walsh, la experiencia-Puig, la experiencia-Copi y la experiencia-Aira agotan mi capacidad de relación con las experiencias “estratégicas” de lo literario en Argentina (o, si se prefiere: en relación con ellas es que pienso y escribo). Lo demás es mi presente y, sobre eso, sólo tengo pesadillas de las que nadie más que yo soy, al mismo tiempo, víctima y responsable.

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