jueves, 12 de abril de 2012

PARTE DE GUERRA...




Llama la atención en algunos de sus últimos escritos la aparición de Lenin como una fuente para repensar problemas contemporáneos…

Slavoj Zizek: Es una pregunta un poco provocativa. Lo que me interesa particularmente en Lenin es que, frente a la gran crisis en la izquierda después de la Primera Guerra Mundial, fue capaz de ir a la teoría leyendo a Hegel y al mismo tiempo repensar toda la situación. Y me parece que eso es lo que tenemos que hacer ahora. La crisis de la izquierda es manifiesta, aunque proteste en los movimientos antiglobalización y haga ruido en las calles. La izquierda no representa en estos momentos una alternativa positiva. Además, creo que hay un grupo muy importante de la izquierda de la Europa occidental, intelectuales entre ellos, que verdaderamente no quiere cambiar las cosas, que en cierta manera disfrutan de una posición de crítica segura. Es decir, analizan la sociedad y describen comunidades alienadas y otros tópicos clásicos de la izquierda intelectual, pero no tienen una verdadera voluntad de intervenir políticamente. Y Lenin sí tenía esta voluntad.

¿En el sentido de reafirmar una voluntad democrática por medio de la crítica y de la práctica?

S. Z.: Creo que hoy en el mundo occidental la democracia es una especie de desgracia. Obviamente, no estoy en contra de la democracia, pero el problema es que debemos empezar a hacernos preguntas ingenuas, que son las que prefiero. Por ejemplo: ¿qué significa libertad?, ¿qué significa democracia? Porque estamos seguros de que vivimos en una democracia, pero ¿qué es lo que la gente realmente decide sobre eso? ¿Qué posibilidades de intervención tiene? Especialmente ahora, en esta época de globalización, nosotros realmente no decidimos sobre cuestiones cruciales. Muchas cosas importantes son impuestas por el FMI, por las multinacionales, por organismos de poder. Nadie, en ningún Estado, realmente decide sobre cuestiones trascendentes como éstas. Si la democracia significa que una mayoría de gente participa en los debates y decide sobre las cuestiones cruciales de las decisiones políticas, a través de las cuales una sociedad se desarrolla, entonces debemos llegar a la conclusión de que no tenemos democracia, de que no estamos viviendo en democracia.

Su posición sobre la libertad es muy similar…

S. Z.: Es lo mismo con la libertad: usted es libre para elegir su orientación sexual, para elegir su ropa, etcétera, pero las posibilidades de decisión son muy limitadas. Veamos si no a Brasil actualmente, donde la nueva izquierda estaba por realizar cambios radicales en las condiciones de vida de millones de personas, y hoy se encuentran con las estrictas presiones de instituciones financieras que le impiden realizarlos. Lo mismo en Argentina. Yo no soy un utópico que vive pensando en la revolución, pero sostengo que no estamos en condiciones de preguntarnos sobre estas preguntas fundamentales

En una época de cuestionamientos al psicoanálisis, usted rescata constantemente el pensamiento de Lacan. ¿Por qué?


S. Z.: Lacan es para mi básicamente un instrumento. Yo no soy psicoanalista, respeto mucho mi propia libertad, quiero ser libre de dar vueltas alrededor de un problema, y sería una pesadilla para mí estar obligado a psicoanalizar todo lo que me rodea. Pero a pesar de todo encuentro a la teoría y a los conceptos lacanianos extremadamente aplicables para analizar nuestra situación ideológica. Las cosas se han convertido hoy en una paradoja, porque por un lado hay una explosión de la permisividad, se puede ser homosexual, se puede ser promiscuo, a cada uno le está permitido hacer lo que quiere con la vida propia, dedicar la vida al placer que a cada uno se le ocurra. Pero el resultado no es el que se esperaría. La paradoja es: ¿cómo podrían la permisividad y la liberalización salir mal? ¿Por qué, mientras más liberalizados estamos, más y más nos sentimos bajo presión, mucho más que antes? El psicoanálisis lacaniano arroja una luz sobre éste y otros problemas. A diferencia de la influencia de Lacan en países latinos como Francia, Italia y la misma Argentina, en los que se lo usa para analizar temas más bien literarios y culturales, con mis amigos de Eslovenia lo usamos fundamentalmente para analizar y entender fenómenos políticos.

Una noción de la que se ha ocupado últimamente es el tema de la virtualización de la realidad. ¿Qué significa esto?

S. Z.: Lo que trato de enfocar no es sólo el apasionante tópico de lo virtual y lo real. Lo que me interesa es lo que Gilles Deleuze llama “la realidad de lo virtual”, en el sentido de que hay algo que en un sentido es virtual, es decir no es actual, y a pesar de todo tiene consecuencias reales, causas reales. Miremos la política actual, que funciona como el proverbial pecado de un matrimonio, en el que hay uno de ellos que es desdichado y sueña que algún día podrá abandonar a la mujer o al marido. Pero paradójicamente, mientras se sueña con esto, es algo que nunca se va a hacer, es sólo una posibilidad. La política de Occidente funciona de esta manera. Soñamos que podemos cambiar cosas, mejorarlas, pero es algo que nos sirve para protegernos y sobrevivir al hecho de que las cosas son así y no podemos cambiarlas. Entonces, a veces lo virtual funciona, posibilita aceptar las cosas tal como son. Esta paradoja me interesa de sobremanera. Es decir, no el tópico de moda sobre lo virtual, en el sentido de comunicación a través de e-mails, el sexo virtual, los cyber sex, este aspecto no me interesa demasiado. Es más la cuestión de la realidad de lo virtual. Por ejemplo la creencia: en uno de los casos de la vida cotidiana que a mi me gusta usar, un padre con un hijo pequeño “yo no creo en la Navidad, yo sólo pretendo hacerle creer esto a mi hijo”. Y si se le pregunta al hijo, éste dirá que procura creer para no defraudar a su padre. En realidad, nadie cree realmente, pero la creencia funciona. Pienso que la gente hoy cree en la virtual verdad de otro. Paradojas como estas son centrales y muestran la manera en que la ideología funciona.

¿Cuál es el objetivo de la crítica a la ideología hoy?

S. Z.: La ideología opera hoy plenamente. Uno de los tópicos de moda desde la desintegración del socialismo, a fines de la década del ’80, es que la era de la ideología ha terminado, de que vivimos en una época postideológica, pragmática, en la que la economía es una cuestión de expertos, y desde ese momento no se cree más en las grandes ideologías. Creo que eso no es verdad. Los ’90 fueron los grandes años de la utopía liberal capitalista, eso que Francis Fukuyama conceptualizó con la fórmula de “el fin de la historia”. Eso fue una ideología en la que la experiencia ideológica nunca se vive como ideológica en sí. Hay además un fuerte sentido simbólico en el 11 de septiembre, y es precisamente que marca el final de esta ingenua utopía liberal. Ahora sabemos que no hay tal fin de la historia, que no todo el mundo va a ingresar al canon de este mundo capitalista liberal y tolerante. Y a pesar de todo, la gente continúa sin aceptar que la ideología está aún operativa. Especialmente hoy las elecciones políticas están mediadas por la ideología, y son presentadas como elecciones debidas al sentido común o al conocimientos de expertos. Si se escucha a los economistas de hoy, pretenden hacernos creer que lo que ellos hacen es ciencia, como si la ciencia de la economía no tuviera nada que ver con la política sino con el movimiento de los mercados. Pero si esto se analiza de cerca, hay ciertas presuposiciones políticas, porque la economía nunca es simplemente pura economía. Y esto es de lo que debemos convencer a la gente: que la ideología funciona precisamente cuando es invisible, cuando uno no está atento.

¿Por qué repite constantemente que “todo es política”?

S. Z.:- Concibo la noción de lo político en un sentido muy amplio. Algo que depende de un fundamento ideológico, de una elección, algo que no es simplemente la consecuencia de un instinto racional. En este sentido, sostengo que nuestras creencias privadas, en el modo en que nos comportamos sexualmente o en lo que sea, son políticas, porque es siempre el proceso de elecciones ideológicas y nunca es simplemente naturaleza. En este sentido diría que la cultura popular es eminentemente política, y me interesa justamente por eso. Si usted mira los grandes filmes de Hollywood, en un principio parecerían ser absolutamente apolíticos, pero en la trilogía Matrix está absolutamente claro que bajo la excusa de un entretenimiento se apunta a los más profundos temas políticos. Matrix es una especie de metáfora gigante de cómo estamos controlados por un anónimo poder. Estoy cada vez más interesando en la manera en que hasta el más ínfimo divertimento despliega un mensaje que es siempre utópico. El mensaje verdadero, por lo menos en cierta lectura marginal, es que sólo en condiciones de una inminente catástrofe se puede concebir una especie de nueva solidaridad, en la que todas las luchas son olvidadas y todos pugnan por ayudar al prójimo. El mensaje de todos estos filmes es muy perverso: nuestra sociedad está tan dispersa en la competencia que necesitamos una gran catástrofe para lograr imaginar una nueva forma de solidaridad y cooperación.

Usted ha planteado cierto escepticismo frente a los estudios culturales, y prefiere oponer universalismo a multiculturalismo…

S. Z.: Por supuesto, estoy de acuerdo con las preocupaciones oficiales del multiculturalismo, estoy a favor de la tolerancia de toda cultura, de toda orientación sexual. Lo único que yo discuto es que, básicamente, esto no puede ser la coraza última de nuestra actividad política. En orden de plantear políticas multiculturales se debe encontrar un núcleo universal de normas y valores, como manera de respetarnos entre todos. No es que el universalismo sea opuesto al multiculturalismo, pienso que las prácticas exitosas de multiculturalismo presuponen un piso universal, es decir: ¿qué significa respetarnos entre todos? El otro punto, aún más importante, es que en el reconocimiento de las diferencias, en el punto máximo de la ética y de la política, el tema no es que debemos tolerarnos entre todos, sino que debemos oponernos, no físicamente por supuesto, sino con otra lógica. Eso que he definido como que “la verdadera medida del amor es que se puede agredir al otro”. Este es mi punto de oposición con el clásico multiculturalismo de los ’90, que propone un respeto a la cultura del otro, sus bailes, su ropa, pero no en cosas trascendentes. Debemos reenfocar el problema sobre la opresión del poder económico y político, que es el verdadero terreno de las luchas.

Toni Negri estuvo hace unas semanas en Buenos Aires, y sostuvo que Argentina fue una víctima del poder económico mundial. ¿Qué consideraciones le merece el poder destructivo del capitalismo en países como Argentina?

S. Z.: Yo en general estoy en desacuerdo con las posturas de Negri, pero en este nivel estoy totalmente de acuerdo. En desacuerdo, porque creo que no tiene razón cuando asegura que estamos asistiendo al declive del Estado-nación y entrando a una era de poder imperial global. Si se mira a los Estados Unidos, se percibe claramente que no se comporta como un imperio, sino que no es lo suficientemente imperial, que sigue realizando acciones guiadas por la lógica del Estado-nación. No creo que el capitalismo de hoy se esté moviendo en el sentido de constituir un poder imperial. El Estado, es cierto, se debilita día a día, pero en cuanto a los aparatos de seguridad para el control y la dominación, en este sentido se está volviendo cada vez más y más fuerte. En lo que estoy de acuerdo con Negri es cuando dice que lo que se hizo mal en Argentina no es una decisión de los argentinos. Al contrario, lo que se hizo mal en la Argentina en los años de Menem es justamente que se siguieron de cerca los predicados y exigencias del FMI. Pienso que el tema no es preguntarse lo que ustedes, los argentinos hicieron mal, sino qué es lo que estuvo mal en los círculos económicos extranjeros y el precio que ustedes están pagando. No es solamente su responsabilidad, porque más allá de las crisis históricas propias del país, todo este enigma sobre el que el mundo se pregunta, no es exclusiva culpa de ustedes. No deben hacer un autoanálisis y torturarse.

Después del 11/09, parecen haber salido a la luz algunas secuelas del control sobre la vida…

Una cuestión importante es la que Giorgio Agamben analizó en Homo Sacer, en el sentido de que cada vez más y más gente está fuera del orden legal o jurídico. Los prisioneros afganos de Guantánamo son el mejor ejemplo: la vida no importa para nada. La lógica de los campos de concentración se está extendiendo cada vez más, y ya no sólo para prisioneros. La idea de sobrevivencia biológica de grupos empieza a parecer como parte de procesos políticos. Conectado con esto está el efecto de que nos estamos moviendo hacia un orden global en el que prima el estado de excepción como un orden normal de cosas. En esto soy relativamente pesimista. Hay cambios pequeños e imperceptibles en la política, pero tal vez por eso importantes, por ejemplo el hecho de que de pronto en Estados Unidos haya un debate público sobre el uso de la tortura. Hace 20 años esto era algo imposible de concebir, y es un signo ominoso de cómo los roles de la política, de la ética, de los valores van cambiando imperceptiblemente. Más que los grandes cambios, hay que observar los pequeños.

Usted está cada vez más posicionado en una perspectiva fascinada con el cristianismo, en un mundo que ha perdido su sustancia…

S. Z.: Soy incondicionalmente ateo, pero lo que me interesa en el cristianismo es una cierta lógica de comunidad, la manera en que funciona una comunidad de creyentes. No es ni una comunidad de individuos ni una comunidad ética sustancial. Es una especie de comunidad totalmente distinta, emancipatoria, involucrada en una práctica de liberación. Lo que me interesa en la ética cristiana es la idea de una lógica del renacer a la fe, que significa que el cambio radical es posible, que no estamos predestinados por un poder oscuro que controla todo, que es posible empezar desde cero. Además, me interesa una idea que también se encuentra en el marxismo tardío: la de una fe universal que es accesible sólo desde una posición subjetiva. Y la cuestión de que el único terreno para ser devoto de Dios son las relaciones sociales, y ahí es donde se demuestra la verdadera creencia como concepción cristiana del amor. Esto está negado en muchas de las nuevas formas de espiritualidad contemporánea, esas formas egotísticas y new age de espiritualidad, del conocimiento interior, que son para mí un verdadero peligro.

Sus escritos sobre la biogenética han desatado fuertes polémicas. ¿Qué quiere significar con las perspectivas radicales que abre la biogenética?

S. Z.: La gente reacciona contra esto por la simple cuestión de sentirse molesto o con miedo a nuestras nociones de libertad o dignidad, y entonces dicen que debemos limitarla. Esto es lo que dice la Iglesia, lo que dicen algunos círculos intelectuales europeos, como Jürgen Habermas. Pero pienso que nos debemos hacer preguntas más radicales. Los resultados de la investigación biogenética nos fuerzan a confrontar con preguntas fundamentales de nuestra condición humana: ¿somos libres?, ¿qué significa la libertad? Me gustaría conocer si somos libres, y la conclusión es que somos el resultado de algo determinado, no por nuestros genes, porque por supuesto este geneticismo primitivo es falso. Entonces mi idea es que la usual reacción contra la biogenética evita el verdadero problema, que es que debemos repensar muchas de las cuestiones relativas a la organización de nuestra vida ética. No es suficiente decir “no estoy de acuerdo” y no permitirlo, o controlarlo. Debemos preguntarnos preguntas más fundamentales y no actuar según esta actitud defensiva.

(Entrevista realizada durante su visita a Bs. As. en el año 2006)

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